martes, 17 de abril de 2018



FRANKENSTEIN

(1818 - 1931)




[...] no hace falta tu muerte, ni la de ningún otro hombre, 
para que concluya la serie de crímenes y se cumpla 
lo que se debe cumplir, pero sí hace falta la mía.

El monstruo


La historia es bien conocida: un científico loco, obsesionado con la creación de la vida, roba cadáveres en los cementerios durante las noches ayudado por su criado. En su laboratorio, el científico descuartiza los cuerpos y elige los miembros más adecuados con el objeto de construir una nueva criatura. Cierta noche, el doctor encomienda una importante misión a su criado: conseguir un cerebro humano para completar la obra, pero el ayudante comete una grave equivocación al hurtar los sesos de un criminal. Sin advertirlo y tras colocar todo en su sitio, el doctor expone a su criatura a una poderosa tormenta que dotará de vida al nuevo ser mediante el milagro de la electricidad. El éxito del experimento será en sí mismo, el conflicto de la trama: la criatura, al despertar convertida en monstruo, se escapará del laboratorio y empezará a asesinar almas inocentes de forma indiscriminada, sembrando el horror a su paso. 
Como ya habrán adivinado, se trata del famoso argumento que inventó la escritora romántica Mary Shelley, en los inicios del siglo XIX o mejor dicho, el argumento que el público en general cree a pies juntillas que escribió la brillante londinense. Lo digo, no por meros rumores, sino por experiencias objetivas: en cierta enciclopedia popular, buscando en la sección F, la palabra Frankenstein se define como: “médico que consigue construir un cuerpo carente de alma”. El motivo de que esta definición y el argumento narrado en las líneas anteriores existan, procede de que la leyenda de Frankenstein más conocida fue escrita por los guionistas Garret Fort y Francis Edward Faragoh, apartándose de forma deliberada del texto original. El jefe del departamento literario de la Universal, Richard Schayer, era un gran aficionado a los cuentos de terror y admiraba películas como Metrópolis (1927) o El Golem (1915). Schayer, que conocía la novela de Frankenstein, convenció a Carl Laemmle de que la historia de Shelley poseía un gran potencial; creía que era un material digno de un memorable éxito. Así, Laemmle, encargó al director Robert Florey (Coconuts, 1929 o The beast with five fingers, 1946) una adaptación con Bela Lugosi que fue suspendida en las primeras pruebas a causa de la insoportable egolatría del actor húngaro. Para sustituirle, se contrató al inglés Boris Karloff (William Henry Pratt) y se completó el reparto con Colin Clive como científico loco y Dwight Fry como ayudante jorobado y perturbador, en un film envuelto de una lúgubre decoración neoexpresionista. Hasta aquí el mito, el mito que creó la Universal. El resultado: Frankenstein, the man who made a monster, estrenada en 1931, la cuál se convirtió en el modelo que ha pervivido hasta nuestros días. El método de adaptaciones de la industria hollywodiense siempre ha funcionado por el sistema de sustitución: fusilan las obras originales y las transforman en engendros tan irreconocibles que acaban siendo suyos. Una de las obsesiones norteamericanas es la de reescribir la historia; el trauma surgido a partir de una carencia suele desembocar en paranoia: el producto de la alucinación creada por EEUU desde el final de la 2º Guerra Mundial, es la actualidad misma. Su arma de propaganda más efectiva sigue siendo Hollywood y apoderarse de la cultura es uno de los métodos más maquiavélicos de conquistar el mundo (parafraseando: EEUU, the country who made a monster). El dilema comienza cuando la cultura invasora, o tergiversadora, es muy inferior -por no decir vacía- a la original y esto crea un desfase que sólo lleva a la confusión y por ende, a la indiferencia, a la pérdida del sentido, en definitiva, a una profunda crisis humana. Con dicha idea, volvemos a Mary Shelley y a la razón verdadera por la que escribió Frankenstein, o el moderno Prometeo -fíjense en la diferencia sustancial entre el subtítulo que eligió Whale y el de la autora romántica-, lo que aclarará muchas dudas sobre mi presente exposición.
