martes, 27 de mayo de 2014





VERNON, FLORIDA
(1982)

Errol Morris






En Vernon, todos son unos mentirosos. Como los buscadores de oro, llegaron a ese lugar creyendo que encontrarían la felicidad, pero sólo encontraron Vernon, un pueblo de paso que no importa a nadie, difícil de encontrar en un mapa o en cualquier otro sitio. Lo que se sabe es que alguien miente en Vernon, pero lo que no se sabe muy bien es si siguen siendo ellos o es Vernon la que les miente. Una cosa sí es cierta: les gusta contar historias.
Todos los habitantes de Vernon tienen algo que contar, algo muy íntimo y muy especial, algo como si fuera la única historia que conocen, una historia que nace y se refugia de una forma diferente en cada una de sus mentes solitarias, esperando a que alguien, quizás, las haga salir a la luz. Errol Morris viaja hasta esa ciudad en medio de la nada, escondida dentro de uno de esos bosques norteamericanos e infinitos, donde sólo se ven pasar camiones que van hacia otro lugar muy lejano. Vernon es triste y solitario por fuera, pero casi milagroso por dentro, me explico: la soledad de Vernon ha transformado los sueños de sus habitantes y aunque parezca que sólo relatan falacias a primera vista, sus sueños te envuelven en un torbellino de historias extensivamente interiores que hablan del mundo fantástico y absurdo, donde las cosas se suceden de manera tan distinta que parecen un chiste. En Vernon nadie se hace el gracioso, pues Vernon es un planeta lleno de viejos locos que hablan de la realidad común contada desde el LSD de cada uno, porque ellos son en sí mismos una droga que quiere llenar el vacío de la vida, y por eso entre todos se convierten en un estupefaciente fílmico y humano que lo único que ha hecho para ser de esa manera, es habitar en ese lugar perdido y olvidado del mundo donde no hay nada más que hacer excepto pasear por el lago, hablar en el bosque, perseguir comadrejas, fotografiar ovnis o cazar pavos, pues Vernon es realmente un lugar donde ocurren cosas muy aburridas y muy corrientes, hechos que por sí mismos pasan desapercibidos, pero que contados por sus habitantes, se hacen extraordinarios.
Errol Morris, uno de los padres del cine de cuerpo parlante (junto a Lanzmann, Rouch o Guerin), uno de esos que empezó a buscar lo anónimo como material sensible y filmable, nos muestra en esta diminuta y enorme obra, una de sus joyitas más preciosas. En la escasa hora de metraje, vamos recorriendo de historia a historia, la geografía de la locura de Vernon, de las manías, los complejos y los recuerdos más extravagantes que se puedan contar. Vernon les hace mentir para que realmente nunca puedan hablar de Vernon, pues en la película de Morris no se habla de la ciudad sino de esa soledad que crea el delirio y el humor a partir de la ambigüedad y la contradicción de la vida.
Vernon es la ciudad de la mentira y de los sueños, unos nunca llevados a acabo y otros en cambio, vividos en toda su amplitud, conservados en un bote cristal para que sigan creciendo a sus anchas, mientras Vernon dure y siga habiendo alguien allí que lo invente para contarlo.





jueves, 15 de mayo de 2014




THE GESTURE OF SHANGAI
(1941)

