sábado, 27 de febrero de 2016





THE LOBSTER 
(2015)

Yorgos Lanthimos




¿Por qué tenemos que estar juntos? ¿Es realmente el hombre un animal social o sólo una pretensión derivada de la pura debilidad? Que sepamos, el hombre lleva en pie más de cuarenta mil años y de las pocas cosas que no han cambiado en él, su tendencia a emparejarse y a vivir en comunidades, es de las más problemáticas. Yorgos Lanthimos es un artista puramente alegórico. Coge al individuo y lo estruja como a un limón para que bebamos el zumo agrio de la realidad en forma de símbolo. Como buen autor griego, respaldado por sus antiguos, recoge las tradiciones de representación en su versión más provocadora, más absurda. El cine de Lanthimos es una especie de mezcla entre una obra de Aristófanes, un poema de Catulo, un guión de Ionesco y una pizca de Michael Jackson. No puedo dejar de admitir que su primera gran película, Kinetta (2005), fue todo un descubrimiento. En ella se resume todo el poder de su cine y a través de la pura materia, nos hace vivir una pequeña y extraña historia. Cuatro años después, con Canino (2009), Lanthimos consolida su ingenio con la que, tal vez acabará siendo la película fetiche de su vida. Con ella, se puede decir, que pasa de un neorrelismo absurdo a su primera alegoría irracional. Todo el cine de Lanthimos es una especie de teatrillo infantil, donde los actores disfrutan interpretando paradojas envueltas de inmoralidad que huegan con los tabúes, dinamitándolos hasta extremos radicales. La histeria psicológica de sus personajes es constante, de hecho, el mundo que nos presenta es, de alguna manera, invivible y por tanto, paralelo. Todo su cine es una versión de nuestro propio mundo; un espejo invertido donde vemos emerger nuestros miedos y nuestros complejos de la manera más bestial, un poco a lo Carroll, sustituyendo la matemática por la psicología. En Alps (2011) vuelve a repetir su anterior film, de una manera más ligera y tal vez, menos profunda. En esta ocasión, Lantimhos dio una sensación de quedarse estancado en una fórmula, original, por supuesto, pero demasiado fija y facilona; hacer del mundo un lugar extraño y absurdo no es suficiente para seducir. Quizás aprendió de su error. Las dudas llegaban a su cine y cuatro años después, aparece Langosta (The Lobster). Con ella, vuelvo a las primeras preguntas y con ellas a reivindicar su acierto al ponerlas en la palestra de esta manera tan distinta y perturbadora. Langosta es la primera película de Lanthimos hecha, podríamos decir, a lo grande, con actores norteamericanos, rodada en inglés y con un presupuesto mayor. En ciertos directores, esto de subir de nivel acaba siendo un problema, pero Lanthimos ha demostrado ser un perfecto titiritero de masas y de lograr exportar su fórmula mágica a grandes formatos e historias más ambiciosas. Realmente, siendo sumamente sintéticos, podemos afirmar que cuenta lo mismo que en Kinetta pero de una manera más explícita, menos pura; podemos decir que elabora más los símbolos. Por eso tal vez, se nos hace más comercial -en el buen sentido-, aún conservando su misterio. Eso sí, su cine se encuentra en un momento crítico: o ascender a niveles sublimes o caer en picado en su propia fórmula o lo que es peor, en las garras de Hollywood. No ha sido la primera vez que los norteamericanos destruyen a un director con talento, díganselo a Wong Kar-wai, a Renoir, incluso a Hitchcock. 
Estemos juntos o no en la vida, siempre nos quedará el amor o esa cosa que Lanthimos nunca deja de mostrarnos en sus silencios y sus huidas. Si hay algo cierto en su cine es una intención de escapar de la realidad, un sentimiento revolucionario de lo humano que necesita encontrar una salida para seguir viviendo. Como sugiere Langosta, no debemos olvidar nunca nuestra naturaleza animal y nuestro instinto de libertad, pues son las armas que nos salvaran de esa enfermedad contagiosa llamada sociedad donde todos desconfían de todos, enjaulados en una existencia inventada por otros para sus propios fines. Nos han metido en la cabeza que no podemos confiar en el otro, que no podemos amar del todo, pues en la total entrega, hay una pérdida de identidad que parece ser, daña a ese ego que tanto le importa a los sistemas de control, para seguir haciéndonos creer que vivimos la mejor de las vidas, cuando en realidad, todo es temblor y temor. Por eso las parejas no duran, por el egoísmo del yo y la falsa idea de la libertad individual.
Esperemos que Lanthimos sepa mutarse en otra fórmula mágica que nos siga seduciendo y asuma Langosta como el final de ese cine alegórico, una hermosa conclusión de una forma de representar, pero no de una forma de cine; ojalá invente un uso nuevo del cine en su mundo paralelo.













