martes, 3 de noviembre de 2015







VÉRTIGO
(1958)

Alfred Hitchcock





Si actualmente rodase una película en Australia, 
presentaría a un policía que saltase en una bolsa 
de canguro y que diría: ¡Siga a ese coche!
A.H.


Una vez, Alfred Hitchcock compartió uno de sus sueños con Francois Truffaut: "me encontraba en Sunset Boulevard a la sombra de unos árboles, esperando un taxi amarillo para ir a almorzar, pero pronto me di cuenta de que todos los coches que pasaban eran viejos modelos de 1916. Como era imposible que llegara lo que buscaba, decidí darme un paseo hasta el restaurante". Este tipo de chistes siempre sirvieron al famoso director inglés para ocultar sus verdaderas intenciones y no dar pistas claras de sus más íntimos secretos, ni de sus miedos más vergonzosos. Su insistente manía por el control y la dominación de su vida, sus rigurosas disciplinas y sus maniáticas ordenaciones rutinarias, sólo eran la demostración del sofisticado disfraz de un amante de lo absurdo. Tal vez, ese irracional sentido de las cosas sea el genuino humor que hace brillar a muchos de sus títulos, aunque en gran parte, entremezclado en tramas de suspense, desenlaces decepcionantes o simplemente, pobres argumentos que justifican una pirueta estilística. Así, cuando uno se detiene a analizar su obra, la imagen que de su figura se ha querido inmortalizar parece no tener cabida en el personaje de carne y hueso que construía, insistente, relatos fantásticos con trozos de pastel. La religión de Hitchcock le obligaba a sentir un absoluto desprecio por lo verosímil y por el dinamismo lógico de las ideas, a pesar de las apariencias mecánicas y racionalistas de muchos de sus trabajos. Está demostrado en sus películas que, siempre que estuvo preparado para un verdadero desafío, se lanzó de cabeza -La ventana indiscreta, El problema de Harry, Family Plot, Frenesí, Rebeca, Crimen perfecto, La soga o Alarma en el expreso- y que mientras tanto, sólo ejerció un oficio lo mejor que pudo, de ahí sus continuas irregularidades y sus discontinuos aciertos. Vértigo es una de esas raras excepciones en su obra y en la historia del cine, una película que es el ejemplo claro de cómo un autor intenta dar un paso adelante, fuera de su propia filmografía. Se ha hablado mucho de esta película desde su estreno y siempre han intentado contagiarla con los clichés hitchconianos más manidos -el suspense, la culpabilidad, el engaño o el doble (doppelgänger)-, pero poco o nada se puede decir de ella si la comparamos con cualquiera de sus films. Otros, simplemente la han alabado e incluso rescatado del olvido hasta transformarla en un mito casi intocable. Los juegos del azar han hecho que en nuestros días lidere las más famosas listas fílmicas como la película más valorada de todos los tiempos, por encima de la también mítica y experimental Ciudadano Kane (1930).
La historia del cine va comprobando cómo las grandes obras cinematográficas van desligándose del corpus general y alzando el vuelo hasta conquistar esa privilegiada calificación de inclasificables. Todo lo que en el arte ha tenido una especial relevancia por su extremado talento o por su revolucionaria condición, siempre se ha constituido con reglas indeterminadas y altamente subjetivas. El engorro del clasicismo siempre nubló la estela constantemente vanguardista de la carrera Hitchcock y le encasilló hasta inmovilizarle en una idea falsa de su verdadero status. En su juventud, las productoras inglesas le tomaron por un joven talentoso que rodaba barato (El hombre que sabía demasiado, 1934), luego, en EEUU, se le tomó como una promesa europea abocada al género (Notorius, 1946) y finalmente, se le momificó como una vaca sagrada, en ocasiones, muy muy rentable (North by northwest, 1959); cuando en los 60’ intentó reivindicar su posición de artista (con la nunca rodada Kaleidoscope o con su taquillera Psycho), la industria del cine fue dándole la espalda gradualmente, hasta el punto de sólo rodar seis títulos en sus últimas dos décadas. El 29 de abril de 1980, viejo y desanimado, murió; así fue como consiguieron acabar con él. La historia de la creación es una historia en gran parte cruel. El artista vaga por un desierto de sufrimientos y soledad, donde ni la fama ni el dinero apagan la sed, de hecho, acaban siendo los principales culpables de un crimen perfecto. Así, Vértigo constituye un verdadero oasis dentro de su lucha por la originalidad y una verdadera singularidad en su repertorio: un ejemplo que podemos denominar positivamente como superclasicismo.

