martes, 28 de abril de 2015




BIRDMAN 
o
EL PROBLEMA DE LAS APARIENCIAS

Alejandro González Iñárritu




Repasando el panorama del cine contemporáneo, bien es cierto que parece destacar por su originalidad en los tratamientos de ciertos temas. Lejos del sometimiento a los géneros tradicionales que padeció el cine clásico, el cine del siglo XXI (forjado desde los 60') viene experimentando planteamientos de pura metaficción: el cine pensando sobre sí mismo. Creo que no es necesario explicar quién es el rey de este género tan controvertido y tan difícil de llevar a cabo: Jean-Luc Godard. Obsesionado por desmitificar las falsas ideas que habían invadido el reino cinematográfico, el director francosuizo desarrolla una constante reflexión sobre el hecho esencial del cine a lo largo de toda su obra. Aunque poner ejemplos es absurdo, pues cualquier película de Godard es metaficcional de principio a fin, propondré Le mephris (1963), Autorretrato en diciembre (1995) y El rey Lear (1987) como indicativos. 
Poner el ejemplo de Godard es ineludible pero en todo caso, poco clarificador, ya que su estilo es personal e intransferible, tal vez uno de los más peculiares. Si es cierto que la mayoría de los directores que alguna vez se han atrevido a abordar sus demonios en este género tan distinto, lo han hecho -para bien o para mal- utilizando estéticas diversas, por lo cuál no existe un prototipo en las formas: se pueden agrupar títulos tan dispares como La noche americana de Truffaut (1969), Sinecdoque NY de Charlie Kaufman, All about Eve de Minelli, Hollywood ending de Woody Allen, Ranging Bull de Scorsesse, Noises off... de Robert Altman o la magnífica Ocho y medio (1983). Es Fellini uno de los que pone sobre la mesa, de una forma rotunda, esta necesidad del autor por hacer una película que exprese sus dudas ante el oficio y la fragilidad al que está sometido todo un proceso de creación. Al espectador común le envuelve la falsa idea de que una película, desde su concepción, es totalmente rígida y estructural, cuando realmente tras la cámara, todo son miedos e intuiciones. El problema del género metaficcional es que hay que ser muy brillante para que todo el entramado discursivo no acabe siendo una pantomima repleta de estereotipos sobre las crisis artísticas y cuestionamientos de identidad provocados por el mundo del espectáculo. La gran masa de películas que intentan abordar dichos temas son innumerables y los pocos ejemplos que he propuesto son sólo un modelo de algunas de las menos equivocadas (exceptuando la de Truffaut). Las trampas a las que se ven abocados todos los que intentan hacer un film en esa línea son, sin duda, el narcisismo, el espectáculo y la crítica; por eso es tan difícil acertar con el tono y el tratamiento de temas tan peliagudos. Los mejores siempre lo han sabido salvar con ingenio, inteligencia y humor. Aún dicen las viejas enciclopedias que una sátira es algo que censura o ridiculiza un hecho concreto; un discurso agudo, picante y mordaz. Quédense con eso. Como he anticipado antes, para estos casos, la sátira es idónea, ya que siempre ha funcionado bien -desde el viejo Aristófanes- ahora sí, para aplicarla hay que poseer un gran talento y un excelente material, por eso muchos al intentarlo, se quedan en el peligroso rango de la ironía. Lo que popularmente se conoce como tal no es más que una burla construida a partir de un engaño, con el objeto de ridiculizar y, aquí precisamente, empezaremos a hablar de Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia)
González Iñárritu siempre ha destacado por su mirada trágica de la vida. Desde sus primeros films, convirtió la técnica del montaje paralelo en firma de su idea sobre la estética realista. Siempre ha recurrido a temas actuales para argumentar sus trabajos, dándoles una perspectiva de crudeza; podría denominarse realismo trágico. Dicha estética coincide casualmente con el gusto del público contemporáneo (aunque nunca se sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina) y de sensibilidades tan discutibles como la de Cannes o la de los oscar de Hollywood (el público debería darse cuenta que dichos premios no ofrecen ningún criterio real y se basan exclusivamente en intereses ideológicos y económicos). Hablamos de Amores Perros, 21 gramos y Babel; una trilogía conformista y burguesa, disfrazada de realismo social y galardonada con todos los laureles imaginables. El problema que tiene Iñárritu es el mismo que tienen muchos directores del nuevo siglo: están acostumbrados a ver televisión, a leer periódicos, novelas populares y sobretodo, a ver mucho cine contemporáneo (como si en la historia del cine no hubiera películas suficientes como para cubrir al menos tres vidas). Los cineastas de hoy creen tener solo dos opciones: el realismo o la evasión. Parece ser que el público actual demanda un grado de realidad tal que ciertos autores están influidos por esta falsa necesidad. Bien enterados, algunos se aferran a ella como una manera de llegar al éxito, otros como Albert Serra, confiesan no ver película alguna, para no ser contaminado por otro y mantener una visión independiente y original en su cine.
