miércoles, 8 de mayo de 2013






SAUVE QUI PEUT (LA VIE)
(1980)

Jean Luc Godard






Es la segunda vez que tengo la sensación de tener mi vida ante mí, 
mi segunda vida en el cine... o más bien la tercera; 
la primera es cuando no hacía cine, iba dando vueltas, buscaba; 
la segunda, a partir de A bout de souffle hasta los años 1968-1970 
y después vino el reflujo, o el flujo, no sé cómo llamarlo; 
la tercera es ahora.


Jean-Luc Godard siempre ha hecho lo mismo: dar vueltas al concepto de la diferencia o del eterno retorno o lo que es lo mismo: hacer que las cosas vuelvan al mismo sitio pero de forma diferente. Esto es precisamente lo que hace del cine de Godard, un rico manantial de lirismo y pensamiento, de esa unión tan terriblemente difícil que acaba llamándose cine. Es muy complicado vivir ahí, en medio del misterio sin saber muy bien qué harán finalmente las imágenes contigo, porque como él dice, las imágenes no se colocan unas detrás de otras, sino que se suman unas a otras para crear la visión y la visión es lo que falta en esta edad contemporánea de la pagana confusión y el ebrio liberalismo. Ya lo advierte en su siguiente película, Passion (1982), donde repite incansable: 

el cine no tiene reglas, 
por eso la gente sigue yendo a verlo.

Un año antes de Passion, realiza Sauve qui peut (la vie) (1980), tal vez una de sus películas clave, a partir de la cual nacerá un estilo muy concreto que se perpetuará hasta sus últimos films (hasta la fecha), como Nostre Musique (2004) o Film Socialism (2010) y que hará nacer un nuevo lenguaje, un nuevo Godard, un nuevo acercamiento al cine, una nueva ligereza para hablar de las esencias escondidas en las cosas; una nueva maniera en el mundo de lo metaóptico.
Hago películas para mantenerme ocupado. Si tuviera fuerzas, me gustaría no hacer nada. Pero es porque no puedo soportar no hacer nada, que puedo hacer películas y no por otra razón. Esto es lo más honesto que puedo decir de mi trabajo, son las palabras que hace suyas Godard, originales de la fascinante artista, Marguerite Durás y que le sitúan en su cine como a un paria enamorado de su oficio; lo único que le queda para seguir perpetuando su fe. 
Para Godard, el trabajo y el amor son lo mismo y por eso, de alguna forma casual, comenzó a hacer cine de repente, ya que desde sus inicios hasta Pierrot le Fou (1965), Godard filmaba sólamente para una mujer, para entender a una mujer (Anna Karinna) y para entender que esa mujer se alejaba cada vez más y más como una estrella fugaz, por eso Godard, en esa época concreta, era amante y marido, ya que que besaba a Karina con los labios y besaba al cine con la cámara y luego cerraba los ojos e imaginaba otra película para que aquello nunca terminase, pero ya se sabe que las historias a tres no suelen salir bien. Después del 65, se agota la estrella y Godard se queda sólo con el cine y entonces intenta seducir a otra amante muy diferente, la realidad (como ideología) y deambula por el mundo del celuloide, siendo el paria más famoso del negocio de la poesía, intentando capturar el infinito espíritu revolucionario de la historia: la revolución interminable del pacto social. En los 70 se empeñó en que la gente viera cosas (La Chinoise, 1967), viera lo invisible más allá de los textos (Loin du Vietnam, 1967), utilizando la conciencia como canal (Weekend, 1967) desenmascarando complicados conceptos (Un film comme les autres, 1968) para así poder contemplar el poder de las palabras en todo su esplendor (2 ou 3 choses que je sais d'elle, 1967) y empezar una batalla de tú a tú con la estructura de la existencia y sus múltiples variedades. Encomendado a la regilión Vertov y a su ojo mágico, supuestamente capaz de cambiar el mundo -y sobretodo de hacer soñar a jóvenes aventureros-, Godard se lanzó a la guerra de la vida, iniciando su década más rousseausiana y concesiva, militando en las filas de lo que él creía como su lucha verdadera: Lotte in Italia de 1971, Tout va bien de 1972 o Ici et ailleurs de 1976, las cuáles siguen una linea de panfleto y protesta experimental, influido por el viento del 68´. Todo es así hasta la aparición de su síntesis lírico-sociológica Número deux (1975) donde Godard se derrumba entre sus pantallas y magnetófonos, derrotado por el absurdo de la existencia. El mundo no se puede cambiar disparando películas; el mundo se cambia desde dentro de ellas, creando mundos diferentes, formas nuevas de respirar. Así, Godard empieza a soñar ya con una historia distinta, donde la imagen está a punto de apoderarse de todo lo real; empieza a tramar una verdadera historia del cine para hacer que todo se vea de una vez por todas. Apartó sus idealizaciones y asumió su traición, iniciando una nueva década de pura pasión, donde se instituye su estilo definitivo (su hiperstylo). 