La crítica más visionaria siempre identificó Vértigo como uno de los pilares del cine moderno, pero aquellos primerizos 60´ estaban demasiado distraídos y entusiasmados con las nuevas olas de las jóvenes generaciones como para ver lo que tenían delante y mayoritariamente, sólo se quedaron con el sexapeel de Kim Novak y sus modelitos sin sujetador (cuyo papel realmente estaba destinado a una actriz mucho más apropiada como es Vera Miller). A pesar de ello, los cineastas noveles más despiertos, en realidad intuirían ante ese hermoso capricho del viejo Hitch que, en 1958, el pétreo clasicismo había tomado una ruta más que impredecible; todo lo excelso es tan difícil como raro. En todo caso, las  filmaciones al hombro y las cámaras de 16mm hicieron el resto del trabajo para velar el prodigio. Hoy, casi medio siglo después, podemos sentir los resultados de esa rara película que Hitch concibió como algo infinito: The Master, Interestellar o Zodiac, son tres ejemplos de la línea de este superclasicismo, superviviente hoy en día en unos pocos herederos con ganas de grandes desafíos narrativos. No hay que equivocarse, Vértigo no es una película moral ni filosófica, no es una película de aventuras o suspense, no es una historia de amor y mucho menos una tragedia o un melodrama. Por encima de todos los elementos del film -incluso de la historia- predomina el lenguaje, o sea, la narración en sí misma, como si fuera un animal salvaje en fuga, intentando no ser atrapado. Así son los grandes relatos -los antiguos y los modernos- y a eso se parecen los grandes gestos de los artistas: a formas irregulares, silenciosas, indeterminadas, llenas de brillos y sombras, de espectros, inestabilidad, revelación, magia e inquietud. Son obras, por lo pronto, sin eso a lo que se sigue llamando mensaje, pero no por una simple apreciación sino por su condición genuina de perversión y originalidad. Este tipo de obras sometidas, digamos, a un superestilo, son endogámicas y autárquicas, maquinarias autosuficientes que campan a sus anchas como caballeros andantes arrastrando la profundidad y la ironía de la vida. Dicha autonomía hace de Vértigo un mundo propio con tendencia al infinito. Vértigo es un relato fantástico que nos muestra aquello que nunca termina y que se repite a cada segundo, poniendo de relieve ese extraño mundo de los espejos y los pozos sin fondo, de los laberintos, las matemáticas, las espirales y los sueños. No somos más que imaginación, seres que dividen y duplican la realidad para generar la fantasía; para los escépticos, Vértigo es una excelente prueba de ello. Lo ilimitado se hace patente en nuestra mente a través de las ideas, pero en ocasiones, puede recrearse metafóricamente en la mirada. En Vértigo asistimos a una multiplicación de realidades tal que podríamos establecer paralelismos con la obra más exagerada y rocambolesca de la ciencia ficción: el espectador observa a James Stewart, Stewart observa a Kim Novak y Novak a un cuadro donde aparece una mujer que nos mira intensamente. El número de mundos que participan en la percepción de un mismo hecho es abrumador y más aún cuando cada nivel funciona narrativamente por su cuenta, multiplicando las significaciones, las contradicciones y las experiencias. En Vértigo también crecen enormes secuoyas (siempre vivas, siempre verdes), árboles que escupen coches, vestidos y mujeres, que crecen sin límite, viendo pasar la eternidad y la insignificancia de los hombres, manteniendo su silencio como única virtud a lo largo de los siglos. Podríamos decir que al contemplar Vértigo nos convertimos en moléculas de su propia materia, partículas incoherentes que van descubriendo un mundo que se sostiene bajo unas leyes desconocidas y poderosas que nos obligan a estar en varios lugares al mismo tiempo, incluso más allá de la muerte. Vértigo no es una película en sí misma, sino un color que funciona como una maquina del tiempo y del espacio, un artilugio estético tan sofisticado como Las mil y una noches, como un cuadro de Baselich o como una cantata de Bach, pero sintetizado todo en un solo movimiento donde alguien persigue incansable a lo desconocido.

Tal vez y volviendo al sueño inicial de Sunset Boulevard, Hitchcock no tuvo en cuenta -o no quiso revelar- que aquellos árboles bajo los que esperaba hambriento al taxi, eran en realidad secuoyas eternas, arquetipos repetidos a lo largo de una avenida sin fin, anunciando su inevitable destino: realizar un film infinito, ambiguo y de alguna manera, infranqueable.