Llegado 2014, González Iñárritu se propuso hacer algo que aún confunde a los espectadores: realizó una película llamada Birdman (o la inesperada virtud de la inocencia), aparentemente un discurso reflexivo sobre el mundo del espectáculo. El problema es que su ambición y su tendencia al realismo, le llevaron a concebir un monstruo demasiado difícil de domar. Sin lugar a dudas, aquí llegamos al mundo de las hipótesis: ¿qué quiso expresar el director mexicano con Birdman? ¿una crítica a Hollywood? ¿una sátira sobre los actores? ¿una comedia metaficcional? ¿un berrinche emocional? ¿una ironía sobre sí mismo? ¿una broma, un joke o una boutade escénica? o aún más, ¿quiso hacerlo todo a la vez? En principio dicha ambición no tiene por qué ser negativa pero, evidentemente, hace falta tomar ciertas precauciones y medir los límites de cada uno; porque existen y hay que saber asumirlos. He empezado hablando de Godard, aparentemente de forma gratuita, pero saben que no acostumbro a esos caprichos. Nada más empezar Birdman, el mexicano emplea un tipo de créditos que, como muchos ya habrán adivinado, son una copia exacta de los que el director francés inventó para su mítica película Pierrot, le fou (1965), igualmente reutilizados por Javier Rebollo en su desafortunada obra El muerto y ser feliz (2012); siempre que son utilizados, anuncian el terreno experimental que se avecina pero, por supuesto, no su éxito. Así el director mexicano idea la vivencia de un actor de cine de acción antes de estrenar su primera obra en Broadway, enfrentado a sus miedos y a la neurótica maquinaria del espectáculo. Para el planteamiento formal, vuelve a recurrir a una clara influencia cinéfila: el falso plano secuencia hitchcockniano (Rope, 1930), con el que intenta construir una ilusión de continuidad que acaba en monotonía entre bambalinas. Como último recurso ajeno y célebre, recordaremos que elige una obra de teatro de Raymond Carver: el favorito de la burguesía americana. Todo esto hace presentir un abigarrado film de altas expectativas, pero que se diluye en temas psicológicos menores, en efectos caprichosos, en dramas vulgares y en el famoso dilema contemporáneo de la ficción y la realidad. Es lícito que González Iñárritu lo intente, porque en la vida hay que intentar todo lo que nos obsesione, pero la cosa es que al ver Birdman da la impresión de que el González Iñárritu no tiene una necesidad real de ficcionalizar sus problemas, como Fellini o Godard, sino que se queda en las apariencias y en reflexiones sin trascendencia sobre el entertaiment y los gustos del público comercial, utilizando las tan populares películas de superhéroes, como ejemplo del sin sentido del violento cine de la actualidad. El discurso es demasiado sesgado y alarmantemente snob; si esa no fue la intención, al menos lo parece. Lo que se presentaba como una dura sátira ante ciertos temas referentes al cine, cae en una ironía malograda contra todo en general: los críticos, el público, los actores, el teatro... en definitiva a todo el tinglado. El problema es que esa supuesta ironía acaba siendo puro sarcasmo; una burla sangrienta y cruel que ni siquiera acaba trágicamente, como suele ser costumbre. Todo acaba en una broma sobre él mismo o sobre su película (quién sabe), en la que después de que el protagonista intenta suicidarse al final de la obra, el productor le felicita porque han conseguido crear un nuevo género: el hiperrealismo. Bien, no entiendo la broma; González Iñárritu lleva haciendo eso desde sus inicios. Por otro lado, no hablaré del final pues me parece una tontería más dentro esa bola de confusas intenciones llamada Birdman; todo está mezclado y el director se pierde en su discurso. A veces es bueno perderse, pero nunca lo es engañar... se me olvidaba que analizábamos un sarcasmo. 
