domingo, 31 de marzo de 2013



COLOR PERRO QUE HUYE (2011)
ENSAYO FINAL PARA UTOPÍA (2012)

Andrés Duque





¿Qué ocurre dentro de la imagen? 
¿qué vive allí sin hacer caso a nada? 
¿qué conocimiento sobrevive tras las apariencias?


Existen films cuyo único trayecto es la maravillosa tentativa de la emoción, dirigida mediante un  traspiés narrativo que nos lleva a cualquier sitio inimaginable. Cada vez más me doy cuenta de lo hermoso que es entrar en una sala de cine totalmente al servicio del misterio, dejando a los sentidos en un buffé libre de vías de conocimiento indescifrable, imposible, repleto de vida y pasión, pues al final todo esto va de la PASIÓN y lo digo con todas las letras, pues si el cine de hoy tiene algo para mañana, es por películas como las de Andrés Duque y no porque sean obras maestras, sino porque son espacios donde al cine se le deja crecer en libertad, se le deja despistarse y equivocarse constantemente; un lugar donde poder oírle y verle, por separado, un lugar donde contemplar su corazón y su culo al mismo tiempo; las dos caras de la luna.
Así el cine vuelve a sus primeros códigos, vuelve al silencio, a las secuencias largas, a las intromisiones, al vouyerismo, a la acción, a los fantasmas, a la selva, a las islas, ala aventura, a los esquemas inocentes, pues en definitiva, el cine de Duque es un artefacto que nos habla de un imprescindible intento de huída de la realidad común, del conocimiento común. Sus imágenes no esconden ningún discurso aparente, ni pretenden ser un símbolo. La forma conseguida trata, si trata de algo, de una necesaria invisibilidad, de un ritmo personal, de un manierismo apasionado y sobre todo de un ensayo -tal y como se dice explícitamente- del gesto creador ante la imposibilidad de entendimiento de la existencia.
Duque nos ofrece un viaje a medio camino entre Sans Soleil (1983), Katatsumori (1994) e Inland Empire (2006) por nombrar algunos de los filmes con los que parece dialogar -en esa tradición fílmica tan desatendida por la oficialidad-, junto a un humor y a una contemplación necesarias para que algo mostrado sea completo. 
Existe en sus obras una aparente facilidad y sencillez que enriquece su visionado, regalando intimidades poco habituales, pero sumamente naifs, tan ligeras - en el buen sentido- que una se va llevando a la otra de manera natural, casi inconsciente, provocando una sensación extraña al salir de la sala, una sensación de no saber dónde se ha estado ni qué se ha visto realmente en la última hora y cuarto. 
De momento guardaremos silencio ante la obra de Andrés Duque, primero, porque los perros suicidas y los bailarines psicodélicos pueden sentirse aludidos y desaparecer para siempre; en segundo lugar, porque la obra del venezolano, es una obra en expansión a punto de empezar y terminar en cualquier momento y en estos casos, nunca se sabe dónde nos puede llevar éste curioso Neverlander.









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