Isaac Asimov, que sabía de casi todo, también sabía mucho sobre mitología, por eso es él quien explica con gran claridad la historia de Prometeo. Él, Epimeteo y Atlas eran titanes y hermanos, hijos a su vez, del titán Jápeto. Epimeteo y Prometeo eran dos caras de la misma moneda: el primero era alocado y muy poco previsor, el segundo, dotado de templanza y de una naturaleza sibilina, capaz de predecir ciertos acontecimientos. Durante la guerra entre los dioses olímpicos y los titanes, Prometeo vaticinó a su hermano la derrota y el futuro castigo de los titanes, por lo que ellos dos fueron los únicos que se salvaron de la condena eterna de los de su clase. Acabada la batalla, Zeus ordenó a Prometeo la difícil empresa de crear a los hombres. El resultado no convenció al soberbio dios tronante que decidió acabar con la humanidad mandando un enorme diluvio. Anticipándose, Prometeo ordenó a su hijo Decaulión que construyera un navío y se escapase con Pirra, la hija de Epimeteo; o lo que es lo mismo, Adán y Eva antes de Adán y Eva. Pasado el desastre, los dioses olímpicos dejaron a su suerte a los hombres, convirtiendo la vida terrenal en algo miserable y puramente salvaje. Prometeo acudió a los hombres y les enseñó ciertas artes y ciencias necesarias para sobrevivir y desarrollarse; como gesto sagrado les regaló el fuego, lo que representó una auténtica traición a la confianza divina. Como respuesta, Zeus y los dioses crearon a Pandora, la mujer más perfecta del mundo, que acabó casándose con Epimeteo a pesar de la desaprobación de su hermano, quien ya sospechaba las intenciones de Zeus. Para casarse con Pandora, Epimeteo estaba obligado a guardar una jarra regalada por los dioses que Pandora nunca podría abrir. Pero ya se sabe, la curiosidad mató al gato y un tiempo después, Pandora no pudo contenerse, destapó la jarra y de ella salieron todos los males que hoy siguen afligiendo a la humanidad. Lo único que no salió fue la esperanza. El final de la historia narra el castigo que sufrió Prometeo: vivir crucificado en lo más alto de las montañas del Cáucaso, herido y atacado eternamente por un águila. Aquel que viola los secretos sagrados de la naturaleza es castigado a sufrir un interminable infinito de dolor.
Me he extendido en la descripción del mito, pues me parece esencial entender los matices y desentrañar la ontología del mismo para vislumbrar de forma más sencilla dónde nace -culturalmente- la idea de Mary Shelley y en definitiva, comprender a la criatura del doctor Frankenstein. 
Mary Wollstonecraft Godwin, de naturaleza soñadora y evasiva, fue la hija de dos famosos escritores británicos del siglo XVIII -William y Mary-. En 1814, a los diecisiete años, se casó con el ilustre e indomable P. B. Shelley y con él se sumergió en la literatura y en el mundo de lo sobrenatural. La joven pareja vivió una existencia trágica y nómada, inmersa en la poesía y el láudano, en el exilio y la miseria, ocupados en celebrar la idea de la libertad del espíritu, hipnotizados por el ideal de la belleza del mundo. A pesar de ello, la ya Mary Shelley, tuvo demasiados abortos y demasiados hijos muertos para poder enfrentarse a la realidad; su madre también había muerto durante el parto y en 1820, su marido moriría ahogado en el lago italiano de La Spezia. En 1831, Mary Shelley escribió un prefacio a su obra Frankenstein o el moderno Prometeo, donde confesaba el misterioso preámbulo de la creación del texto. Parece ser que en en el verano de 1816, ella y su marido visitaron Suiza y conocieron a Lord Byron. A pesar de la temporada estival, el tiempo no acompañó y pasaron muchos días metidos en casa, lo que propició un tiempo idóneo para leer una extensa colección de cuentos de fantasmas que cayó en sus manos por casualidad. Ella, su marido Percy, Lord Byron y el también escritor gótico John Polidori, para distraer al aburrimiento climatológico y dar una salida al imaginario tormentoso que habían creado en sus mentes las historias de terror, propusieron entre todos un juego: escribir un cuento cada uno, con el objetivo de adentrarse en territorios vedados de ellos mismos, lo cuál, fue plasmado en la mareante película Gothic de Ken Russell, donde se muestra al grupo viviendo momentos de delirio, orgía y horror que distan de las fabulosas jornadas estivales que muchos biógrafos describen como meramente literarias. Según los recuerdos de la