Ya publicó Dylan en 1993 su World Gone Wrong, explicitando el sino de los nuevos tiempos. Los artistas de hoy viven bajo el azote de un mundo que no marcha bien en general, pero que vive cómodo y pasivo. Si desde los años 20' el movimiento Dadá pretendía despertar las emociones de las almas dormidas por el opio de un arte anquilosado en la tradición y el artificio, hoy parece que no hizo efecto del todo y lo más grave es que parece que ha afectado también a los artistas. Los artistas de hoy son, en su mayoría, descendientes de burgueses que tienen un punto de vista demasiado blando y superficial de la realidad, rodeados de intereses económicos y narcisistas. En este mundo es en el que ha triunfado González Iñárritu y, creo, es algo a tener en cuenta y de lo que hay que sospechar. Birdman es una tentativa de gran película, un objeto cultural con pretensiones exageradas; no es una cuestión de dinero, sino de pretensión. Como a otros muchos ya les ocurrió al habitar en estos lares, González Iñárritu cae sin querer en la autocomplacencia, en el narcisismo, el victimismo atroz, en la gracia ligera y profundiza poco en ese arte sobre el que escribió Baltasar Gracián y que muy pocos han leído. Hacen falta artistas sinceros, alejados de las grandes corporaciones, apartados de la vida cotidiana y la cultura oficial; el arte sólo sirve para atender a cosas mayores e íntimas y eso es algo que el público también debe reaprender. La historia de la creación es enorme y parece que el cine contemporáneo más visible, se empeña en plagiar siempre a los mismos, en recrear las mismas cosas, obviando la infinita riqueza que contiene el mundo de las representaciones. González Iñárritu desarrolla en Birdman un manual de ciertos problemas que no sabe hacer suyos y que acaba estereotipando, pactando con la tétrica normalidad y los tópicos más extenuados. No se trata de arriesgar más, sino de arriesgar lo más íntimo. No hay que inventar más, hay que desnudarse. No hay que volar, hay que dejarse llevar por uno mismo; ya lo dice uno de los personajes principales: me gusta la verdad porque siempre es interesante. Birdman es un film prometedor que acaba en agua de borrajas, una expectativa que no se cumple porque el contenido no equilibra la forma. Sobra hablar de la verdad y falta la verdad en sí misma, esa que no hace falta nombrar para que acontezca, esa que nadie puede rebatir; pregunten a Giulietta Massina. Tal vez, alguien tendría que preguntarle a González Iñárritu qué significa para él la verdad. Estén atentos si lo hace algún día, pues seguro que sin querer, lo disfraza en un simple chiste sin gracia; ya lo dijo Zenón -el padre del estoicismo-: no os fiéis de las apariencias de la realidad.   






viernes, 24 de abril de 2015




REMITIFICACIÓN 
DE LA OBRA DE BILLY WILDER
 
(1934 - 1981)
 




No es esta una insubordinación gratuita o una deconstrucción à la mode, sino una revisión pausada del mito de un artista. Hoy se considera a Billy Wilder como un autor de alta costura cinematográfica, impecable y presumiblemente perfecto. Es destacable que su biografía más famosa, escrita a partir de las conversaciones con Charlotte Chandler, lleve el título de Nobody´s perfect y la curiosa dedicatoria de A Billy Wilder: alguien perfecto. Tal vez, en este tipo de declaraciones ajenas e irresponsables, comienza el mito de un director aparentemente humilde y discreto, que utilizó la comedia para hacer digerible la sin par tragedia humana; el texto presente lanza la sencilla hipótesis de que dicha idea es falsa en su totalidad, o al menos casi, y que la verdadera historia de este cineasta, sólo puede entenderse a través de una mirada certera de sus películas.
