miércoles, 19 de diciembre de 2012





THE MAN WHO SHOT
 LIBERTY VALANCE 
(1962)

John Ford






Hay un hombre al que todos temen y un hombre al que todos aman. En medio existe otro muy distinto; un fantasma que sobrevive para entender que ya está muerto. John Ford cogió a estos tres hombres, a esta trinidad que nos habla del nacimiento de la justicia en la selva, remitiendo al pecado original y a los más profundos dilemas de Shakespeare -como si Shakespeare nunca hubiera existido-, para dejarlos aquí, en esta película, para enfrentar a unos con otros, para así -tal vez- lograr entender sus miedos más íntimos y revelar su pesimista idea del progreso. Si Ford quiere avisarnos de algo, es de que un mundo salvaje se muere y de que los héroes ya no sirven porque el mundo moderno ha escrito su propia ley, una ley muy contraria a la de la naturaleza. 
Esta película, etiquetada como uno de los cantos de cisne del cine clásico, es tal vez algo muy diferente en otros términos, pues de entre todas sus grandes películas, Ford se enfrenta aquí, a la quizás más espiritual y purificadora de todas las suyas, pues en ella deja paso a todo lo que conlleva la nueva civilización por una parte y por la otra, muy a pesar suyo, se obliga a enterrar a su pistolero favorito, dejándole morir mucho más allá del silencio, en soledad, asumiendo su fracaso y su incomprensión. A este nivel, Ford se enfrenta a su propia contradicción y erige a James Stewart como el héroe moderno; el intelectual que pretende hacer el bien y que lo logra, pero cuando lo logra, se siente engañado. Por eso la tristeza de Stewart al final de la película, lleno de nostalgia y ganas de evasión, junto a su mujer, melancólica y dolida al ver morir a lo salvaje, a esa vida que un día fue su verdadera vida, donde aprendió y sintió cosas verdaderas. 
James Stewart vuelve para contar la historia de un fantasma.
John Wayne es John Ford apurando las botellas, herido por sus deseos; James Stewart es John Ford defendiéndose contra el futuro, contra lo que se avecina, empeñado en enfrentarse a algo que sabe, le acabará matando, le acabará aburriendo. Estos dos personajes contradictorios simbolizan mundos muy diferentes, son en suma un éxito y un fracaso en la lucha contra la injusticia y el terror, en pos del bien común, se entierra la fuerza de la individualidad. 
Existe por un lado una lucha moral y por otro, una lucha sentimental, pero ya se sabe, el sentimiento siempre es más fuerte que la moralidad, sobre todo porque la moral nunca ha existido como tal, pues la ley de los hombres la inventó para justificar sus errores. Por eso es tan importante entender que existe una justicia moral y otra muy diferente, basada en el sentimiento, puramente natural, una ley que nace del corazón que es la que debería regir el mundo. Pero se empeñan en imponer lo falso, para conservar el poder sobre los demás y ordenar el control para que todo acabe siendo sobrio y aséptico. 
El hombre que mató a Liberty Valance es una película trampa en la que todo está invertido de alguna manera, en la que lo que creemos equivocado, finalmente es cierto y viceversa, haciéndonos aceptar algo que se parece mucho a lo que creemos justo, para luego darle la vuelta y ofrecernos la honestidad y el valor como único hogar del espíritu y de la vida del hombre; el hombre siempre regresa a lo verdadero, pero cuando regresa, nunca es como lo recordaba.
John Ford sabía que al hacer este film, una parte de él se estaba muriendo y otra estaba naciendo simultánea y sencillamente para echarse de menos y por eso, a pesar de ser una película con una energía y un humor envidiables, finalmente es muy triste, pues cuando acaba, un mundo ha muerto y otro simplemente, acepta construirse sobre algo equivocado, por eso la idea de la modernidad se tambalea, por eso el futuro es tan irregular y desencantado, pues el lugar donde nacía la felicidad, parece estar sepultado para siempre y las aventuras se han muerto con los héroes y los héroes, se han llevado a la tumba las aventuras; por eso necesitamos cada vez más ficción, quizás, para sentir la ilusión de otro tiempo donde una vez existió el valor.
Es extraño darse cuenta que hoy tenemos que acudir a las películas para sentir esas aventuras, en vez de viajar al desierto y vivirlas por nosotros mismos; la ley no nos permite pensar más allá de lo establecido, de la regla, de lo políticamente correcto. Por eso John Ford es grande, porque es hermosamente incorrecto. El gran pecado de la modernidad ha sido el hacer olvidar la acción, el dar una falsa ilusión de vida en todas sus manifestaciones e intentar hacer creer, que incluso cosas como el dolor, sólo son parte de una ficción muy remota; somos una mentira que se arrastra por el suelo.
La película comienza con un tren llegando y finaliza con un tren marchándose, pero hay una diferencia esencial en el último de los planos y tiene que ver con un guiño estético muy disimulado pero relevante, a un nivel esencial: ¿por qué este último plano es el único plano de la película filmado sin trípode y por tanto, de una inestabilidad intencionada? ¿quiere esto decir que el cine en sí mismo perdía su equilibrio en la cabeza de Ford o por el contrario nos habla de la destrucción del mundo hacia el que se dirige dicho tren y que profetiza el director irlandés? 
Parece que John Ford consiguió purificarse gracias a su obra, enfrentándose a lo que más temía, pero realmente, ¿sabemos hoy quién es ese hombre al que todos temen? y más aún, ¿tenemos el valor para enfrentarnos a él?









