martes, 27 de septiembre de 2016




THE OFFICE
(2005 - 2013)

Residencia en la Tierra



El humor es ese lugar donde va nuestra mente
 para hacerse cosquillas a sí misma

(Ricky Gervais en el capítulo Search Comitee, temporada 7)




Nadie duda hoy que las series televisivas copan la demanda masiva de un público que ha encontrado en estas ficciones una especie de soma perfecto para aliviar la cotidianidad; nadie puede negar que no ha habido época anterior en la que se consumiera tal cantidad de imágenes, capítulos y tramas, asumiendo personajes, hilando correspondencias, sospechas, traiciones y digiriendo emociones a dispararse o a encogerse en lo artificioso o lo verosímil. Lo fantástico y lo realista se asumen-consumen por igual, ya se trate de historias de dragones y guerreros o de sofisticadas corruptelas políticas. Las series actúan más que nunca sobre la voluntad de un público que ha perdido el criterio o que ignora la ontología más básica. El espectador doméstico se traga series de la misma manera que hace décadas tragaba televisión: lo que echen se ve y si no gusta de primeras, zapping al canto, que hay series y temporadas para rato. Las posibilidades ficcionales son múltiples y el público es incapaz de elegir claramente, tendiendo en general a lo novedoso y a lo fácil; sobre todo lo fácil, eso nunca cambia. Entre lo correcto y lo fácil se suele elegir la segunda opción; misterios humanos. Además, en este mundo, la paradoja es la ley: aquellos que criticaban los contenidos televisivos por vacuos, estúpidos y repetitivos, consumen ahora series de lo más insignificantes y carentes de originalidad, ficciones clonadas unas de otras y palimpsestos torpísimos, pobres e insustanciales. Así, aquellos que demonizaban el visionado de películas de larga duración como Shoa (8h), Al oeste de los raíles (9h) o Sàtàntangó (7h)... ahora se tragan series que duran de media unas 150 horas, tan ricamente, sin ningún tipo de queja. Curioso. Entonces me imagino que la cuestión no era la falta de profundidad o la abusiva duración, sino la distribución de ese contenido y ese tiempo que, al ser partido, se consume como pequeñas píldoras que palian el aburrimiento. Ya lo dijo Hitchcock: la vida es un trozo de pastel.

