sábado, 7 de marzo de 2015






BELLS FROM THE DEEP 
(1993)

Werner Herzog





Todo el mundo ha visto alguna película de Herzog. El que más o el que menos ha oído hablar de Aguirre la cólera de dios o del Teniente corrupto; incluso la mayoría, se llena la boca con la palabra Fitzcarraldo, a pesar de ser una de las más torpes de toda su obra. Existen un Herzog público y un Herzog privado, un Herzog que hace ruido y un Herzog silencioso y clandestino. Su cine es como él: irregular, salvaje, tramposo y en ocasiones brillante. Sus valerosas imágenes han cuestionado desde el principio la validez de la realidad y una peculiar manera de cómo podemos asumirla si logramos desenmascararla, robándole el personae, otorgándole otro papel muy distinto. Más que una opinión, me propongo ofrecer un consejo: para entender sus obras mayores, es recomendable conocer sus obras menores, para que la perspectiva se invierta. 
Empezando por la genial Signos de vida (1968), donde se sintetiza toda su temática posterior sobre la necesidad innegociable de la autonomía espiritual, siguiendo por la excelente y brevísima Medidas contra los fanáticos (1969) -una deliciosa pieza de humor absurdo- y llegando a Cuanta madera podrá roer una marmota (1976) -delirio de cowboys y trance fonético en medio de un concurso de subastadores- se empieza a dar cuenta uno de la riqueza escondida que posee Herzog, en su faceta más humilde de explorador de mundos paralelos. Existen más casos: por ejemplo, Fe y moneda (1980) nos acerca a la personalidad paranormal y moralista de un falso predicador, que obliga a los demás a subvencionar su fortuna mediante un cutre TV show religioso. El diamante blanco (2004) nos hace volar entre lo más oscuro de las selvas, montados en el sueño imaginario de un inventor de artilugios a lo Julio Verne. En El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (1974), nos permite contemplar la belleza de un salto al vacío. En Encuentros en el fin del mundo (2008) nos obliga a tumbarnos en el suelo y escuchar los ultrasonidos de los fantasmas que habitan bajo el hielo (esta película repite de alguna manera, uno de los momentos más bellos de su film de 1993). En Into the Abbys (2011) hurga en los misterios de la muerte de la manera más terrorífica, llegando incluso a hablar con ella cara a cara. En Happy people: a year in the Taiga (2011) nos ofrece un hacha y una cuña para sobrevivir una temporada en el lugar más solitario de la tierra. 
Herzog es un tipo raro que no da soluciones sino ilusiones, imágenes irreales que se hacen reales en nuestra mente, historias reales que se hacen imposibles en la realidad. Herzog es un director de cine que asegura que para filmar hay que leer, que para filmar hay que andar, que lo primero es caminar largas distancias y ver el mundo; luego empieza el trabajo de imaginarlo, de falsificarlo. Andar y leer y luego, si acaso, filmar, pero nunca estrictamente la realidad en sí, sino nuestra mente; la realidad de un paso, de una página. Una de las revelaciones de su práctica es que la representación de los secretos es una forma de la imaginación. Tal vez Bells from the deep (1993) -una de esas pequeñas ignoradas de su obra- es una metáfora de esta idea capital de su cine, pero no la película en sí, sino un par de sus secuencias; tan irreales y cotidianas al mismo tiempo que se hacen ascéticas y bellas: 1) dos hombres en el hielo intentan ver desesperados, un enorme castillo que se encuentra bajo un lago helado, 2) en la secuencia final se vuelve a ese lago, ahora abarrotado de gente pescando y descansando; unos patinadores van sorteando a la multitud ágilmente, como si fueran ángeles de otro mundo, sonidos de las profundidades.
Lo menos conocido de Herzog es lo más pequeño, lo más marginal, aunque paradójicamente es lo
más significativo, lo más poderoso. Herzog es un obseso de las formas, de los hechos y de las máscaras (revisen su Wodaabe – Los pastores del sol (1989)) y por eso es capaz de rodar una película durante años para incluir en ella una sola secuencia aparentemente ridícula, retratando algo que a todos pasa desapercibido. Su obra es así, ridícula y prodigiosa, vulgar y sublime, falsa y hermosa; una larga aventura hacia lo invisible, hacia lo que no se ve, pero existe. Volver a lo pequeño es una forma de comprender lo grande, es una forma de hacer grande lo pequeño, lo desconocido, lo importante.
Al principio he dado un consejo, no lo sigáis: mejor, arrastraos por el suelo y buscad el sonido de las campanas del palacio enterrado bajo vuestros pies y dejad por un momento lo que se aprecia en la superficie, pues existen quienes dicen que es sólo una mera apariencia. 











THE FOXCATCHER
(2014)

Bennett Miller




Cuando un hombre realiza un movimiento por primera vez, es torpe; cuando lo realiza un millón de veces, empieza a entenderlo. Para dominar un movimiento es preciso repetirlo hasta el infinito para que forme parte de ti, para eliminar el pensamiento y dejar simplemente, que la eficacia del gesto se realice por sí misma. Los deportistas de élite lo hacen continuamente, acumulan repeticiones que les separan de las murallas mentales de la razón y les llevan a las mágicas lindes de la pura intuición. No hay nada igual como ver a un animal galopar, volar, cazar, interceptando el azar de la naturaleza, adaptándose instantáneamente al otro, de la mejor manera posible; una forma  muy cercana a la perfección. Bennet Miller tiene una habilidad asombrosa de contar historias, historias, como dice Godard, que son distintas a las demás, pues estas se proyectan sobre una pantalla. La pantalla es para Miller un territorio de pasiones, un nido de cuestiones sin resolver, una misteriosa caja de Pandora. Desde su divertidísima y ligera The Cruise (1998), pasando por su irritante salto a Capote (2005), se instauró en la flamante y camaleónica Moneyball (2011) como un autor dispuesto a decidir su propio camino. Sus personajes no hacen otra cosa que intentar romper las reglas, destapar el pastel e intentar ser libres. Las imágenes de Miller se embarcan en esta aventura sin mapa que intenta solucionar ese grave dilema contemporáneo de cómo y por qué contar una historia. Miller opta por la mirada clásica, la de la imagen sencilla que se hace clara, que va de la oscuridad a la luz, a la vez que la conciencia y los actos de sus personajes. En Foxcatcher, Miller avanza un paso más, pues se coloca en el lugar de un hombre que sufre la soledad y un destino muy particular. A través de la meticulosidad con la que filma la vida de un deportista de elite y la realidad que consigue captar, Miller logra un nivel mayor de sensaciones, donde el argumento y el mundo filmados acaban por mimetizarse para hacerse un único relato. The Foxcatcher trata de la caza de nuestros deseos, la caza de un luchador que lucha, como todos, con él mismo; pero a él sólo le interesa un gesto, un movimiento repetido como una gota de agua en el aire que se forma y se deshace sola. El logro de Miller es que la filma.
Todo el cine de Miller es una repetición, una copia de un suceso real que se transforma en relato para, de alguna manera, purificarse. The Foxcatcher es, de momento, su ejemplo más brillante, la copia más exacta de su idea personal del cine, la repetición más eficaz de su gesto. Bennett Miller demuestra que en Estados Unidos existe un cine realmente autónomo, que utiliza sus propias imágenes y que desafía al sistema lanzándole su propio boomerang. En su cine siempre hay una revelación y un secreto; algo que podemos ver y algo que no. Eso, tal vez, es la esencia del cine. Eso tal vez es la esencia del arte. El logro de Miller es que lo filma.