viernes, 31 de enero de 2014





LA HUMANIDAD
(1999)

Bruno Dumont



"Hay un abismo absolutamente infranqueable entre un actor, que incluso trata de olvidarlo, que trata de no controlarse y una persona virgen para el cine, virgen para el teatro, considerada como una materia bruta que no sabe ni siquiera que os entrega 
todo lo que no quería entregar a nadie".

R. B.



¿Quién es en realidad Emmanuel Schotté? ¿un iluminado, un paria, un borderline, un outsider, un santo o una revelación a punto de estallar? La inmensidad geográfica que abarca un hombre en su interior es tan extensa y misteriosa que, en ciertos momentos sale a flote, empujada por un fuerte  sentimiento de delirio, un cañonazo espiritual que se hincha hasta crear un rostro iluminado por la bondad y la paciencia, por el paso lento o el silencio. Emmanuel Schoté es una estatua en movimiento que el cineasta Bruno Dumont acaricia con los ojos; luego, decide soltarlo en el espacio cotidiano, para seguir alucinando con lo que aparece ante su cámara, inventando sin querer, ese cine extremo que ahora llaman de los cuerpos o de las figuras autistas, llegando en esta ocasión, a su máximo acercamiento al cine o sea, a ese extraño arte que desarrollaban Bresson o Dreyer. Dumont es Dumont pero sin Schotté es nadie, pues Schotté es un prodigio de la naturaleza que nadie puede explicarse; un río, un huracán, un campo arado. Schotté es en sí la película, sus ojos, su quietud, su mirada, sus manos, su constante huida de la realidad, son el argumento del film. Él es la síntesis del cine, respirando en sus propias imágenes. Él es el eterno monumento del cine y el espectro absoluto del sentimiento que se apoya en cualquier lado a descansar, viendo pasar la vida y los días, siendo una inocencia imperceptible.
Bruno Dumont decide hacer L’humanité por el único motivo de filmar a este hombre, que no es un hombre sino un sentimiento, y lo encuentra en esta, su segunda película, en la que llega tan alto que su obra -o el interés verdadero de su obra-, inevitablemente se detiene aquí, a pesar de que siga haciendo películas con la creencia de que volverá a encontrar a otro Emmanuel Schotté. En el cine, la realidad pura, sólo se cruza un par de veces en la vida de un cineasta, por eso, exceptuando su película Hors Satan, en la que vuelve de alguna forma a conseguir ese aire mesiánico y ese ritmo alucinatorio de realidad, toda su carrera es una pobre sombra al lado de L’humanité.
Al terminar el film, uno piensa inmediatamente en su título e intenta vincularlo, casi como un concepto forzado, a lo que que acaba de ver; lo que se ha visto es tan prodigioso y difícil de comprender, ya la vez tan claro, que su ambigüedad nos llena de incertidumbre. La contradicción y  pureza de la película, nos dispara un nudo de dudas sin respuesta, dudas que van reconstruyendo el rostro que acabamos de experimentar en los ojos; sin querer, hemos topado con el infinito. La película no parece terminar nunca, pues la presencia total de Schotté dentro del espacio, es de tal profundidad que nos parece haber visto algo sobrenatural y mágico; un sueño. La suciedad extrema y la podredumbre que rodea a los personajes, es purificada en cada gesto de Schotté y atravesada por su propia y personalísima respiración, por su deriva, por su dolor.
Schotté persigue a un asesino de la manera más invisible que puede, para lo cuál, Dumont parece inventar sus rutas, imbuido en un delirio narrativo lleno de silencio y de espacio, un lugar atravesado por trenes, donde también juegan los niños.
El personaje de Schotté grita desesperado cuando nadie le ve y sonríe cuando nadie le ve y ensaya su canción personal de forma totalmente anónima, pues Schotté es un fantasma que tiene el poder de la materia y que se entristece al ver lo podrido que está el mundo. Él intenta inútilmente hacerlo fecundo con su mirada y su quietud, acariciando las paredes, contemplando la fatalidad de los cuerpos unos sobre otros, haciéndose daño una y otra vez, equivocándose sin termino, obstaculizando su camino hacia el Bien, pues si L’humanité tiene un aura, es la del amor absoluto, la del amor al ver crecer las cosas poco a poco y la de agarrar la tierra a puñados para saber que es tierra este sueño y no ilusión. La película nos hace mirar al cielo para comprender que somos un granito de arena dentro de un torbellino hambriento. El viento nos llevará, imagina Kiarostami, el viento nos llevará al infinito, escribe Torrente Ballester, el viento nos ama, susurra Emmanuel Schotté.
¿Quién es la revelación?