escritora, Byron y Percy acabaron componiendo piezas líricas siniestras, pero poco ajustadas a lo acordado; se deja traslucir que no se lo tomaron muy en serio. Por su parte, Polidori comenzó un relato que dejó inacabado sobre una mujer con cabeza de calavera y finalmente Mary, fue la última en entregar su cuento, pues no sabía muy bien qué escribir. Los demás la presionaban; su marido, como siempre, la estimulaba para que escribiera. En aquellos días, ella andaba preocupada por la nada, por el vacío que encontraba en su cabeza; quería inventar una historia totalmente original, sin apoyarse en ningún otro elemento, pero día tras día se desesperaba sin tener una sola idea. Entonces, una noche tuvo una pesadilla y todo cambió. Los cuentos de terror que había leído, sumados a los experimentos de Darwin, junto al galvanismo -hechos muy populares de su época-, dieron forma a la reveladora pesadilla, filtrada a través del mito prometeico y su personal concepción de la muerte (y de la vida). Así fue como Mary Shelley entendió lo básico de la creación: lo importante no es el vacío, sino el caos. El artista es aquel que vislumbra las posibilidades del azar y las combina con su propia experiencia, pues como afirmaba su marido: los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo. Por primera vez Shelley entendió lo que sentía su marido cuando escribió su poema Ozymandias (1918) o más tarde, el Epipsichidion (1821). En cierto momento del prefacio, imagino que ante las dudas de la autoría por parte de la crítica de su época, Shelley afirma que su marido no tocó ni un ápice de la historia, aunque sorprendentemente confiesa en una breve sentencia que el texto final fue escrito, en realidad, por Percy. Más de un siglo después no sabemos si dicha confesión nace de una falsa modestia inexplicable o de un intento de sublimar aún más la gloria de su marido. Lo que está claro es que Mary Shelley tuvo que optar entre la pena y la nada y que eligió la pena. Lo digo pues el mito real del doctor Frankenstein trata de eso, de la enorme tristeza que siente la escritora ante el hecho de la muerte. En la novela, el doctor Frankenstein es un prometedor estudiante de medicina nacido en una poderosa familia suiza en la que reina el amor. El destino se lleva a su madre y el joven se obsesionará con descubrir un método para devolver la vida a los hombres. Él solo, sin ayuda de ningún jorobado, construirá una criatura humana a la que someterá a aparatosos procesos galvánicos que en un momento dado, darán milagrosamente su fruto. La criatura resultante, fuera de su apariencia inhumana, no es un simple robot con pilas, sino un ser con un alma o lo que es lo mismo, un animal gradualmente consciente de la existencia y de su lugar en ella. Para la criatura, que Shelley nunca bautiza, el doctor Frankenstein es su creador, su padre, su único dios; aquel que le ha regalado la vida. La criatura va entendiendo la complejidad de la existencia y de su circunstancia concreta, pues él es distinto a todos los demás. Así, en un momento determinado, la criatura le pide a su creador que le invente una compañera, pues siente que el hecho de vivir con un alma semejante es el fenómeno único que ofrece sentido a una vida sembrada de soledad y vacío. El doctor Frankenstein se da cuenta de que ha fracasado: lo único que ha conseguido es traer al mundo más sufrimiento. Intenta acabar con la criatura, pero se escapa. A partir de ese momento, la criatura perseguirá a lo largo y ancho del mundo a su creador para recordarle su promesa y no le importará el medio para llegar a ver cumplido su deseo, aunque el camino conlleve dejar un largo rastro de dolor y crímenes.
