lunes, 31 de octubre de 2016




À BOUT DE SOUFFLE
(1959)

Jean-Luc Godard
 




INVENTAR EL CINE



Hasta 1959, el cine francés se reconocía en nombres como René Clair, Louis Deluc, Marcel L'herbier, Jean Epstein, Jean Renoir, Robert Bresson o Jaques Tatti, auténticos mitos vivientes del oficio del cinematógrafo y del acto de ver. Dichos artistas, fueron grandes innovadores y adalides de un estilo visual único que les llevó a transformarse en clásicos del séptimo arte. En 1959 Bresson estrena Pickpocket, la historia de un curioso ladrón que vaticinará el destino del propio cine: alguien le iba robar el corazón para siempre a la realidad. Tras el último estreno bressoniano, en las salas francesas se comienzan a estrenar una serie de operas primas dirigidas por jóvenes y desconocidos directores: Les quatre cents coups de Francois Truffaut, Hiroshima mon amour de Alain Resnais, Le signe du lion de Erich Rohmer o Les liaisons dangereuses de Roger Vadim. La mayoría de ellos pertenecía a la icónica revista de crítica cinematográfica Cahiers du Cinema, dirigida por el intelectual católico, André Bazin. Bajo la tutela de dicho gurú, que murió un año antes de ver a sus discípulos triunfar, estos jóvenes aprendieron que el cine primero había que pensarlo para después liberarlo de la mente. La nueva oleada de películas, abrió las puertas a un curioso estilo: un nuevo concepto de praxis, influenciado por el austero neorrelismo italiano de Rossellini y ciertos mitos hollywodienses.
Precisamente fue Jean-Luc Godard uno de esos jóvenes cineastas que quisieron desarrollar su propio concepto de cine, un estilo fresco, lleno de picardía y originalidad. A pesar de que Godard había rodado ya un puñado de cortometrajes y un pequeño documental, su verdadero manifiesto fue sin lugar a dudas, la realización de À bout de souffle. Más de cincuenta años después, Godard es hoy considerado como uno de los mayores innovadores del arte cinematográfico y su ópera prima sigue representando hoy, aquella corriente personal e intimista que estaba naciendo en Europa y que transformaría el cine para siempre: la Nouvelle Vague.
Cuando a principios de 1959, Godard comenzó a preparar el film, los productores Georges de Beauregard y Pierre Braunberger, le presentaron a Raoul Coutard. Este cameraman de 35 años venía de trabajar para el Servicio de Infomación del ejército francés en Vietnam, además de como fotógrafo para diversas revistas internacionales. Su única experiencia  de cine era la de joven documentalista de guerra. Debido a su oficio, estaba acostumbrado a trabajar con la luz natural y era especialista en filmar tomas en movimiento a gran velocidad. Así, ya sea por pura casualidad o feliz oportunismo, Coutard se convirtió en el director de fotografía que consolidó la nueva y versátil estética de la Nouvelle Vague. Además de trabajar en otras dieciséis películas con Godard, trabajó con Truffaut, Jacques Demy, Claude de Givray, Jacques Rivette, Bertrand Tavernier, Raoul Levy, Eduardo Molinaro, Nagisa Oshima y Costa Gavras. 
El resto del equipo del film lo formaron Claude Chabrol en ayuda técnica, Martial Solal en la  música, Cecil Decugis en la edición y Jean-Paul Belmondo y Jean Seberg como protagonistas. El argumento se inspiró en una historia de Francois Truffaut basada en un hecho real.
Al final de los 50, las cámaras de cine empezaron a ser más pequeñas y livianas, y con ellas los trípodes, los focos, los carros, etc… y aparecieron las primeras lámparas de cuarzo. También se inventaron nuevas emulsiones fotográficas más rápidas y sensibles, que podían ser forzadas en laboratorio. Gracias a estas innovaciones técnicas, Godard y Coutard pudieron realizar la película con un bajo coste y la concibieron técnicamente como si se tratara de una especie de documental: Hay que hacer la película como un reportaje: cámara en mano y sin iluminación, tratando de conseguir una fotografía lo más realista posible […] No se podía hacer otra cosa. No teníamos nada. No disponíamos de tiempo ni de dinero, y quizá ésta fuera la razón fundamental que nos hizo abandonar los estudios, rodar con la cámara sobre el hombro y apenas iluminar, afirma Coutard al hablar de la película. Para fijar la estética definitiva, tomaron como referencias el documental, el cinéma-vérité, el neorrealismo e incluso, el cine negro americano, según la secuencia y el contexto de la misma. Ajustaban los elementos y la luz a los entornos en los que transcurría la acción. Así como ocurre siempre, de la necesidad nacen las grandes ideas y los grandes descubrimientos. Por ello, si la situación para Godard en aquel momento no hubiera sido la que fue, A bout de soufflé nunca hubiera sido lo que es hoy. Era necesario rodar al extremo salvando las dificultades y obstáculos de forma ingeniosa, para poder superar el sistema de rodaje clásico, demasiado costoso y rígido a la vez. Así, de la dificultad nació un estilo que luego ha sido imitado por todos. Godard quería que los actores y la cámara se pudieran mover libremente en todos los sentidos, quería liberar el decorado de todo ese denso sistema de iluminación. Esto fue lo que Godard explicó a Coutard, y éste tuvo que inventarse algo que en aquel momento era la única solución: la luz rebotada. La iluminación rebotada fue el producto de la necesidad de adaptarnos a estas circunstancias y a los reducidos presupuestos de las películas. Si lo único que tienes es dinero para comprarte un Citröen 2CV, no le pidas el rendimiento de un Jaguar. Así que tuve que inventar un sistema de iluminación que fuera rápido, flexible y que nos ayudara a ahorrar tiempo y dinero. 

 Acerca de esto afirma Coutard: […] con el blanco y negro tienes que encontrar un buen contraste entre luz y sombra, porque es así como le das fuerza y definición a una toma […] Si ves los documentales en blanco y negro de la guerra 1939-1945, descubrirás que son maravillosos. Incluso cuando las granadas caían a su alrededor, los cámaras se colocaban donde la luz era más interesante, y las imágenes son realmente vívidas.

 Manifiesta Coutard:

En A bout de souffle pudimos rodar de noche empleando una película Illford de alta velocidad como las que se usaban en las cámaras fotográficas; sólo teníamos 15 segundos para cada toma porque eso era lo que duraba un rollo. Luego, forzábamos el revelado de la película. El laboratorio también nos proporcionaba un plan que nos permitía controlar el tiempo de revelado y nos ayudaba a nivelar las fluctuaciones de contraste.La película a la que se refiere Coutard era la más sensible del momento: la Ilford HPS de 400 ASA. Estaba ideada para la toma de fotos, pero pronto se convirtió en el material estrella de los operadores de la Nouvelle vague. A pesar de que este negativo no era para ser usado en cámaras cinematográficas, y a pesar de los consejos del fabricante y el laboratorio, Raoul Coutard utilizó este negativo y apuró su sensibilidad muy por encima de los límites normales. 
Otro problema -como se ha dicho antes- era la longitud de la película, que venía en bobinas de 17,5 metros. Así que, satisfechos con los primeros resultados con la película, Godard y Coutard se pusieron a empalmar bobinas hasta llegar a tener las longitudes requeridas de metraje.

De esta genial faceta de espontaneidad de Jean-Luc, comentaba Coutard que concretaba sus ideas en segundos. En A bout de souffle le preguntó a la responsable de continuidad del guión qué tipo de toma era necesario realizar para satisfacer los requisitos a la manera tradicional. Ella se lo explicó y luego él hizo exactamente lo contrario. Casi siempre evitaba emplear iluminación, y tenía que haber una razón de peso para convencerlo de que era necesaria

François encuadraba con los personajes en mente; Jean-Luc lo hacía según el movimiento de cámara que quería. En última instancia, las películas de Godard no son películas en un sentido convencional, no cuentan historias. Era un auténtico revolucionario, confiesa Coutard. Y es que al hablar de la composición de los planos, está claro que en la mayoría de ellos simplemente se podía elegir el lugar como atrezzo, y que la composición como tal era casi imposible. Donde realmente puede apreciar el ojo maestro es en las tomas sin movimientos bruscos.