Tengo que disculparme por esta introducción prolongada, pero que creo necesaria para instalarme aquí a comienzos de los 80, en el lance más importante de la obra de Godard, en la vuelta a la cama de su amante eterno, el CINE, por el cuál se tira de cabeza con su peculiar salto del tigre y desempolva su placer para mostrarlo más poderoso que nunca, construyendo un milagro de película que comenzó llamándose La vie y que acabó llamándose Sauve qui peut (la vie), 1980.
Dice que al filmar esta película tuvo el deseo de hacer cosas que no sabía hacer, volver al principio, al origen y por eso, quería aprender a filmar bosques, pero no pensándolos sino filmándolos (como le dijo Bresson), filmar el cielo, pero sin verlo, sólo mirándolo; filmar la luz de la infancia de las mujeres y la luz de la infantilidad de los hombres. Quería filmarlo todo de una vez y por eso volvió al sus temas naturales: el hombre y la mujer, el cine y el video, la cultura y el arte.

Un silencio.

...dije que amo; esa es la promesa


Él sabe que el mundo contemporáneo es confuso por el ruido que lo envuelve y por eso sabe que nadie puede llegar a oír la verdad, pues siempre llega algo que crea el silencio, tal vez ese silencio que nace alrededor de la lectura y que crea la palabra; pues escribir es, en palabras de Durás, una desaparición, una disolución del yo. Así, él suple la palabra e instala la visión como prueba de la existencia de la vida. Él desaparece y entonces la visión se oye...
La música siempre fue muy importante para Godard, pero en esta película es una de las protagonistas, al igual que los árboles y los cuerpos, para dejar de ser una simple comparsa o una anécdota ingeniosa. La música, por primera vez en el cine, tiene un sentido recto, alineado con la imagen y su peso en la balanza, significa lo mismo, pues en el cine lo importante no es lo que está, sino lo que no está. No diré de qué trata Sauve..., porque creo que eso no interesa demasiado, ya que todas las secuencias son performances de primera categoría, semánticamente equidistantes, repitiendo lo mismo una y otra vez, como si fuera un secreto a voces que no para de sonar en nuestros oídos; nostre musique. Esta peculiar melodía es la que quiere que acabemos escuchando, aquello que envuelve a las cosas, haciéndolas irrepetibles y bellas; algo así como nuestra música personal. Éste es el título que Godard utilizará en uno de sus futuros films -en el año 2004-, pero que ahora en 1980, es aún una idea estética que está naciendo gracias a la nueva actitud que toma ante el cine, o sea, la de un regreso al niño del cine, a ese niño que nunca se le dejó crecer y que abre los brazos en un nuevo entendimiento de su propia idea de la diferencia.







...ella dice: es terriblemente difícil ver el final del mundo.








miércoles, 1 de mayo de 2013





ZODIAC
(2007)

David Fincher



"Stirring up people, getting things accomplished, making a difference.
Isn't that what books should be about?
Robert Graysmith