jueves, 30 de enero de 2014




ORDET 
La palabra

(1954)

Carl Theodor Dreyer






Johannes, Johannes, Johannes. Pronunciar ese nombre, es invocar el amor. El mundo permanece en equilibrio hasta que se cae, hasta que el reloj se detiene y alguien abre la puerta para anunciar lo que nadie quiere reconocer: la vida es un milagro. En las habitaciones ordenadas y silenciosas, la existencia se contiene en creencias que mantienen la conciencia limpia, pero Johannes dice: este mundo está podrido. La silla solitaria de la pared anuncia el vacío y en la hora del café se escuchan los secretos. Nadie se mira a la cara, nadie se abraza de verdad, sólo las mujeres y los niños reconocen al amor de una manera natural. Todo lo demás está muerto y mudo. Johannes dice: necesitamos a un hombre que haga reaccionar a la gente. Dicen que está loco, dicen que está enfermo, pero no pueden dejar de escucharle. Él dice que construirá las casas del futuro para vivan las almas vivas, pero le rechazan y le evitan porque en su interior saben que dice la verdad. A Johannes nadie le escucha pues parece confundir la luz vaga de un coche con la llegada de la muerte. En el salón se dice: hoy ya no existen los milagros, pero aún no saben que Johannes es el amor, esa fuerza que habla de lo que vendrá y de lo que está dentro, ese sentimiento salvaje que defiende la vida frente a sus enemigos y que viajará allá donde tenga que viajar para cumplir su promesa, pues la promesa del amor es la fe.
La vida ordenada echa humo por la boca y cree sus falsos ídolos, ocultando su falta de esperanza con el dogma de los tiempos, con sus luchas bárbaras, con su miedo escondido. El enemigo del amor es el miedo a creer, es la sensación de sentirse vulnerable, de ser un paria diciendo la verdad. Por el contrario, el amor es valiente y escapa por la ventana para escribir su propia ley, buscando la respuesta a un problema imposible. Las habitaciones interiores son pálidas y espaciosas y allí caben todos los odios y todos los rencores causados por una falta de voluntad, una falta de paciencia, una falta de escucha. Johannes dice: yo reuniré todo lo vivo para que no muera. El amor ofrece su promesa y la predica a todas horas, la acaricia, la abraza, la lleva en brazos. El amor vaga de habitación en habitación arrastrando los pies, soñando el futuro. Porta una caña endeble con la que señala las formas del aire, con la que combate a las sombras y con la que dibuja el camino que le lleva a creer en que Johannes representa el milagro de la vida.
Dreyer filma un milagro, se dedica a filmarlo en silencio, a contemplarlo en toda su amplitud, dejando que se mezcle con la oscuridad de los hombres, fomentando un contraste metafísico de espectros que deambulan en sus propias jaulas. Todo es una cárcel de la conciencia, donde el respeto y la tradición se han convertido en falso mandamiento. Allí, la religión es una vida hacia la corrupción de las formas que se violentan unas a otras, confundiendo la naturaleza con un versículo de la Biblia. Dreyer lo sabe: hay que escapar y por eso se empeña en mostrar esa huida hacia la libertad de la vida donde todo es posible, donde las formas cambian y son flexibles, ese mundo de espigas y hierba suave que se deja mover en armonía y caos al mismo tiempo. Allí, las formas atormentadas y confusas pierden el amor porque ya no pueden ver; la niebla les ciega. Ni siquiera en el día más claro podrían encontrarlo; ha huido y eso es lo más hermoso, pues el amor huye para volver.
Dreyer inventó este cine de imágenes trascendentales y justas, de movimientos serenos y mudos, casi mágicos, donde aparecen todas las esencias que contiene una existencia en sí, todos los momentos viviendo a la vez en una única sala donde todo va y viene, donde surgen las palabras y el pensamiento, donde los gemidos dejan paso al vacío, un vacío no entendido que somete a los cuerpos a una tensión de formas en proceso de conversión; Ordet no es una película sino una máquina transformadora. Las imágenes de Dreyer tienen ese poder: transforman lo interno y lo invisible para que se revele más tarde de una forma externa, en una forma de piel, de rostro, de palabra. No existen muchas películas tan justas como ésta; nada sobra, nada falta. Los pasos están contados y el tiempo se detiene para dar rienda suelta al milagro, un milagro que acontece como hecho y como película, pues en manos de Dreyer, el cine se convierte en un gesto de resurrección –como sugiere el crítico Carlos Losilla- un gesto que recorre el cine hasta nuestros días, utilizando su propia esencia, hablándonos del poder de la vida a través de los fantasmas que siguen vagando en la pantalla, buscándose una y otra vez, imaginando un cine más allá del cine, un gesto que haga despertar la vida real del espectador mediante un electroshock que reavive las fuerzas sometidas por el escepticismo y la racionalidad; el vacío se llena con Dreyer y la luz vuelve a tener un sentido. Dreyer es necesario porque nos ofrece la superficie donde todos los niveles conviven a la vez para que podamos verlo más claro, aislando los elementos esenciales de la materia, para despejar de forma prodigiosa, un aliento de vida que llegue hasta nosotros.