Coutard y Godard trabajaron con planos de todo tipo, usando todos los recursos del lenguaje cinematográfico e incluso intentando revolucionarlo.

Los encuadres nunca son estáticos (menos en los primeros planos) y se mueven con los personajes, se van creando en el camino, a lo largo del viaje de los dos protagonistas. Lo importante son los escenarios donde se mueven, los lugares donde se crean esos encuadres. Un bar, un garaje, un baño, una habitación, un taller mecánico, el campo, la redacción de un periódico, un cine, las calles de Paris… Todo nos da información, y todo forma parte de la estética que inventaron un lúcido y genial director de cine llamado Jean-Luc Godard y un fantástico e ingenioso director de fotografía llamado Raoul Coutard. Sólo de dicha combinación pudo nacer una película que iba más allá, una película que era puro arte cinematográfico, algo llamado A bout de soufflé.

Al respecto, Coutard contó una vez algo que Godard le dijo:
"Yo hago cine, no películas. François hace películas."



martes, 27 de septiembre de 2016




THE OFFICE
(2005 - 2013)

Residencia en la Tierra



El humor es ese lugar donde va nuestra mente
 para hacerse cosquillas a sí misma

(Ricky Gervais en el capítulo Search Comitee, temporada 7)




Nadie duda hoy que las series televisivas copan la demanda masiva de un público que ha encontrado en estas ficciones una especie de soma perfecto para aliviar la cotidianidad; nadie puede negar que no ha habido época anterior en la que se consumiera tal cantidad de imágenes, capítulos y tramas, asumiendo personajes, hilando correspondencias, sospechas, traiciones y digiriendo emociones a dispararse o a encogerse en lo artificioso o lo verosímil. Lo fantástico y lo realista se asumen-consumen por igual, ya se trate de historias de dragones y guerreros o de sofisticadas corruptelas políticas. Las series actúan más que nunca sobre la voluntad de un público que ha perdido el criterio o que ignora la ontología más básica. El espectador doméstico se traga series de la misma manera que hace décadas tragaba televisión: lo que echen se ve y si no gusta de primeras, zapping al canto, que hay series y temporadas para rato. Las posibilidades ficcionales son múltiples y el público es incapaz de elegir claramente, tendiendo en general a lo novedoso y a lo fácil; sobre todo lo fácil, eso nunca cambia. Entre lo correcto y lo fácil se suele elegir la segunda opción; misterios humanos. Además, en este mundo, la paradoja es la ley: aquellos que criticaban los contenidos televisivos por vacuos, estúpidos y repetitivos, consumen ahora series de lo más insignificantes y carentes de originalidad, ficciones clonadas unas de otras y palimpsestos torpísimos, pobres e insustanciales. Así, aquellos que demonizaban el visionado de películas de larga duración como Shoa (8h), Al oeste de los raíles (9h) o Sàtàntangó (7h)... ahora se tragan series que duran de media unas 150 horas, tan ricamente, sin ningún tipo de queja. Curioso. Entonces me imagino que la cuestión no era la falta de profundidad o la abusiva duración, sino la distribución de ese contenido y ese tiempo que, al ser partido, se consume como pequeñas píldoras que palian el aburrimiento. Ya lo dijo Hitchcock: la vida es un trozo de pastel.