lunes, 22 de febrero de 2016



FEAR AND DESIRE
(1953)

Stanley Kubrick




Vivimos en un bosque lleno de árboles que nos observan. Somos pequeñas hormigas que siguen las rutas de arena hasta los templos. En el bosque, somos invisibles a los grandes espíritus y todopoderosos y por eso estamos solos, cautivos de la realidad. Nos gusta seguir las rutas marcadas, pues aunque no nos demos cuenta, miramos las líneas del suelo y las seguimos en nuestro inconsciente catódico: ese huevo interno dogmático que somete nuestras acciones hasta anular la voluntad y dirige nuestros instintos haciendo esclavos a nuestros deseos. Pero además, el bosque es mágico o al menos poderoso; es el lugar donde ocurren los milagros, donde las personas pierden su identidad y son liberadas; por eso los árboles son seres metafísicos, casi abstractos, reyes de la inexistencia.
A principios de los años 50', Kubrick filmó una de sus mejores y más hermosas películas, contratando a un puñado de actores desconocidos, alquilando una pequeña cámara de cine, pasando una semana en la montaña más perdida de su mente. Cuando el cine brilla, emana sencillez y talento. No hay película más clarividente y honesta que Fear and Desire en la filmografía de Kubrick, no hay más aciertos acumulados en su obra que en esta pequeña delicada pieza; una joya para la eternidad. 
En la carrera de Kubrick existen dos épocas bien diferenciadas: la del documental y la del cine negro (Day of the fight, Flying Padre, Fear and Desire, Killers Kiss o Paths of glory) y por otro lado, la de  las alegorías megalómanas (La naranja mecánica, La chaqueta metálica, El resplandor, Lolita, Barry Lyndon, 2001: Odisea en el espacio) menos interesantes y cargadas de más complejos y oscuridad; obsesionado por los géneros, Kubrick arruinó la mitad de su carrera. Su primera época es fascinante: en ella, podemos observar a un joven fotógrafo filmando la realidad como si fuese un poeta. En la segunda parte de su carrera, filma como un emperador, un dictador que no quiere liberar a sus imágenes, ni a él mismo (tal vez por eso, tenía tanto miedo a la muerte). Por tanto, la obra de Kubrick funciona como una moneda de dos caras, donde una es sencilla y la otra compleja, donde una es virtuosa y otra, algo torpe. Stanley Kubrick es un estilista que parte de la inocencia, que atraviesa el deseo y acaba de nuevo en la inocencia, me explico: Eyes Wide Shut, su última película, recobra la mirada sencilla del bosque, la intensidad del misterio, la frescura del documental. Por última vez se adentra en sus inicios, adentrándose en aquel lugar donde el hombre está indefenso ante él mismo y el misterio es tan grande que no cabe en la mente. Fear and Desire es Eyes Wide Shut con una diferencia temporal de casi medio siglo (1953-1999); los ojos del poeta han tardado cincuenta años en regresar a su posición original; ahí es nada. El logro es conseguirlo; rectificar es de sabios. 
Ahora que Kubrick flota en nuestro inconsciente, podemos espiar por su cerradura para observar a unos pocos soldados perdidos en la selva oscura, sin saber qué hacer, soldados de una guerra que ni siquiera ellos entienden, sin aliados, ni enemigos, sin colectivos ni trincheras... Su destino es volver a un lugar incierto y descubrir el futuro por ellos mismos, siendo víctimas de sus placeres y sus miedos más profundos. No hay film metafísico al que Kubrick pueda envidiar, después de realizar esta perla milagrosa que brilla ante nuestros ojos con una intensidad diferente, con un ritmo diferente y un estilo total, digno de una mente en plena forma y manos prodigiosas.

