viernes, 30 de junio de 2017




UNA HISTORIA DE TAXISTAS Y PUTEROS
o
DE LA IMPORTANCIA DE
"BIENVENIDO MR. MARSHALL"
(1953)




En 1955 hubo un ridículo simposio en Salamanca al que se llamó “Las conversaciones de Salamanca”, con el objetivo de regenerar y fijar el inverosímil concepto de cine español. Allí se reunieron los pocos que en la península se dedicaban al oficio cinematográfico, junto a un grupo de intelectuales que defendían que el cine español debía corregir su paleto camino folclórico y encauzarlo hacia imaginarios quevedescos o cervantinos, hacia mundos gracianescos o machadianos. Y razón no les faltaba -es interesante imaginar películas de esta índole-, pero el problema es que excepto mínimas y milagrosas excepciones, en este país, ya mediado el siglo XX, nadie sabía nada de cine. Y cuando digo saber lo que quiero decir es que el cine no estaba entendido y se había asumido como un eficaz instrumento de propaganda y un negocio redondo para los primeros distribuidores que, en definitiva, son los que mantuvieron la mentira de eso que se ha seguido llamando "cine español". Un joven Juan Antonio Bardem, que asistió a las famosas conversaciones, finalizó su discurso con una verdad: El cine español está muerto, ¡Viva el cine español! 
En España, corre la truculenta leyenda de que el cine, a partir de los 40’, fue promovido por un putero y un taxista -verdaderos artífices de la industria que mantendré en el anonimato por pura decencia-, y que los primeros cines y el gran negocio de las películas en España, fue controlado por ellos. Visto así, no es tan grave pensar en la herencia y la consecuencia que eso deja para el presente. El Estado Franquista siempre defendió la existencia de una producción nacional y promulgó innumerables normativas, no sólo sobre censura, también algunas de índole proteccionista. Las cuantiosas subvenciones de producción emitidas por el Estado para el desarrollo del cine, eran utilizadas por los pocos productores y distribuidores habidos en aquel tiempo, para hacer películas baratas y tontas, que dejaban sus bolsillos repletos de dividendos. Aparte de enriquecer a taxistas y puteros, la Dictadura Franquista abrió en los años 40’ el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, con el objetivo de formar profesionales que fomentasen esa industria soñada del cine español e hicieran todavía más rentable el business del mediocre peliculeo nacional. Copleras, toros, castañuelas, panderetas, baturros y demás elementos, llenaban las pantallas de la gente, en películas torpes y vacías, destinadas como mucho, a ensalzar a estrellas populares que llenaban el metraje de secuencias musicales y chorradas varias. Pero no hay que equivocarse, lo que provocó ese tipo de producciones, no fue un intento de crear una falsa identidad nacional o de impulsar un caprichoso entretenimiento, sino una respuesta vulgar y repetitiva, llena de concesiones que bebía de Francia, Italia, Alemania y por supuesto, de EEUU. Eso sí, desde 1941, todas películas extranjeras tuvieron que ser dobladas obligatoriamente al castellano, por orden de la censura.
Incluso Hollywood tuvo que aparentar ser español, para que el cine español no existiese nunca.