En la historia del cine existen películas importantes y películas que no lo son; hay un tercer tipo, que es el de las películas necesarias y éstas últimas siempre plantean preguntas, construyendo una intención, una postura ante la realidad. Zodiac, por sí misma, plantea dos cuestiones elementales: ¿QUIÉN es Zodiac? y por otra parte, ¿QUÉ es Zodiac?
A la mitad del film, el director norteamericano David Fincher, nos muestra una virtuosa imagen de un rascacielos construyéndose a toda velocidad, dándonos una pista -tal vez inconscientemente- de lo que realmente está planeando a través de su personaje principal, Robert Graysmith, una persona que intenta reconstruir la historia de un asesino en serie a partir de informes, pruebas y suposiciones; desde los pilares hasta la cúspide. Para Graysmith, inicialmente, se trata de un juego, de un acertijo, del desafío en descodificar los criptogramas que el supuesto asesino manda a la editorial del periódico donde él trabaja como dibujante de viñetas. 
Es un boyscout que le encantan los acertijos y el cine.
El caso se hace más y más complicado a lo largo del tiempo, un tiempo que Fincher nos muestra filtrado a través de los medios de comunicación, como si los medios fueran el Tiempo en sí mismo; como dice Godard, el cine intenta crear memoria, la televisión sólo crea olvido. 
ZODIAC se convierte en espectáculo, porque el espectáculo es entertaiment y el entertaiment es olvido; todo lo que se transforma en espectáculo, pierde su valor intrínseco.
En los medios, el mismo suceso, toma un nivel de transformación y muta socialmente, adquiriendo todo tipo de matices que lo van, de alguna manera, inventando de nuevo. La reconstrucción de cualquier suceso de la realidad acaba siendo una invención, un producto imaginario muy distinto al original, una copia certificada que nos habla de la imposibilidad de entender la realidad si la queremos entender solamente a través de ella. La realidad muta por sí misma y Fincher lo sabe y por ello realiza este artefacto fílmico tan emocionante y ambiguo, tan prodigioso en la narrativa, como en su misterioso sentido. Bill, uno de los agentes de policía, al oír una noticia sobre Zodiac, dice: 

¿sabes por qué sé que es real lo que aparece
Porque sale en televisión

Por tanto, hay que tener en cuenta que el relato que nos propone Fincher posee multitud de niveles que van transformando a ZODIAC en una amalgama metaficcional llena de mutaciones narrativas, a través de las cuales, un caso de asesinato múltiple, se transforma en un motivo esencial para explorar la esencia de las cosas; una sencilla pregunta para la que no existe respuesta, pero que todos buscamos. 
¿Por qué hacemos las cosas?
Partamos de que David Fincher hace una película acerca de un asesino, un asesino sobre el que se hace una investigación policial que dura más de diez años, una investigación que lleva a Robert Graysmith a escribir un libro para explicar dicho caso, un caso sobre un asesino que inventa pruebas que no existen, que se adjudica víctimas de otros, que miente para ocultar su identidad, que filma sus asesinatos y que se hace tan famoso que llega a inspirar películas como la de Harry el Sucio y que insiste constantemente en sus cartas, exigiendo que hagan una película sobre él y que finalmente hace que la gente, de alguna manera, quiera ser él, ZODIAC, alguien que no existe en realidad, porque nadie sabe quién es y nunca nadie lo sabrá. 
Alguien que manipula la realidad.
ZODIAC se transforma así en la gran ficción del propio Fincher, filmada meticulosamente, siguiendo las directrices de las investigaciones de Robert Graysmith, publicadas en su libro homónimo de 1986, ZODIAC. Fincher es real, Graysmith es real, su libro es real, ¿pero qué es Zodiac sino un misterio sin solución?
Todos los personajes de la película -incluido el público- creen saber quién es el culpable, pero las pruebas en sí mismas oculatn la verdad, nunca son suficientes; la LEY impide alcanzar la verdad. Nuestra imaginación -a través de la mirada de Fincher- llega a conclusiones y admite que lo importante son las pruebas, los hechos, basándose en que sólo se puede confiar en lo que se ve, en lo que se puede demostrar a través de un discurso racional, pero ZODIAC es irracional o al menos el hiperrelato creado a partir de los hechos en sí mismos, a partir de la mentira que nace de la invención.
Entonces, ¿por qué seguir adelante?
Robert Graysmith lo repite constantemente: necesito saber quién es, necesito estar ahí y mirarle a los ojos y necesito saber que es él, y el espectador se siente como Graysmith porque ha confiado en Fincher y se ha introducido en su film para poder ver la verdad y esto Fincher lo sabe y por eso juega entre las dos orillas y se sale del relato para darnos pistas, aunque sólo sean pistas narrativas, adelantando el fracaso del resultado de meter las narices en algo tan imposible como la comprensión del mecanismo de la Realidad. 
Antes de hacer la película, Fincher tiene todo esto muy en cuenta y por eso intenta filmar la historia lo más fielmente posible, como un intento desesperado de ordenar los supuestos hechos para que hablen por sí mismos, para que digan lo que tengan que decir sin forzarlos, sin segundas lecturas, sin pretensión, ofreciéndonos la mutación en sí misma de ZODIAC, mostrándonos en qué se ha transformado esta máquina de sucesos que no para de cambiar de forma. Los guiños de Fincher a lo largo de la película, se manifiestan en forma de cortos planos frontales, donde los personajes miran directamente al espectador, revelando en una especie de confesión metaficcional, secretos que en el mismo film, ocultan. Uno muy importante, es aquel en el que Arthur Leigh Allen, el sospechoso número uno, en una declaración ante la policía, afirma rotundamente:

Yo no soy Zodiac, y si lo fuera, nunca se lo diría.