Hay algo que nos mira y nos desea, que espera encontrar nuestro delirio para alimentarse y sobrevivir de su carne y su demencia.




domingo, 21 de febrero de 2016




DALLAS BUYER CLUB
(2013)

Jean-Marc Vallée




¿Cómo aguantar sobre un toro salvaje durante ocho segundos? Ron Woodroof llevaba toda su vida montando a ese toro sin ser derribado. Escribe Dante en su obra maestra: En medio del camino de la vida, vine a encontrarme en una selva oscura. El caso de Woodroof es parecido, aunque no idéntico al del poeta, pues Woodroof no es un cantor sino un héroe que debe resucitar en vida para entender que en realidad, estaba muerto. El primer cuarto del film se sitúa en ese lugar al que Dante llamó Inferno, para ir ascendiendo gradualmente a niveles superiores de entendimiento y sensibilidad. Ron vive en el mundo infinito del deseo, donde el placer atenúa la desesperación del tiempo y donde la injusticia es una ley asumida y omnipresente. Según la tradición griega, los héroes deben aceptar su destino y vivirlo en un sentido recto, sin contradecir a los dioses. Ron Woodroof vive en un mundo donde todos los dioses han sido acribillados a balazos y donde el único que manda es el señor Dinero. Ron vive en un pueblo de Dallas donde se hacen rodeos y orgías de esqueletos. Woodroof es un esqueleto andante parecido a la muerte, un saco de huesos que debe convertirse en un héroe, salvándose así mismo. Dice el sabio Ramon Llull, que la caridad no miente y halla la perfección en sí misma. Así, Ron inicia un camino de perfección, acrecentando su fe en la verdad, haciendo de ella la antorcha de todas las virtudes que le harán sacar la cabeza, al menos, hasta el limbo, allí donde todos esperan, asentados en la eternidad.
A la mitad de su camino, se hace pasar por presbítero para engañar a las autoridades, lo cual le confiere el signo de su destino; muy pronto, él será la solución para la desesperanza, en una aventura que le llevará a un grado de existencia redentora, casi de mesías, hacedor de milagros, paladín de la fe y la justicia. Jean-Marc Vallée no quiere contar otra historia que esa, la del pecador que se redime para convertirse en héroe y salvador de los demás. Es una historia muy antigua que sigue funcionando, pues al ver el film, la emoción se hace intensa cuando reconocemos a un hombre luchando consigo mismo, bailando con la muerte hasta el final, transformándose en una cosa muy distinta al caos; Ron Woodroof acaba siendo el sueño de una mariposa. Todo la metamorfósis ocurre a la vez que Ron monta sobre ese toro desbocado e imposible de domar, durante al menos, ocho segundos, los cuáles no son más que la vida pasando a cámara lenta, en medio de la selva negra que a todos nos acecha, la cual, sin duda, algún día deberemos atravesar, si no queremos ser devorados por el cruel leoparpo de la mala senda.






miércoles, 3 de febrero de 2016




EXPERIMENT IN TERROR
(1962)