Una de las ideas dominantes sobre la obra de Wilder es que siempre fue regular y constante en su calidad y brillantez. La realidad es que de los veintiséis films que realizó, apenas un par son brillantes y media docena, tal vez, notables. Sus películas pueden dividirse en tres grandes épocas: una inicial y fructífera, trabajando junto a Charles Brackett, una segunda muy irregular en la que escribió sin colaboradores fijos (Walter Newman, Lesser Samuels, Edward Blum, Ernest Lehman, George Axelrod, Wendell Mayes y Charles Lederer) y una última, igual de desequilibrada, pero más larga e inteligente, en la que trabajó con el sesudo guionista I.A.L. Diamond.
La primera época abarca siete películas (sin contar Mauvaise Graine, 1934, su ópera prima), de las que se salvan de la quema más de la mitad, lo cuál es todo un logro: la políticamente incorrecta, El mayor y la menor (1942), la apasionante Cinco tumbas en el Cairo (1943), la etílica The Lost Weekend (1945) y como colofón, su primera obra maestra, Sunset Boulevard (1950). A pesar del gran resultado de esta última, la continua atmósfera oscura y trágica que Brackett viene imponiendo una y otra vez en los guiones, parece que choca definitivamente con la fuerte ambición, la subversión y la geometría de composición hacia la que insaciable, tiende Wilder; fue su última película juntos.
Sin su compañero, Billy Wilder reinicia una carrera que caerá en picado en su primer intento de vuelo en solitario: Ace in a hole (1951) es un fracaso insalvable en todos sus niveles. Para recobrar la confianza de los estudios, Wilder echará mano, por vez primera, a su recurso más utilizado: apostar seguro. Aprovechando la época de posguerra, realiza Stalag 17 (1953), una película en la tónica de La gran ilusión (1937) o La regla del juego (1939) de Jean Renoir; bien es cierto, que su gusto por el cine francés perdurará como una de sus grandes influencias y de alguna manera, la homenajeará años más tarde, dirigiendo Irma la dulce (1963), una comedia a la francesa, cuando ésta ya había muerto en Francia. Wilder siempre irá de retro.
A parte de Stalag 17, de la segunda época sólo puede rescatarse el título Sabrina (1954), prometedora, aunque finalmente demasiado sobria; carece de gracia y mucho menos de humor, como si el estilo de Wilder no funcionase sin ese elemento de amalgama; ni la interpretación de Audrey Hepburn, ni la de Humphrey "Boggie" Bogart, consigue completar un film a medias. Tras dos enormes fracasos (la deficiente The Seven year Itch, 1955 y la tosca The Spirit of St. Louis, 1957), volverá a recurrir a la magnífica serenidad interpretativa de Hepburn para maquillar su crisis y comenzar con nuevas fuerzas su última y madura tercera etapa: el año 1957, es el momento en el que Wilder se asocia con Diamond y escribe Ariane (1957), desternillante en ocasiones, está basada en un argumento sólido, sencillo y brillante, donde sin duda, el papel más destacado no lo realizan los protagonistas, sino una comparsa de músicos que salvan al film de una duración desadecuada y de una acción algo repetitiva de más; en todo caso, el film es una reescritura mejorada del guión que escribió para Lubitsch en el año 1938, La octava mujer de barba azul, y por tanto, un remake de él mismo, reutilizando a Gary Cooper (por la imposibilidad de contratar a Cary Grant), el protagonista de la versión original. Por segunda vez, utiliza su recurso favorito y apuesta seguro, para allanar el terreno para el aterrizaje de los tres grandes ases que guarda en la manga: Testigo de Cargo (1957), Con faldas y a lo loco (1959) y El apartamento (1960). 
Con la primera, refuerza su éxito en taquilla, desarrollando un género de comedia-jurídica con el abrumador y omnipresente Charles Laughton. Some like it hot y El apartamento, configuran sus dos tramas más equilibradas y asientan definitivamente tres de los grandes temas que Wilder desarrollará hasta el final de su obra: la perversión cómica, el travestismo y la mentira como motor de las acciones humanas. 
