lunes, 22 de diciembre de 2014



ADIÓS AL LENGUAJE
(2014)

Jean Luc- Godard




La verdadera vida es el cine; 
no el resultado, sino la participación.

J.S.T. Urruzola



Nadie puede negar que hoy es sumamente difícil visitar un cine que estrene películas de Godard, tan complicado es el asunto que parece tratarse de un hecho casi milagroso. Es curioso observar cómo, de la misma manera, es casi imposible encontrar un comentario o crítica -llamémosle como le llamemos a esas intervenciones frágiles y esporádicas tan habituales en este particular momento cultural- que no peque de denostar o ensalzar radicalmente las obras que el cineasta franco-suizo va dejando caer desde que se alejó de su relectura clásica de las formas cinematográficas. Parece que algunos aún están resentidos porque Godard ya no cuenta historias copiadas de Nicholas Ray, Rossellini, Fritz Lang, Jean Renoir, Fuller, Preminger o Aldrich. Las viejas formas que él renovó y que reutilizó con magnífico ingenio, eran parte de una deuda que el propio Godard siempre ha mantenido con sus padres fílmicos, con su juventud y con su lírica vivencia del amor. Pero no cesaré de repetir que un abismo ocurrió en Godard a finales de los 70´, un cambio que va más allá de lo conceptual o de la estética. Godard está vacío y pretende llenar ese espacio construyendo una idea crítica de la sociedad, intentando atajar sus problemas con imágenes activas y sesudas, procurando salvarse así mismo a través de una compulsiva apropiación de lo externo; Godard asume como propio el estado de las cosas que el mundo sufría intensamente en aquellos años de transición y revolución. Pero aquella década fulminó a Godard y le desgastó tanto que, ya en Numéro deux (1975), cae desfallecido y derrotado por un enorme desencanto. En 1980, Godard reinicia su verdadera etapa como cineasta autónomo, dejando a un lado la cinefilia y la política que marcaron sus dos interesantes y ricas etapas anteriores. Godard abandona todo y a todos para sumergirse de lleno en él mismo y así, Sauve qui peut (la vie), se erige como el gran punto de inflexión de toda su obra; una flamante huída hacia su verdadera identidad como cineasta, hacia un nuevo sonido que invadirá el porvenir. 
Sin alejarme del tema, al igual que existen legiones nostálgicas del antiguo Godard, también existen las que parece sólo valoran sus últimas etapas, lo cuál es un craso error de la misma naturaleza. El público o la crítica más joven se lía la manta a la cabeza, utilizando la última y más transgresora etapa de Godard (Elogio del amor, Nuestra Música, Film Socialism y Adiós al lenguaje) para defender el experimentalismo, el cine contemporáneo o cualquier otra bandera tan inexacta a la que se ponga nombre en pos de una idea equivocada sobre el futuro de la modernidad actual. Elogian a Godard con el título de maestro y de gurú, pero se olvidan de ver sus películas y no intentan comprender por qué este hombre sigue haciéndolas sin descanso. Visto lo visto, casi nadie parece querer captar lo que una y otra vez intenta mostrar insistente el cineasta franco-suizo, con su ímpetu inquebrantable y su ahora, voz temblorosa.
