martes, 14 de julio de 2015




HEARTS OF DARKNESS:
A FILMMAKER' S APOCALYPSE
(1991)

Fax Barh
George Hickenlooper
Eleanor Coppola




Espero que en el futuro, una niña gorda de Ohio logre ser la Mozart del cine moderno, haciendo películas con la cámara de su padre; es la única forma de que el cine se transforme en un arte y deje de ser un producto comercial. Las anteriores palabras de Coppola son, en todo caso, sinceras, aunque no creyó en ellas hasta un par de décadas después de terminar la gran obra de su vida: Apocalypsis Now. La megalómana aventura del director italoamericano no es, lamentablemente, una buena película o al menos no se acerca a lo que Coppola imaginó en los orígenes del proyecto; el cine siempre comienza siendo una cosa en la mente y acaba siendo otra muy distinta; no es este un ejercicio de falsa modestia, sino de autocrítica. Los hechos hablan por sí mismos: es cierto que la cinta comienza de una manera potente, anticipando una bomba de relojería fílmica que precipita al espectador prematuramente a crearse unas expectativas de vertiginosa altura. Un soldado enloquecido por la guerra con una misión secreta, generales de batalla obsesionados por el surf y el Séptimo de Caballería, chicas Playboy empapadas en ácido hablando de pájaros y espiritualismo... digamos que la primera parte promete un crescendo de alucinaciones y rutas oníricas que incuban una ruta visual, irracional, valiente e ingeniosa. En cambio, lo que podríamos llamar las partes posteriores del film, no se quedan más que en pobres ejercicios discursivos torpes y tontorrones compuestos de secuencias lánguidas e interpretaciones injustificadas y bobas (incluso de falso sensualismo) que estropean el film, desdibujándolo. 
En Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse, Coppola confiesa que a mitad de rodaje no sabía qué estaba haciendo en realidad y que perdió el control y se lanzó a una dinámica de improvisaciones; improvisar es magnífico, pero cuando has sido un director racionalista de estudio como Coppola y has estado respaldado desde siempre por producciones millonarias, aquello puede acabar siendo un circo de monos. Dennis Hopper estaba siempre drogado y no se aprendía los diálogos, a Martin Sheen le dio un ataque al corazón debido a su alcoholismo y estuvo tres semanas de baja y Marlon Brando exigió trabajar sólo y exclusivamente 21 días de los 268 que duró el rodaje en Filipinas, por la minucia de tres millones de dólares. Además de estos tres contundentes elementos, Coppola tuvo que afrontar también un tifón, al gobierno filipino, a la prensa estadounidense, al torpe de John Millius y al pretencioso George Lucas. El gran problema del cine es el dinero y la terca idea de que sin él el cine no puede existir. Apocalypse Now demuestra que cuanto más dinero tengas de presupuesto, más problemas tendrás que solventar para conseguir la imagen que sustente tu idea o en el mejor de los casos, tu espíritu. Coppola experimentó en sus carnes la gran  e ineludible mentira que atrapa al cine y la alimentó durante más de tres años, hasta conseguir odiarla, hasta admitir que hasta hoy arrastra una película fallida que envejece cada segundo y que acabará desapareciendo por completo en su apocalípsis personal, ocupando una línea diminuta y perdida dentro de una lista infinita de filmografías. Nadie sabe cómo nace el cine, cómo se hace, cómo se consigue. A diferencia de otras disciplinas, el cine se compone -de una forma más que esencial- de una materia tan curiosa como es la mismísima realidad, lo cual complica la cuestión más de lo esperado; en escultura -un arte sordomudo- puedes utilizar una silla, una tabla, una tela, pero en el cine -además de todo eso-, tienes que trabajar con los sucesos y el tiempo. Cuando a principios del XX, los hermanos Lumiere muestran sus primeras películas, la gente adopta una idea del cine muy simplificada y errónea. Según las apariencias, el cine no es más que un oficio en el que se trata simplemente, de colocar la cámara delante de un devenir cualquiera y de apretar el botón de filmar; la gente cree que las cosas suceden en el cine tal y como suceden en la pantalla pero, a decir verdad, la cosa funciona totalmente al contrario. Cuando se empezó a conocer más a fondo la historia de los orígenes del cine, se descubrió que los hermanos Lumiere y los demás, no sólo se ceñían a darle al botón, sino que a la vez, dirigían las acciones que se producían, seleccionaban específicamente los planos y hacían diferentes tomas hasta que conseguían su objetivo. El documental y la ficción es un tema inútil e infructuoso que les encanta discutir a las publicaciones especializadas y a los festivales de cine; todo eso es mentira, un sofisma à la mode. El íntimo trato que el autor mantenga con la realidad que trabaje será el aura que se imprimirá inevitablemente en la pantalla de una manera explícita e inevitable, dejando, a la vez, el rastro de su miseria y su talento. El cine revela la verdad que hay detrás de la mano y del ojo que nos hacen mirar aquello que vemos representado; el film es una huella dactilar inconfundible de la identidad del autor. Aunque pretenda maquillarse, el cine no puede funcionar como una máscara, sino como todo lo contrario: se establece como una especie diván visual donde aparecen los miedos y las virtudes de aquel que imagina y aprieta el botón; así,  los Lumiere hacían lo que hacían y Coppola hizo lo que hizo. Me explico: el cine es un lugar para dejarse llevar, para investigar el mundo de las apariencias, una radiografía que nos deja ver más allá de lo que creemos ver, un cañón que nos destruye en mil pedazos para generar un nuevo orden; un telescopio del azar que podemos aumentar tanto como podamos soportar, tanto como nuestro ser aguante. Así, el cine es como la mente de Nietzsche, cuando dice: mi verdadera unidad de medida ha ido siendo cada vez más qué grado de verdad soporta un espíritu, qué dosis de verdad se atreve a afrontar
Durante el rodaje de la película, Coppola se muestra ininterrumpidamente como un maniquí al que parece que le importa más la pose de director excéntrico y pintamonas que otra cosa; de hecho aparece en una escena del film, interpretando a un reportero de guerra, dirigiendo ficcionalmente a los soldados norteamericanos como si fueran extras: ¡No miréis a la cámara, es para la televisión! A parte de su vitalidad (que es mucha y admirable), Coppola siempre intenta aparecer en cámara como un actor más de su propio juego, un demiurgo orgulloso y fuerte ante sus hijos o como dice él mismo; yo en esa época era multimillonario y famoso por las películas de El Padrino y todo eso me hizo tomar una actitud de distancia ante todo y por eso, durante todo aquello, creí ser el mismísimo Kurt. Una de las teorías de Coppola durante el rodaje, fue que los actores debían ser los personajes, o sea, que debían ser ellos mismos, pues la película -entre otras cosas- hablaba del problema de la autenticidad, de la verdad, de una imagen irrecuperable de un enorme error. Siguiendo dicha regla, Marlon Brando es tanto Kurt como Kurtz es Marlon Brando y si Coppola llegó a creerse el general Kurtz, también de alguna manera, creyó ser Marlon Brando y, ¿quién era Marlon Brando al final de los 80´? Un obeso actor en decadencia, imbuido en su propio mito y que nunca más volvería a hacer una película respetable. 