Wilder mantiene la buena racha hasta que, inexplicablemente en 1960, vuelve a caer en picado con One, two, three (1961). Este nuevo fracaso lo soluciona de la misma manera que en sus anteriores crisis: decide apostar seguro. Así, idea un autoremake a la francesa de El apartamento (1960) con Lemmon y Maclaine: de esta manera nace Irma la dulce (1963), un film repleto de virtudes pero encorsetado en sus formas y temas recurrentes, aunque sí es cierto que logra una reelaboración de sus elementos favoritos, armonizados en gran parte gracias al papel más completo de la carrera de su inseparable amigo Jack Lemmon, en total estado de gracia. A pesar de ello, el éxito de Irma la dulce sólo será un espejismo mayor, una diminuta isla perdida en el océano, casi un canto de cisne de una manera nostálgica de concebir el cine. Algo murió en Wilder con esta película y tal vez por eso tuvieron que pasar nada más y nada menos que once años, para que el director austrohúngaro regresara al éxito y a la dignidad cinematográfica: será con su film The Front Page (1974), su última y sin par obra maestra, junto a la mítica y eterna Sunset Boulevar (1950). En el camino se quedan, por orden de producción y declive inevitable: Kiss Me Stupid, 1964 (muy mermada por el abandono imprevisto de Peter Sellers en su papel protagonista y de una trama hermosa, pero deficientemente estructurada y concluida), En bandeja de plata, 1966 (nuevo intento de apuesta segura que sale mal, a pesar de confiar ciegamente en el efecto Lemmon, por primera vez acompañado por Mattau, lo cuál sólo provoca una buena retribución en taquilla), La vida privada de Sherlock Holmes, 1970 (amputada a más de la mitad por exigencias de la distribución), Avanti!, 1972 (inferior, desordenada y estéticamente vulgar) y por último Fedora, 1978 (filmada en Grecia a toda prisa casi sin presupuesto ni ensayos) y El vals del emperador, 1948 (quizá su peor película).
Decía Wilder que lo que más le molestaba, además de que no le tomaran en serio, era que le tomaran demasiado en serio. Por supuesto, no será este el defecto del texto presente. Nadie puede decir que Wilder fue perfecto, pero tampoco nadie puede defender que fuera un mentecato. La cuestión principal de desmitificación sobre la obra wilderniana, apunta más a una revisión histórica de la idea preconcebida sobre el director y su quehacer, sobre su supuesta impecabilidad, que a una refutación de su carrera y su talento. La importancia de su obra está más que demostrada, la cosa es que siempre aparece algo confusa en las alusiones a su labor; desde su inicio, el objetivo de esta glosa es ajustar la realidad del hecho concreto. 
Releyendo su biografía, se entiende que la experiencia de la inmigración incubó en su carácter aquello que se ha venido llamando el ingenio, lo cuál le facilitó mucho las cosas (ya desde Homero fue una condición sine qua non para resolver agudos problemas). El devenir de su vida le obligó a comportarse como un buscavidas obsesionado por la seguridad y el orden, lo cuál trasladó a sus guiones en forma de comportamientos y formas. Su propensión a la escritura, le hizo trabajar la palabra como elemento subversivo, mucho más que sus imágenes. Sus preocupaciones principales siempre estuvieron centradas en las tramas más que en la plástica, a pesar de ser un gran coleccionista de arte (en 1999 vendió su colección privada por 32 millones de dólares en la famosa Christie's) y su buenas relaciones con los estudios y el público, casi siempre primaron en detrimento de sus obras. Es la obra de Wilder una carrera irregularísima llena de baches y errores, muchas veces sin más explicación que la del dinero. Fue Wilder un hombre que entendió perfectamente y desde el principio, cómo funcionaba el viejo Hollywood y se aprovechó de él, de hecho, se acostumbró tanto a él, que cuando éste le abandonó, fue evidente que parte de los dones de su cine no se debieron exclusivamente a su talento. Wilder entendió el mundo del cine, pero no el cine en sí. Wilder nunca fue un Jean Vigo, sino alguien ambicioso y tenaz rodeado de un infraestructura inmensa y efectista. Wilder entendió mejor que nadie la vieja idea del show business y quiso sublimarla, pero pronto murió ese mundo en que su mentor y admirado Ernst Lubitsch era el rey de la comedia. Fue Wilder uno de esos que creyó en serio en la mentira de sí mismo y en la de los demás, aferrándose a la ilusión del cine como evasión y a las calles de los estudios como su propio hogar. Tal vez por eso, cuando Hollywood le abandonó, no supo hacer brillar nada en sus obras, tal vez por eso, cuando simplemente redujo sus recursos y se dispuso a enfrentarse a la esencia del cine (un hombre, una cámara y algo que filmar) no supo hacerlo como cuando todo un estudio trabajaba para sus imaginaciones.
