sábado, 2 de julio de 2016



ADIÓS, TIERRA FIRME
(1999)

Otar Iosseliani





No hay nada imaginario en esta película, simplemente, las piezas están repartidas de otra manera. Las situaciones no son idealistas ni fantásticas y todo lo que sucede está sometido a una lógica rigurosamente realista. Pero el ingenioso Iosseliani sabe que el orden de los factores sí altera el resultado, y así se aplica a ello con un gusto formal y escénico que nos hace sentir en medio de un sueño. El director georgiano tomó como elemento base de su fábula, el estamento familiar, donde se producen de forma común la mayoría de los traumas y las inclemencias psicológicas, para transformarla desde dentro, dando una severa individualidad y un afán de valentía a todos los miembros de su peculiar familia. Quizá es la familia que a Iosseliani le hubiera gustado tener o quizás la que hubiera deseado cualquiera, y no por el caos y el desorden, siquiera por su aparente excentricidad, sino por la falta de tabúes y la libertad moral, intrínseca al alma de los personajes. Iosseliani inventa una película que refleja un paraíso que no se ve, que la opulencia y la alta cultura confunden, haciéndonos creer que la libertad consiste simplemente en la extravagancia. Pero lo extravagante es una bagatela, una mentira más llena de ansias de poder y perversiones mal digeridas.
El paraíso de Iosseliani está rodeado de un bosque del cual sólo puedes salir si te montas tu propia historia, tu propia aventura a espaldas del personal. Nadie debe saber qué es lo que haces en realidad mientras estés en casa a la hora de cenar y le des un beso a tu madre. Fuera del paraíso, la vida de los personajes se transforma y se hunden en el fango de la realidad, donde todo es envidia y egoísmo. En la realidad, hay un chico que duerme en un cuchitril diminuto por las noches y que por las mañanas se pone un traje y engaña a las camareras que no saben qué hacer con su vida. En la realidad hay un hombre calvo que es el jefe de su oficina y que diariamente, se acuesta con prostitutas en un barco amarrado al muelle. En la realidad, hay un mendigo que finge tener dos hijas pequeñas para pedir limosna y un lavaplatos que siempre deja sucia la cubertería. Hay dos corredores que no paran de dar vueltas a la ciudad, llueva o no llueva. Todo esto puede parecer familiar, pero sólo aparentemente. Porque esta realidad también la ha inventado Iosseliani y de alguna manera es otro paraíso, muy distinto al que nosotros vemos al salir a la calle. Los personajes no andan por el suelo sino que viajan en barcas, motocicletas, helicópteros, coches, deslizándose en patines de un lado a otro, fluyendo por el aire, contemplando cómo otros se equivocan desastrosamente y se vengan de sus propios males castigando a los demás. Pero lo hermoso es que, contradiciendo a Jarmush, nadie es extraño en el paraíso y los vagabundos que se adentran en él pueden succionar todas sus libaciones y beber hasta dormir plácidamente o cantar las más lindas canciones, como si para vencer al mundo, en realidad, sólo sirviera cantar. Iosseliana canta con sus imágenes porque es un poeta del cine, esa extraña raza casi extinta que nos hace soñar de la manera más eficiente, dándonos una esperanza de escape o al menos de un último viaje a la felicidad.
Adiós, tierra firme, está filmada como si se tratase de una película muda, donde los gestos y las acciones lo dicen todo y estructuran el film de la manera más sencilla y exitosa. Ver la obra de Iosseliani es ver cómo el cine puede vencer al mundo, cómo se puede controlar la realidad y jugar con ella, modelándola con ligereza, sin virtualismos ni efectismos, sólo con materia y movimiento, pues no tiene el cine otra naturaleza que esta, ninguna otra fisicidad, ninguna otra molécula. Entender el cine pasa por practicar lo que Iosseliani demuestra, lo que el ojo de Iosseliani es capaz de hacer con lo más frágil, con lo más cotidiano. Vemos pasar un tren y de repente nos damos cuenta por el simple movimiento del plano, que no es más que un juguete que da vueltas en una habitación. El cine es eso: algo que da vueltas en el interior de una caja, aparentando realidad, descubriendo paraísos. Todos los objetos que aparecen en el film son altamente hipnóticos y en concreto uno, que ha quedado como fetiche de la obra: un marabó. Este animal resume la esencia del cine de Iosseliani, pues es un animal absurdo, jorobado, que estira el cuello en ocasiones, que abre sus longitudinales alas y que anda sobre dos largos zancos que sujetan un cuerpo encogido, casi irreal. El marabó expresa la paradoja de la vida pues tiene algo que nos recuerda a nosotros, tiene algo de mirada de simio, un gesto humano que nos hace gracia por lo ridículo, pero también por lo semejante. En realidad, cuando se abre, es hermoso y grandilocuente, luego, al cerrarse, vuelve a ser un vagabundo rodeado de un mundo extraño que nada tiene que ver con él. El marabó es como un dios olvidado al que sólo se le admira cuando muestra su esplendor, su singularidad.