martes, 28 de octubre de 2014







GRIZZLY MAN 
(2005)

Werner Herzog
 




Un samurai nunca tiene miedo y por eso es inmortal. 
El destino le negó ser una superestrella a lo Woody Harrelson y le ofreció, sin saberlo, la oportunidad de ser un héroe solitario, comparable al aventurero de Bocklin y al estrafalario Ignatius J. Reilly, de forma simultánea. Cabalgando sobre la muerte a la orilla del peligro y de la cruel naturaleza, desafió como un auténtico caballero andante, a la mismísima realidad. Como el más ingenioso de ellos, inventó su propio mundo y lo fundó recorriéndolo, apoderándose de él en su infinitud. Como los virtuosos guerreros artúricos, conocía los códigos del valor y la aventura y, con una lucidez digna del mejor de los aedos, narró su propia vida de la manera más hermosa. No es este un caso de martirio o de suicido desesperado, sino un hecho milagroso vivido con la felicidad de un dios. El rostro de Timothy Treadwell es el rostro de un animal indefenso que se abre paso a través del universo como el vibrante cometa Halley, alumbrando con su relato a toda la existencia que le acompaña, demostrando que de nuevo, la figura del excéntrico y del idiota es el único canal verdadero para inventar nuevas realidades que nos hagan seguir confiando en la alegre promesa de la vida. Como dice el título de un disco de Javier Krahe: Haz lo que quieras. Esa y no otra es la religión en la que comulga Treadwell, una dinámica de pensamiento y acción basada en un destierro absoluto de la duda y del límite. La palabra frontera no existe dentro de sus sueños y como ya lo hicieron en otro tiempo los bravos héroes de Sturlurson, él campa a sus anchas con un espíritu épico y flamante, luchando contra los terribles fantasmas que asolan el cutre y escéptico modus vivendi de Occidente; como Moliere, presenta al público un mágico espejo donde mirar y reconocer los hechos en sí mismos. Treadwell no tiene miedo y vive sin creer en las consecuencias y en el dogma materialista de la causa-efecto. Por un momento, parece descubrir un nuevo principio natural, como lo hizo en su momento Fibonacci. Así como el erudito italiano, descubrió su famosa serie matemática observando el crecimiento de las plantas, Treadwell desafía a la inteligentia común, demostrando que la gremialidad de las especies es sólo fruto del miedo a la diferencia. Somos animales como lo son el escarabajo o la ardilla. Somos tan asquerosos como un cerdo y tan hermosos como un pájaro del paraíso. Nada nos diferencia de un caballo o una hormiga y formamos con ellos un proceso de existencia y organización, que va más allá del egoísmo propio de nuestras sociedades. El hombre social es un invento sin arreglo, una idea sumergida en nuestra conciencia de la manera más vil, aparentemente inamovible. En el colegio nos enseñan que los humanos somos racionales y sociales por encima de todo, pero obvian que también somos solitarios y salvajes, y sobretodo, espirituales en una cuarta dimensión casi mágica, que nos hace emocionalmente verdaderos. Nuestro pensamiento y nuestra intuición son capaces de inventar rutas extinguidas en la conformidad y la comodidad, caminos casi imposibles para la mayoría, que son conquistados por las almas más valerosas e ingeniosas de esta frágil y torpe humanidad. 
Todos los personajes a los que siempre nos ha acercado Herzog, son guerreros del abismo resbalando en el filo de la existencia, buscando encuentros en el fin del mundo y abriendo los ojos a un público que vive dormido en una jaula de oro. Es cierto que toda la historia ha funcionado de esta manera tan establecida y siempre ha habido un poder que ha impuesto unas normas para su beneficio personal; el poder siempre ha configurado los acontecimientos según su conveniencia. Por esta razón, Herzog con sus películas, siempre ha representado una bella fuga al margen de lo ordinario, estableciendo una estética de lo extraordinario, guiándonos desde las selvas más asesinas, hasta llegar a los más profundos corazones de cristal. Nos ha hecho vibrar con vampiros y conquistadores, con enanos, monstruos y soldados salvajes. Nos ha permitido subir a las montañas en barcos y girar en la misma rueda del tiempo, encaramados a un globo digno de ser descrito por el imaginario Marco Polo. Pero lo que él nunca soñó, fue tener el privilegio de contar la historia de un verdadero samurai, la historia de un espíritu eterno que dejó filmada su proeza para que todos pudieran contemplar latu sensu, que ser un hombre es lo más parecido a un milagro, como dice Buda y que vivir tiene su justo precio cuando se hace de verdad, desde lo más profundo de los sueños.

Timothy Treadwell mantuvo su mentira hasta el final, como el mejor de los poetas, pues para devorar la realidad, hay que jugar a ser otro, simplemente para que los demás te sigan el juego y sin darse cuenta, construyan junto a ti, una nueva idea para habitar entre los vivos.

De profundis domine, ¡seré animal!