Blake Edwards





La historia del cine tiene la manía de obviar ciertas películas por el simple hecho de no ser coherentes con la obra de su director. Blake Edwards, el famoso creador de la infatigable saga La pantera rosa, inventó, a principios de los 60', las claves de un género que iría mutando hasta nuestros días, raramente superado. Para entendernos: Experiment in terror es la base de películas tan dispares como la saga Scream (1996) de Wes Craven o de la fascinante Zodiac (2007) de David Fincher, y por otro lado, heredera de films como Killer Kiss (1955) de Stanley Kubrick o A bout de soufflé (1959) de Jean-Luc Godard.
La realización es una mezcla de estilos, como si Raymond Depardon, Hitchcock y King Vidor se hubieran puesto de acuerdo para idearla. La exquisitez y la elegancia de la imagen conjugada con un ritmo casi se diría, ideal, sin caer nunca en la frivolidad o la fácil vulgaridad del tema en cuestión, hace de la obra una impecable rara avis llena de sorpresas y misterio, del más alto nivel. Es moderna y clásica a la vez, ligera y apabullante, comercial y de culto al mismo tiempo; es las dos caras de la luna a la vez. Aprendes y te sorprendes. De alguna manera, el poder del cine se muestra en todo su esplendor de la manera más insólita pues, si esta película no ha pasado a la primera fila del Olimpo fílmico, ha sido por el tema que trata y el manido pretexto del mundo policiaco encarnado en el malpeinado de Glenn Ford. Una obra adquiere importancia cuando consigue convertir algo profano en algo puro y Edwards, ayudado por un equipo de técnicos en estado de gracia, consigue alquimizar las formas hasta un estado sublime, dotándolas de un aura mágica, casi perfecta; parece, al ver el film, que contemplamos un sueño. 
No podría dejar de comentar una curiosidad derivada del visionado del film: analizando la innumerable cantidad de influencias que esta película ha provocado en el cine de la posteridad, se vislumbra una línea misteriosamente directa con la obra de David Lynch. Es extraña, pues tal vez sólo tiene que ver con una alucinación personal o una falta de perspectiva, en todo caso, no sé si es gratuito o casual que en Experiment in Terror aparezca una calle llamada Twin Peaks, que la música de Badalamenti sea muy del estilo de la de Henry Mancinni o que el mismo malo de la película tome un nombre tan poco arbitrario como Red Lynch. Tal vez, el director de Blue Velvet, cuando tenía 16 años, vio inocentemente esta película en un cine de su barrio, sin saber que algún día él haría películas como esta e incluso su obra fuera un tributo a ella. La infancia es un nido de impresiones que, consciente o inconscientemente, nos dejan marcados para toda la vida. Tal vez, Edwards  visitó a una pitonisa en los Los Angeles que le advirtió de que un chico apellidado Lynch, necesitaba que él hiciera esta película en 1962 para que, treinta años después, el chico pudiera hacerse director de cine. Quien sabe. En todo caso, lo innegable es que toda su obra está impregnada de esa magia y ese buen hacer en el que Blake Edwards se empeñó, después de su éxito Breakfast at Tiffany's y antes de dedicarse exclusivamente a la comedia de enredo y fantasías de viñeta poco agraciadas, carentes de importancia. Money is money.
Para terminar, acabaré hablando del excepcional Ross Martin, el actor desconocido que encarna a Red Lynch, el malo de la película. Martin fue un actor de series televisivas y, lamentablemente, en toda su vida sólo fue contratado en un puñado de películas de segunda, donde, en la mayoría de ellas, hizo papeles secundarios sin posibilidad de sustancia. ¿Por qué entonces, Blake Edwards le concedió el privilegio de interpretar el papel más importante de su mejor película? Nadie lo sabe, pero acertó de lleno, o tal vez también fue cosa de la pitonisa; hablar más de él sería estúpido, lo mejor es verlo en acción. Sólo una cosa: su interpretación está al nivel del mejor Victor Mature, del mejor James Cagney, del mejor Colin Farrell. Absoluto. ¿Y por qué a pesar de su talento nadie le volvió a contratar para papeles importantes? Tampoco lo sabe nadie: la historia del cine obvia la verdadera historia del cine, porque se avergüenza de sus acciones y se encubre, porque sabe que está equivocada y es falsa. 

Ross Martin murió en 1983 haciendo una serie sobre Wyatt Earp, tal vez por eso Lynch nunca pudo contratarle para participar en Blue Velvet (1986), donde se hubiera cerrado un círculo, tal vez para él, tal vez para Lynch, tal vez para el cine. 

Esperemos que la pitonisa de Los Angeles aún siga viva.

martes, 2 de febrero de 2016




CAPTURING THE FRIEDMANS
(2003)

Andrew Jarecki




David F. : ¿Quién es Arnold Friedman? 
Arnold F. : Es personal.