Estas declaraciones aparecen a la mitad de la película, como una nueva advertencia de lo que viene, de que la película no va de eso realmente, de saber si Leigh es o no es el asesino, de solucionar un caso, de atrapar al malo y entonces la película es ya, al menos, dos películas. Fincher no quiere hacer un film comercial -como en otras ocasiones-, aunque para ojos poco diestros, inicialmente lo pueda parecer. Fincher sabe y no sabe qué tiene entre las manos, sabe que está contando algo imposible de contar o al menos de terminar, por primera vez en una de sus películas, está proponiendo algo nuevo porque sabe que está abrazando al misterio con todas sus consecuencias, dándose cuenta de que está filmando una historia sobre un personaje que quiso reconstruir la misma historia que él filma ahora.
Por ello, y cuanto más avanza la película, se aprecia eso, que toda construcción, es un artificio que acaba siendo real, una mentira real, una invención nacida muy lejos del resultado final y que nos dice cosas, cosas nuevas sobre el caso y lo que no es el caso, por ello es importante destacar que el supuesto asesino se basó en una película de 1933 de Irving Pichel, rebautizada en español como El malvado Zaroff -lo cuál no nos da muchas pistas- pero que si descubrimos su nombre original THE MOST DANGEROUS GAME,  la cosa cambia. Ese juego tan peligroso es al que juega, tanto Fincher como Graysmith junto al espectador, porque ¿qué es ese juego tan peligroso? ¿La invención, la mentira, la realidad, el misterio, la muerte... algo que no acabamos de entender y que cada uno practica como puede?
Zaroff cazaba hombres por aburrimiento.

El mecanismo de ZODIAC es casi infinito y se despliega exponencialmente cuanto más queremos saber sobre él, como si en vez de un hombre, se tratase de todos los hombres, como si de repente pudiéramos preguntarnos, ¿quién nos llama en medio de la noche desesperado? y pudiéramos decir Nadie como si al mismo tiempo dijéramos ZODIAC, como si nos diéramos cuenta de que la única posibilidad de resolver el caso, es a través de la imaginación, ya que no podemos entender la realidad a través de las pruebas, de las leyes, de los hechos -pues todo muta- y entonces tuviéramos que crear nuestra propia mentira, nuestra propia aventura con mayúsculas para salir triunfantes de esta lucha de la existencia, ya que para ganar este juego, tal vez sólo valga ser niños de nuevo, niños que se divierten resolviendo acertijos con su padre, un padre que va convirtiéndose -sin querer- en la voz que construye una nueva idea de ZODIAC, aunque ZODIAC siga siendo Nadie, aunque cada vez nos sea más difícil ser niños.
A veces pienso que este film nunca hubiera existido si alguien, en algún momento, no hubiero mentido, si alguien no hubiera querido reconstruir una historia, si alguien no hubiera filmado, si alguien no quisiera haber sido filmado, si alguien no hubiera imaginado quién era ZODIAC o quién no lo era o si realmente, alguien pudo llegar a serlo alguna vez.    

Uno de los misterios sin resolver de la película es la existencia de un tal Rick Marshall, un supuesto sospechoso que era proyeccionista de un cine y que se dice que dejó una lata de celuloide que contenía los asesinatos de ZODIAC filmados uno a uno. En este punto, el relato se escapa en la oscuridad para siempre, una oscuridad llamada cine o todo eso que llamamos de todas las maneras, y que seguimos hasta un sótano oscuro en el que estamos indefensos y confundidos, hasta que la oscuridad del misterio se da la vuelta y nos pregunta ¿puedes seguirme? y nosotros asustados, retrocedemos, sabiendo que hay un umbral infranqueable que al hombre no le está permitido cruzar y que sólo, con su imaginación, puede llegar a reconstruir.


