Adiós al lenguaje no son 70 minutejos sin historia como han dicho algunos, pero tampoco es una obra maestra como la han defendido otros; ni siquiera representa un frágil testamento, como también se ha comentado vanamente, como intentando enterrar al autor de Vivre sa vie; se nota una tendencia general a querer quitárselo de encima de una vez, pues sus enemigos siempre están nerviosos cuando una de sus películas toma la pantalla. Creo con firmeza que Godard nunca se rendirá, a pesar de su nostalgia, su voz ronca, su tono a lo Isidore Ducasse o su caprichoso 3D; algunos, incluso llegan a elogiar la adopción de esa técnica de variedades, como un triunfo visual en sus ingeniosas manos, pero el bosque les impide ver el árbol. Godard, a través de la sabiduría apache, nos recuerda en el film que el bosque, es una equivalencia del mundo, pero que bajo su punto de vista -o el de sus rotas imágenes sonoras- aquel bosque del que hablaban los antiguos, a estas alturas ha desaparecido de los ojos del espectador. La imprudencia del público de hoy es creer que Godard -en concreto- va a reinventar el cine de nuevo y va a imaginar qué forma tendrá la película del futuro, como si se tratase de un agorero que tuviera la obligación de explicar el futuro, mientras los demás esperan sentados a que lleguen las respuestas. Toda esta idea tiene un error de base, pues Godard ya abandonó esa intención en el pasado, demostrándolo en sus últimos suspiros de estilismo argumentado: la irregular For Ever Mozart (1996) o la magnífica e incompleta Hélas por moi (1993). Tras estos ejemplos, Godard concluye su introspección y su tentativa de film. A partir de aquí, ya nunca intentará algo parecido y se dedicará en cuerpo y alma a otros usos del cine -él, que ha usado tantos-, volcándose en sus impecables y abrumadoras Histoire(s), que le conducirán directamente a su última etapa, más sesuda, más fragmentaria, más oscura, un recorrido zigzagueante que llega precisamente hasta la irreverente Adiós al lenguaje
Preguntarse qué es lo que tenemos delante cuando la vemos es el primer paso para entender por qué Godard sigue haciendo cine y por qué lo hace de esta manera tan diferente, tan personal y tan controvertida. Toda la estética utilizada en el film no es nada novedosa con respecto a su obra anterior, de hecho, mantiene la condición de síntesis de sus últimos títulos, pero no como memorandum o popurri personal, sino como una demostración de que cada vez entiende mejor sus nuevas herramientas, esas que él ha inventado a partir de sus errores y sus aciertos. A partir de sus propios elementos, consigue hacer fluir los misteriosos textos con los que acostumbra a llenar sus películas, repletas cada vez más de oscuras voces y altisonantes melodías. Ya se sabe: no es nuevo en él lo de las citas, lo de la música clásica o, como se suele decir de forma más general, lo del palimpsesto cultural. En eso Godard no cambia y sigue siendo muy habilidoso, pues siempre ha protegido su esencia y la ha reivindicado como un valor y una función en sí misma. En los últimos veinte años, las películas de Godard funcionan como un espejo que multiplica la idea de la realidad y que radiografía una serie de controversias que siguen vapuleando a la belleza del mundo.
A pesar de la opinión popular, Godard sigue siendo un poeta enamorado de la existencia, un artista que sufre en sus entrañas la decadencia de un paradigma, de un entendimiento del mundo y de un alma que vuelve a estar en peligro, pues el sistema continúa erosionando las relaciones entre los hombres y las palabras. Nadie puede imaginar qué hubiese sido del hombre sin un lenguaje. Aún hoy, ni siquiera los expertos saben con exactitud cómo funciona dentro de nuestro cerebro algo tan sofisticado y complejo. La poetisa Emily Dickinson escribió una vez que el cerebro es más amplio que el cielo y que por tanto representa algo así como el peso de Dios. Godard, al igual que la famosa  escritora de Massachusetts, sabe que la Naturaleza es lo que vemos, es lo que oímos, es lo que sabemos, pero que ante tanta simplicidad, se nos hace imposible crear una palabra para hablar de ello; quizá el lenguaje común es algo demasiado complejo para hablar de algo tan insignificante como somos nosotros, tal vez no es suficiente para que nos podamos comprender. Somos partículas flotando en el aire, naves ardiendo más allá de Orión y nadie sabe por qué hemos llegado hasta un callejón sin salida. En Adiós al lenguaje, las únicas imágenes realmente felices son aquellas en las que aparece un perro vagabundo surcando un bosque o las vivas copas de los árboles vistas desde el suelo, entrecruzando sus ramas ante nosotros, reflejando los colores que capta en silencio, una pequeña cámara perdida en la inmensidad del universo. Si como afirma el escritor español J.S.T. Urruzola, la cámara es el aire y el aire que rodea una escena está bajo la mirada de Dios, Godard consigue que su mirada interrumpa la intimidad escondida de las cosas, el cartón cutre que todos ocultan sin saber, mostrando la desacralización que nosotros mismos hemos hecho de la vida -o que el mismo lenguaje ha hecho de lo existente-; así, el ojo de Dios no desacraliza, sino que muestra exactamente de qué trata la realidad que se manifiesta. Por eso en sus imágenes, Godard nos devuelve un cachito de honestidad y de silencio, un respiro verdadero ante la confusión que genera la huída del lenguaje, imaginando su desaparición como la catástrofe del porvenir.
