jueves, 21 de diciembre de 2017


Aguirre, der Zorn Gottes
(1972)

Werner Herzog 


Debido a mi origen, siempre creí 
ser el inventor del cine.
W. H.

La delicia de los años 70' es infinita. Cuando uno se zambulle en las obras capitales de esa época numinosa, cabe preguntarse por qué, casi medio siglo después, estas obras siguen manteniendo su fuerza original y un hipnótico magnetismo que irradia en la actualidad los mejores trabajos de los cineastas más interesantes del panorama cinematográfico del presente. 
Werner Herzog siempre fue un artista de un valor impecable. Desde sus inicios, abordó el mundo de la representación y del curioso arte del sellado de sombras, de una manera transversal, despistando al personal desde sus primeros gestos, incidiendo de una manera más que ambigüa, tanto en el ámbito de lo visual como en el de lo mental. Antes de estrenar Aguirre, la cólera de Dios, Herzog ya había realizado dos de sus mejores trabajos: la épica Lebenszeichen (1968) y la curiosísima Massnahmen gegen Fanatiker (1969). La obra del bávaro siempre ha sido una búsqueda de sentido, una advertencia sobre la insignificancia de la vida y un asombro ante sus prodigios. En 1964, Herzog, ávido lector, descubre la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y se obsesiona con adaptarla. Para ella cuenta por vez primera con Klaus Kinski, el controvertido y narcisista intérprete que llevaría al paroxismo elarte del rostro. La cara d eKinski se transforma en la película en un imán flotante que atrae la luz. Uno de los misterios más poderosos del cine es ese, el de la fotogenia, el de ciertos efectos químicos de la luz sobre la materia o mejor dicho, sobre ciertas superficies o paisajes. El rostro de Kinski es un paisaje de oscuridad, un lugar francamente poderoso que absorbe como un remolino diabólico todo lo que le circunda. No es extraña la fascinación que Herzog encontró en dichas facciones y cómo su poder conquistó el film por completo. Después de ver la película, uno intenta recordar algo, pero la mirada de Kinski nubla la memoria. La bendita ridiculez de la existencia se rebela en sus expresiones, en sus mínimas palabras como si se tratase de una puerta hacia otro mundo, como si se estuviese contemplando a un ser sobrenatural. Herzog escarva en la obsesión y en el sentimiento de trascendencia hasta conseguir despojarse del relato y la historia, quedándose sólamente con el viaje abstracto de una voluntad a la deriva, metáfora explícita de su personal idea sobre la creación. Desde sus inicios Herzog es consciente de la confusión en la que se ve inmerso el arte y por eso lo embarca sobre unos pobres troncos hacia la muerte dulce y segura. Pero lo importante no es el final sino el transcurso donde ocurren las contradicciones, los sueños y las pasiones, donde la mentira perturba las almas, donde el lenguaje construye aventuras y traiciones, donde lo perverso se abraza a la belleza, donde la noche se ilumina para mostrar la verdad. Herzog posee la extraña virtud de invocar el caos y de convencerle de que se quede quieto unos segundos suficientes para sellarlo, para mostrar lo inefable, para hacer brillar lo oculto y llegar a la abstracción de lo real donde la ilusión y por tanto lo mágico, se hace visible. Herzog no es un mago, sino un cazador furtivo que mora en lo marginal, que camina sobre las singularidades de lo real y las invita a formar parte de una instantánea eterna y catártica.
Aguirre, la cólera de Dios es un film antinatural y antirousseniano, una obra que se desliga de la tendencia banal y que se encomienda a una estrella desconocida que sólo garantiza una fascinación. Por eso Herzog se detiene muchas veces en el transcurso del rodaje, crea una pausa donde los personaje miran al público para demostrar que son reales, que existen, que son inmortales, seres de otra realidad que miran la sala oscura. Allí nace la conciencia de las películas de Herzog, su ambiguedad, su extrañeza. Uno ve sus imágenes y se emborracha de vitalidad, del río cayendo sobre la imagen, de los animales ahogándose en la selva, escapando de la locura de los hombres, huyendo de la calamidad de sus deseos, de sus crueles delirios y de su estúpido afán de poder. El hombre es un ser antinatural y Herzog lo demuestra metiéndonos y sacándonos de la ficción de una forma orgánica, acultural, deformadora, insistiendo en desnudar a las apariencias para limpiar de confusión la mirada y acceder al acontecimiento puro. Herzog crea la película para abandonarla a su suerte, para ponerla en marcha y hacerla vivir su propia aventura, la que tenga que vivir, la que le sea posible. Kinsi es el alter ego de Herzog y el director sabe desde un principio que debe conseguir su total confianza para después poder traicionarlo, abandonándole junto a los monos de la desidia. Kinski no sabe nunca qué va a ocurrir, cree que ha vencido -igual que su personaje- pero su destino está en manos de aquel que filma desde la orilla, observando simplemente el destino inminente de una catástrofe anunciada. Desde principios del siglo XX, el arte se vió una de sus mayores encrucijadas y muy pocos fueron los que inventaron nuevas e ingeniosas salidas ante la catalepsia estética y espiritual. Herzog conduce a todos sus films hacia la ruina pues cree en el infinito poder de la podredumbre y de lo inhumano. Llegar más allá del hombre para llegar al hombre.
Alguien silba una canción en la selva y sólo lo inhumano puede apreciar su belleza, su realidad. Esa música abstracta es aquello que serena a las almas terribles de lo humano, que devuelve el espesor al sentido, la verdad al arte.





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