lunes, 20 de enero de 2014



WALDEN
(1969)

Jonas Mekas





Decía John Cage que si escuchas Mozart o Beethoven continuamente, te das cuenta al final de que realmente es lo mismo y que por eso a él le gusta más escuchar el tráfico de Nueva York, porque aunque parece siempre igual, nunca se repite. Las imágenes de Mekas en este excesivo y exigente film, realizan el mismo juego del que habla Cage. Cage admira a Duchamp y por eso también le gustan los juegos y por eso dice esas cosas que a oídos poco diestros llegan como una boutade o una simple provocación. Duchamp creó el movimiento Dadá (sin crearlo, pues nunca existió) para despertar al público, un público que llevaba muchos años adormecido en las formas y los significados tradicionales. Duchamp puso patas arriba el mundo del arte, revolucionando el objeto en sí para que mirásemos de otra manera y descubrir algo dentro de nosotros mismos que se nos estaba escapando; la vida se escapaba y había que recuperarla. Así y de la misma manera, John Cage hizo un trabajo parecido con el campo del sonido para hacernos entender que la música no es lo única que suena en el mundo. En esa línea de trabajo, Mekas trae hasta los ojos, un nuevo tipo de sensibilidad de la imagen y plantea una forma de percepción distinta. Así, Walden se estructura como una especie de diario fílmico donde cualquier situación es vulnerable de ser captada y transformada, el acto más simple, el gesto más tonto, un detalle, un vacío, una imagen costumbrista; todo cabe, pues es real si incide en el que lo filma. Loviejo y lo neuvo se dan la mano para saltar al vacío.

