domingo, 12 de noviembre de 2017



AMOR RUSO

Cuarenta corazones, 1931
Lev Kuleshov
 y 
Mecánica del cerebro, 1926 
Vselovod Pudovkin 





La películas rusas de inicios del siglo XX se han petrificado en anodinas puntas de sílex para el gran público. Nadie puede negar que el fondo propagandístico y didáctico de la mayoría de ellas, ensucia el inocente lirismo que poseen en su esencia. Es cierto, también que la palabra comunismo, soviet o revolución se han transformado en tabúes o arcaísmos de un nivel tal que parecen haber existido desde hace miles de años, arrastrando el signo del mal, ignorando, nosotros, inocentes herederos del presente, que en otro tiempo encarnaban la idea de la felicidad. Hoy, todo lo que mantenga un tufo bolchevique es infravalorado y arrojado al olvido como mentira y basura, pero, ¿qué es el fascismo hoy, esa idea que gran parte de la sociedad tolera, sino un movimiento reformista y violento de idéntica naturaleza? La enorme avalancha de cine hipercapitalista al que se ve expuesto el espectador actual, supongo, le distancia aún más del tesoro que resucitan muchos de los films realizados en la vieja Rusia. Para entender la vía que propongo, hay que intentar ver con nuevos ojos estas bellas imágenes de los maestros soviéticos, apartándose del mensaje y la pedagogía, disfrutando únicamente del placer de lo que allí sucede entre luz y movimiento.
Otras veces, he propuesto visionar películas de Vertov o Einsenstein sin sonido, otras, he comentado maravillosas películas como La Felicidad (1932) de Medvedkin o Fascismo Ordinario (1965) de Romm. Las sensaciones son las mismas, al igual que sucede con películas como Stalker (1979) o Solaris (1972) del mistificado Tarkovski; el que lo vale, lo vale. El cine ruso clásico combinaba la artesanía con el talento artístico para recrear ilusiones de la vida imaginada, para fundar mundos ideales y sacar a los objetos de su cotidianidad, pues, ¿qué es el comunismo sino un maravilloso cuento fantástico? Sus narraciones se hicieron hiperbólicas y surrealistas, encarnando ese espíritu prerromántico tan en desuso en la actualidad. La fuerza procede de la vitalidad y la vitalidad en el cine sólo se consigue con pasión y sacrificio; sólo habrá que añadir una cámara y cualquier excusa será sinónimo de miedo. 
Todo esta filosofía de trabajo, los primeros cineastas rusos la llevaban tan interiorizada y comprendían tan bien que filmar consiste en transfigurar el mundo -poetizarlo para elevarlo-, que no les importaban los encargos de la dictadura. Les obligaban exaltar la realidad del país con panfletos dinámicos y ellos, en cambio, construían poemas, casi sin querer, dejándose llevar por el puro entusiasmo del cine; les encargaban culturizar al pueblo con nuevos conocimientos y ellos rodaban milagrosos documentales sobre la belleza. 
Lev Vladimirovic Kulechov -que nació el mismo año que Borges-, realizó sólo una gran película: Po zakonu (1926), un milagroso film de ciencia ficción. Fuera de eso, se vió obligado a realizar noticiarios, fábulas didácticas e incluso películas infantiles. En todas ellas, a pesar de las limitaciones de género, consiguió desarrollar una idea sobre el cine, una estética determinada, un pensamiento en imágenes. Cuarenta corazones (1931) es en realidad un panfleto político, un film de propaganda donde se instruye sobre cómo la figura del caballo acaba siendo el prototipo de las locomotoras y las fábricas, la fuerza del futuro. El campo y la ciudad, la