MANHATTAN
(1979)

Woody Allen






Vale la pena amar.
No hay nada como amar algo si lo amas realmente, aunque nunca se sepa en qué consiste el amor; no hay nada como amar algo con fuerza, porque, tal vez, nadie sabe ni sabrá nunca en qué consiste el negocio del amor, en qué acertamos cuando lo hacemos bien o en qué fallamos cuando se nos va. En ese mundo sin reglas y quizás por nuestra prepotencia, sólo intentamos proteger una mentira necesaria para vivir y nunca nos atrevemos a hacer lo que realmente queremos hacer, por eso, cuando amamos algo y nos abrimos de par en par, todos nuestros secretos se diluyen y somos transparentes y ya no nos vale la mentira y nos sentimos frágiles ante el otro.
Ahí estamos amando y cuando lo hacemos, nos vaciamos.
Y por eso, no hay nada como amar algo realmente, porque es una cosa muy lejana al pensamiento, a la palabra; es algo que no puede entenderse con la mente y que vale el esfuerzo de toda una vida buscando esa sensación, sentimiento, fe.
Ser auténtico tiene un precio.
El amor tiene un precio.
Woody Allen no confía en la gente, sabe que al final todos traicionan, y caen en la trampa y asumen el juego macabro del amor, porque finalmente el romance es puro trance, una psicosis sentimentaloide sin fin, un disco rayado. A pesar de su tono agradable y sencillo, Manhattan es una película triste, que habla del fracaso de un tipo de civilización, de un tipo de contexto: la ciudad en sí, presentándonos la city por excelencia, N.Y., para demostrarnos que el problema no está fuera, sino dentro de nosotros. 
La ciudad es magnífica, monumental, grandiosa, pero nosotros seguimos siendo mezquinos, crueles y diminutos, mentirosos, arrogantes e interesados. Incluso la mejor ciudad del mundo no nos hace la vida mejor, no podemos aprender nada de ella, sólo podemos protegernos hasta la corrupción total de nuestro espíritu.
La ciudad no ha sido el invento que se esperaba.
Por ello, esta película se llama Manhattan y no se titula Isaac Davis o Mary Wilkie y no se llama Yale Pollack o la joven Tracy y ni siquiera Jill Davis, esa mujer parecida al Empire State, mirándote de frente como hablando de la desesperación de no poder amar, llena de rencor y venganza.
Ésta película se llama Manhattan.
Pero no trata exactamente de Manhattan, porque una ciudad nunca podrá amar a nadie, pero alguien como Issac Davis, sí puede llegar a amarla y Allen consigue convencernos de ello, paseando por las noches a través de calles sin nadie, sentado en bancos de parques solitarios al amanecer, atravesando un Central Park vacío, corriendo por la calle para que no se le escape su última oportunidad de creer en el amor. Me refiero en este caso, a esa última secuencia en la que la cámara sigue la larga carrera de Isaac Davis por la calle para intentar convencer a la jovencita Tracy, para que no se vaya a estudiar al extranjero. Ésta fabulosa secuencia, es copiada de alguna manera por el director Steve McQueen, en su película Shame (2010). La secuencia es parecida y de alguna manera acaba de idéntica forma, la única diferencia es que el personaje de Allen corre sin aliento para detener a alguien, intentando resistirse a perder de nuevo la sensación del amor; en el caso de Shame, el protagonista corre porque no tiene a nadie a quien amar y llega hasta el puerto y se queda mirando el océano como si fuera el desierto.
Como si estuviera muerto.
Aparentemente son películas muy distintas, pero en esencia hablan de lo mismo, de la búsqueda y la necesidad del amor dentro de la ciudad, de cómo salvar el corazoncito entre las calles y de alguna manera, de ese nihilismo norteamericano basado en la desconfianza y el miedo a la verdad, pues si existe una razón que nos impide amar, es el miedo a equivocarnos, el miedo al dolor, el miedo a sentirnos solos.
Steve McQueen nos muestra el lado oscuro de un estado de las cosas.
Steve McQueen se zambulle en la realidad.
Allen se zambulle en sí mismo.
Allen, nos regala el lado onírico y luminoso de su ciudad (ya que esa ciudad que aparece, la ha inventado él). Por esa razón, Allen hace en Manhattan uno de sus mejores trabajos al conseguir engañarnos, mostrándonos su propio Manhattan, una ciudad que sólo existe en su cabeza y en su corazón y que será así para siempre.
Por eso él, en esa ciudad, nunca se siente solo del todo. Por eso Allen, ama Manhattan realmente.
No nos muestra la realidad sino algo muy distinto, algo que no puede comprenderse con la mente y que por eso, vale la pena.