Josef von Sternberg





A veces hay películas que no tratan de nada aparentemente; el cine de Sternberg busca la profundidad en la piel más superficial, invocando los misterios de las formas, preparando así un conjuro sensible, compuesto de mágicos fragmentos de realidad. Sternberg es un hombre que mira dentro de la cámara para encontrar un territorio ausente ante los ojos vulgares. Su idea del cine, se basa en la obsesiva contemplación de los rostros como si se tratase de tesoros perdidos. Como los grandes pintores renacentistas, su obsesión es el retrato de ciertas mujeres, de ciertos gestos y pupilas; por eso las historias de sus películas acaban siendo torpes o efímeras; a Sternberg siempre le interesó otra cosa muy distinta a las tramas. Desde los años 20, Sternberg consiguió convencer a los productores más ambiciosos de Hollywood, de que sus películas debían ser de esa manera concreta, tan excesivas y simples como aburridas y emocionantes. Nadie puede explicarse aún cómo Chaplin o Howard Hughes acabaron financiándole proyectos meramente personales, que él tenía la habilidad de hacer pasar por grandes producciones. Nadie sabe las razones por las cuales Chaplin destruyó A woman of the sea, antes de que se estrenase en 1927 o porqué el mismísimo Adolf Hitler mandó eliminar todas las copias de la legendaria Der Blaue Engel (1930) y sobretodo, cómo consiguió que una sobreviviera en posteridad. 
Sternberg es uno de los directores más extraños de la estela hollywodiense, alineándose en la constelación del sádico Stroheim o del visionario Keaton. Nada hay en su cine que se parezca a  ninguna otra película, pero todas las demás películas deben algo a Sternberg. Él fue el padre del cine de gansters aunque odiaba los gansters, él fue un director hollywodiense aunque siempre odió la industria, él fue todas las mujeres que filmó, aunque siempre se conservó como un hombre... aunque una vez dijo que él mismo se consideraba Marlene Dietrich. Esa travestida ideología, sobrevuela el misterio rondando entre sus imágenes, creando ambientes extenuantes donde nada se detiene y donde el humo envuelve las esquinas con una pretensión esquiva y ambigüa. Sternberg aprendió a celebrar el caos de la manera más bella, recreando el azar artificialmente, envolviendo sus imágenes de un velo especial que seduce a los ojos de forma instantánea. Viendo a sus actrices, sentimos un gusto por lo ideal y por el sueño de las formas vivientes, congelando el tiempo en sus erosiones más bellas, siendo un volcán de formas inesperadas. Sus imágenes podrían ser prototipos de lo que luego sería la visión de grandes fotógrafos como Richard Avedon o Helmut Newton; todo un universo ya se conjuraba en sus pupilas y prodigiosamente, lograba hacer vivir esos sueños que siempre le invadieron.

Sternberg fue un niño pobre que vivió entre Europa y EEUU, un joven vagabundo sin tierra que encontró trabajo como ayudante en un laboratorio de películas. Allí aprendió los secretos de un oficio que sólo se aprende haciéndolo, sumando y restando imágenes, cortando, montando y ensamblando ilusiones congeladas en pequeños cartuchos que luego resultan ser verdad de alguna manera y que aún nos es difícil entender por qué; la mística de la química tiene su propia historia y seduce al hombre con sus milagros y erosiones. El cine es esa erosión que puede llegar a ser algo bello. Sternberg aprendió lo que no se enseña y llenó sus manos de negativo para convencerse de que todo aquello podía ser real. Quien se deja encantar por las artes mágicas de las imágenes, adquiere una maldición de por vida, pero también un don especial sobre ellas; luego, hay unos pocos que consiguen demostrarlo al mundo, otros se desvanecen.

La antepenúltima película de Sternberg se llama The gesture of Shangai y no tiene nada que ver con la también suya, Shangai express (1932) o con The lady of Shangai (1947) de Welles o con la experimental Chungking express (1994) de Tarantino. Es extraño entender por qué se bautizó en castellano a esta película como El embrujo de Shangai. No hay nada menos acertado en la concepción de un film como este, que evitar o esquivar su verdadero meollo. Esta película podría haberse llamado de muy diversas formas: El casino de Shangai, La dama de Shangai (como la de Oson Welles), La locura de Shangai o uno más directo y sencillo: Los sacacuartos. Habría sido de cualquiera de esas maneras y cualquiera hubiera servido, si la idea de Stenberg hubiera sido ilustrar el argumento o la moraleja del film, pero The gesture of Shangai, que podríamos traducir simplemente como El rostro de Shangai, nos habla de algo mucho más amplio que una historia o un personaje. Sternberg utiliza la ambigüedad del título, para referirse casi en secreto a su oficio de retratista, a su obsesión de cazar esos instantes de luz sobre los ojos y siluetas, recorriendo la piel suavemente, para revelar lo que la materia esconde de por sí. Todos sus personajes son maniquíes con cabeza de madera, donde él inventa -o intenta- sus rostros, donde él les da de beber placer hasta que se caen de culo o hasta que deciden volarse la tapa de los sesos. 

A Sternberg no le interesan sus destinos, lo más importante es la fortuna del film.