miércoles, 5 de diciembre de 2012



LA SELVA Y EL CINE;
UN MILAGRO
(origenes del cine del s. XXI)






Nadie puede salir de la selva. A partir de un momento, todo se condensa en la vorágine, todo se va mezclando y confundiéndose sin solución de continuidad; las plantas crecen para destruir el alrededor y la carne cae al suelo para revolcarse. La selva es cada vez más grande y nadie sabe dónde acaba y todo parece el mismo sitio, el mismo lugar. En lo más profundo de ese cine o esa selva -llamémoslé como queramos- es donde ahora nacen los sueños, donde se protegen de la falsedad exterior y de las carreteras que siempre van al mismo sitio y nos dejan con esa sensación triste y vacía al mismo tiempo. En la selva existe un silencio que nunca se calla, un sonido que nos deja inventarnos sin excusa, sin concesión; un paraíso para rajarse el pecho de lado a lado o para hacer el amor sin que nadie te espíe -al menos alguien de este mundo-, una cuna donde podrás soñar que aún existe eso que se llama libertad; para dejar de ser esclavo hay que abandonar este mundo. La selva dice que es el jardín del que fuimos expulsados, por eso nos sentimos extraños y desnudos en su seno, pero familiar y feliz a cada paso que damos en sus visiones. El cine de principio de siglo, el cine que sueña con un ojo y QUE se mira con el otro, es un laberinto virgen, una cuña y un hacha para sobrevivir. Películas como La ciénaga (2001) de Lucrecia Martel, Blissfully yours (2002) de Apichatpong Weerasethakul, Los muertos (2004) de Lisandro Alonso o Naturaleza muerta (2006) de Jia Zhang Ke lo atestiguan. Una parte del cine contemporáneo cree ciegamente en la selva como escenario de sus más hermosas y secretas manifestaciones. Los cuerpos aparecen sin permiso en el caos de la naturaleza, en el laberinto de las hojas y en los túneles de hierba. El destino de sus personajes es acabar perdidos, mirando a todos lados sin referencia, sin saber exactamente dónde se encuentran, preguntándose qué hacen allí sin temor, contemplando y respirando, envejeciendo rápidamente para convertirse en parte del río; de alguna manera, este nuevo cine o este nuevo uso del cine, parece el resultado de una nueva mentalidad cercana a un budismo primitivo, hermano precisamente con aquel de Benarés.
Este nuevo cine no representa una semilla para el futuro, sino más bien, una purificación, un silencio necesario para volver a empezar; la instauración de una tábula rasa repleta de nuevos y fructíferos caminos llenos de lianas y animales salvajes con mucho hambre.
La selva esconde su propia tragedia y su propio cine, su propio lenguaje de signos, su rastro peculiar, su melodía, sus senderos que se bifurcan. Aisladas del mundo, estas almas cinematográficas quedan aisladas y quietas mirándose unas a otros, bautizándose así mismas, siendo por primera vez, dueñas de sus propios miedos, de sus infinitas debilidades, escuchadas por el silencio que atrapa sus gemidos y sus horrores, dañándolas y curándolas a la vez, manteniéndolas lejos del exterior, donde, por el momento, nada parece existir.