miércoles, 5 de febrero de 2014






A PROPÓSITO DE NIZA
(1930)

Jean Vigo







¿Por qué hacer cine? Jean Vigo no sabía muchas cosas pero hacía cine, pues el cine no se sabe, sino que se hace. Filmar como si no se filmara es lo más difícil, el máximo reto de cualquier cineasta, pero es casi imposible. Ser un cineasta que no filma, un escritor que no escribe, un pintor que no pinta, para después crear algo muy distinto; no intentar hacer algo, sino hacerlo. El entendimiento del ser como fruto original de todas las formas, es el punto de partida de Jean Vigo y de todos los artistas de su misma naturaleza. Hay muy pocos, pero todos ellos van construyendo ese totem de resistencia al tiempo que aparece en el horizonte traduciendo su espíritu en las formas, las figuras y los objetos. No dejan cabos sueltos, pues ellos saben que algo fluye muy en el interior –lo más profundo es la piel-, algo que desaparece rápido, sin avisar y que hay que apresarlo, agarrarlo con fuerza, perseguirlo sin descanso. Vigo, con su cine, nos dio unas pocas muestras de ello. Su fugaz y hermosa obra recorre los lugares esenciales del hombre de aventura: la infancia, los viajes y el amor, los cuales nos enseñan que no hay nada dicho hasta que uno hace (hasta que uno nace). Vigo murió joven pero hizo mucho por el cine, mucho más que casi cualquier cineasta y explicaré por qué.

Instintivamente, Vigo asume el movimiento de las cosas y lo más importante, lo busca con su cámara sin avergonzarse, pues le atrae todo aquello que se mueve y palpita sin dar otra explicación que respirar. Vigo no tiene miedo y huye de los significados para no caer en sus trampas; es el más valiente de los que miran, siendo un cazador y todos los cazadores. Atrapa el movimiento y le aplica el tiempo, o sea, su tiempo, al igual que lo hacen Kurosawa o Cocteau, ralentizando o acelerando los cuerpos sin importarle la medida de las cosas, olvidando la lógica del sentido e inventando una lógica de la sensación, empleando la elipsis como un estado natural del mundo, paralizando así la fuerza de la gravedad, imaginando la mirada de un pájaro tomando el sol que inventa la vida con sus propias reglas. Las cosas ocurren y él las persigue para transformarlas, para arrancarlas de la dura y vulgar realidad y hacer de ellas cosas extraordinarias. La libertad se convierte en ilusión y en estructura al mismo tiempo, componiendo musicalmente al modo de Vertov, subiendo y bajando, revelando un cine de azares y encuentros, desafinando a placer sin saber nunca cuál será la última nota. Tal vez se le pueda llamar música, aunque sus imágenes sólo son cosas que pueden pensarse como momentos, como territorios aislados dentro de un continente que va creciendo sin medida, atravesando laberintos, profanando tumbas, llenando lo vacío, vaciando lo lleno. Sea música o sea recuerdo, Vigo lo filma y crea su vida sobre la pantalla mediante su propia ausencia y por eso coge la cámara y la lleva a donde sea y la mueve como sea necesario para que podamos ver lo que él ve a través de sus ojos. Por dicha razón filma el espacio que hay entre los edificios, el cielo que se ve desde una alcantarilla, el erotismo de unas mujeres bailando sin mañana, las grietas del suelo partiendo la ciudad, los agujeros de la pared haciendo vulnerables los secretos, la podredumbre mirando a la riqueza o la mentira pensando en la mirada. La mirada. Jean Vigo no tiene miedo porque puede ver a la muerte y por eso, no hay nada que le guste más en el mundo, que ver como los otros miran a los ojos del cine fijamente. Vigo atosiga a los cuerpos sin descanso, esperando conseguir sus miradas, casi coleccionándolas una a una, intentando no dejarse nada en el camino; en ellas nacen todos los sueños y él es el único que no les tiene miedo. Vigo es el rey de su cine pues gobierna el espacio que filma, apoderándose de él de una manera tan sencilla y ligera como absoluta, sin que nadie se dé cuenta, ni siquiera, de que él existe. Jean Vigo es un fantasma y por eso todas sus películas son un viaje sin retorno hacia ese mundo que sería un sueño, si algún día ese sueño se convirtiera en el mundo.

En sus películas suenan canciones mientras los barcos navegan en el mar, mientras unos piensan y otros duermen sin saber que Vigo intenta filmar lo invisible, pues el secreto del cine de Vigo reside en que aborda el territorio más difícil de la manera más exitosa sin temer nada, sin errar, amando la vida, celebrándola por lo más alto, volcando en sus imágenes una actitud tan sincera y real que es imposible no sentir una atracción natural hacia esos espectros que danzan en la pantalla de sus ojos y ante esas historias vacuas que van surgiendo y evaporándose sin parar, mostrándonos la levedad de la vida en la cresta de la ola, una ola inmensa que cubre toda la playa y a la que nadie sabe dar un nombre; esa ola es su cine (él es la vague de la nouvelle vague). El cine de Vigo se revela como algo auténtico, pues nace de una pura necesidad, una necesidad de artista que sólo surge de esa forma innata que resiste en el ser y que se hace materia en el gesto de mirar; no existe otra manera. Por ello, la cuestión de por qué hacer cine se limita a esa sola respuesta necesaria y resistente en el ser, ya que sin eso, no puede existir nada real en la visión; en la visión, todo es. El sueño ya ha ocurrido dentro del artista, ahora el desafío es llevarlo a cabo, hacerlo, trabajarlo con sus manos y llevarlo de aquí para allá hasta que adopte la forma más parecida a ellos mismos. Los famosos dilemas éticos de por qué hace cine hoy o de por qué seguir haciéndolo son galimatías enunciados por aquellos que están situados muy lejos de ellos mismos. Hay mucho miedo en el mundo y mucho miedo entre los artistas. Los que hacen cine hoy –como los que lo harán mañana- no tienen que saber nada, sólo tienen que hacer su cine para descubrir la clave; ellos son la respuesta a todos los problemas. 