SPLASSSH

En 1969 Mekas está a la cabeza del avant-garde estadounidense y lo demuestra con este film de belleza exasperante, proyectado a toda velocidad como intentando captar eso que en la vida se nos va y no vuelve y que no sabemos cómo llamar. Recupera así el ritmo perdido del cine mudo, esa sensación extraña de vernos a una velocidad imposible. A pesar de las apariencias exigentes del film, Mekas cuida mucha de que no nos perdamos por el laberinto y va dejando notitas maravillosas para que sigamos el camino. Por momentos sentimos que estamos viendo recuerdos que recorren un tiempo prolongado donde las cosas se van sucediendo en progresión, donde a unos les crece y les decrece la barba y donde otras tienen hijos de repente y donde también se celebran bodas de todo tipo; tradicionales y salvajes.
Es el trato que él tiene con la imagen: filmar cosas comunes y sin ningún tipo impacto y revolucionarlas con su cámara para que se muevan por sí mismas, para que vivan algo salvaje y se sientan libres de una vez. Entonces, nos damos cuenta de que Mekas no quiere sellar el tiempo sino agitarlo, deformando los cuerpos y los movimientos en todas direcciones y bajo todos los colores. A mitad del film, el mismo Mekas nos lo confiesa: esto que veis sólo son imágenes, imágenes sin drama, sin terror, sin intriga, simplemente imágenes sin intención, sucesos ocurriendo uno tras otro como ocurren en la realidad, componiendo mi diario.
Thoreau, en su famoso libro Walden, escribe un diario experimental que recogerá la posibilidad de sobrevivir en un lugar alejado de la civilización. Thoreau nos habla de los árboles, de los palos que utiliza, las herramientas, de su silla, su camastro, las plantas, el lago, el camino, las hojas, el tiempo, las nubes, la comida, la sed, la soledad. Todo el libro son fragmentos, secuencias independientes del pensamiento de Thoreau que se van transformando en sentimientos existenciales y en delirios de hermosura. Mekas copia esa estructura de una manera magistral, haciéndola suya, filmando las intimidades de sus amigos, las comidas, los desayunos y las conversaciones. Se filma así mismo comiendo con gatos o grabando la nieve. Retrata a la gente bailando, a gente triste, a gente pensando, a gente paseando. Filma a Hans Ritcher, a Barbet Schoreder, a su amigo Stan Brackcage, a John Lennon con Yoko Ono en el edificio Dakota, a Andy Warhol, a un niño negro con un parche, a un burro, a los pacifistas, a los Krisnah, a la voz de Jean Cocteu, a los niños patinando, a los bebés recién nacidos, a las limusinas, a los poetas callejeros, a Allen Ginsberg, a los árboles, a él mismo sobre un árbol imitando a Thoreau, a los acróbatas del circo, a los Velvet Underground tocando por primera vez, a los aviones sobrevolando Manhattan, a los bichos, a las butacas, a las calles vacías, a las calles llenas, a la gente rara en las aceras y a la gente pausada en sus salones. Filma las fiestas privadas, los cumpleaños, las visitas inesperadas, sus viajes en metro, sus viajes en barco. Filma Central Park durante todas las estaciones del año y en la película vemos cómo llega el invierno, cómo se va y cómo vuelve otra vez al final. Finalmente, también acaba filmando la soledad.

Mekas es un solitario que se lo pasa teta y que está muy flaco.

Y por eso Mekas crea su propio tiempo, una cronología mágica y expresionista a partir del movimiento, articulando el devenir. Existe una temporalidad interna en el film que se va transformando en un ritmo frenético de colores y manchas abstractas, que llegado un momento, se nos hacen cotidianas, entendiendo su lenguaje por fin, disfrutándolo, empezando a entender que estamos viendo imágenes que son realmente sonidos, espectros vibratorios y formas invisibles que se pierden en los días, en cada reel que va pasando, del primero al sexto, revelando cosas que nadie ve porque tiene asuntos más importantes en la cabeza, pero que para Mekas son lo único importante de su aliento, son el sacrificio de su vida, que más que un oficio, es su pasión, su obsesión, la única forma que tiene de relacionarse con ella, consigo mismo, pues ese es precisamente Jonas Mekas, ese obseso que siempre te quiere grabar hagas lo que hagas, ese tipo que siempre lleva una mochila con una cámara de cine dentro porque sabe que siempre aparece algo valioso y le da pena que se escape. Mekas hace esto porque ama el mundo.
Esa es su alquimia.
Hoy puede parecer una banalidad, pero hace 40 años, filmar el día a día con una pequeña cámara y tener la voluntad y el interés de filmar situaciones comunes con esa intensidad y esa terquedad, era una cosa de locos, aunque el mayor logro de Mekas es finalmente reunirlo todo junto en ésta colección sin parangón, sin réplica, donde todo está dividido por etiquetas como si fuera una serie de haikus que hablasen sin más de la delicadeza de la vida, de su fragilidad, de la nostalgia, de la muerte, del nacimiento, de la luz.