Una de las cuestiones que emana del curioso documental Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse es verbigracia, por qué misteriosa razón Coppola no utilizó las improvisaciones delirantes ensayadas por Brando y en cambio utilizó aquellas más correctas y aburridas en las que Kurtz se limita a leer pretenciosamente poemas de T.S Eliot y noticias banales en la revista TIMES. La contradicción de Coppola se manifiesta profundamente en el interesante documental, que sinceramente se hace corto e incompleto, ya que se percibe una criba intencionada de material. En todo caso, su contenido hace manifiesta la enorme contradicción entre el querer y el poder, entre la industria y la poesía, entre el dinero y el espíritu... sobretodo en la última y agónica hora de film, sin duda, la más ansiada por la imaginación de cualquier espectador que se atreve a embarcarse en esta oscura aventura de las tinieblas de Coppola y que se le va deshaciendo en las manos hasta no ser más que un montoncito de napalm seco. Anteriormente he comentado el caso de Brando por ser uno de los obstáculos más llamativos, pero hay otros muchos elementos inconsistentes que debilitan el film: empezando por el frágil argumento principal, siguiendo por la insípida interpretación del protagonista, la profusa artificialidad de muchas secuencias o las innumerables falsas expectativas que no paran de sucederse y que agotan al ánimo del vidente. Se podrían exponer infinitos argumentos de por qué la película es fallida; en cambio, todas sus virtudes se resumen en la sublime canción de Jim Morrison, el sacrificio de un caribú y la hilarante interpretación de Robert Duvall dando vida al coronel Bill Killgore. Todos los premios y todo el dinero que consiguió la película, no  fueron más que un homenaje a aquel testarudo director que consiguió terminar y hacer triunfar uno de los fracasos más rotundos y caros del cine. Apocalypsis Now representa hoy un maravilloso ejemplo para entender que el dinero es sin duda, el gran enemigo del arte, un elemento que corrompe los espíritus más fuertes y que crea vanidades insuperables y bloqueos mentales muy difíciles de aceptar, que conducen a la confusión y a la decadencia. Muchos años después, Coppola entendió qué es lo que había perdido en realidad al hacer el film y por eso, imaginamos, se atrevió a desafiar a la industria con las valientes y proféticas palabras que abren este texto. Como siempre, el director parece convencernos de sus épicas intenciones y sus aspiraciones artísticas; el problema es que sus acciones demuestran que sigue existiendo una especie de traición que le puede, que le fustiga, como si se hubiera olvidado el alma en algún rincón de esas selvas filipinas y jamás hubiera podido recuperarla; todo tiene un precio.
Si algo nos aclara Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (mucho más interesante que la mítica película) es que Coppola estaba solo (aislado en medio de la muchedumbre) y tenía miedo, mucho miedo y no precisamente del dinero, sino de traicionar sus principios o sus ideas sobre la creación; el horror le pudo, el dinero le cegó. Coppola quiso ser un artista, pero siempre estuvo demasiado enganchado al cheque y a lo que viene dentro de ese cheque: una obsesión por controlar la realidad; en otros ámbitos se le llama simplemente, poder. Nadie puede someter la realidad y entre los cineastas, suele ocurrir que acontece a menudo dicho pecado. Le ocurrió a Herzog (Fitzcarraldo), a Welles (The Trial), a Cimino (Las puertas del cielo), a Chaplin (La quimera del oro), a Griffith (Intolerancia), a Tati (Playtime), a Renoir (Naná)... todos grandes autores que quisieron explorar sus propios caminos respaldados por la industria, pero que muchas de sus obras acabaron siendo altamente defectuosas por el simple problema del maniático dinero y la exigencia capitalista. Escucharéis de mucha gente la afirmación de que el cine es exclusivamente dinero y que sin él es imposible hacer una película; desconfiad de ellos, apartaos, que no os roben las ganas de hacerlo, pues el presente siglo es el flamante territorio para los nuevos cineastas, almas libres que no tendrán que sobornarse con el dollar ni la industria, que no estropearán sus obras por culpa de intereses económicos u opiniones ajenas. El cine ha logrado madurar hasta volver a ser un niño rebelde que hace lo que quiere y como quiere, al que no castigan por llegar tarde a casa o por llegar colocado, un cine valiente y claro donde la honestidad prima sobre lo falso del mundo de las apariencias, donde las tinieblas al menos, son más claras, más reales; un cine que reunirá a todo tipo de artistas, todo tipo de mentes que podrán explorar eso tan rico que es sin duda la materia de la realidad o como dijo otro, la carne de los sueños de una niña gorda de Ohio.