voluntad de trabajo, el orgullo nacional de las gigantescas presas... El discurso comunista tiende a simbolizar los mensajes, a crear imágenes que sean más claras que las palabras para sellar sus ideas. Por eso los comunistas siempre fueron más efectivos que los fascios, pues comprendieron a la perfección la fuerza del relato cinematográfico, en contra de la fuerza de la violencia física; que también la hubo, pero también mejores películas. Hoy Kulechov es una leyenda por haber fundado el Laboratorio Experimental de Moscú donde se investigó activamente el lenguaje del cine y se desarrolló un conocimiento superior en sus usos. En su película Cuarenta corazones, Kulechov despliega su poder visionario y lo que en realidad debía haber sido un documento informativo, se transforma en un palimpsesto de recursos combinados con un ingenio sobresaliente. Animación, sobreimpresión de frases, de palabras, escenas espectaculares unidas a otras íntimas y parcas, movimiento, elementos naturales, estructuralismo irónico, planos fijos, recreaciones, actores no profesionales... la lista es interminable cuando se intentan describir las herramientas utilizadas y se siente su riqueza. Por supuesto que, visto de forma objetiva, es un coñazo, pero ya he advertido que este tipo de películas necesitan de una relectura, de un revisionado para ser apreciadas en su total valor, si no, te sales de la sala a la mitad.
En la misma vía, Mecánica del cerebro de 1926, es aún más rara. Se trata de un film de Vsevolod Pudovkin, uno de los grandes poetas del arte cinematográfico. Él también fue un especialista de la mezcla de géneros, de la creación de imágenes oníricas, de la concatenación de bloques de gloriosa luz. En Mecánica del cerebro construye un documental de animales, meramente didáctico, que acaba transformándose en un observatorio de experimentos que hoy ningún cineasta podría filmar. La ingenuidad de Pudovkin en cuanto a los contenidos que filma se basa en su falta de interés por los mismos. En esta época, él ya estaba mascando la producción de su obra maestra: Tempestad sobre Asia (1928). En ella practicará lo aprendido en sus ejercicios institucionales, creando un cóctel de aventuras, etnografía y como no, de un poco de propaganda. 
En definitiva, este diminuto acercamiento a la idea de filmación que desarrollaron los rusos hace ya más de un siglo, espero que sirva para recuperar un open mind sobre ciertas estéticas muy olvidadas, pero de un poder abrumador. No sólo debe imponernos respeto el mítico nombre de Einsenstein, sino sus películas, pues hay que verlas realmente. Hay que familiarizarse más con la obra tanto de Kulechov como de Pudovkin, con la de Vertov como con la de Kosintzev, con la de Trauberg y por supuesto, con la de Aleksandr Dovjenko. Este último también hizo mayoritariamente documentales de guerra, entre los cuáles pudo terminar su impecable y emocionante Zemlia (1930) o su sin igual Miciurin (1949). Todos los países han tenido su época dorada de cine: los años 10' en Francia, los 20' en Inglaterra, los 30' en Rusia, los 40' en Alemania, los 50' en EEUU e Italia, los 60', de nuevo en Francia, de nuevo en Italia, los 70' en Latinoamérica y países del Este, los 80' en Grecia, los 90' en Irán y en el siglo XXI, el despertar asiático que a estas horas flojea y se dispersa en islas por el mundo, donde concretos directores hispanos y tailandeses tal vez conserven la promesa del cine futuro, la poesía por siempre.