Mekas persigue la luz como un loco.

Mekas filma sin parar y encuentra Walden.

Walden se transforma en el territorio salvaje donde viven sus sueños.

Los sueños de Jonas Mekas se mueven a toda velocidad y nos trasladan de un lado para otro, visitando todo lo que él más quiere, llenando el vacío de la memoria, filmándolo como un granjero y no como un cineasta, porque él no necesita historias, él está enamorado de la luz y del movimiento y ahí reside la grandeza de Mekas, al intentar llevar al cine esas metas de la pintura y de la música en sus expresiones más radicales, más manieristas, más peligrosas. Si ésta película tiene una clasificación, es la de un manierismo fílmico de primera clase, donde todo se abre y las diagonales salen despedidas de un lado para otro, apartando las sombras, buscando nuevas luces, nuevos espacios donde brillar libremente.
Contrariamente a su humilde mirada, Mekas propone aquí su estructura más arriesgada, su pieza madre, creando sin querer un género en sí mismo, un estilo que utiliza todo lo que encuentra a su alrededor, que lo devora y lo absorbe, obligándonos sin querer a seguirle durante tres horas en un viaje por el tiempo y por las formas que, en momentos, desespera, pero que en otros acaricia suavemente, llegando a conseguir momentos de un lirismo superior.
Sí es verdad que para visionar el film, hay que creer ciegamente en lanzarse a esta melé indisciplinada de imágenes sin retorno que arrastran hacia delante sin descanso y sin aliento, como una catarata que no piensa en más que en caer, que fluye salvando naturalmente los obstáculos, que se amolda a los huecos y a los salientes, adaptándose triunfalmente a la textura de la realidad. Todo avanza sin parar, nada espera a nadie.
Las imágenes de Mekas no parecen querer morir nunca, siendo cada una diferente y vacua, hipnotizándonos a través de los recorridos que crecen y que mueren de la misma forma, escuchando sinfonías y ruidos de ferrocarriles, configurando algo así como un territorio donde verdaderamente las cosas funcionan como le gustaría a Mekas, con una ligereza extrema, con un silencio sonoro, con un color nuevo, con una mirada campesina.





sábado, 18 de enero de 2014




EL AÑO PASADO EN MARIENBAD
(1958)

Alain Resnais





Él me dijo que nunca lo había leído y yo no me lo podía creer. No pierdas un solo minuto, le dije, consigue La invención de Morel y léetela. A mí no me gustaban las novelas de Bioy Casares, pero ésta era especial: es como si la hubiera escrito una mente prodigiosa en el momento más lúcido de su hacer, le conté. Él también me preguntó por el film de Resnais y yo le dije que no se preocupara, porque lo iba a encontrar justamente en ese libro. A los días, se compró la novela y desapareció del mapa sin dejar rastro; aún hoy sigo sin verle. El año pasado me llegó una de sus cartas, diciéndome que por fin había encontrado Marienbad, sobretodo gracias al informe de Morel. Entre otras cosas, me confesó que ahora se dedicaba exclusivamente a tratar la cuestión de cómo salir vivo de allí. Adjunto un fragmento de su carta para que quien guste, conozca mejor ese extraño lugar del que parece que nadie logra salir del todo.
A partir de la segunda página, la carta sigue así:  