Me he permitido este pequeño prólogo para llegar a ese concepto tan confuso: aburrimiento, tan diferente de ese otro, olvidado y temido, llamado conocimiento. El cine, desde sus orígenes, ha bailado entre esas dos funciones antagónicas y por desgracia, la primera siempre ha sido mucho más popular y aplaudida, hasta tal punto que ha sido la gallina de los huevos oro desde su descubrimiento en el siglo pasado. En Hollywood saben perfectamente que la mayoría de las personas viven en una inercia incombustible y agotadora que se repite hasta el tedio y que la única fórmula que funciona a hechos prácticos es sacarles de su realidad para poder aliviarlos un ratito. Hoy vivimos en el paroxismo de esa idea. Después de más de un siglo de cine, el arte sigue sin desarrollarse en la pantalla. Al cine se le ha reservado ese fatídico destino llamado  espectáculo, término heredero del latinismo spectare, definido filológicamente como mirar o contemplar. Así, podríamos decir que el gran público pasa hoy la mayor parte de los ratos libres contemplando sin pensar, como aquel que mira el mar y confiesa tener la mente en blanco. En definitiva, el aburrimiento es un negocio y los temas impuestos por EEUU, son el único y omnipotente contenido. La ausencia de pensamiento crítico se demuestra en que el público se traga de igual manera una trama sobre la Casa Blanca, que una historia sobre un espía corrupto del FBI o el biopic de Abraham Lincon, cuando no es otro cuento sobre la guerra de Vietnam, sobre bandas de narcos afroamericanos o sobre los entresijos de los bomberos de Nueva York. Pero eso es otro tema. La cuestión es que Hollywood gobierna las ficciones y la gente se las traga dobladas, y cuando no se les ocurren a ellos, las compran y las versionan.
Ese fue exactamente el caso de The Office, una humilde serie británica creada por el cómico Ricky Gervais en 2001 y desarrollada en dos únicas temporadas de seis capítulos. El tono, muy inglés, dejaba traslucir brillos de perversidad cómica que fueron aprovechados por la mente norteamericana de Greg Daniels (Los Simpson, King of the Hill) para darle una vuelta de tuerca. 
En el 2005 se comenzó a rodar una versión idéntica pero ahora con actores norteamericanos, con los mismos guiones y tramas. La nueva miniserie conservaba las mismas características que la original: una empresa que vende papel, una oficina, unos vendedores y un travieso jefe que intenta divertirse con sus empleados para pasar el día. Ese, en realidad fue el planteamiento original de Gervais y el que aplicó a su serie, pues para Gervais, The Office UK no fue nada más que un chiste estirado en doce capítulos; una broma encarnada por un irreverente cómico travestido en oficinista. Sea como fuere, la versión norteamericana se deja en manos del talento de Steve Carell, otro cómico del que se pensó, podía reproducir la burlonería de Gervais a la americana: pero Carell no se quedó ahí. Algo se fue de madre en medio del proceso y la austera temporada piloto de Carell pasó la prueba con creces. Había algo nuevo en el personaje de Carell; ahí comienza la magia. 
Los creadores de The Office US ponen en marcha una serie que está basada, en realidad, en la trama más común de la vida occidental: una oficina de ventas y a su vez ponen en movimiento una máquina de imitación de la cruda realidad de millones de personas que viven situaciones similares a las de la serie. Todo es idéntico a la realidad y el pacto ficcional se rompe; la cuarta pared es demolida. El público sin darse cuenta, vive la serie como una ventana y no como una imagen. El espectador deja de mirar simplemente y empieza a empatizar con los personajes, que van formando el engranaje perfecto de una ilusión sublime. Julián Marías, como hace Platón en el Crátilo, explica en uno de sus ensayos que el término ilusión procede del latín illusio y a su vez del verbo illudere, cuya forma sencilla es ludere, derivado de la raíz ludus, que significa juego. Otras acepciones son divertimento, broma, burla, humillación y en algún caso particular, destrucción. La cosa es que a partir de la segunda temporada, Carell empieza a conseguir el beneplácito de la audiencia gracias a que el juego que establece es totalmente original e imprevisto.
Steve Carell encarna a un tipo llamado Michael Scott, jefe de una sucursal de Dunder Mifflin, una empresa nacional de fabricación de papel. Instalados en una nave industrial, él y su equipo trabajan de lunes a viernes vendiendo papel por teléfono. Hasta ahí todo normal. La cuestión es que Scott es un miserable o más bien un desencantado de la vida: es soltero (en contra de su voluntad), no tiene amigos y lleva metido en la empresa toda su vida. Nunca ha viajado, nunca ha tenido novia, nunca ha hecho nada más que estar allí metido, en ese lugar llamado Dunder Mifflin.
Su residencia en la Tierra es trágica, pero se niega a asumir que la causa es él mismo. El planteamiento de la serie es original por el hecho de que además de todo lo anterior -o tal vez producido por todo ello-, Scott es un hombre de una excentricidad apabullante, cuando no prodigiosa. Aparentemente es un jefe que hace bromas pesadas a sus empleados para divertirse continuamente. Nunca hay fin, nunca es bastante. Es un caprichoso, y Dunder Mifflin es su reino, el único lugar del mundo que conoce y que está dispuesto a conquistar. Scott impone sus propias reglas sobre la vida y sus empleados no tienen otra que soportarlas, pues su locura es un delirio que se lleva por fuera, una locura exuberante y carnavelesca que debe exhibirse para que sea eficaz. Para Michael Scott el negocio es secundario, lo importante es matar el aburrimiento de la vida que esclaviza las mentes y no deja imaginar: ésta, y no otra, es la idea que atraviesa y crece durante las nueve temporadas que acabaron componiendo The Office US. Scott no quiere morir triste y decide transformar la realidad para poder vivir. Y lo hace cada día de su vida, sin excepción, cada vez con más intensidad. Necesita contagiar su delirio a la normalidad que reina en el mundo, debe transformarlo todo para que cada hecho sea más absurdo que el anterior. No sabe hacer las cosas bien, no sabe relacionarse con la raza humana: es una especie de E.T., pero mucho más divertido y más raro si cabe.
En un principio, sus empleados le odian y le ridiculizan, pues creen que no es más que un cretino y un tipo demasiado tonto para ser su jefe, pero el espectador se va dando cuenta de que la serie no sólo es una comedia perversa basada en las relaciones laborales de una oficina, sino que es una fábula moderna sobre la imaginación y la expiación de un alma. Se diga lo que se diga, no existe una trama principal que no sea Michael Scott, pues él es la causa y la consecuencia de la serie, el norte y el sur de su éxito, aunque aparentemente sólo veamos a un bobo o a un egoísta confundido con casi todo y sobretodo con él mismo. Michael Scott mezcla la realidad y la ficción y juega con ella, con la conciencia de que alguien más (el espectador) sigue sus hazañas de cerca, hecho potenciado extraordinariamente, debido al tipo de filmación de la serie. Existe una cláusula nada gratuita que hace a The Office una experiencia distinta a otras comedias: durante las nueve temporadas, un equipo de técnicos graba la cotidianidad de la oficina con el pretexto de realizar un futuro documental sobre la vida laboral de Dunder Mifflin. Dicha pesquisa es aparentemente vacua y tangencial, pero estructura la realidad que crea Michael Scott como un metarelato en sí mismo, donde los personajes están atrapados por un ojo que sella sus vidas en imágenes, lo cuál concierne a sus emociones y a sus intimidades; ellos saben que les vemos y aceptan contarnos sus vidas. Este hecho d eautoconsciencia, hace que Scott saque todo su arsenal de showman, pues él se va imponiendo al espectador como una máquina de la sorna descontrolada y el chiste continuo que ralle el agotamiento. Su humor hiperquevediano, por no decir escatológico, sus comentarios racistas, su infantilismo desbordado, su absurdo ionesquiano, su irresponsabilidad, su ignorancia, su falta de tacto, su irreverencia, sus demoledores gags, sus obscenos comentarios sobre cualquier cosa y sobre todo, su poderosa voluntad de destruir el tiempo, hacen de Michael Scott un monstruo con un dulce secreto que nos conmueve; el monstruo nos conmueve y eso es lo más difícil. 
Con el progreso de la serie descubrimos al verdadero Scott, un hombre que confiesa no tener nada más en este mundo que esa vulgar oficina y esos pocos empleados a los que considera su familia. Scott ha inventado un mundo y está dispuesto a ir hasta el final del mismo, aunque sea fantástico, aunque exista solo en su mente… y lo va a secundar con el ingenio. Dijo Schopenhauer que sólo hay un error innato en el hombre: pensar que existimos para ser felices. Dice que es innato porque coincide con nuestra existencia, y todo nuestro ser es sólo su paráfrasis y nuestro cuerpo su monograma: no somos más que voluntad de vivir; la sucesiva satisfacción de todo nuestro querer es lo que entendemos por felicidad. Así, esa satisfacción nace en Scott del hecho de estar juntos, viviendo la tragedia de la vida, ofreciendo una sonrisa a la vulgaridad y el tedio que todo lo envuelve. Toda la voluntad de Michael Scott va dirigida a destruir mediante un juego personal, el velo de la tristeza y la maldición del  aburrimiento. La vida para él sólo es un show que debe celebrar la confusión hasta el infinito para sacarnos del letargo en el que nos vemos atrapados todos los días, en trabajos vulgares y automáticos, lejanos a las emociones de la vida y al espíritu del universo. Es cierto, sin alma estamos muertos y los edificios de oficinas son cementerios de gente que debe resucitar cada día. Así, Scott pretende salvarse y de paso llevarse de la mano a su empleados, para él los únicos seres por los que, aunque le odien, daría su vida. 

Hasta la séptima temporada, The Office narra la larga expiación del espíritu de Michael Scott. Luego, su personaje desaparece y con él la fantasía. Nadie pudo imaginar que sin él, la serie cambiaría radicalmente, y no sólo por un hecho superficial, sino por uno más profundo: la magia desaparece de la serie, el mago supremo se esfuma y todo su poder se desvanece. Sus sustitutos no son más que brujas malvadas y mentalistas indiferentes. La realidad vuelve a Dunder Mifflin y todos se dan cuenta, sobre todo el público. El factor fantástico se esfuma y el realismo se instala como nueva condición; el realismo vence ante la ausencia del ingenio. Durante dos tediosas temporadas, The Office se transforma en lo que quizás una vez se quiso que fuera: una serie cómica sobre relaciones laborales.
Pienso que The Office US es muy grande, tal vez la mejor serie entre los millones de series que hoy persisten en convencer al corazón del público. Habrá muchas más, no lo duden, pero será difícil superarla, pues The Office va más allá de la risa y más allá de la representación: es el gran circo de la propia vida, nosotros mismos frente a la verdad, sin poder comprenderla. Así,  la naturaleza, dice Lao Tse, se expresa raramente. 
The Office encarna ese lenguaje de signos indescifrables que encienden la emoción y la sensación de asombro que produce compartir una experiencia real, con seres reales, contradictorios, inocentes y prodigiosos. Sé que  finalmente me dirán que sólo se trata de una ilusión, un juego, una quimera, un desvarío, un sueño, un delirio, una ficción más… tal vez sea así, no les digo que no, pero permítanme que tenga mis dudas, mientras siga sintiendo que Michael Scott vive entre nosotros.


sábado, 2 de julio de 2016



ADIÓS, TIERRA FIRME
(1999)