Habrá quien proteste por la fealdad estética que generan los fotogramas del Godard de los últimos veinte años, habrá quien se canse de esa estética quebrada, de ese interruptus continuo, de esa manía de no poner fácil las cosas a un ojo cada vez más seducido por una política de imágenes crecientemente despótica, venida de la publicidad y el showbusiness. ¿Cuántas películas contemporáneas se han realizado por un mero motivo estético? ¿Cuánta realidad se ha usurpado a las películas en pos del absurdo espectáculo? El público general parece haber desarrollado una necesidad de seducción en su ojo mainstream y parece ser que ya no se contenta si cada imagen de un film no es nítidamente hiperreal; Godard filma una pantalla plana emitiendo nieve, una pantalla tan común para el imaginario colectivo que da vergüenza sólo con pensarlo: una nieve que muestra el verdadero asunto que se propone. 
La filosofía superestética HD y la conquista que el hiperrealismo ha fraguado en nuestra cultura visual, impide ver el bosque del que hablaban los apaches y hace imposible el lenguaje. Godard quiere sacarnos por un momento de ese stand by y nos pone un espejo delante para que veamos el estado de las cosas, su verdadera apariencia, sin sublimar ni un solo fotograma (como hizo en antiguas películas como Le Mépris o Une femme Mariée, o no en tan antiguas como por ejemplo Passion) para acercarnos a nosotros mismos, utilizando el cine no como una máquina de producir films, sino como una revelación natural y necesaria, un encuentro fortuito con nosotros mismos; alguien al que no reconocemos y llamamos extraterrestre. Es curioso dicho efecto, y es fascinante pensar por un momento que lo que vemos está lejos de nosotros -como ya ocurre en 1967 con Loin du Vietnam- considerándolo algo ajeno e irreal, abandonando la sala de cine por una pura incomprensión de lo que nos ocurre realmente, por no tener las suficientes agallas de mirar cara a cara a la verdad y admitir que hay un error y una mentira que reside en nuestra época, un desafío que debemos afrontar y que sigue creciendo; se está librando una revolución interior donde lo que está en juego es, nada más y nada menos, que el destino de nuestra propia esencia. 
Uno de los personajes de Adiós al lenguaje afirma apesadumbrado: puedo adivinar lo que piensas, pero no puedo saber lo que pienso yo mismo. El film se presenta así como una luz de alarma que advierte de lo que nos amenaza constantemente, de lo que nos aterroriza todos los días, de una cotidianidad del error donde hacemos las cosas sin saber por qué; cuando preguntamos por ellas nos obligan a pensar que no hay porqués, que no hay causa donde reina la pesadilla, que todo es cosa del devenir y la naturaleza. Pero todo esto es falso y una mera falsificación de nuestro verdadero yo, de nuestro verdadero lenguaje, de nuestro verdadero destino. El sistema de pensamiento que establece Godard, contempla la metáfora, la historia, la imagen. Nunca, ninguna cultura como la actual había estado enfrentada a una montaña infinita de imágenes como la presente, unos bloques de realidad que pugnan por ser deseados, por ser contemplados, por penetrar en el cerebro del público para pasar a formar parte de la naturaleza; de ahí el riesgo y la responsabilidad de aquellos que tienen el privilegio de mostrar el mundo, de ahí, que hoy más que nunca, la ética del artista deba ser especialmente cuidadosa, especialmente sensible ante un mundo que está perdiendo su capacidad de compartir sentimientos y palabras. Ya es hora que las imágenes -al igual que pretendía Borges con la palabra- vuelvan a ser sagradas de alguna manera, y se conviertan de nuevo en lugares donde encontrarnos a nosotros mismos, islas donde reconfortarnos para seguir el