[…] por fin la isla fue descubierta. Marineros franceses llenos de tatuajes entraron en el museo cuando las mareas todavía estaban bajas y el Informe todavía estaba ahí, sobre la mesa del comedor, lleno de tachaduras y humedecido por las algas, pero lo que importaba estaba en él y, de alguna manera, lo que importaba llegó a Resnais: Morel llegó a Resnais, también Faustine, también él, el narrador del Informe, al igual que Marienbad y el tiempo; su reconstrucción. Los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en Los Teques o en Marienbad. Así reza el texto de Casares y por eso la única premisa es que hay que creer y, por lo tanto, la única premisa que hay que aceptar es que Resnais creyó (que Resnais cree) y que de esa forma llegó a la última plegaria del Informe, su última constatación de realidad, cuando habla al hombre que inventará definitivamente la MÁQUINA, en una clara y desesperada súplica: búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine.
Será un acto piadoso.
Búsquenos, búsquenos, pero buscar ¿dónde?, encontrar ¿dónde? Por eso es tan valiosa la tarea de Resnais. Su film no propone una adaptación, porque quizá, no hay nada que realmente tenga que adaptarse. Resnais busca y soluciona, como en dos planos paralelos a nivel de imagen: todos los visitantes de Marienbad son los mismos de la misma forma que el Quijote de Borges es el mismo y no lo es (te digo esto porque Bioy Casares dedicó la novela al argentino y Borges, a su vez, se la leyó a Resnais para que solucionara el Informe. Aquí, en Marienbad, todos los saben).
Ahora Morel juega al Nim y es invencible, vestido de esmoquin en lugar de shorts y  zapatillas de tenis. La mirada de Morel representa la dura consecuencia de lo que fue su plan, y en Marienbad vive como ese marido que en la isla nunca fue. Él es el impenetrable, el guardián, el merodeador: invencible, porque desde el principio de la partida ya ha ganado: todos están allí para pasar unas vacaciones eternas.
Los gestos de Faustine parecen distorsionados. Es la manera en la que sus manos quedan posadas en el aire como en la dejadez de un recuerdo que ella no recuerda, y de qué manera iba a recordar si nunca le había visto, si nunca había visto el jardín de flores que él preparó en su honor, allá en la isla. Faustine es la dama del amor provenzal que pasea por los jardines de Marienbad sin saber qué ocurre.
Ya no es la Dama, porque ha olvidado lo que era el Amor. El interior de la conciencia de Faustine es el lugar donde habitamos en Marienbad, por la pura y simple petición del narrador del Informe. Por eso él es intruso allí, de la misma forma que ellos lo fueron en la isla (Faustine, Morel, intrusos de su vida y de su fuga de la sociedad). Él es la fuerza, la única de todo el film. Es la fuerza de la memoria en la conciencia del otro: recuerda, recuerda, la respuesta de ella: lessez moi, lessez moi, con la voz cansada del que no puede hacer otra cosa. Él es la fuerza de ruptura del panorama que Morel-Nim había creado para todos en ese lugar. Él es la única consciencia dentro de la conciencia: él es el deseo, y todos los demás sólo están de vacaciones en Marienbad como veraneantes instalados desde hace tiempo en un palacio de bienestar y buenos modales. Él es el deseo, sí, pero, ¿el deseo de qué? No sólo de ella, de Faustine, sino de una acción: salir, escapar, huir de Marienbad. Y ahí, cuando él plantea el deseo que muchas otras veces ya se ha frustrado, es cuando el film comienza a tornar en pesadilla, ¡de qué otra forma iba a ser, si lo que él pide es salir de su propia conciencia!
La pesadilla se repite y vuelve: el vaso que cae al suelo y estalla una y otra vez; el ansia del intruso en las esquinas de los pasillos, vivida como una persecución; la violación imaginada, supuesta; los murmullos vigilantes que son a la vez los de su conciencia y los de Morel; los cambios de una habitación anodina llena de espejos que reflejan ¿qué?, el asesinato de Faustine a manos de un Morel sabedor de que todo puede cambiar.
La pesadilla vuelve una y otra vez a Faustine, pero no hay cambio posible. Eso Resnais me lo dijo en el jardín y nunca lo olvidaré: Marienbad es el tiempo de la repetición, la misma repetición que él (del que aún no sé su nombre) contempló en el museo, la misma que describió en el Informe sobre la isla y de la que, como en un sacrificio por la Dama, decidió formar parte.
La repetición de una máquina de imágenes.
¡La máquina!
El tiempo repetido, las palabras repetidas, las imágenes repetidas.
La Dama que olvidó amar.
Resnais me lo dijo en el salón: había tomado una de las frases del Informe y la había dado la vuelta, igual que él, como narrador, tuvo que hacer para entrar en Marienbad. Me dijo: Las imágenes no viven, esa es la frase (y se lamía y se estrujaba el bigote al decirlo), es lo que él dice, en su pesar por la pérdida de Faustine como realidad. Pero qué realidad. Las imágenes viven, pero en otro sitio, y ahí está el misterio (de nuevo, siempre), de la misma forma que la imagen vive en el Informe, en la novela y en su film. Viven transformadas, hablando entre ellas y dialogando como fuerzas que se vuelven unas contra otras, entrelazadas en distintos planos, pues no es igual el Morel de la isla que el Morel de Marienbad, aunque sí son los mismos, al menos en ese mundo donde Resnais busca y Resnais encuentra. Te lo aseguro, no te equivoques: no es una adaptación, ni siquiera una reconstrucción. El año pasado en Marienbad es una resurrección. Es el acto piadoso: otra oportunidad para que todas ellas sigan viviendo, constante y eternamente.