Otar Iosseliani





No hay nada imaginario en esta película, simplemente, las piezas están repartidas de otra manera. Las situaciones no son idealistas ni fantásticas y todo lo que sucede está sometido a una lógica rigurosamente realista. Pero el ingenioso Iosseliani sabe que el orden de los factores sí altera el resultado, y así se aplica a ello con un gusto formal y escénico que nos hace sentir en medio de un sueño. El director georgiano tomó como elemento base de su fábula, el estamento familiar, donde se producen de forma común la mayoría de los traumas y las inclemencias psicológicas, para transformarla desde dentro, dando una severa individualidad y un afán de valentía a todos los miembros de su peculiar familia. Quizá es la familia que a Iosseliani le hubiera gustado tener o quizás la que hubiera deseado cualquiera, y no por el caos y el desorden, siquiera por su aparente excentricidad, sino por la falta de tabúes y la libertad moral, intrínseca al alma de los personajes. Iosseliani inventa una película que refleja un paraíso que no se ve, que la opulencia y la alta cultura confunden, haciéndonos creer que la libertad consiste simplemente en la extravagancia. Pero lo extravagante es una bagatela, una mentira más llena de ansias de poder y perversiones mal digeridas.
El paraíso de Iosseliani está rodeado de un bosque del cual sólo puedes salir si te montas tu propia historia, tu propia aventura a espaldas del personal. Nadie debe saber qué es lo que haces en realidad mientras estés en casa a la hora de cenar y le des un beso a tu madre. Fuera del paraíso, la vida de los personajes se transforma y se hunden en el fango de la realidad, donde todo es envidia y egoísmo. En la realidad, hay un chico que duerme en un cuchitril diminuto por las noches y que por las mañanas se pone un traje y engaña a las camareras que no saben qué hacer con su vida. En la realidad hay un hombre calvo que es el jefe de su oficina y que diariamente, se acuesta con prostitutas en un barco amarrado al muelle. En la realidad, hay un mendigo que finge tener dos hijas pequeñas para pedir limosna y un lavaplatos que siempre deja sucia la cubertería. Hay dos corredores que no paran de dar vueltas a la ciudad, llueva o no llueva. Todo esto puede parecer familiar, pero sólo aparentemente. Porque esta realidad también la ha inventado Iosseliani y de alguna manera es otro paraíso, muy distinto al que nosotros vemos al salir a la calle. Los personajes no andan por el suelo sino que viajan en barcas, motocicletas, helicópteros, coches, deslizándose en patines de un lado a otro, fluyendo por el aire, contemplando cómo otros se equivocan desastrosamente y se vengan de sus propios males castigando a los demás. Pero lo hermoso es que, contradiciendo a Jarmush, nadie es extraño en el paraíso y los vagabundos que se adentran en él pueden succionar todas sus libaciones y beber hasta dormir plácidamente o cantar las más lindas canciones, como si para vencer al mundo, en realidad, sólo sirviera cantar. Iosseliana canta con sus imágenes porque es un poeta del cine, esa extraña raza casi extinta que nos hace soñar de la manera más eficiente, dándonos una esperanza de escape o al menos de un último viaje a la felicidad.
Adiós, tierra firme, está filmada como si se tratase de una película muda, donde los gestos y las acciones lo dicen todo y estructuran el film de la manera más sencilla y exitosa. Ver la obra de Iosseliani es ver cómo el cine puede vencer al mundo, cómo se puede controlar la realidad y jugar con ella, modelándola con ligereza, sin virtualismos ni efectismos, sólo con materia y movimiento, pues no tiene el cine otra naturaleza que esta, ninguna otra fisicidad, ninguna otra molécula. Entender el cine pasa por practicar lo que Iosseliani demuestra, lo que el ojo de Iosseliani es capaz de hacer con lo más frágil, con lo más cotidiano. Vemos pasar un tren y de repente nos damos cuenta por el simple movimiento del plano, que no es más que un juguete que da vueltas en una habitación. El cine es eso: algo que da vueltas en el interior de una caja, aparentando realidad, descubriendo paraísos. Todos los objetos que aparecen en el film son altamente hipnóticos y en concreto uno, que ha quedado como fetiche de la obra: un marabó. Este animal resume la esencia del cine de Iosseliani, pues es un animal absurdo, jorobado, que estira el cuello en ocasiones, que abre sus longitudinales alas y que anda sobre dos largos zancos que sujetan un cuerpo encogido, casi irreal. El marabó expresa la paradoja de la vida pues tiene algo que nos recuerda a nosotros, tiene algo de mirada de simio, un gesto humano que nos hace gracia por lo ridículo, pero también por lo semejante. En realidad, cuando se abre, es hermoso y grandilocuente, luego, al cerrarse, vuelve a ser un vagabundo rodeado de un mundo extraño que nada tiene que ver con él. El marabó es como un dios olvidado al que sólo se le admira cuando muestra su esplendor, su singularidad.




domingo, 5 de junio de 2016



FASCISMO 
ORDINARIO
(1965)

Mijail Romm
 
 


A la vez que Godard estrenaba su concluyente Pierrot le fou y Fellini terminaba Giulietta degli spiriti, y también el mismo año en que Polanski dio la nota con su controverida Repulsión y así mismo, Orson Welles brilló con su Chimes at Midnight, se estrenó una peliculita rusa a la que nadie prestó demasiada atención; se trataba, aparentemente, de un simple documental político. Tal vez es comprensible que pasase desapercibida no sólo por su temática, sino por que en este año de 1965, también aparecieron joyitas como Vinyl de Warhol, Doctor Zhivago de David Lean, Olimpíada de Tokio de Kon Ichikawa y por supuesto, La batalla dei Algeri de Gillo Pontecorbo. Casualmente y a su vez, Robert Wise estrenó The Sound of Music (más conocida como Sonrisas y lágrimas) y sin saberlo, coincidió con la temática que Mijail Romm satirizó en su extraño documental.
Inicialmente aparecen escenas de niños representando la inocencia de la existencia. Romm nos lleva de viaje por las imágenes y nos introduce en un dulce trayecto de ternura y profundidad, sin poder advertir que poco después de este prólogo, la cadencia cambiará radicalmente. Viendo este film, uno entiende qué cosas aprendió el joven Tarkovski cuando asistía a las clases de este cineasta revolucionario allá por los 50'. El adjetivo no lo utilizo por su caracter comunista que, sin embargo es ineludible. Dejando a un lado el hecho político o propagandístico (que al fin y al cabo es lo mismo), el film emana una serie de virtudes que dan lecciones maestras por sí mismas de lo que es realmente hacer una película. Si recordamos varios de los ilustres prólogos de Tarkovski (El espejo o Solaris)  no podremos hacer otra cosa que remitirnos a Romm para encontrar su influencia.
Al inicio de la película se advierte que las imágenes que se verán a continuación son, en su mayoría, documentos del archivo nazi, algo así como un NODO del Tercer Reich. Lo que trata de hacer Romm parece sumamente sencillo: ha elegido imágenes que le han cautivado por su realidad y las ha unido para construir una improvisación. Aparentemente, Romm sólo es un comentarista ligero de todo lo que se ve, como si Romm fuera la voz de un ángel que quisiera reirse de ciertos hombres. Dicho formato, para unos años 60' donde los nuevos cines lo ponían muy difícil en eso de la originalidad, Fascino ordinario se nos hace, sorprendentemente, distinta y prodigiosa. Hoy el público está más que acostumbrado a los extras de los DVD, donde algunos cineastas son capaces de comentar cada segundo de sus films sin ningún pudor, revelando los supuestos secretos de sus creaciones, reinterpretando sus propias obras, actuando como retransmisores de fútbol. Lícito o no, acertado o no, el género de "film comentado" parece más que establecido y por lo tanto, Fascismo ordinario puede pasar desapercibida inicialmente, para los ojos actuales. 
La película es un auténtico alegato en favor de la experimentación y el ensayo fílmico. El pensamiento va creciendo y se hace visible a cada fotograma con el simple hecho de la sugerencia y la ironía. En ocasiones, Romm se pasa de la raya y se venga de sus enemigos siendo burlón e incluso gravemente parcial. Pero la película no adolece de ello, de hecho le aporta incluso más inocencia al curioso fenómeno. En sí misma, se tratra de una película fuera de contexto, estrenada en un mundo, veinte años después del derrocamiento fascista, donde aún está vigente la URSS pero perdida en la Guerra fría contra los norteamericanos. A este propósito, también hay un aviso para los yankis en la parte final del film, donde Romm advierte de las terribles similitudes entre las SS y los US Marines.
Dejando a un lado el reproche o el chiste, Fascismo ordinario puede leerse como una auténtica obra de vanguardia, de ritmo intenso y discurso mordaz que nos hace seguirlo durante dos horas como si fuera un sólo segundo, aquel tiempo de eterna pesadilla donde, a sus anchas, camparon por Europa los hombres más crueles de nuestra era: los chicos del furher. Durante el Tercer Reich, los hombres se embrutecieron y el orgullo y la ira reinó en los corazones de todo un pueblo; Romm no se corta a la hora de apuntar al pueblo alemán como verdadera herramienta del mal. El miedo, el hambre y la mentira hicieron el resto. Romm practica una especie de género histórico que no es documental sino sumamente subjetivo, pero que tampoco es ficcional, ya que reelabora la realidad utilizando materiales verídicos. Hitler, Goebels, Goering y Hess son los payasos de su circo. Romm juega con las cartas enemigas para ganar la partida de la dialéctica y ridiculizar así los mitos del fascismo y descubrir, ya de paso, intimidades inconfesables de la guerra, siempre crueles y siempre fascinantes, sobretodo cuando uno piensa que todos aquellos soldados sanguinarios son la réplica de los antiguos matones de Gengis Khan o de los míticos mercenarios de Cartago, y que la única diferencia es que ellos no tuvieron cámaras para grabar a las personas que ahorcaban o violaban para sentir que su vida tenía un sentido o que, simplemente, no tenía ninguno.