No hay que olvidar que desde los orígenes del cine, ciertos cineastas hispanos ya habían demostrado un talento excepcional, como lo demuestran con creces los cortometrajes experimentales de Segundo de Chomón -aventajado discípulo y proveedor de Pathé-, Luis Buñuel con Un perro Andaluz (1929), La Edad de Oro (1930) y Las Hurdes (1933) o los primeros documentales de Carlos Velo. Poco más se hizo antes de la guerra, pero suficiente para un país tan abotargado y cerril como la España de principios de siglo XX. No fue suficiente la pobreza cultural de aquellos tiempos como para que en 1936 estallara la Guerra Civil y todo lo poco que se había conseguido, se fuera al traste, por no decir, al maldito carajo. Muchos historiadores del cine afirman que tras el desastre bélico, 1939 no sirvió como un punto de continuidad, como un momento de retomar las enseñanzas de los pocos cineastas que habían conseguido comprender el potencial del arte cinematográfico, sino para desarrollar el llamado pan y circo a través del cine; este es el punto en el que aparecen el putero y el taxista y, con perdón, la lían parda y sin perdón, fundan el desastre. 
Tendrán que pasar unos quince años para que aparezcan Luis García Berlanga o Juan Antonio Bardem -exalumnos del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas- y comiencen a jugar con ese cine populista y estrafalario y lo transformen en un artefacto artístico. Admirados por el neorrealismo de Rossellini y los films rusos, la sátira hiperrrealista de Vittorio de Sicca y la poética de las primeros films de Visconti, estos dos ingeniosos jóvenes escribirán un guión junto al dramaturgo Miguel Mihura, que se convertiría en el punto de partida de la extraña Bienvenido Mr. Marshall. Digo extraña, pues la película se ha convertido en un fetiche cultural y cuando esto ocurre, su presencia se hace eterna, aunque la obra no sea conocida más que por su fama. Pasa lo mismo con El Quijote, libro poco a nada leído en España, pero que cada cuál se jacta saber de memoria. Una pena. La cosa es que la película que al final dirigió Berlanga, es una suerte de obra irreverente, experimento y sátira social al mismo tiempo, entretenimiento y experimento en uno. La modernidad que despliega es comparable a cualquier talento internacional del momento y el concepto o la idea que fragua el film es de una sutilidad extrema y de un ingenio muy especial. La película se basa -como se basa el cine contemporáneo- en una sola ley: las normas no existen
Berlanga mezcla los arquetipos nacionales y los confronta, toma los clichés y los revienta, hace nacer el humor y vence. Antes de empezar a ver la película, uno se espera otra cosa, un más de lo mismo, un costumbrismo al uso, pero desde el primer segundo, no hay duda de que Berlanga y Bardem tenían claro que esa obra iba a ser distinta: se tomaron como protagonistas a Pepe Isbert, un actor conocido por el público desde 1912 (Asesinato y entierro de Don José Canalejas), a una estrella de la canción, Lolita Sevilla y a un exárbitro de boxeo, Manolo Morán, para ser los ejes de una historia colectiva y demente, de una sagacidad inusitada. La película comienza estableciendo una deconstrucción del pueblo, objeto a objeto, ilustrada por un narrador que va despiezando la materia de ese mundo imaginario donde habitarán sus personajes. Desde el inicio, las palabras del narrador hacen y deshacen las presencias, colocando y recolocando las piezas, plegando el relato a placer, demostrando un dominio absoluto de la realidad generada. Todo lo que se presenta es una fábula moderna, un cuentito de cristal que se dobla y que proyecta un espectro alucinante que va creciendo en riqueza y personajes, desarrollando una complejidad a partir de la sencillez. La narrativa dickensiana se mezcla con el terruño castellano, el hidalgo quijotesco se cruza con los poderes yankis, la sátira quevediana se une al musical de Minelli y los rostros buñuelianos de Las Hurdes, sonríen y bailan confabulados con la idea evanescente del dollar. No contaré nada más. La película es para verla y más de una vez. La impresión general es como estar ante una viñeta de Máximo o de Forges, pero en movimiento continuo. Es como si Berlanga hubiera cogido The Spanish Earth (1937) de Joris Ivens y la hubiera metido en una batidora con otras muchas cosas, no sólo españolas y hubiese conseguido un tutti frutti delicioso con el aspecto de un sencillo zumo de naranja.
Antes de terminar, me detendré en mi secuencia favorita: en un momento determinado, la película se detiene durante una noche y el pueblo se ve en silencio desde las alturas. La voz del narrador nos lleva hasta ciertos dormitorios y nos muestra los sueños de determinados personajes: el más especial es el de Pepe Isbert, el alcalde. Dentro de su mente, todo el pueblo se convierte en una película de John Ford. Todos los personajes hablan un inglés inventado y gruñen como trogloditas, hay peleas, botellas de whisky, sombreros y espuelas roñosas. También hay un barman y bailarinas que dejan entrever las bragas bajo las faldas, como si fuese un guiño a Jean Vigo. Hay una pequeña orquesta y decenas de mesas llenas de borrachos. Pepe Isbert es el sheriff y entre gruñido y gruñido, tendrá que enfrentarse a una especie de hermanos Dalton. La apropiación es sublime, el trasbase cultural es brutal. Mientras Franco inauguraba pantanos por el país, Berlanga instauró este tipo de puentes en el cine español, demostrando que todo era posible gracias a la voluntad y que las mutaciones eran el futuro del arte y que el humor -bien concebido- era una de las sendas inexploradas de este serio y soberbio país que se llamaba y que se sigue llamando, España. Este tipo de ingeniosas secuencias berlanganianas, anticipan gran parte del cine moderno que nacerá en los 60’ y los 70’. Apropiaciones, mutaciones y parodias. Nuevas rutas emergiendo de la nada. Aunque parezca exagerado decirlo, a veces siento que Bienvenido Mr. Marshall tiene algo que ver con Tarantino y que el personaje sordo de Pepe Isbert, es la semilla del maravilloso personaje de Twin Peaks, Gordon Cole, ideado e interpretado por David Lynch. Quién sabe, tal vez en algún momento secreto y silencioso, el trasbase cultural se invirtió y ciertas obras españolas influyeron en el imaginario colectivo, más allá de la península.