jueves, 2 de noviembre de 2017



FANNY Y ALEXANDER
(1982)

Ingmar Bergman

"Cualquier cosa puede pasar, todo es posible y probable. 
El tiempo y el espacio no existen. Sobre la frágil base de la realidad
la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas,
nuevos destinos."



De las setenta obras de Bergman, sólo treinta y ocho fueron rodadas en cine, las demás se ejecutaron para la televisión, con menores presupuestos y de alguna manera, con otras ambiciones; si alguna vez Bergman tuvo una ambición, ésta sólo fue el hecho mismo del cine, el misterio de las sombras. El espectador común no versado en la obra del todopoderoso cineasta sueco, suele conocer ciertas obras clave como Un verano con Mónica (1953), El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), Persona (1966) o Escenas de un matrimonio (1974). Esta ridícula síntesis fílmica, suele ser el sostén de la idea general que se mantiene sobre el cine de Bergman: un cine denso, aburrido, de temas religiosos, ritmos lentos y ambigüedades varias. Sin negar esa percepción algo superficial, sobre la obra de uno de los artistas más relevantes del arte cinematográfico y pasando por alto las ideas preconcebidas que la cultura occidental ha cimentado sobre sus películas, me gustaría centrar el texto presente en la más desconocida de sus obras maestras, quizá la mejor; espero transmitir que no es ningún capricho elevar Fanny y Alexander a la categoría de obra suprema del cine bergmaniano, sino una evidencia tal, que se hace justificado explicarla.
Fanny y Alexander es la última película filmada por Bergman para ser exhibida en salas y por eso, de  manera deliberada, representa la síntesis final de su cine. Ninguna otra de sus obras recoge todos sus temas y soluciona sus problemas mejor que ésta: la historia de una familia liberal de actores, rica y alegre, le vale al sueco para embarcarnos en un viaje inmóvil hacia la imaginación; sustento primordial del arte. A través de una selva de personajes, acabaremos conociendo a Alexander, un niño soñador que vive en una burbuja de alucinaciones relacionadas con sus deseos y emociones. Su mente va entendiendo que el mundo es una bola de barro que puede moldearse al antojo del ingenio y las palabras, de las máscaras y las marionetas. La verdad y la mentira pierden su significado académico y las formas cobran vida ante sus ojos e incluso los espíritus de los muertos le visitan para comunicarle sus mensajes. Debido a la muerte de su padre, Alexander, junto a su hermana Fanny, emprenderán un viaje hacia la oscuridad, donde conocerán el mal, encarnado en un obispo protestante de hábitos tenebrosos e inquisitoriales, convertido en su padrastro.
La primera parte de la película posee una influencia felliniana brutal, imprimiendo en sus escenas un humor desconocido en la mayor parte de su filmografía. La naturalidad sale del drama y la psicología flota por el aire; simplemente vemos a una familia pasando las navidades. La segunda parte vira hacia el cine de Dreyer y la austeridad de Bresson. El film, hasta ese momento invadido de un omnipotente color rojo, se torna en gris y en sombra, en frío y tristeza, en el sonido de una flauta dulce que en realidad es terrorífica. Por eso el film es tan rico, pues de una historia costumbrista y festiva, pasamos a un relato digno del Conde Drácula. La presencia del obispo es tan siniestra y destructiva, que se nos olvidan los amables y risueños personajes que conforman la familia Ekdahls, la feliz familia de Alexander. Dentro de una enorme catedral, Alexander y su hermana deberán sufrir todo tipo de castigos y pesadillas. Pero en ese momento, en el que parece que la tragedia va a volver a reinar, algo maravilloso ocurre y un encantador rabino amigo de los Ekdahls, se las ingeniará para resolver el conflicto y dar una nueva deriva al relato; el horror se convertirá en un poema homérico que convertirá a la sombra en sueño. A partir de entonces, la película se metamorfosea, viaja a través de los géneros, los tonos, los ambientes, las luces... y llegará a inquietantes momentos oníricos que comparten virtudes con las mejores escenas de Blade Runner, también estrenada en aquel año de 1982. Fanny y Alexander trata de un viaje de la luz a la sombra y el retorno de las sombras al mundo de la imaginación. Quizá ese color rojo de la casa familiar simboliza el poder de ese estado mental entre los sueños y las formas, entre el bien y el mal, entre los vivos y los muertos. "Todo está vivo, todo puede cobrar vida" le advierten a Alexander; vivir dentro de la gratificante ilusión del arte, de su emoción y su belleza será la única defensa ante un mundo cada vez más corrupto y sádico. Toda la película trata de esa alegoría, todo el cine de Bergman no es más quizá, que eso: un escudo para combatir la fatal banalidad de los hombres.