lunes, 9 de mayo de 2016




ZARDOZ
(1974)

John Boorman



Escribí Zardoz en 1972, en mi hogar, un valle perdido entre las colinas de ensueño de Wicklow. Resultó una pieza mucho más parecida a una novela que a un guión de cine. Poco a poco le di la forma apropiada para filmar, pero resultó muy radical para el criterio de los estudios. Finalmente obtuve algún respaldo y se rodó la película en nuestros estudios locales de Ardmore y en escenarios cercanos a mi casa, entre mayo y julio de 1973.En las semanas previas a la filmación, Bill Stair ―que trabajó conmigo en Point Blank y en Leo the Last— me visitó para ayudarme a racionalizar las ideas que amenazaban confundirme.

J.B., 1973



Philip K. Dick, Stanislav Lem o Arthur C. Clarke fueron escritores que demostraron que el género futurista podía llegar a tener un condumio más que interesante y de hecho lo demostraron, pues de algunas de sus obras fueron el origen de las tres películas de ciencia ficción más importantes: Blade Runner (1982), Solaris (1972) y 2001: Odisea en el espacio (1968). Ahora bien, entre estos tres hitos alegóricos del género existen una barbaridad de películas que simplemente intentaron viajar al futuro, para conquistar su imagen, con resultados lamentables. Desde que Dennis Hooper impuso el porro como herramienta común de la industria cinematográfica y abaratase los presupuestos al mínimo para ganar lo mismo invirtiendo una décima parte o sea, con un ridículo riesgo para los grandes productores, una cantidad de chalados consiguieron hacer una serie de films aburridos y sosos donde aparecían naves espaciales y telépatas cósmicos muy poco trabajados. La temática fílmica experimentó por primera vez en la industria norteamericana, aquello de la recreación de nuevos mundos, lo que le llevó en general a la creación de inmensos pufos. La exploración de nuevas realidades a través de las drogas, derivó a una intención de hacerlo también a través del cine, lo cual no dio buen resultado. La cuestión del futuro y el espacio exterior ha estado presente desde el ingenioso Meliés o lo que es lo mismo, desde el principio del negocio de la ilusión. Hasta los años 70', la cuestión de generar una imagen del futuro o si se quiere, de lo inalcanzable o lo incomprensible, siempre se había topado con problemas estéticos o técnicos y, en general, reducidos a producciones de serie B o experimentalismos poco conocidos y austeramente artesanales. Las obras de este género llamado de ciencia ficción, se centraban de forma obsesiva en las cuestiones meramente ornamentales del asunto, vaciando a los films de todo interés o entretenimiento; se dejaban seducir únicamente por el continente y no en el contenido. En los años 70', con la supuesta llegada a la Luna y demás artificios de luminotecnia barata, se llevaron a cabo un gran número de películas futuristas con la clara intención de conseguir la imagen real de lo desconocido. Películas como Barbarella (1968), Dark Star (1974), Silent Running (1972), Logan's run (1976), The Andromeda strain (1971) o Future World (1976) son herederas de las calamidades de Richard Fleischer o de las macarradas de personajes como Ed Wood. Sorprendentemente, en esa década del Paz y Amor, la serie B de ciencia ficción saltó a la gran pantalla de los grandes cines y los grandes actores, transformada en leguminosas producciones. Lamentablemente, en su mayor parte, estas películas sólo fueron panfletos esmirriados mal utilizados y llenos de tedio y poco talento; las ricas posibilidades del género fueron empobrecidas por su mal uso. A pesar de ello, rebuscando en este cajón desastre del fenómeno de la ciencia ficción de los 70', se encuentra la maravillosa Zardoz, una rara joya de lo que podríamos denominar comedia-filosófica.
Desligándose de las películas ecologistas, idealistas, futuristas, hippistas y demás engendros de los 70', Zardoz reluce como una de las genialidades del llamado Hollywood LSD. Escrita y dirigida por un lúcido Jonh Boorman, Zardoz representa una profética y acertada alegoría de nuestra realidad. Filmada con un estilo similar al mejor Kurosawa de Ran (1985) y con unos efectos especiales tan orgánicos como el mejor Kubrick, Boorman consigue una especie de película a lo Arrabal, mezclada con puntos a lo Blade RunnerZardoz trata sobre un futuro en el que la Tierra permanece asolada por unos guerreros salvajes (los Exterminadores) que destruyen todo vestigio humano y mortal. Son los adoradores del dios Zarzoz, una cabeza de piedra gigantesca que vuela por los aires y que les provee de armas a cambio de cereales. Los guerreros saben que en algún lugar de la Tierra existe una enorme burbuja a la que llaman el Vórtex, la cuál contiene los secretos de la vida inmortal. Zeta, uno de los guerreros acaba encontrándola y conociendo a las personas que allí habitan. Sin querer desvelar el argumento, sólo diré que allí se hablará de la inmortalidad y de la acumulación del conocimiento y de todos los problemas que puede acarrear la destrucción del espíritu vital de los hombres. La ciencia es una religión y la inteligencia artificial domina la vida de la burbuja. Zeta tendrá que enfrentarse a aquello e intentar destruir todo aquel error, para poder purificar y cambiar el destino de la raza humana.
John Boorman utiliza este relato para contarnos cómo y de qué manera nos precipitamos a una existencia aburrida e impotente donde nada ocurre en realidad, a pesar de poseer todas las posibilidades o de creer en ellas. En el Vortex, lo real ha quedado desplazado de las personas y lo virtual ha conquistado la vida misma; ya nadie tiene una relación real con las cosas, con la materia y todo parece inútil y dominado por una fantasmagoría, mientras todos viven en un soporífero y cómodo mundo infinito donde todo parece estar hecho y ninguna sorpresa acontece. Con enorme maestría, Boorman nos introduce en esa burbuja, en los misterios del Tabernáculo, en los reveladores recuerdos de Zeta y en la maravillosa ilusión de Arthur Frayn, el personaje clave que hace y deshace la película, el gran titiritero de la trama y mago por excelencia que mantiene la ilusión de los bárbaros y los inmortales. Él también es el que conduce el humor del film o su propio absurdo y pone de relieve la contradictoria realidad a la que se dirigen los hombres que creen en la ciencia como la religión que les guiará hacia la salvación; él es un mago que conoce el truco y que espera a que aparezca el elegido que pinche la burbuja del aburriemiento y desencadene de nuevo, la verdadera vida, condicionada por el deseo y por la muerte.
Su gran originalidad y su pura excentricidad, combinada con el sentido del humor y la aventura, hacen de Zardoz una propuesta más que interesante que además conlleva una profunda reflexión sobre el poder de la ficción y a la vez, sobre el incierto futuro de una existencia insoportable. Es cierto que Boorman, en ciertos pasajes, instaura un ritmo algo lento y entrecortado debido a las numerosas explicaciones que se suceden en la historia, lo que la ensombrece por instantess, pero su brillantez global y sus momentos estelares la hacen mucho más que recomendable, poseedora de una energía y una potencia sin igual. Su goce visual está al nivel de su profundidad de pensamiento, que intenta extenderse sobre el film lo más posible, lo cuál puede llegar a hacerlo algo confuso, aunque cuando el director intenta decribirla con sus propias palabras, la idea se hace clara: Zed es uno de esos mercenarios, transformado en servidor del dios Zardoz. Pero se torna una amenaza para el orden establecido al ingresar al Vórtice y él es, en efecto, el contraataque de la Naturaleza a todo lo que el Vórtice sostiene. En nuestro mundo material parecemos olvidar que no viviremos para siempre; pero tal como mis habitantes del Vórtice descubren, la vida pierde su significado cuando la muerte no existe. Es algo que hay que afrontar, incluso recibir de buena gana; tal como mi filme trata de decir, es nuestra esperanza de renacimiento. ¡El problema de la Eternidad es que dura demasiado! Todos acabaríamos deseando una buena muerte… Lo que postulo en Zardoz es que la máquina se paró, pero en el momento en que se detuvo, otra tecnología no-mecánica fue posible, permitiendo a una élite, la Comunidad Vórtice, la supervivencia. El Vórtice es en realidad como una nave espacial: autosuficiente; autoregenerable, independiente de las imperfectas máquinas de las que actualmente dependemos; pero por supuesto es por definición, estéril. Zardoz es mi canto a la paradoja, una rodilla hincada ante la cruel majestad de la Naturaleza.
Muchos de los primeros que vieron la película, no la entendieron, así que Boorman decidió incluir a posteriori, una secuencia del misterioso personaje de de Arthur Frayn a modo de prólogo hipnótico, donde se resume el argumento de una manera más sencilla y prepara las mentes para disfrutar mejor el torbellino cinematográfico que se avecina; en todo caso, hay que decir que, necesario o caprichoso, realmente es uno de los mejores momentos de Zardoz.









