sábado, 31 de marzo de 2018



LA STRADA
(1954)

Federico Fellini




"Pensaba que no daba la medida de lo que debe ser un director de cine. Me faltaba el gusto por el engaño tiránico, la coherencia la pedantería, la capacidad para poder rendir y tantas otras cosas, pero sobretodo me faltaba autoridad. Todo esto estaba ausente de mi temperamento. Desde niño fui alguien cerrado, solitario, alguien al que fácilmente se le puede herir, vulnerable hasta el desmayo. Y sigo permaneciendo, a pesar de lo que la gente piense, muy tímido. Todo esto, ¿como se podía combinar con las botas de montar, el megáfono, los gritos... armas tradicionales del cine?"

F.F.


Gelsomina, Gelsomina, suena en el pueblo del corazón cuando el circo llega y ofrece una posibilidad de escapar del infierno de lo humano. Durante los años 20', un niño italiano de Rímini, sueña en salir de la ciudad y llegar a Roma; para él, el gran circo de su mente. Mientras tanto, escribe y dibuja sus anhelos y espera impaciente visitar el circo que se está instalando a las afueras del pueblo. Allí, dentro de la carpa de los sueños, la vida llega a ser una canción. Es hermosa porque le libera de la jaula y el niño, se va corriendo por la playa con un ramillete de sueños atados a la espalda. Gelsomina, Gelsomina: escúchala siempre que estés triste o perdido, me dice ese niño, pues eso es lo que aprendió de memoria en su infancia, una melodía para poder sobrevivir sobre las olas, cuando viene el frío y todo desaparece. Lejos de la playa, lejos de la orilla, donde no te dejan ser más un niño, es terrible respirar y allí es imposible sobrevivir sin acordarse de esta canción. Pero el niño sabe que Gelsomina sobrevive en el aire aún cuando acaba el espectáculo, allí donde transcurre todo lo demás. En el cine de Fellini, cuando el circo pasa, la infancia regresa, la esperanza se renueva, la ilusión crece. Y no sólo le ocurre a él, sino a otros cineastas como Alexander Kluge (Artistas en el circo: perplejos. 1968), a Elia Kazan (Man on a Tighrope. 1953) o a Frank Capra (Rain or Shine. 1930). No es fácil vivir esperando una nueva función, ya que todo se empeña en ser brutal y zafio y se va olvidando la canción; dentro de la carpa habitan los milagros y los días más bellos. Por eso, La strada es un milagro prodigioso, un gesto dirigido hacia la sensibilidad de la arena, del aire, del suelo, de la vida del amor: "Son distancias astronómicas las que separan a los hombres; unos y otros viven juntos sin darse cuenta de su estado de soledad, sin que jamás entre ellos se entablen verdaderas relaciones". La strada no es una película común, sino un silbido vagabundo que lucha por ser escuchado, una mirada sincera que te llena la boca de tesoros incalculables. La strada suena como ninguna otra cosa en el mundo, porque en sí, Gelsomina es la vida; escuchar su trompeta, es escuchar a un ángel hablando de la belleza. Así, Fellini reinventa el argumento de J. M. Barrie o digamos que lo versiona (pues Peter Pan también es un ángel), ensalzando sus dos elementos más importantes: la inocencia y la oscuridad de la vida: "Todas mis películas giran alrededor de esa idea. Muestran un mundo sin amor, en el que un ser insignificante quiere dar amor y vive para el amor". 
Fellini coloca un sueño en medio de la nada, le azota con una rama para que despierte y entonces, empieza el espectáculo. Federico Fellini posee un látigo invisible que en realidad es una sinuosa serpiente que inocula una poderosa imaginación a los seres que acaricia. El látigo de Fellini es un arma de ternura y de locura al mismo tiempo, es un canal donde se sostienen ciertas ilusiones dotadas de una peculiar naturaleza. En La strada, Fellini nos abre una de ellas, desnudándola de par en par, mostrando un fragmento de su más preciado secreto: un ser llamado Gelsomina. Ocurre algo similar con la película de Chaplin, El circo (1928) la cuál le sirvió al londinense para no suicidarse en un momento crítico de su carrera. Al igual que Fellini, Chaplin recurre al circo para rescatar al amor de las garras corruptas del mundo. A través de este film, Charlie Chaplin nos mostrará por primera vez su amargura, su oscuridad, pero también recobrará su titánico ánimo por proteger la esencia del cine. 
"Gelsomina, Gelsomina"; repetir ese nombre es como invocar la felicidad de ver algo vivo, de sentir a un corazón palpitar; un animal prodigioso bailando sin más, dando cuerda al infinito tiovivo del mundo. No hay nada igual que La strada en todos sus niveles, ni siquiera dentro de la propia obra de Fellini se puede hallar algo tan puro. De hecho, años después, estrena Las noches de Cabiria (1957) una fábula alquímica sobre una hipotética Gelsomina más basta, más escéptica, pero igual de hermosa, igual de sorprendente, con momentos líricos dignos del mejor film imaginado; pero en ella el circo ya ha pasado y su vida se ve envuelta de una dolorosa pesadilla. Por su parte, La strada se presenta como un oasis infinito en medio de aquel desierto que comenzó a ser la estética neorrealista: "El neorrealismo representó un enorme impulso, una indicación verdaderamente sagrada y santa para todos. Pero trajo consigo una confusión muy grave. Si su humildad ante la vida debía continuarse también ante la cámara, entonces ya no se necesitaban directores. Y, sin embargo, para mí el cine se parece mucho al circo". El neorrealismo nació y murió en Rossellini como Gelsomina nace y muere en La strada, nace y muere en Fellini. No hay más que hablar, sólo escuchar la melodía que también sedujo a Bergman (Noche de circo. 1953), Allen (Sombras y niebla, 1991) o Todd Browning (Freaks. 1932) donde la oscuridad y la inocencia vuelven a confluir para ofrecer un brillante secreto. Cuando contemplamos un cometa en el cielo, no nos da tiempo a verlo y anunciarlo a la vez y así, sin duda, es como ocurre con la La strada, ese ser invisible y mudo parecido a la música (Fellini filmaba como un compositor), efímero y sobrecogedor que devuelve a la humanidad su sentido, su olvidado significado; asombrados por sus imágenes, no podemos articular palabra. Gelsomina es una luz que nunca más se repetiría, a no ser por los extraños dones del cine, donde los fantasmas vuelven a la vida y las canciones regresan del silencio. Por eso tal vez, Fellini rodó Los Clowns (1970), para que últimos circenses vivieran para siempre. No hay nada como La strada, no hay nada como ese solo de trompeta que nos lleva al otro lado de la galaxia para que nos veamos temblando ante lo puro, ante lo humilde, ante el aire actuando solo para nosotros, devolviéndonos aquello que la vida real nos roba. Joris Ivens quiso filmar aquello que vive en el viento (Une histoire de vent, 1988), porque sabía que el aire se llamaba Gelsomina, sinónimo de la existencia, de la elevada vida de los espíritus nobles. Si hubiera podido, Marcel Duchamp hubiera convertido a Gelsomina en un tierno ready-made al que hubiera bautizado como "Respirar, nada más". 



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