jueves, 2 de noviembre de 2017



FANNY Y ALEXANDER
(1982)

Ingmar Bergman

"Cualquier cosa puede pasar, todo es posible y probable. 
El tiempo y el espacio no existen. Sobre la frágil base de la realidad
la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas,
nuevos destinos."



De las setenta obras de Bergman, sólo treinta y ocho fueron rodadas en cine, las demás se ejecutaron para la televisión, con menores presupuestos y de alguna manera, con otras ambiciones; si alguna vez Bergman tuvo una ambición, ésta sólo fue el hecho mismo del cine, el misterio de las sombras. El espectador común no versado en la obra del todopoderoso cineasta sueco, suele conocer ciertas obras clave como Un verano con Mónica (1953), El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), Persona (1966) o Escenas de un matrimonio (1974). Esta ridícula síntesis fílmica, suele ser el sostén de la idea general que se mantiene sobre el cine de Bergman: un cine denso, aburrido, de temas religiosos, ritmos lentos y ambigüedades varias. Sin negar esa percepción algo superficial, sobre la obra de uno de los artistas más relevantes del arte cinematográfico y pasando por alto las ideas preconcebidas que la cultura occidental ha cimentado sobre sus películas, me gustaría centrar el texto presente en la más desconocida de sus obras maestras, quizá la mejor; espero transmitir que no es ningún capricho elevar Fanny y Alexander a la categoría de obra suprema del cine bergmaniano, sino una evidencia tal, que se hace justificado explicarla.
Fanny y Alexander es la última película filmada por Bergman para ser exhibida en salas y por eso, de  manera deliberada, representa la síntesis final de su cine. Ninguna otra de sus obras recoge todos sus temas y soluciona sus problemas mejor que ésta: la historia de una familia liberal de actores, rica y alegre, le vale al sueco para embarcarnos en un viaje inmóvil hacia la imaginación; sustento primordial del arte. A través de una selva de personajes, acabaremos conociendo a Alexander, un niño soñador que vive en una burbuja de alucinaciones relacionadas con sus deseos y emociones. Su mente va entendiendo que el mundo es una bola de barro que puede moldearse al antojo del ingenio y las palabras, de las máscaras y las marionetas. La verdad y la mentira pierden su significado académico y las formas cobran vida ante sus ojos e incluso los espíritus de los muertos le visitan para comunicarle sus mensajes. Debido a la muerte de su padre, Alexander, junto a su hermana Fanny, emprenderán un viaje hacia la oscuridad, donde conocerán el mal, encarnado en un obispo protestante de hábitos tenebrosos e inquisitoriales, convertido en su padrastro.
La primera parte de la película posee una influencia felliniana brutal, imprimiendo en sus escenas un humor desconocido en la mayor parte de su filmografía. La naturalidad sale del drama y la psicología flota por el aire; simplemente vemos a una familia pasando las navidades. La segunda parte vira hacia el cine de Dreyer y la austeridad de Bresson. El film, hasta ese momento invadido de un omnipotente color rojo, se torna en gris y en sombra, en frío y tristeza, en el sonido de una flauta dulce que en realidad es terrorífica. Por eso el film es tan rico, pues de una historia costumbrista y festiva, pasamos a un relato digno del Conde Drácula. La presencia del obispo es tan siniestra y destructiva, que se nos olvidan los amables y risueños personajes que conforman la familia Ekdahls, la feliz familia de Alexander. Dentro de una enorme catedral, Alexander y su hermana deberán sufrir todo tipo de castigos y pesadillas. Pero en ese momento, en el que parece que la tragedia va a volver a reinar, algo maravilloso ocurre y un encantador rabino amigo de los Ekdahls, se las ingeniará para resolver el conflicto y dar una nueva deriva al relato; el horror se convertirá en un poema homérico que convertirá a la sombra en sueño. A partir de entonces, la película se metamorfosea, viaja a través de los géneros, los tonos, los ambientes, las luces... y llegará a inquietantes momentos oníricos que comparten virtudes con las mejores escenas de Blade Runner, también estrenada en aquel año de 1982. Fanny y Alexander trata de un viaje de la luz a la sombra y el retorno de las sombras al mundo de la imaginación. Quizá ese color rojo de la casa familiar simboliza el poder de ese estado mental entre los sueños y las formas, entre el bien y el mal, entre los vivos y los muertos. "Todo está vivo, todo puede cobrar vida" le advierten a Alexander; vivir dentro de la gratificante ilusión del arte, de su emoción y su belleza será la única defensa ante un mundo cada vez más corrupto y sádico. Toda la película trata de esa alegoría, todo el cine de Bergman no es más quizá, que eso: un escudo para combatir la fatal banalidad de los hombres.




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