Una resurrección de imágenes.

Así termina su carta. Pasado un año, aún no he vuelto a recibir noticias de él. Por las noches leo en alto la novela para comprobar si me oye, para saber si sigue vivo, aunque nunca llego a la página final, por si las moscas. Cuando veo el film, intento buscarlo entre los personajes, entre las sombras, simplemente para intentar indicarle el camino. Imagino que, pasado el tiempo, en Marienbad se te olvida casi todo y te quedas atrapado sin saberlo, así que no espero que él retorne de una forma que yo pueda comprender fácilmente.





Con la colaboración del sr. Budd.




domingo, 5 de enero de 2014



LE GAMIN AU VELÓ
(2011)

Jean-Pierre Dardenne 
y Luc Dardenne





La resurrección se basa en una voluntad de amor, en una cabezonería arraigada en el instinto que sólo puede pensar en correr. Correr tiene mucho que ver con resucitar, pues es la aventura de perseguir lo invisible o mejor dicho, el acto absoluto en el que lo invisible persigue a lo imposible. Al menos es así en este film de muertos vivientes tan Truffaut, tan Tourner, lleno de pistas y simplicidad, lleno de vacíos y respiración. El film se compone de dos partes, de dos mundos filmados por dos directores que siempre trabajan juntos. Paradójicamente, en las imágenes convergen dos tipos distintos de sensibilidad que avanzan simultáneos: uno es la que se encarga de lo que se ve, de mimar la historia, de dejar fuera lo prescindible y aislar el objeto para que podamos amarlo aisladamente; el otro se encarga de lo que no se ve, de lo que nace dentro de un niño que no puede explicar por qué hace las cosas. Esa segunda parte es la más valiosa, la que nos revela en momentos muy concretos, que no es una película inocente.;
ya no existen películas inocentes. En el film hay un cambio de concepto que pasa de la imagen truffautiana a una más ligada a Dreyer y a las visiones del alma y del cuerpo. 
El niño representa al ser muerto en vida, o lo que es lo mismo, al fantasma que busca lo que perdió ya una vez y al que nadie entiende. Los fantasmas vagan pidiendo a gritos que vuelva aquello que los hizo sentirse vivos, algo que les amarraba a la tierra de una forma especial y les hacía sentirse bien; sólo estamos aquí para buscar eso que nos hace BIEN, lo demás, solamente nos hace daño. El niño fantasma no para de huir, pero no huye sino que busca (pues es un perseguidor y no un perseguido, aunque todos le persigan), siguiendo incansable las pistas que le llevarán hasta el amor, pues el amor existe para aquel que lo anhela y para nadie más. Él, sin saberlo, va creando el amor a cada paso, en cada carrera, en cada golpe, en cada pelea, en cada abandono. En esto es precisamente cuando la película se acerca a Les quatre cents coups (1959) o Baisers volés (1968), ahí entronca con una tradición de cine francés que aún hoy existe de alguna manera, pero que no es tan eficaz en nuestros días. Existe una mala lectura de esa tradición que pretende ser un arma moral y política al servicio de la poderosa conciencia burguesa de Francia. Allí el cine tiene mucho poder y lo suelen utilizar para justificar realidades y crear una sensibilidad antiséptica y tonta. Pero esa es otra historia; sigamos con el fantasma.