TARKOVSKI COMENTA 
A BUÑUEL

Arte, Nacionalismo y Nazarín




La fuerza dominante de sus películas es siempre el inconformismo. Su protesta -furiosa, sin compromisos y acerba- se expresa sobre todo en la textura sensible del film, y es emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral ni formulada intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por una inspiración política, la cual desde mi punto de vista, es siempre espuria, si se expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus películas sería, sin embargo, más que sufriente para un buen número de realizadores de menor estatura. Pero por encima de todo, Buñuel es el portador de una conciencia poética. Sabe que la estructura estética no necesita de manifiestos, que el poder del arte no radica ahí, sino en la persuasión emocional, en esa fuerza vital de la que alguna vez ha hablado Gógol, a propósito de la creación artística. 

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]


He de decir que como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego; pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional [...] Y al hablar ahora del problema de lo nacional en el arte en general y en la cinematografía en particular, me parece que se explica por qué considero a Kurosawa, a Buñuel y a Bergman, grandes artistas. Precisamente porque estos tres directores han logrado expresar en sus mejores filmes el carácter nacional, es decir, aquello que de particular y concreto caracteriza a una persona de una nacionalidad determinada, y que permite diferenciarlo de otros individuos de otras nacionalidades. Yo no creo que el arte sea cosmopolita. Y no lo creo, porque las mejores obras de arte cinematográfico en la actualidad están ligadas sin excepción a la expresión del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudomística, ni mucho menos. Al contrario, estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde su infancia[...] El desarrollo del arte español, por ejemplo, la línea que han seguido las tradiciones de España, ilustran muy bien la necesidad que tenemos en la actualidad de reelaborar las viejas tradiciones nacionales, de asimilarlas de una forma nueva, utilizando los problemas contemporáneos, actuales. Para mí, es indudable que el Greco, Cervantes y Goya son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin El Greco, sin Goya, sin Cervantes. Esto es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje de El Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado. Buñuel posee de Cervantes ese anhelo reflejado en Don Quijote, que en el filme Nazarín ha hallado una reflexión muy particular y determinada. Para mí, está completamente claro que Buñuel es asombrosamente tradicional y por lo tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los españoles y para todos los pueblos que poseen sangre hispana, es decir, que pertenezcan a esa tradición cultural. 

[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La Habana),

nº 22 (1964), pp. 31, 33-34] 


La obra de Buñuel está profundamente arraigada en esta cultura clásica de España. Es sencillamente impensable sin una referencia apasionada a Cervantes y a El Greco, a Lorca y a Picasso, a Salvador Dalí y Arrabal. La obra de éstos, llena de pasiones airadas y tiernas, de tensión y de protesta, surge de un profundísimo amor por su tierra lo mismo que del odio que les domina por entero: odio todo esquema enemigo de la vida y todo intento frío y descorazonado de vaciar los cerebros. Ciegos de odio y de sospecha, ellos expulsarán de su campo de visión todo lo que no contenga una referencia vital al hombre, todo lo que no acoja esa chispa divina y ese sufrimiento hecho costumbre que la tierra española, rocosa y caliente hasta la ignición, ha tenido que beber durante siglos. La tensa fuerza rebelde de los paisajes de El Greco, por ejemplo, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las alargadas proporciones internas de sus cuadros y los colores salvajemente fríos, tan poco característicos de su tiempo y familiar más bien a los admiradores del arte moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. Pero creo que sería una explicación demasiado simplista. 
Por su parte, el Don Quijote de Cervantes se convirtió en un símbolo de nobleza, de generosidad, de abnegación y fidelidad; y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero Cervantes mismo fue, si tal cosa fuera posible, aún más fiel a su héroe que éste a Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado sin licencia una segunda parte de las aventuras de Don Quijote, que era una afrenta para el puro y sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la novela, matando a su héroe al final de ella, para que nadie pudiera en adelante mancillar la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura. Goya se enfrentó sin ayuda ninguna al cruel y endeble poder real y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras que odiaba con todo su corazón, y que le arrastraron al terror pánico, animal -que menospreciaba como algo vicioso y que le condujo la batalla quijotesca contra el oscurantismo y la locura-. La fidelidad a su vocación artística, casi profética, ha hecho grandes a estos españoles. 

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]


Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca, muchos de sus detalles pueden parecernos hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo, algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula: «escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una película la percibimos como una secuencia de imágenes en una determinada unidad de tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se pone a trabajar. 
La que en mi opinión es la mejor película de Buñuel, Nazarín (México, 1958), destaca sobre todo por su sencillez. La estructura dramática de la película recuerda la de una parábola, y su protagonista principal, a don Quijote. Nazarín se desarrolla en México. El padre Nazarín, que cree en Dios desde la más profunda convicción religiosa, es una persona abnegada y buena que sabe lo dura que es la vida en su pequeña ciudad natal, y que se muestra paciente y amigo del pueblo hasta el extremo. No es un sacerdote del miedo, sino que su infinito buen corazón le hace ser un pastor de la conciencia. Su intervención en la vida de los más pobres, es un intento constante de ayudarles de todas las maneras posibles, pero a ojos de sus superiores eclesiásticos compromete con ello su dignidad sacerdotal. Alternativas muy simples de la vida, junto con la bondad de Nazarín, que va más allá de todo límite, conducen finalmente a que las autoridades -almas de escribas preocupadas solamente por hacer carrera-, le vean como una carga para la Iglesia y que le expulsen de la ciudad. El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza. En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola. 
El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"». 
Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado. El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta. Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con una mirada trágicamente transfigurada. 
El bien es pasivo, el mal activo, dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y progresivas. 
La escena final de Nazarín es realmente estremecedora pero -y esto es especialmente importante- no por su simbolismo, que despierta asociaciones con el Evangelio, sino a causa de su gran poder emocional. Es un ejemplo magnífico de la fuerza dominante de la imagen artística sobre la necesaria limitación de su capacidad de enunciar un contenido. Sólo cuando se ha visto Nazarín por segunda o por tercera vez, se llega a percibir el significado racional que encierra. 
Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional. En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol, pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado. 
Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural, un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de Buñuel. 
Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo, porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la que había sido lavada su herida. 