Me he permitido este pequeño prólogo para llegar a ese concepto tan confuso: aburrimiento, tan diferente de ese otro, olvidado y temido, llamado conocimiento. El cine, desde sus orígenes, ha bailado entre esas dos funciones antagónicas y por desgracia, la primera siempre ha sido mucho más popular y aplaudida, hasta tal punto que ha sido la gallina de los huevos oro desde su descubrimiento en el siglo pasado. En Hollywood saben perfectamente que la mayoría de las personas viven en una inercia incombustible y agotadora que se repite hasta el tedio y que la única fórmula que funciona a hechos prácticos es sacarles de su realidad para poder aliviarlos un ratito. Hoy vivimos en el paroxismo de esa idea. Después de más de un siglo de cine, el arte sigue sin desarrollarse en la pantalla. Al cine se le ha reservado ese fatídico destino llamado  espectáculo, término heredero del latinismo spectare, definido filológicamente como mirar o contemplar. Así, podríamos decir que el gran público pasa hoy la mayor parte de los ratos libres contemplando sin pensar, como aquel que mira el mar y confiesa tener la mente en blanco. En definitiva, el aburrimiento es un negocio y los temas impuestos por EEUU, son el único y omnipotente contenido. La ausencia de pensamiento crítico se demuestra en que el público se traga de igual manera una trama sobre la Casa Blanca, que una historia sobre un espía corrupto del FBI o el biopic de Abraham Lincon, cuando no es otro cuento sobre la guerra de Vietnam, sobre bandas de narcos afroamericanos o sobre los entresijos de los bomberos de Nueva York. Pero eso es otro tema. La cuestión es que Hollywood gobierna las ficciones y la gente se las traga dobladas, y cuando no se les ocurren a ellos, las compran y las versionan.
Ese fue exactamente el caso de The Office, una humilde serie británica creada por el cómico Ricky Gervais en 2001 y desarrollada en dos únicas temporadas de seis capítulos. El tono, muy inglés, dejaba traslucir brillos de perversidad cómica que fueron aprovechados por la mente norteamericana de Greg Daniels (Los Simpson, King of the Hill) para darle una vuelta de tuerca. 
En el 2005 se comenzó a rodar una versión idéntica pero ahora con actores norteamericanos, con los mismos guiones y tramas. La nueva miniserie conservaba las mismas características que la original: una empresa que vende papel, una oficina, unos vendedores y un travieso jefe que intenta divertirse con sus empleados para pasar el día. Ese, en realidad fue el planteamiento original de Gervais y el que aplicó a su serie, pues para Gervais, The Office UK no fue nada más que un chiste estirado en doce capítulos; una broma encarnada por un irreverente cómico travestido en oficinista. Sea como fuere, la versión norteamericana se deja en manos del talento de Steve Carell, otro cómico del que se pensó, podía reproducir la burlonería de Gervais a la americana: pero Carell no se quedó ahí. Algo se fue de madre en medio del proceso y la austera temporada piloto de Carell pasó la prueba con creces. Había algo nuevo en el personaje de Carell; ahí comienza la magia. 
Los creadores de The Office US ponen en marcha una serie que está basada, en realidad, en la trama más común de la vida occidental: una oficina de ventas y a su vez ponen en movimiento una máquina de imitación de la cruda realidad de millones de personas que viven situaciones similares a las de la serie. Todo es idéntico a la realidad y el pacto ficcional se rompe; la cuarta pared es demolida. El público sin darse cuenta, vive la serie como una ventana y no como una imagen. El espectador deja de mirar simplemente y empieza a empatizar con los personajes, que van formando el engranaje perfecto de una ilusión sublime. Julián Marías, como hace Platón en el Crátilo, explica en uno de sus ensayos que el término ilusión procede del latín illusio y a su vez del verbo illudere, cuya forma sencilla es ludere, derivado de la raíz ludus, que significa juego. Otras acepciones son divertimento, broma, burla, humillación y en algún caso particular, destrucción. La cosa es que a partir de la segunda temporada, Carell empieza a conseguir el beneplácito de la audiencia gracias a que el juego que establece es totalmente original e imprevisto.
Steve Carell encarna a un tipo llamado Michael Scott, jefe de una sucursal de Dunder Mifflin, una empresa nacional de fabricación de papel. Instalados en una nave industrial, él y su equipo trabajan de lunes a viernes vendiendo papel por teléfono. Hasta ahí todo normal. La cuestión es que Scott es un miserable o más bien un desencantado de la vida: es soltero (en contra de su voluntad), no tiene amigos y lleva metido en la empresa toda su vida. Nunca ha viajado, nunca ha tenido novia, nunca ha hecho nada más que estar allí metido, en ese lugar llamado Dunder Mifflin.
Su residencia en la Tierra es trágica, pero se niega a asumir que la causa es él mismo. El planteamiento de la serie es original por el hecho de que además de todo lo anterior -o tal vez producido por todo ello-, Scott es un hombre de una excentricidad apabullante, cuando no prodigiosa. Aparentemente es un jefe que hace bromas pesadas a sus empleados para divertirse continuamente. Nunca hay fin, nunca es bastante. Es un caprichoso, y Dunder Mifflin es su reino, el único lugar del mundo que conoce y que está dispuesto a conquistar. Scott impone sus propias reglas sobre la vida y sus empleados no tienen otra que soportarlas, pues su locura es un delirio que se lleva por fuera, una locura exuberante y carnavelesca que debe exhibirse para que sea eficaz. Para Michael Scott el negocio es secundario, lo importante es matar el aburrimiento de la vida que esclaviza las mentes y no deja imaginar: ésta, y no otra, es la idea que atraviesa y crece durante las nueve temporadas que acabaron componiendo The Office US. Scott no quiere morir triste y decide transformar la realidad para poder vivir. Y lo hace cada día de su vida, sin excepción, cada vez con más intensidad. Necesita contagiar su delirio a la normalidad que reina en el mundo, debe transformarlo todo para que cada hecho sea más absurdo que el anterior. No sabe hacer las cosas bien, no sabe relacionarse con la raza humana: es una especie de E.T., pero mucho más divertido y más raro si cabe.
En un principio, sus empleados le odian y le ridiculizan, pues creen que no es más que un cretino y un tipo demasiado tonto para ser su jefe, pero el espectador se va dando cuenta de que la serie no sólo es una comedia perversa basada en las relaciones laborales de una oficina, sino que es una fábula moderna sobre la imaginación y la expiación de un alma. Se diga lo que se diga, no existe una trama principal que no sea Michael Scott, pues él es la causa y la consecuencia de la serie, el norte y el sur de su éxito, aunque aparentemente sólo veamos a un bobo o a un egoísta confundido con casi todo y sobretodo con él mismo. Michael Scott mezcla la realidad y la ficción y juega con ella, con la conciencia de que alguien más (el espectador) sigue sus hazañas de cerca, hecho potenciado extraordinariamente, debido al tipo de filmación de la serie. Existe una cláusula nada gratuita que hace a The Office una experiencia distinta a otras comedias: durante las nueve temporadas, un equipo de técnicos graba la cotidianidad de la oficina con el pretexto de realizar un futuro documental sobre la vida laboral de Dunder Mifflin. Dicha pesquisa es aparentemente vacua y tangencial, pero estructura la realidad que crea Michael Scott como un metarelato en sí mismo, donde los personajes están atrapados por un ojo que sella sus vidas en imágenes, lo cuál concierne a sus emociones y a sus intimidades; ellos saben que les vemos y aceptan contarnos sus vidas. Este hecho d eautoconsciencia, hace que Scott saque todo su arsenal de showman, pues él se va imponiendo al espectador como una máquina de la sorna descontrolada y el chiste continuo que ralle el agotamiento. Su humor hiperquevediano, por no decir escatológico, sus comentarios racistas, su infantilismo desbordado, su absurdo ionesquiano, su irresponsabilidad, su ignorancia, su falta de tacto, su irreverencia, sus demoledores gags, sus obscenos comentarios sobre cualquier cosa y sobre todo, su poderosa voluntad de destruir el tiempo, hacen de Michael Scott un monstruo con un dulce secreto que nos conmueve; el monstruo nos conmueve y eso es lo más difícil. 
Con el progreso de la serie descubrimos al verdadero Scott, un hombre que confiesa no tener nada más en este mundo que esa vulgar oficina y esos pocos empleados a los que considera su familia. Scott ha inventado un mundo y está dispuesto a ir hasta el final del mismo, aunque sea fantástico, aunque exista solo en su mente… y lo va a secundar con el ingenio. Dijo Schopenhauer que sólo hay un error innato en el hombre: pensar que existimos para ser felices. Dice que es innato porque coincide con nuestra existencia, y todo nuestro ser es sólo su paráfrasis y nuestro cuerpo su monograma: no somos más que voluntad de vivir; la sucesiva satisfacción de todo nuestro querer es lo que entendemos por felicidad. Así, esa satisfacción nace en Scott del hecho de estar juntos, viviendo la tragedia de la vida, ofreciendo una sonrisa a la vulgaridad y el tedio que todo lo envuelve. Toda la voluntad de Michael Scott va dirigida a destruir mediante un juego personal, el velo de la tristeza y la maldición del  aburrimiento. La vida para él sólo es un show que debe celebrar la confusión hasta el infinito para sacarnos del letargo en el que nos vemos atrapados todos los días, en trabajos vulgares y automáticos, lejanos a las emociones de la vida y al espíritu del universo. Es cierto, sin alma estamos muertos y los edificios de oficinas son cementerios de gente que debe resucitar cada día. Así, Scott pretende salvarse y de paso llevarse de la mano a su empleados, para él los únicos seres por los que, aunque le odien, daría su vida. 

