miércoles, 7 de mayo de 2014




EL RENO BLANCO
 (1952)
Erik Blomberg





En Finlandia, apenas hubo una cultura cinematográfica hasta mediados de siglo. Si se revisan las filmografías del país, directores contados realizan -precariamente- filmes de bajo presupuesto, al margen de una pastelización de la imagen que se impone a partir de 1933, año en que llega el cine sonoro a Finlandia. Finlandia es un país que tuvo que luchar por su identidad, sometida por la primacía sueca y por ello, su cine se tambaleó entre una corriente marginal y otra alienada y convencional, por otro.
Su veta rebelde nace desde un principio con Los fabricantes clandestinos de licores (1907) de Louis Sparre y Teuvo Puro o La novia del leñador y El zapatero de la aldea, ambas de 1923, filmadas por Erkki Karu. Todas estas películas conservan el espíritu original del cine, creando imágenes puras y originales de una cultura hasta ese momento, sumergida y secreta. Dicho periodo goza de una libertad temática y narrativa que desemboca en el único mito que posee la cultura cinematográfica finlandesa: el joven maldito Nyrky Tapiovaara.
De miras intelectuales y poéticas, arrastrado por un enorme sentimiento romántico –del que el cine nunca debe separarse- llegó a filmar desconocidas y maravillosas películas como La muerte robada (1938). Poco después, Tapiovaara muere a los 29 años  y tras él se sucede un silencio en el cine finlandés. Este cine extraviado y rebelde que empezó a dibujar esa linea diagonal que se apartaba valientemente de la convención hacia el gran arte, se ve truncada por la desaparición de su mayor exponente artístico, y  así tras su ausencia, muy pronto surge un cine alienado con el poder, influído por suecia y el cine industrial. Finlandia adopta, como muchos otros países, una narrativa plana y horizontal, uniformada por el mercado y los gobiernos; las películas se hacen estúpidas y ligeras, y si son profundas, sólo lo son por un interés político. El cine deja de ser peligroso para la conciencia vital y muestra una imagen edulcorada y soporiferamente entretenida y sesgada de la realidad. Así, de los siguientes veinte años, sólo pueden destacarse unas cuantas películas dignas: El soldado desconocido (1955) de Edvin Line, Un hombre de esta estrella (1958) de Jack Witikka y la corrosiva y asombrosa ¡Joder, imágenes finlanddesas! (1971) filmada por el valeroso Jörn Doner.
El público finlandés deja de ir al cine, cansado de la repetición de temas, de asfixiantes visiones y de una retórica seudopolítica que domina el discurso oficial de las ficciones. Habrá que esperar hasta 1982, año en que aparece la novedosa película Los indignos, obra realizada por unos primerizos hermanos Kaurismaki, que a partir de este sencillo film, dinamitarán el status quo del cine finlandés.

Dentro de el pequeño recorrido biográfico sobre este cine extraviado dentro de la vieja Europa, existen algunas películas dignas de mención, que siguieron la vía del legendario Tapiovaara. Nyrky Tapiovaara trabajaba junto a un director de fotografía llamado Erik Blomberg, el cual, de forma marginal, consiguió materializar una serie de filmes donde se intentó conservar la esencia  del cine de Tapiovaara. Entre todas sus películas, la más llamativa es Valkoinen Peura (El reno blanco, 1952), un film digno de haber sido rodado a principios de siglo, pero que paradójicamente, está rodado a su mitad, justo en el período más decadente del cine finlandés. El reno blanco es un palimsesto de géneros aunados en un cuento folclórico de las nieves heladas de Laponia. Como todo mito, deshecha el tiempo histórico y nos establece en medio de un paisaje en abstracción donde palpita un mundo mágico y una visa construída a partir de las supersticciones del universo. Inicialmente, El reno blanco ofrece una apariencia equívoca, pues emplea una estética muy bergmaniana, predominante en la época y muy influyente en la cultura finlandesa, pues no hay que olvidar que Bergman ya había tenido su primera década de éxito con Crisis (1945), Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Hacia la felicidad (1950), Secretos de mujeres (1952) y Juegos de verano (1951), que anticipa sin duda, la revolución erótica de la indiscutible Un verano con Mónica (1953). El caso es que Blomberg, voluntariamente o no, nos muestra en sus planos un discurso estético que evoluciona a saltos a través de la historia. El argumento se revoluciona cuando la el film toma tintes místicos, pues lo sobrenatural acontece en medio de la cotidianiedad lapona y lo que parecía ser una simple película costumbrista (muy cercana a ese cuadro de Los cazadores en la nieve de Brueghel el viejo), se transforma por arte de magia en el curso de la leyenda maldita más famosa de Laponia. Brujas, vampiros, mutaciones, asesinatos, erotismo y aventura se unen en las imágenes que Blomberg sigue ensamblando de forma dispar, ofreciéndonos secuencias que podrían haber sido filmadas perfectamente por maestros de la talla de Flaherty o Murnau y que en el futuro se filmaran sin duda, por directores tan importantes como Ivens (Una historia del viento, 1988) o Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Blomberg intercala estas imágenes absolutas y frescas, con secuencias más convencionales y blancas. Como le ocurre a las mejores películas de Henry Hattaway, Blomberg sabe que la influencia de escenas netamente reales, mezcladas con el argumento artificial y la estética industrial, dan esa sensación de confusión que tanto necesita el cine, al vagar por diferentes niveles de realidad. El cambio de un nivel a otro, produce en el espectador una revelación, una atención especial en la conciencia, la cuál empieza a asumir lo real y lo irreal, fundiéndose en una misma imagen.
La voluntad de Blomberg al seguir el curso de la nieve a lo largo de llanura, al derramarse por las dunas de los valles, al seguir las huellas y los dibujos nevados que configuran ese mundo tan especial y onírico al final de la nada y mantener la mirada serena ante el vilento trato de los personajes ante los renos, la valentía y lirismo que introduce el hecho de filmar a animales y hacerlos protagonistas... todo ello hace de la película de Blomberg una cinta especial, distinta a otras producciones finlandesas. Blomberg, ralentiza los momentos de lirismo, las partículas de nieve, las canciones del infinto... Además, no duda en ofrecernos un prólogo y un epílogo excepcionales, por no decir excelentes, que inauguran y despiden de manera gloriosa un puñado de imágenes que encierran una virginidad y una inocencia pasmosa. Claro que por supuesto, El reno blanco no es tan poderoso e hipnótico como Nanouk el esquimal (1922), pero lo seguro es que por momentos, consigue esa mística de la realidad que tiene que ver con esa íntima naturaleza del cine, que muy pocas veces se experimenta, y que llegado el momento, no puede dejar de advertirse. Se recomienda esperar sentados frente a la pantalla mientras acaba la cinta, pues detrás de los creditos llega un momento de tal belleza y misterio que es digno de ser vivido con los ojos cerrados, poniendo así el broche final a un sueño.




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