La familia es uno de los estamentos más peligrosos para el individuo. Toda agrupación, todo colectivo, deglute por su propia definición la voluntad personal y la digiere en forma de herencias mentales y traumas irreversibles. El hombre por naturaleza es pura libertad, puro ego zumbante y sonante, ansioso de identidad. La institución de la familia suprime dichos instintos y los transforma en reglas y protocolos. No existe una forma más eficaz de control, por ello, estás dentro o estás fuera.
Los Friedmans son una familia que vive muy dentro de ella misma, un grupo de personas que asumen un secreto sin desvelar; una desviación natural provocada por la permanencia de una horrorosa y supuesta mentira llamada Arnold Friedman.
Arnold Friedman es informático, tiene tres hijos y una mujer llamada Elaine; también tiene una cámara super 8 con la que filma a su familia ininterrumpidamente. Entre ellos, sólo saben decir que son felices y que están orgullosos de tener un padre muy inteligente que da clases de informática en el barrio. Los tres pequeños, David, Seth y Jesse, aprenden a tocar el piano y a actuar delante de la cámara desde su infancia, hablando de ellos mismos, derrochando naturalidad y frescura; sin saberlo, se están haciendo actores profesionales. Por su parte, Arnold se va transformando en un filmaker diletante y compulsivo que no cesa de grabar escenas que él mismo planifica; todos los demás le siguen el juego como si se tratase de un espectáculo para el público. Así, la familia se convierte azarosamente, en el argumento más apasionante de la vida de Arnold. Hasta este punto, todo esto es lo que podemos ver con nuestros propios ojos: su intimidad filmada de una manera especial, su mentira más personal sobre el asunto, un producto cómico y extravagante, con un halo de misterio cotidiano y humor infantil, untado de ese viscoso ambiente de la Norteamérica profunda.
Arnold no dice por qué filma a su familia, ni siquiera su mujer lo sabe, pues todos obvian que es algo cotidiano y gracioso; además, piensan que así blindan su memoria ante el paso del tiempo.
Una mañana la policía arresta a Arnold, acusándolo de un delito gravísimo y secreto. Su mujer no se lo puede creer, sus hijos mantienen el silencio. En la película no aparece una sola prueba definitiva que lo culpe, todo son hipótesis; en su despacho se encuentran indicios de un posible delito, pero también sin pruebas concluyentes, aunque en tal cantidad de material que su silencio no sirve más que para acrecentar las dudas. Los secretos de las personas se parecen a búnkers bajo suelo, cegados al mundo real, donde nadie puede ver y todo es posible, pues allí la identidad se libera en todas sus formas. La policía arresta también a Jesse, el hermano menor, acusado de ser cómplice directo de su padre; David y Seth no entienden qué ocurre y su madre se vuelve loca: Elaine, una mujer entregada a su familia, acaba de entender la sensación de la traición, pero en teoría sabe lo mismo que los demás y no puede creerse o asumir lo que ocurre. Vuelve a ver las cintas grabadas para buscar a su verdadero marido y la imagen le responde con otra realidad; ¿dónde ha quedado todo aquello, si aquello fue lo que existió? ¿a quién han arrestado si mi marido es un hombre ejemplar?
El cine es la representación de una voluntad, pero nunca es la verdad; de hecho, no sirve en un juicio para demostrar nada. Los cineastas trucan los hechos para que estos se amolden a la idea personal que cada uno exige de ella; por eso, la realidad funciona como una puta barata. Los cineastas miran desde un punto determinado, a una distancia elegida por ellos, con un color, una luz y un intención personal. La mentira del cine tiene que ver con el truco y con la preparación del mismo, incluso los documentales, siempre encubiertos por un aura de realismo, son mero montaje, mero discurso. Las filmaciones de Arnold Friedman son así una especie de discurso, una mise en scene críptica que sólo él podía entender; un jeroglífico que esconde una verdad oculta que él nunca quiso desvelar. Como un faraón, Arnold se llevó a la tumba la clave de esas imágenes naif que tuvieron como consecuencia que David se transformase en el payaso más famoso de Nueva York, que Jesse pasase toda su juventud entre rejas, que Elaine quedase traumatizada y desconcertada para siempre y lo más importante, tal vez, de la película, que Seth, el hijo mediano de los Friedmans, no quiso aparecer ni testificar en el documental del caso, al contrario que los demás; su causa inconfesable es, seguro, la clave que su padre nunca quiso confesar. 
Esta película muestra una cadena entrecruzada de tres mentiras: la primera es la  de Arnold, la segunda es la de su familia y la tercera mentira es la que inventan las autoridades, dominadas por la moral y la opinión pública; los cargos a los que se enfrentan los Friedmans, son tan políticamente incorrectos que la policía fuerza los testimonios y las palabras de los testigos, con tal de que se cumpla su ley, una ley arbitraria que tiene miedo, y presión de otros muchos cobardes que piden sangre sin llegar a la verdad del caso, sin demostrar qué es lo que realmente ocurrió. En el film, alguien se equivoca y casi todos mienten; sólo los silencios hablan cuando todo está podrido de cabo a rabo. Y no sólo es la familia Friedman. Hay muchos elementos en esta película de una intriga atroz, de un morbo alucinante, de una sencillez abrumadora. Las capas de la cebolla se van abriendo, pero nadie puede llegar a la semilla, pues la semilla, como casi siempre, está demasiado profunda, en ese lugar donde es muy difícil que algún día llegue el cine. 
Más allá del caso en cuestión, la identidad de Arnold Friedman queda en el aire como si fuera un fantasma amable al que nadie hubiera escuchado o un horrible monstruo con cara de profesor de matemáticas, perverso e inhumano. Las imágenes no muestran eso precisamente, pero, ¿serán las imágenes, la cuarta mentira del film? (De hecho, en ocasiones, el film de Jarecki parece un fake en toda regla). Fuera como fuese, la duda recorre y finaliza la película, nada se resuelve y la secuela no es más que un puñado de exhibicionistas yanquis bailando en el salón de su casa, atrapados en cintas super 8, interpretando un papel para siempre, una imagen real y falsa que, al mismo tiempo, esconde el sonido del silencio de Arnold Friedman: se trata de algo personal.