Hasta la séptima temporada, The Office narra la larga expiación del espíritu de Michael Scott. Luego, su personaje desaparece y con él la fantasía. Nadie pudo imaginar que sin él, la serie cambiaría radicalmente, y no sólo por un hecho superficial, sino por uno más profundo: la magia desaparece de la serie, el mago supremo se esfuma y todo su poder se desvanece. Sus sustitutos no son más que brujas malvadas y mentalistas indiferentes. La realidad vuelve a Dunder Mifflin y todos se dan cuenta, sobre todo el público. El factor fantástico se esfuma y el realismo se instala como nueva condición; el realismo vence ante la ausencia del ingenio. Durante dos tediosas temporadas, The Office se transforma en lo que quizás una vez se quiso que fuera: una serie cómica sobre relaciones laborales.
Pienso que The Office US es muy grande, tal vez la mejor serie entre los millones de series que hoy persisten en convencer al corazón del público. Habrá muchas más, no lo duden, pero será difícil superarla, pues The Office va más allá de la risa y más allá de la representación: es el gran circo de la propia vida, nosotros mismos frente a la verdad, sin poder comprenderla. Así,  la naturaleza, dice Lao Tse, se expresa raramente. 
The Office encarna ese lenguaje de signos indescifrables que encienden la emoción y la sensación de asombro que produce compartir una experiencia real, con seres reales, contradictorios, inocentes y prodigiosos. Sé que  finalmente me dirán que sólo se trata de una ilusión, un juego, una quimera, un desvarío, un sueño, un delirio, una ficción más… tal vez sea así, no les digo que no, pero permítanme que tenga mis dudas, mientras siga sintiendo que Michael Scott vive entre nosotros.