  



domingo, 26 de octubre de 2014





ADAPTATION 
(2002)

Spike Jonze




Escribir es muy difícil y sobretodo lo es cuando se hace de verdad. Hay cosas que pertenecen íntegramente al entendimiento y que deben ser efectuadas por la razón; la escritura en sí es una de ellas o al menos el automatismo que la hace real. Sin embargo, existe un tipo de escritura que no nace en el cerebro, sino más abajo, exactamente en la zona del estómago y del culo. Hay que mezclarse con las propias heces para saber quiénes somos o si verdaderamente somos cuando escribimos; sin duda, hay que escribir de lo que no sabemos, pues de lo que sabemos, ya han escrito otros. 
Escribir tiene que ver mucho con el trasero, con lo que no se ve, con el lugar donde aposentamos nuestro peso; para escribir debemos volver a amar lo más despreciable de nuestra intimidad y obviar la opinión que puede generar nuestro alrededor. Es tan difícil ser como escribir y el sacrificio que conlleva es equivalente a una vida de arriesgados intentos por sentirnos justos en las palabras y en los hechos. La humanidad es mezquina en su generalidad y generosa en su esencia, tan paradójica como sublime, no se mantiene a salvo de su doble naturaleza. Charlie Kaufman quiso hacer una película sobre la humanidad y le salió una película de flores. No es casualidad que esto ocurra; el universo debe sintetizarse en una sola cosa para permitirse una simple palabra. Nuestra limitada capacidad de conocimiento nos impide comprender realidades puramente abstractas o asumir dimensiones infinitas e irracionales. Por eso la escritura es necesaria, pues lleva al alma del hombre por un camino vagabundo lleno de trampas, tendente a desviarse por el abundante cauce de las casualidades y las coincidencias. Decía el abigarrado Joyce que él apenas tenía talento para escribir y que lo hacía muy lentamente. Parece ser que sólo confiaba en la suerte; confesó que en esencia era lo único que le proporcionaba aquello necesario para seguir adelante. Joyce se consideraba a sí mismo como un simple paseante que tropieza y da una patada a algo minúsculo que prodigiosamente coincide con lo que busca. En la octava entrega de la serie The South Bank Show (1985), David Hinton dirige un documental sobre Francis Bacon, el cuál, en el último momento del film, concluye como Joyce, que la suerte es su único dios verdadero. La creación funciona de esa manera, al menos funciona así cuando el artista se entrega sin excusa al misterio de la vida y ahonda en sus venas, embriagándose de su caos y su belleza, de su laberinto y su crueldad. El escritor se aísla de la realidad común para penetrar en el túnel que atraviesan los sueños, aquella abertura que nos traspasa como una espada hasta dejarnos vacíos y renovados, envueltos de nuevas imágenes y extrañas realidades. Aquel que se acerque tanto a dicha zona prohibida, debe saber que está próximo a la brecha, a la ardiente cicatriz que contiene el éxtasis más poderoso, aquel veneno necesario que nos une al movimiento del universo y que nos transforma al fin, en una criatura etérea y fuerte; un animal con la posibilidad de comprender ciertos secretos de la manera más simple. Así, siguiendo esa misma idea, Charlie Kaufman no sabe que está cerca de tropezarse con su suerte particular; está a punto de transformarse en algo tan poderoso como una flor. Sobre su pétalo se escribe todo el universo. Toda la mínima historia de nuestra pobre humanidad cabe en el ligero filo de sus hojas, pues ellas han estado siempre aquí, respirando y han visto todo lo que fuimos antes de ser.
Charlie Kaufman es un hombre y una flor que tiene que luchar por construir un mundo donde quepa un film. Kaufman manosea su film de la misma manera que Will More lo hace con su enorme chicle en Arrebato (1979). Los dos son almas perdidas que buscan la esencia del cine y la esencia misma del relato de la imagen, dando vueltas y vueltas a un mismo fluido incomprensible e inquietante. La aventura del film, lleva a Kaufman a revelarse a sí mismo, a incluirse de manera duplicada y diversa, consiguiendo mostrar las dos caras de un mismo sentimiento. Pero no se queda ahí, ya que también se atreve a plegar en dos la propia película, curvándola a modo de lámina luminiscente, doblando así todos los sentidos y significados, haciendo que la ficción y la realidad formen parte de una nueva dimensión, consiguiendo conducirlos hacia un agujero negro que atrapa todo lo que existe y lo que no existe, aunándolos en su interior. Para llegar a estar frente a esa cicatriz de los sueños, se necesita tener algo más que valor, pues requiere de una fe especial y de una creencia casi estúpida, casi exclusiva, casi absurda, de la que no avergonzarse bajo ningún concepto, aunque te tachen de idiota, aunque te sientas sojuzgado, inservible, incapaz. Lo más tonto de ti posee el secreto de todo este business y Kaufman nos lo recuerda de la manera más bella: eres lo que amas, no lo que te ama.