Algo tuvo que ver la falsa traducción de la película, para que el escritor Juan Marsé escribiera una novela, versionando el erróneo título. No entraré a juzgar dicha novela, pero si un error lleva a un acierto, alabado sean los malos entendidos. Lo digo precisamente, porque esa novela debe encerrar algo de lo que Sternberg escondió en las prodigiosas imágenes de su película, sesenta años antes, pues casualmente, el parco y marginal cineasta Victor Erice, se aventuró a escribir un guión, motivado por las lineas de Marsé. Erice, buen conocedor de la selva imaginaria del cine, cambió -sabiamente- el título para el supuesto film, que encarnaría en su primera página, dicho guión: La promesa de Shanghai. No siempre se cumplen las promesas y en este caso concreto, el título se convirtió en una verdadera y caústica profecía, pues cuando estaba a punto de empezar su rodaje, Erice tuvo que abandonar inesperadamente el proyecto por graves malentendidos con el productor. Esa película nunca logró vivir, como tampoco lo hicieron otras obras de Sternberg, fatalmente para el destino del cine. Tal vez, estos dos directores viven un mismo destino de diferente forma, aunque no tan diferente, pues la marginalidad es su reino actual, apartados de su oficio (Erice en vida, Sternberg en la historia) y de la consecución de su genio, por el mero hecho de intentar hacer algo a su manera y no a la manera de los demás; como diría Artaud: yo me destruyo para no ser todos ellos.  









martes, 13 de mayo de 2014




LA PASIÓN DE CHINA BLUE
Crimes of passion
(1984)

Ken Russell




¿Quién eres?
Mi nombre es China Blue.
Tal vez, estas palabras son el enigma más emocionante de la noche más oscura. Como en contadas veces sucede, la versión del título al castellano es más acertado que el original. Si seguimos la aparente semántica del título con que bautizó Ken Russell al film, veremos que posee un débil ambigüedad sexual, pues de toda la carne que se asa en la película, poco o ninguna es carne. Me explico: cuando el 30 de mayo de 1431 quemaron en la hoguera a Juana de Arco, pocas o ninguna de las llamas eran fuego. Tanto a la santa francesa como a la santa China Blue, la muerte ya les había ocurrido en vida y la celebraban cada día en cada uno de sus actos, inventando el destino que el mundo les había marcado. Sus dos vidas fueron terroríficas y vivificantes al mismo tiempo y las dos, fueron una historia de amor, pero también de terror.
China Blue es una doble mujer con mil vidas, una heroína redentora que imparte su justicia personal, buscando su propia identidad, perdida en la aventura de su espíritu. Tal vez, tanto Jeanne d´Arc como China Blue, se equivocaron al enfrentarse a un mundo totalmente confundido, pues no hay nada más peligroso e imposible que aquel que vive en una trampa.
Los inquisidores castigaron con la muerte a Juana de Arco, en cambio, a China Blue la pretende redimir un producto catódico de lo más curioso: Anthony Perkins vestido con sotana y unas deportivas Nike, esnifando speed y recitando versos del Apocalipsis en un stripshow de mala muerte. Dicho personaje porta un consolador con forma de misil ruso con el que quiere librar del mal al mundo, sintetizado según él, en la vida de China Blue; pero lo que Perkins ignora, es que el mal no existe. China Blue sólo quiere jugar a ese viejo juego de la imaginación, donde cada uno puede ser lo que le plazca y donde se puede decir lo que nunca se permite decir, inventando así su huída de la enorme pesadilla que planea la existencia. China Blue está escapando de su aburrida identidad (de su muerte en vida) y cada noche se transforma en eso que Freud vino a bautizar como deseo.
Ken Russell tiene un deseo que quiere filmar.