largo viaje y crear películas como reflejos de una naturaleza que sigue intacta, films tan hermosos como puede ser un perro, del cuál Godard dice que es el único animal que ama más al otro que así mismo; un ser que va realmente desnudo porque siempre va desnudo, aquel que se sigue revolcándo en la hierba, buscando las flores, perdiéndose en el bosque. Nos encontramos cada vez más fuera de la naturaleza, sometidos por rutinas estúpidas e inservibles, hipnotizados por imágenes fascistas que sólo quieren volver a desintegrarnos en una ducha. De alguna forma, todo se repite, pero ahora más rápido y en mayor cantidad, por lo que el lenguaje parece diluirse en esta modernidad líquida -como dice Zygmunt Bauman-, marchándose en un barco de turistas que visitan un lago rodeado de otros muchos turistas -idénticos y desorientados- que apenas entienden la importancia del pasajero que se marcha. El público no confía en la Naturaleza y ya no cree en el peso de Dios, ni en el ojo de Dios y por tanto,  al igual que de él mismo, descree de una utilidad del cine que vaya más allá de pasar un innofensivo rato y olvidar un puñado de imágenes. Las personas se sienten traicionadas por la realidad, por el mero hecho de su condición efímera; se ha aceptado la muerte de una manera nihilista: creen que al igual que ellos, todo debe ser pasajero, por tanto la mente, el espíritu o la memoria también deben  serlo. Se olvidan de que la Naturaleza es más poderosa y eterna que nuestra diminuta y preciosa aportación y por eso, la venganza de los hombres hacia el mundo se ha materializado en una vuelta voluntaria a la más retrógrada racionalidad, rodeando al yo de interminables deseos que se funden unos en otros sin un objetivo concreto, con miras meramente narcisistas y ególatras. La pornografía ha destruido el sexo y la muerte ha sido sustituida por un escepticismo ante todo lo absoluto; nada puede ser fijo, todo debe transformarse, todo debe mezclarse para que nada tenga un significado justo,   pero han topado con Godard, uno de los creadores de la vieja modernidad, esa vieja dinámica que también mezclaba y fundía, pero no para diluir, sino para construir algo resistente al tiempo, algo para todos, hecho por amor; una imitación de la Naturaleza. Godard siempre habló de que su cine era un cine de resistencia, pero siempre se confundieron sus palabras, así el problema del lenguaje siempre ha consistido en que lo que uno dice no llega idéntico a la comprensión del otro y que malentendido tras malentendido, todo acaba formando un mensaje estropeado que nadie reconoce: somos producto de un error histórico, de un problema de lenguaje y de la mala interpretación de una simple metáfora. 
Godard es un hombre corriente que ve películas en una pantalla, que come, que bebe, que fuma, que ve un trueno, que pasea, que piensa y que -imaginamos- a veces sueña, pero Adiós al lenguaje no es precisamente un sueño, sino una forma de decir lo que no se puede decir, concretamente aquel árbol que se resiste tras el bosque que ya no podemos ver pues nuestros deseos han destruido el cielo de nuestra mente. Cómo volver a creer en ese bosque es el desafío del porvenir; cómo el cine puede ayudar a ello, es lo que Godard nos muestra con este uso inesperado del cine, junto a una pequeña representación de la vida, un teatrillo muy alejado del entertaiment o de la épica, del ensayo, la acción o la vanguardia. Adiós al lenguaje es un grito en el aire en un momento de máxima alarma, algo urgente que hay que decir para que no se nos pudra dentro y nos acabe matando, un despertador incombustible que debe seguir sonando hasta que nos despertemos de una puta vez y nos propongamos mirar adentro, en vez de afuera, para volver a ver el bosque y buscar al perro.