Tal vez toda su vida fue una mentira que contaron otros sobre él y por eso, basó en ese controvertido elemento, toda su obra. Si se revisan las entrevistas de aficionado que le realizó Cameron Crowe en 1998, se comprobará que él mismo admite que la mayoría de sus películas son imperfectas, en contraste con la opinión oficial de la crítica; su caso no es de falsa modestia como puede ser el de artistas como Duchamp o Borges. Wilder es inteligente y sabe que ha recorrido un largo camino y por eso admite ante las alabanzas de uno y otros que Ni soy un genio, ni sé cómo definirlo... no existen hombres que sólo hagan buenos productos o productos geniales. Bernard Shaw era un genio que escribió cincuenta obras de las cuales hoy sólo siete u ocho son hoy importantes. A pesar de que esto último es muy exagerado, se puede decir que sintetiza una de las grandes verdades de la creación y por supuesto, de la vida: casi todo lo que hacemos es un error y casi siempre nos equivocamos. El acierto en la vida es un fenómeno de privilegio; en el arte, es cosa de un milagro. En todo caso, como reinventor y corruptor de géneros, Wilder tuvo dos grandes aciertos, ambos incontestables: Sunset Boulevar y The front page. Soy consciente de omitir sus dos grandes vacas sagradas: Con faldas y a lo loco y El apartamento. No es esto una boutade o una imprudencia, simplemente es una toma de postura ante los hechos. Tal vez, estas dos películas hubieran sido el inicio de otro Wilder que no fue, porque no quiso o porque no pudo; preferimos pensar que no se atrevió. Apostó demasiadas veces a caballo ganador y eso se paga, sobre todo en el arte, ese gran mundo de las apuestas. Su estilo, si alguna vez tuvo uno propio (pues siempre bebió de Lubitsch, Renoir, Capra, Wyler y Hitchcock) nunca pudo crecer y desarrollarse de una manera natural, y así, el cine de Wilder se quedó en brillantes bosquejos de estilos únicos que acabaron en nada por miedo al fracaso eterno. Los dos ejemplos que proponemos como sus dos obras maestras, vienen definidas y limitadas por la misma idea: la perfección de un conservador.
(No son tantas como las del sobrevalorado Bernard Shaw, pero visto lo visto, más que suficientes)






sábado, 4 de abril de 2015




PUNCH-DRUNK LOVE
(2002)

Paul Thomas Anderson





Si volvemos a los principios de ontología baziniana encontraremos, entre otras cosas, que el cine se considera una alucinación verdadera de la realidad. Cierto o no, algunos cineastas contemporáneos han seguido dicha idea estética, voluntariamente o no, para inventar nuevos objetos cinematográficos. En cada época, unos pocos artistas se encargan de demostrar que las formas son infinitas y que el arte, en sí mismo, es un territorio inmanente, rico y necesario. Hace poco, el azar del rizoma de la red, me llevó a varar en un video del siempre discutido Carlos Boyero. Este, un crítico de cine comercial de medios de alto standing, castigaba con severidad la mayor parte de la obra de Thomas Anderson, con la excusa de un comentario sobre su último film. En su crítica, hace una rápida revisión de la filmografía del director californiano, de la que sólo destaca Boggie Nights (1997), Magnolia (1999) y una parte de The Master (2012). De las demás, su opinión es más que devastadora, ensañándose especialmente con una desconocida peliculita llamada Punch-drunk Love (2002). La curiosidad me llevó a hacer el experimento de revisar toda la filmografía de este director del oeste norteamericano. Tras el visionado, percibí que mi apreciación era totalmente inversa a la del popular crítico: uno de los dos tiene el cerebro del revés.