Muchos se preguntan qué más hubiera hecho Vigo si no hubiera muerto a los 27 años. Visto de otra manera, habría que pensar que si en vida y sin querer, respondió a la problemática pregunta de por qué hacer cine, de haber seguido vivo, también podría habernos sorprendido deteniendo su obra sin más, respondiendo con este simple gesto a la complicadísima pregunta de por qué dejar de hacerlo.






domingo, 2 de febrero de 2014





LOS SIETE SAMURÁIS
(1954) 

Akira Kurosawa






Los samuráis pasan hambre y pasan frío, igual que la vida pasa hambre y pasa frío cuando no se le hace caso. Ellos poseen el secreto de la supervivencia y llevan en el filo de la espada, esa muerte que tantas veces pudo ser suya. Saben con certeza que un día la encontrarán, pues es el premio glorioso de los héroes, pero ahora ni siquiera saben dónde encontrarla y vagan por los caminos, mendigando arroz; el pueblo se ha olvidado de ellos. ¿Para qué sirve un héroe si ya nadie cree en ellos? Los seres más poderosos de la tierra ya no saben qué hacer y caminan en silencio viendo pasar los días. ¿Dónde estás señora muerte, dónde estás? El samurái siempre está solo pues no puede engañar a su destino, pues ha de entregarse por completo a su legendaria desaparición, reconstruyendo su leyenda en cada uno de los combates. El samurái casi no se mueve, no parpadea, mira al enemigo como si fuera una estatua, esperando un único momento para partir el aire en dos mitades. Es el enemigo de todos y el amigo de todos, es el outsider, el salvaje, el alma resucitada del mundo. Nadie sabe en qué piensa un samurái pues un samurái no piensa, sólo fluye como un río y domina los gestos. Un samurái nunca huye, nunca miente, nunca tiene miedo pero el pueblo sí y además posee todos los miedos y por eso es casi imperceptible, inofensivo, tonto. El pueblo falta. El pueblo tiene miedo a la lluvia, al polvo, a la montaña. El pueblo tiene miedo al amor, a la alegría, al placer; sólo piensa en trabajar y a veces en la muerte, porque sobretodo tiene miedo a la muerte. El samurái enseña que el miedo no existe, que la mente es el vacío y que el mundo es una aventura. El samurái te obliga a ser valiente para resistir al tiempo y a hacer barricadas en ti mismo para detener la podredumbre que baja por la ladera, la barbarie de rueda incansable devorándolo todo. El samurái sabe que la defensa es más difícil que el ataque y por eso, cuando llega el peligro, el paria del mundo se transforma en la única esperanza del pueblo y entonces todos esperan a que hable para que invente un milagro. Así, ese mundo caducado que representa el samurái, vuelve a recobrar su sentido y demuestra su poder; ha nacido para ello. Todos esperan recetas mágicas, pero el samurái sólo puede enseñarles una cosa, tal vez, la única en la que es un experto: VIVIR.

Cuando aprendes a vivir, te das cuenta de que no estás solo aunque estés solo, te das cuenta de que estar juntos puede ser un milagro maravilloso y que la lucha por el siguiente día es el verdadero sentido de la existencia, sintiéndolo en su máxima intensidad a cada paso, en cada decisión. Correr de arriba abajo, saltar, caer, esperar, respirar, sentir dolor, sentir sueño; sentir estar viviendo. La vida es una lucha que Kurosawa nos regala en este film épicoexistencial, donde el individuo o la mano, tiene la misión de salvar al colectivo o al cuerpo, pues se ha transformado en un solo bloque que llora aterrorizado y perdido en medio del campo como un bebé. El cuerpo ya no sabe vivir y la mano tiene que ayudarle a despertar para que la vida siga adelante. Para mostrarlo, Kurosawa no sólo usa un samurái sino siete diferentes, siete héroes del destino que caminan sobre el futuro y que mantienen la templanza incluso en los morros de la muerte. Son dioses andantes viviendo su aventura y su amor, trazando en cada sablazo un haz de pensamientos que se diluyen en su contrincante, llenando las imágenes de Kurosawa de una densidad y una ligereza simultánea que acompaña a los movimientos que la historia va realizando en cada respiración y en cada secreto. Llenos de barro y desarmados, situados en medio de la batalla, miramos al cielo y pensamos por qué Kurosawa hizo esta película de ésta precisa manera y el cielo nos responde que al igual que los samuráis, el cine también tenía hambre y sed y frío, pues lo estaban aburriendo con otras cuestiones y lo querían dejar mendigando en los caminos. Hay un tipo de cine que siempre ha sido un samurái y que duerme bajo la lluvia sin quejarse y que muere en la batalla con todo su corazón. Para Kurosawa, el cine es un campo de batalla donde cabe todo, donde ocurre todo; un plano de pensamiento donde los seres expresan su verdadera agonía y su peculiar ingenio. Kurosawa dice: somos eso, un lugar donde unos se chocan con otros, un absurdo por el que hay que luchar y donde nacen cosas por las que vale la pena luchar, pero ojo, hay que luchar para saber por qué cale la pena sobrevivir. Hay un cine que quiere despertar al pueblo para que vuelva a vivir, un cine que quiere resucitar los cuerpos y la valentía del pueblo, para que por fin se tire de cabeza al lodo de la existencia; ese combate que se libra todos los días, aunque alguno cierre los ojos para no verlo.