Una posibilidad sería hacer un gesto de asco y rechazar despectivamente cualquier conversación sobre esta escena. Pero, por otra parte, medios estilísticos de este tipo, cercanos al naturalismo (puesto que el naturalismo no es una característica del estilo de determinados artistas, sino más bien una corriente literaria), se encuentran de modo más o menos claro en muchas películas y obras literarias, que todos aplaudimos. Basta pensar en las escenas de hospital de los magníficos Relatos de Sebastopol de León Tolstói; en las escaleras de Odessa de Acorazado Potemkin de Eisenstein, con el coche de niño que baja, golpeando en cada escalón, y el mutilado que cojea, las gafas hechas añicos de la maestra y el ojo desprendido; lo mismo que en aquella escena de la genial película Tierra de Dovzhenko, en la que una mujer, desesperada por la soledad en que se encuentra, corre desnuda por su casa; o en la famosa danza de Chapaiev en paños menores antes de morir; en las torturas que sufren los luchadores de la resistencia en Roma, ciudad abierta; en la escena de Tierras nuevas bajo el arado, de Solojov, en la que Polovzev mata a Choprov y a su mujer, etc. 
El arte realista necesita una percepción intensificada de la realidad. Esto se aplica sobre todo a las obras en las que la tensión en el terreno de las ideas debe ser equilibrada por unos sucesos y una «sintaxis de los hechos» realista y detallada. No creo que tenga mucho sentido analizar medios estilísticos de diferentes obras con la sola finalidad de poner de manifiesto que Buñuel no tiene de ninguna manera el monopolio en lo que respecta a «crueldad»; aquí se trata de otra cosa. Es interesante reparar en que, con frecuencia, Buñuel emplea estos medios con arreglo a un principio enteramente original. La película Nazarín, con su estructura uniforme, está en efecto concebida de manera que la tensión va creciendo paulatinamente y no se resuelve más que inmediatamente antes del final. Hay muchas escenas dialogadas que se han grabado de modo extraordinariamente sencillo y, por así decir, como de pasada. También en lo que respecta a la escenificación no necesitan refinamiento ni acento alguno, ni destacar unos rasgos por encima de otros, etc. Este mínimo de medios expresivos por un lado, y la locuacidad por otro, podrían hacernos dudar incluso de la autenticidad del desarrollo de la acción, de una autenticidad a la que la película aspira por principio. 
Precisamente en esos momentos es cuando Buñuel emplaza súbitamente su «artillería de grueso calibre», como en la escena en la que la mujer sacia su sed, que ya hemos comentado. Una escena así nos deja una impresión estremecedora, y sobre, todo fuerza al espectador a prestar absoluta fe a cuanto sucede antes y después de lo que ha visto. Este tipo de shocks mantiene al espectador en tensión, de modo que comienza lentamente a esperarlos y se entrega a ese fluido nervioso que el autor crea y conserva en movimiento mediante emociones cargadas negativamente. Sin esa tensión, que se halla en directa dependencia de una serie de impresiones negativas y positivas, no se puede llegar a un movimiento emocional, como sucede también en la pintura, en la que los sentimientos despertados por la composición cromática se basan en las relaciones entre los colores contrarios y complementarios. 
El principio de la formación de contrastes no se debe borrar en modo alguno de la lista de los medios estilísticos con los que se puede expresar el movimiento. Elegir los medios de que se vale es un legítimo privilegio del artista, y las discusiones al respecto acaban siempre en juicios de gusto. 
Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de que los problemas que trata son de gran relevancia. 


[Texto original publicado en un libro colectivo aparecido en Moscú, en 1979, titulado Luis Bunuel (con ene)]






martes, 15 de marzo de 2016





THE VISIT
(2015)

M. Night Shyamalan




Es gracioso entender cómo la madurez, además de honestidad, otorga el preciado don del humor. Lo peor de Shyamalan, siempre fue su serio y empalagoso misticismo, unido a su ineficaz habilidad para mantener el misterio más de medio rollo. Tal vez su logro comercial desde The Sixth Sense (1999) se debe a su decisión de construir argumentos esotéricos -ni demasiado terroríficos, ni demasiado complicados- lo cuál se adecua perfectamente, a esa conciencia burguesa que ni se quiere asustar del todo, ni desea una profundidad excesiva. Shyamalan quiso dignificar el género fantástico con un toque, supuestamente, seudoriental a lo H.G Wells, no sé si por sus raíces, no sé si por su obsesión por la superficie de lo oculto. Esa es, quizás, la expresión para definir la línea general de sus films: toda su obra parece ser una mezcla de anécdotas de un libro de sucesos paranormales y viejas películas de terror de serie B, lo cuál no sería en principio ningún impedimento para conseguir filmar una buena película. Las formas que utiliza el cineasta de la región de Mahé, no son del todo usuales y su intención siempre contiene algo de riesgo, lo cuál se agradece, sobre todo en el mundo comercial donde tan trillada está la imagen y tan manoseados los clichés. El problema de la obra de Shyamalan, es que no llega a ser blanca ni negra, sino que se queda a medias tintas y la mayoría de las veces, sus obras acaban en un gatillazo del que, cada vez más, es difícil recuperarse. En Signs (2002) aparece un extraterrestre que parece sacado del Mortal Kombat, en The Village (2004) sólo se salvan cinco minutos y gracias, en Lady in the water (2006) lo más misterioso es un perro con césped en el lomo y unos monos fantasma que parecen teletubies puestos de LSD; The happening (2008) es sólo eso, un incidente, The last Airbender (2010), un miserable videojuego y After Earth (2013) una especie de mala digestión del Principe de Bel Air a lo New Age.
Shyamalan siempre hizo las cosas a medias: films ni misteriosos ni terroríficos del todo, ni experimentales ni comerciales enteramente, ni esotéricos ni banales absolutamente. Esa indecisión es la que ha marcado su obra y la ha reducido a una producción fascinante en sus propuestas, y generalmente decepcionante en la ejecución; como si algo le impidiera soltarse y ofrecer al público su idea intacta. Pero después de estar veintitres años haciendo películas, al señor Shyamalan le ha llegado el momento, seguramente de una manera inesperada y extraña.
The visit es una sorpresa para todos aquellos que han rechazado y rechazan el cine de Shyamalan, y tal vez una decepción para los acérrimos fans de sus películas, que sin duda los hay, aunque parezca increíble. The visit es un engendro mutante, nacido de la comedia y el terror. Sin saber si ha sido por azar o por un sublime momento de lucidez, Shyamalan ha unido la conciencia del cine, el humor y la intriga de una forma ingeniosa por vez primera. En The visit no caben las criaturas fantásticas o los esoterismos trasnochados e infantiles, no aparecen espectros ni fuerzas telúricas, no existe un más allá; solo hay mentes confundidas y enfermas, confrontadas con una cierta inocencia de la mirada. Shyamalan se introduce en los ojos de dos niños que contemplan algo extraordinario e inquietante, relatando una historia digna de la tradición de Hansel y Gretel, La noche del cazador (1955) o Funny Games (2007), donde la violencia se palpa pero no se muestra, donde lo sugerido cobra protagonismo y la sencillez es el denominador común. Shyamalan a elegido un proyecto minimalista y en cierta manera conceptual, y le ha salido muy bien, tanto que esta nueva película te atrapa hasta el final y a la vez te deja una buena sensación en el cuerpo, pues la cuestión es que sólo se trata de una broma bien contada, de un chiste en definitiva; uno de esos de los que no paras de reírte y siempre lo recuerdas con cariño. Sin duda, The visit es la película más entera del cineasta indio y la demostración inequívoca de que hay que dejarse llevar y no tomarse tan en serio, aunque uno se dedique a contar trasuntos fantasmagóricos o cósmicos; es esencial reírse de uno mismo para seguir creciendo. El humor es una de las claves del ingenio, uno de los síntomas que hacen de un artista, un verdadero artista.







sábado, 27 de febrero de 2016





THE LOBSTER 
(2015)