El film continúa. 
El niño corriendo de un lado a otro, preguntando por su padre; otro fantasma del que nadie parece saber nada. Será por eso que se dice que los fantasmas sólo son visibles para aquellos que pueden creer. Por esta razón, el film es un saltito de fe, una creencia en el amor más allá del amor, un intento de estar juntos, de reencontrar un sitio en el mundo que deje respirar sin ahogo. Y por eso el film se acerca a Dreyer y a su enigmática obra, Ordet (1955). Todas las carreras y huidas hacia ninguna parte, acaban en la escena más potente del film: es sábado y el niño no quiere levantarse de la cama. Está arropado totalmente como si la sábana fuera su velo mortuorio; la figura parece un cadáver. El velo parece su mortaja. La escena parece un entierro. No quiere salir al mundo pues ha ido corriendo a todos sitios y sólo ha encontrado el vacío y el abandono. 
¿dónde está el amor?
Es fácil: en una bicicleta.
Éste es el deus ex machina que los Dardenne inventan para que la historia resucite por primera vez, para que el fantasma se haga vivo y despierte a la luz. Una bicicleta puede ser el hogar de alguien que nunca tuvo un hogar o que intuye que jamás volverá a tenerlo; a los fantasmas les encantan las bicicletas. Pedalear es como correr con piernas mágicas para avanzar más, para huir sin problemas y para un fantasma como el niño, para el que los sueños no existen, lo único importante es la velocidad, las calles vacías, el bosque y el amor, ¿pero dónde está ese amor? Busca, busca, busca. El niño es un fantasma que mira al agua porque sabe que no hay respuesta humana a lo que él siente. Él abre el grifo y mira cómo cae el agua, porque quiere ser como ella, quiere ser libre y ligero como un pajarillo sin nombre. Los fantasmas no tienen nombre. Él lo intenta, lo intenta y lo intenta pues es una voluntad con el pelo rubio y las piernas flacas que no se va a cansar de buscar. Pero a veces el amor no se parece a la verdad y el mundo se vuelve a derrumbar y el fantasma quiere arrancarse el rostro para morir; quiere morir porque la verdad no ha sido el amor y entonces ya no sabe dónde buscarlo.
Así, hay una muerte y una resurrección por venir, pues el amor, finalmente es esa bicicleta, es ese movimiento inconsciente donde uno se siente bien porque siente el mundo en orden con las cosas pasando, dejando todo detrás sin que nadie pueda a penas cogerte. 
Es el movimiento que vemos en las imágenes.
Es la vida moviéndose.
Porque si quieres, nunca nadie podrá atraparte.
La bicicleta y todo lo que la hace real, se convierte en el amor, el amor por las cosas, el amor por una vida que hay que pedalear sin complejos hasta caer rendidos, una aventura fiera al final de la noche, donde nadie podrá con nosotros si no nos rendimos y luchamos por cosas tan hermosas como buscar nuestro sitio y nuestro corazón.

Incluso la muerte se hace diminuta ante esa voluntad.

Corre, corre, corre.