Toda la película es una auténtica conradicción de personajes y trama, de planos y guión, de luces y decorados. Nada parece estar en su sitio y los caprichos estéticos se abalanzan sobre la pantalla sin complejos, mutando en cualquier forma capaz de saciar los instintos. Más allá de la pasión como tema y leit motiv, La pasión de China Blue es una película que exhibe al cine en sí mismo, que lo desnuda y lo deja invulnerable a través de los artificios y los colores, del collage y la carne. No hay nada real en esta película y Russell lo sabe, pues ahí radica su más fiel creencia. Siempre que vemos una película de Ken Russell, él no duda en demostrarnos que se basa en una mera ficción pura y dura, que atrás queda la cruel realidad, la cutre y aburrida realidad de las apariencias. Él sabe que si a través de lo artificial consigue llegar al alma humana, ese será su mayor logro.
La pasión de China Blue es un cómic en movimiento con el que habrán soñado sin duda más de una vez, el el flamante culturista Quentin Tarantino y el brillantemente irregular Brian de Palma. Si bautizáramos el cine de David Lynch como el zen de lo sobrenatural, el cine de Russell sería su delirio. La composición de las escenas de Russell, conlleva una sofisticación y combinación erudita de la imagen, una habilidad impetuosa y terca donde todas las naturalezas de lo icónico se dan cita, consiguiendo una fastuosa congregación de elementos variopintos que popularmente, llamaríamos barroquismo. El cine de De palma es barroco al igual que gran parte del cine norteamericano y digo esto, aludiendo a los innumerables retablos imaginistas que se suceden en sus títulos, llenos de infinitos elementos que acaban por cegar al espectador; el cine de Russell es diferente, aunque se piense parecido. Lo primero que diferencia a Russell es que inglés (lo cuál para ciertas cosas es peyorativo) y lo segundo, su cine no es barroco ni mucho menos. Siguiendo la tradición más fructífera de su país (y seguramente de toda la historia del arte), Russell adopta la estética manierista haciendo de ella la firma de su propio cine. En sí mismo, el arte cinematográfico es una disciplina en la que el manierismo encaja a la perfección. El problema de esta estética, que se basa principalmente en el desarrollo de un estilo único y personal, distinto a todo, pero eficacísimo y universal, es que hay que poseer una habilidad casi innata (diríamos) para controlarla. Hay una linea muy fina que separa una estética manierista de (hablando en plata) un estúpido tuttifrutti de imágenes infumables. Es cierto que la pasión de China Blue no es la mejor película de Russell, pero es uno de sus felices fracasos por llegar a lo absoluto a través de sus imágenes y sus tormentos.
Russell hace vivir al cine de una manera distinta a las demás, jugando con los tabúes, la historia, la pintura, la música, aunando así todas las disciplinas, creando un mundo operístico y teatral que nada tiene que ver con dichas disciplinas, pero que absorbe sus esencias para operar con la mayor versatilidad dentro de sus obras. A veces, entre sus torbellinos oculares nos deja algo de poesía y reserva una palabras para China Blue, convirtiéndola en la voz y el objeto de su cine: yo soy aquel lugar donde caben todas las fantasías, yo soy aquello que te hará feliz durante un rato, yo soy la mentira que te hará vivir para siempre.






miércoles, 7 de mayo de 2014




EL RENO BLANCO
 (1952)
Erik Blomberg





En Finlandia, apenas hubo una cultura cinematográfica hasta mediados de siglo. Si se revisan las filmografías del país, directores contados realizan -precariamente- filmes de bajo presupuesto, al margen de una pastelización de la imagen que se impone a partir de 1933, año en que llega el cine sonoro a Finlandia. Finlandia es un país que tuvo que luchar por su identidad, sometida por la primacía sueca y por ello, su cine se tambaleó entre una corriente marginal y otra alienada y convencional, por otro.
Su veta rebelde nace desde un principio con Los fabricantes clandestinos de licores (1907) de Louis Sparre y Teuvo Puro o La novia del leñador y El zapatero de la aldea, ambas de 1923, filmadas por Erkki Karu. Todas estas películas conservan el espíritu original del cine, creando imágenes puras y originales de una cultura hasta ese momento, sumergida y secreta. Dicho periodo goza de una libertad temática y narrativa que desemboca en el único mito que posee la cultura cinematográfica finlandesa: el joven maldito Nyrky Tapiovaara.
De miras intelectuales y poéticas, arrastrado por un enorme sentimiento romántico –del que el cine nunca debe separarse- llegó a filmar desconocidas y maravillosas películas como La muerte robada (1938). Poco después, Tapiovaara muere a los 29 años  y tras él se sucede un silencio en el cine finlandés. Este cine extraviado y rebelde que empezó a dibujar esa linea diagonal que se apartaba valientemente de la convención hacia el gran arte, se ve truncada por la desaparición de su mayor exponente artístico, y  así tras su ausencia, muy pronto surge un cine alienado con el poder, influído por suecia y el cine industrial. Finlandia adopta, como muchos otros países, una narrativa plana y horizontal, uniformada por el mercado y los gobiernos; las películas se hacen estúpidas y ligeras, y si son profundas, sólo lo son por un interés político. El cine deja de ser peligroso para la conciencia vital y muestra una imagen edulcorada y soporiferamente entretenida y sesgada de la realidad. Así, de los siguientes veinte años, sólo pueden destacarse unas cuantas películas dignas: El soldado desconocido (1955) de Edvin Line, Un hombre de esta estrella (1958) de Jack Witikka y la corrosiva y asombrosa ¡Joder, imágenes finlanddesas! (1971) filmada por el valeroso Jörn Doner.
El público finlandés deja de ir al cine, cansado de la repetición de temas, de asfixiantes visiones y de una retórica seudopolítica que domina el discurso oficial de las ficciones. Habrá que esperar hasta 1982, año en que aparece la novedosa película Los indignos, obra realizada por unos primerizos hermanos Kaurismaki, que a partir de este sencillo film, dinamitarán el status quo del cine finlandés.