Es patente que la primera película de Anderson no es más que un simple ejercicio de aprendiz, nada destacable: Hard Eight (1996). Hasta ahí de acuerdo. El problema viene que tres años después, aparece la magnífica Boggie Nights, según la solemne apreciación boyerista; en cambio, a mí me pareció una de las más sosas y más aburridas de toda su obra, por no decir la peor. Pasando por la sobrevalorada Magnolia -la cual sigue creando en mí serias dudas de su verdadero valor-, llegamos a  la citada y denostada Punch-Drunk Love. Tengo la curiosa manía de ver toda película que se deteste popularmente; hace tiempo alguien me dijo que era una actitud adolescente, pero a mí me sigue sorprendiendo su eficacia. Después de ver Punch-Drunk Love, no tengo dudas sobre Thomas Anderson. La estúpida comedia a la que se refirió Boyero, se transformó ante mis ojos en una pieza sublime de humorismo y destreza cinematográfica. Es divertida, ocurrente, loca y traviesa. Es una historia de amor, un thriller, una aventura paranoica y una montaña rusa de sorpresas; es una especie de Arise, my love de Mitchell Leisen, reescrito por Charlie Kaufman. Lo que ocurre en la película sólo puede ocurrir en ella y eso es lo que la hace grande y valiosa. Thomas Anderson inventa un objeto que se pliega en sí mismo y que crece hasta la admiración; no sé dónde encuentra la idiotez el señor Boyero en este virtuoso film, lleno de ligereza e inteligencia. Boyero, como todo crítico, realiza un análisis subjetivo del objeto cultural en cuestión, al que aplica su propio gusto. Una vez, Marcel Duchamp dijo: si a la hora de analizar, sólo introduces tu propio gusto, sin querer, vuelves a los viejos ideales del gusto, al buen y mal gusto y al gusto sin interés. El gusto es el gran enemigo del arte. Quizá este es el punto determinante que configura su error y la inconsistencia de sus diatribas. Todo sujeto mediático que tiene el privilegio y la responsabilidad de influir en la masa (concebida como la concibe Canetti), debe ser consciente de su poder, debe ser capaz de entender que por muy subjetiva que sea su opinión, nunca es como otra cualquiera; en esa diferencia radica la cuestión: si esa opinión no es revisada en sí misma y sometida a un juicio más exhaustivo que las demás, finalmente se corromperá, pues la egolatría viene sola y no avisa.
Punch-Drunk Love es fantástica (en toda su polisemia) y esto es un hecho. Sólo entendiendo este primer gran logro, se puede comprender que sus dos obras siguientes sean ejercicios estéticos de máxima madurez: There Will be Blood (2007) y The Master (2012). Ambos, nos muestran el resultado de un oficio bien aprendido, de una extraordinaria alucinación personal que canaliza creaciones autónomas y sublimes. Obviar cualquiera de las dos en un catálogo del mejor cine de la primera década del siglo XXI, sería casi un delito; obviarlas en un análisis sobre Thomas Anderson, no es un simple acto de prudencia. Boyero idolatra a Scorsese y ama a Julianne Moore. Boyero toma a la ligera obras como Interestellar e incluso la totalidad de la obra de Nolan. Boyero lleva tanto tiempo hablando y viendo películas, que ya no se sabe si su opinión influye en la gente, o si el gusto de la gente influye en sus opiniones. En todo caso, la moraleja de este texto no puede ser más que positiva: la labor crítica de este comentarista al uso, es útil. Para cualquier interesado, las instrucciones son sencillas: diga lo que diga Boyero, interpretadlo a la inversa y ahí hallaréis un justo e inequívoco análisis.
En cuanto a Inherent Vice (2014), aún habrá que hablar mucho en el futuro de su imperfección, pero con ella, Thomas Anderson, sólo parece advertir que no va a dejar que su cine se anquilose en el viejo gusto de las viejas mentes.