Yorgos Lanthimos




¿Por qué tenemos que estar juntos? ¿Es realmente el hombre un animal social o sólo una pretensión derivada de la pura debilidad? Que sepamos, el hombre lleva en pie más de cuarenta mil años y de las pocas cosas que no han cambiado en él, su tendencia a emparejarse y a vivir en comunidades, es de las más problemáticas. Yorgos Lanthimos es un artista puramente alegórico. Coge al individuo y lo estruja como a un limón para que bebamos el zumo agrio de la realidad en forma de símbolo. Como buen autor griego, respaldado por sus antiguos, recoge las tradiciones de representación en su versión más provocadora, más absurda. El cine de Lanthimos es una especie de mezcla entre una obra de Aristófanes, un poema de Catulo, un guión de Ionesco y una pizca de Michael Jackson. No puedo dejar de admitir que su primera gran película, Kinetta (2005), fue todo un descubrimiento. En ella se resume todo el poder de su cine y a través de la pura materia, nos hace vivir una pequeña y extraña historia. Cuatro años después, con Canino (2009), Lanthimos consolida su ingenio con la que, tal vez acabará siendo la película fetiche de su vida. Con ella, se puede decir, que pasa de un neorrelismo absurdo a su primera alegoría irracional. Todo el cine de Lanthimos es una especie de teatrillo infantil, donde los actores disfrutan interpretando paradojas envueltas de inmoralidad que huegan con los tabúes, dinamitándolos hasta extremos radicales. La histeria psicológica de sus personajes es constante, de hecho, el mundo que nos presenta es, de alguna manera, invivible y por tanto, paralelo. Todo su cine es una versión de nuestro propio mundo; un espejo invertido donde vemos emerger nuestros miedos y nuestros complejos de la manera más bestial, un poco a lo Carroll, sustituyendo la matemática por la psicología. En Alps (2011) vuelve a repetir su anterior film, de una manera más ligera y tal vez, menos profunda. En esta ocasión, Lantimhos dio una sensación de quedarse estancado en una fórmula, original, por supuesto, pero demasiado fija y facilona; hacer del mundo un lugar extraño y absurdo no es suficiente para seducir. Quizás aprendió de su error. Las dudas llegaban a su cine y cuatro años después, aparece Langosta (The Lobster). Con ella, vuelvo a las primeras preguntas y con ellas a reivindicar su acierto al ponerlas en la palestra de esta manera tan distinta y perturbadora. Langosta es la primera película de Lanthimos hecha, podríamos decir, a lo grande, con actores norteamericanos, rodada en inglés y con un presupuesto mayor. En ciertos directores, esto de subir de nivel acaba siendo un problema, pero Lanthimos ha demostrado ser un perfecto titiritero de masas y de lograr exportar su fórmula mágica a grandes formatos e historias más ambiciosas. Realmente, siendo sumamente sintéticos, podemos afirmar que cuenta lo mismo que en Kinetta pero de una manera más explícita, menos pura; podemos decir que elabora más los símbolos. Por eso tal vez, se nos hace más comercial -en el buen sentido-, aún conservando su misterio. Eso sí, su cine se encuentra en un momento crítico: o ascender a niveles sublimes o caer en picado en su propia fórmula o lo que es peor, en las garras de Hollywood. No ha sido la primera vez que los norteamericanos destruyen a un director con talento, díganselo a Wong Kar-wai, a Renoir, incluso a Hitchcock. 
Estemos juntos o no en la vida, siempre nos quedará el amor o esa cosa que Lanthimos nunca deja de mostrarnos en sus silencios y sus huidas. Si hay algo cierto en su cine es una intención de escapar de la realidad, un sentimiento revolucionario de lo humano que necesita encontrar una salida para seguir viviendo. Como sugiere Langosta, no debemos olvidar nunca nuestra naturaleza animal y nuestro instinto de libertad, pues son las armas que nos salvaran de esa enfermedad contagiosa llamada sociedad donde todos desconfían de todos, enjaulados en una existencia inventada por otros para sus propios fines. Nos han metido en la cabeza que no podemos confiar en el otro, que no podemos amar del todo, pues en la total entrega, hay una pérdida de identidad que parece ser, daña a ese ego que tanto le importa a los sistemas de control, para seguir haciéndonos creer que vivimos la mejor de las vidas, cuando en realidad, todo es temblor y temor. Por eso las parejas no duran, por el egoísmo del yo y la falsa idea de la libertad individual.
Esperemos que Lanthimos sepa mutarse en otra fórmula mágica que nos siga seduciendo y asuma Langosta como el final de ese cine alegórico, una hermosa conclusión de una forma de representar, pero no de una forma de cine; ojalá invente un uso nuevo del cine en su mundo paralelo.













lunes, 22 de febrero de 2016



FEAR AND DESIRE
(1953)

Stanley Kubrick




Vivimos en un bosque lleno de árboles que nos observan. Somos pequeñas hormigas que siguen las rutas de arena hasta los templos. En el bosque, somos invisibles a los grandes espíritus y todopoderosos y por eso estamos solos, cautivos de la realidad. Nos gusta seguir las rutas marcadas, pues aunque no nos demos cuenta, miramos las líneas del suelo y las seguimos en nuestro inconsciente catódico: ese huevo interno dogmático que somete nuestras acciones hasta anular la voluntad y dirige nuestros instintos haciendo esclavos a nuestros deseos. Pero además, el bosque es mágico o al menos poderoso; es el lugar donde ocurren los milagros, donde las personas pierden su identidad y son liberadas; por eso los árboles son seres metafísicos, casi abstractos, reyes de la inexistencia.
A principios de los años 50', Kubrick filmó una de sus mejores y más hermosas películas, contratando a un puñado de actores desconocidos, alquilando una pequeña cámara de cine, pasando una semana en la montaña más perdida de su mente. Cuando el cine brilla, emana sencillez y talento. No hay película más clarividente y honesta que Fear and Desire en la filmografía de Kubrick, no hay más aciertos acumulados en su obra que en esta pequeña delicada pieza; una joya para la eternidad. 
En la carrera de Kubrick existen dos épocas bien diferenciadas: la del documental y la del cine negro (Day of the fight, Flying Padre, Fear and Desire, Killers Kiss o Paths of glory) y por otro lado, la de  las alegorías megalómanas (La naranja mecánica, La chaqueta metálica, El resplandor, Lolita, Barry Lyndon, 2001: Odisea en el espacio) menos interesantes y cargadas de más complejos y oscuridad; obsesionado por los géneros, Kubrick arruinó la mitad de su carrera. Su primera época es fascinante: en ella, podemos observar a un joven fotógrafo filmando la realidad como si fuese un poeta. En la segunda parte de su carrera, filma como un emperador, un dictador que no quiere liberar a sus imágenes, ni a él mismo (tal vez por eso, tenía tanto miedo a la muerte). Por tanto, la obra de Kubrick funciona como una moneda de dos caras, donde una es sencilla y la otra compleja, donde una es virtuosa y otra, algo torpe. Stanley Kubrick es un estilista que parte de la inocencia, que atraviesa el deseo y acaba de nuevo en la inocencia, me explico: Eyes Wide Shut, su última película, recobra la mirada sencilla del bosque, la intensidad del misterio, la frescura del documental. Por última vez se adentra en sus inicios, adentrándose en aquel lugar donde el hombre está indefenso ante él mismo y el misterio es tan grande que no cabe en la mente. Fear and Desire es Eyes Wide Shut con una diferencia temporal de casi medio siglo (1953-1999); los ojos del poeta han tardado cincuenta años en regresar a su posición original; ahí es nada. El logro es conseguirlo; rectificar es de sabios. 
Ahora que Kubrick flota en nuestro inconsciente, podemos espiar por su cerradura para observar a unos pocos soldados perdidos en la selva oscura, sin saber qué hacer, soldados de una guerra que ni siquiera ellos entienden, sin aliados, ni enemigos, sin colectivos ni trincheras... Su destino es volver a un lugar incierto y descubrir el futuro por ellos mismos, siendo víctimas de sus placeres y sus miedos más profundos. No hay film metafísico al que Kubrick pueda envidiar, después de realizar esta perla milagrosa que brilla ante nuestros ojos con una intensidad diferente, con un ritmo diferente y un estilo total, digno de una mente en plena forma y manos prodigiosas.

Hay algo que nos mira y nos desea, que espera encontrar nuestro delirio para alimentarse y sobrevivir de su carne y su demencia.