Dentro de el pequeño recorrido biográfico sobre este cine extraviado dentro de la vieja Europa, existen algunas películas dignas de mención, que siguieron la vía del legendario Tapiovaara. Nyrky Tapiovaara trabajaba junto a un director de fotografía llamado Erik Blomberg, el cual, de forma marginal, consiguió materializar una serie de filmes donde se intentó conservar la esencia  del cine de Tapiovaara. Entre todas sus películas, la más llamativa es Valkoinen Peura (El reno blanco, 1952), un film digno de haber sido rodado a principios de siglo, pero que paradójicamente, está rodado a su mitad, justo en el período más decadente del cine finlandés. El reno blanco es un palimsesto de géneros aunados en un cuento folclórico de las nieves heladas de Laponia. Como todo mito, deshecha el tiempo histórico y nos establece en medio de un paisaje en abstracción donde palpita un mundo mágico y una visa construída a partir de las supersticciones del universo. Inicialmente, El reno blanco ofrece una apariencia equívoca, pues emplea una estética muy bergmaniana, predominante en la época y muy influyente en la cultura finlandesa, pues no hay que olvidar que Bergman ya había tenido su primera década de éxito con Crisis (1945), Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Hacia la felicidad (1950), Secretos de mujeres (1952) y Juegos de verano (1951), que anticipa sin duda, la revolución erótica de la indiscutible Un verano con Mónica (1953). El caso es que Blomberg, voluntariamente o no, nos muestra en sus planos un discurso estético que evoluciona a saltos a través de la historia. El argumento se revoluciona cuando la el film toma tintes místicos, pues lo sobrenatural acontece en medio de la cotidianiedad lapona y lo que parecía ser una simple película costumbrista (muy cercana a ese cuadro de Los cazadores en la nieve de Brueghel el viejo), se transforma por arte de magia en el curso de la leyenda maldita más famosa de Laponia. Brujas, vampiros, mutaciones, asesinatos, erotismo y aventura se unen en las imágenes que Blomberg sigue ensamblando de forma dispar, ofreciéndonos secuencias que podrían haber sido filmadas perfectamente por maestros de la talla de Flaherty o Murnau y que en el futuro se filmaran sin duda, por directores tan importantes como Ivens (Una historia del viento, 1988) o Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Blomberg intercala estas imágenes absolutas y frescas, con secuencias más convencionales y blancas. Como le ocurre a las mejores películas de Henry Hattaway, Blomberg sabe que la influencia de escenas netamente reales, mezcladas con el argumento artificial y la estética industrial, dan esa sensación de confusión que tanto necesita el cine, al vagar por diferentes niveles de realidad. El cambio de un nivel a otro, produce en el espectador una revelación, una atención especial en la conciencia, la cuál empieza a asumir lo real y lo irreal, fundiéndose en una misma imagen.
La voluntad de Blomberg al seguir el curso de la nieve a lo largo de llanura, al derramarse por las dunas de los valles, al seguir las huellas y los dibujos nevados que configuran ese mundo tan especial y onírico al final de la nada y mantener la mirada serena ante el vilento trato de los personajes ante los renos, la valentía y lirismo que introduce el hecho de filmar a animales y hacerlos protagonistas... todo ello hace de la película de Blomberg una cinta especial, distinta a otras producciones finlandesas. Blomberg, ralentiza los momentos de lirismo, las partículas de nieve, las canciones del infinto... Además, no duda en ofrecernos un prólogo y un epílogo excepcionales, por no decir excelentes, que inauguran y despiden de manera gloriosa un puñado de imágenes que encierran una virginidad y una inocencia pasmosa. Claro que por supuesto, El reno blanco no es tan poderoso e hipnótico como Nanouk el esquimal (1922), pero lo seguro es que por momentos, consigue esa mística de la realidad que tiene que ver con esa íntima naturaleza del cine, que muy pocas veces se experimenta, y que llegado el momento, no puede dejar de advertirse. Se recomienda esperar sentados frente a la pantalla mientras acaba la cinta, pues detrás de los creditos llega un momento de tal belleza y misterio que es digno de ser vivido con los ojos cerrados, poniendo así el broche final a un sueño.