La criatura simboliza la tristeza de Shelley. Todos los fragmentos de los que está compuesto el engendro, son los trozos de sus seres queridos, de esos sentimientos abandonados por culpa de la muerte. La criatura vaga por el mundo, tal que la melancolía eterna de Mary Shelley. El doctor Frankenstein simboliza sus deseos impotentes de equilibrar las fuerzas de la naturaleza, de buscar una solución humana a un fenómeno puramente existencial, sin duda, el único realmente eficaz. No existe en el mundo nadie que nunca haya muerto, no se conoce a nadie que haya atravesado la vida sin enfrentarse a su mortalidad. A través de la novela, Shelley entiende las limitaciones humanas y el significado de la hibris, concepto griego para definir las consecuencias ante el desafío a las leyes superiores que rigen el universo. La criatura, persiguiendo a su creador, se transforma en la metáfora más clara del arte y de la vida, convirtiéndose en un puente entre las dos. Mary Shelley nos traslada al mundo de las esencias (del amor, del horror, de la tristeza, de la alegría) a través de sus palabras, de sus imágenes y de sus delirios alucinógenos. Un mundo que tiene que ver mucho con el cine, con la resurrección de las presencias, de las sombras; con la conservación de la realidad.
El ‘monstruo’ de Mary Shelly no es un criminal, no es malo, no es un asesino, es un huérfano abandonado, apaleado y marginado. Un ser solitario que entiende que nunca podrá recibir el calor y el amor de los humanos simplemente porque le temen, nadie jamás le ha dado ni le dará la oportunidad de desplegar su amor. En su interior se encuentra, como en el corazón de todas las personas, un corazón dividido entre el amor por la belleza, innato y puro, que viene dado por la vida misma, y el odio, forjado a base de azotes y rechazo, que desemboca finalmente en una actitud de resignación y egoísmo.
Las adaptaciones cinematográficas en general, a partir de la obra de Whale, se ciñen generalmente al aspecto terrorífico del relato: el monstruo y sus abominables crímenes. Carne para Frankenstein (1973), The Prometheus Project (2010), Yo, Frankenstein (2014) o Victor Frankenstein (2015), son algunos ejemplos de la herencia que dejó Whale al cine del futuro, apartando la naturaleza crítica del relato, su profundo mensaje existencial y metafísico. Tal vez, sólo Kenneth Branagh con su Frankenstein de Mary Shelley (1994) recuperó una parte del poder original de la obra, dándole de nuevo una mínima dignidad, reivindicando el poder de sus sobrenaturales imágenes. Con todo esto, no se plantea el hecho de que una adaptación cinematográfica no pueda versionar un texto literario, sino si éticamente es lícito empobrecer un original y destruir su esencia por puros intereses comerciales. La criatura de Shelley no es un monstruo en sí, sino un hombre distinto, un ser humano hecho de fragmentos. El monstruo de Shelley no es aquel grandullón verde con zapatones de camionero, cabeza cuadrada y ojos de besugo que habita en nuestro imaginario actual. Es otra cosa muy diferente o lo que es lo mismo, una persona más. En realidad, cuando uno lee atentamente el libro, sentirá que el monstruo posee una forma que va surgiendo en algún lugar de la mente, mientras se van leyendo las gloriosas palabras de la novela. La criatura no es nada concreto, sólo una pena con patas, un sentimiento andante que se hace las mismas preguntas que nos hacemos cada día cualquiera de nosotros. La criatura ni si quiera es, como mucha gente identifica por error, el mismo Frankenstein. Es fácil encontrar, durante carnavales, a alguien disfrazado del grandullón con los electrodos en el cuello y el peinado aplastado, cubriendo la cicatriz de la frente, diciendo soy Frankenstein. Un error o mejor dos. Se equivoca de personaje y de versión. En todo caso, siempre será lamentable imponer al futuro un contenido superficial y espectacular, teniendo originales portentosos y eternos. Si seguimos haciendo caso a famosas boutades como la de John Ford -“si tienes que elegir entre la realidad o la leyenda: ¡publica la leyenda!”- mal vamos, amigos, pues a veces las leyendas escondes trampas y pandoras que sin mentes prometeicas prevalecerán para vaciarnos y hacernos más simples, más tontos aún de lo que somos.





martes, 10 de abril de 2018




ANDRÉ BAZIN
(1918 - 2018)

El siglo momificado




Hoy es fácil apreciar cómo el pensamiento baziniano sigue muy vivo en cierto sector de la crítica, sobretodo, en el seno de la crítica menos adocenada en convencionalismos o estancada en aburridos pensamientos débiles, conmocionados con la falsa ilusión de la técnica. Los análisis más interesantes del oficio de la exégesis fílmica redundan una y otra vez en los tesoros que Bazin inventó a mediados del siglo XX, para dotar al espectador de un cierto tipo de mirada. Los referentes utilizados por los especialistas actuales se cuentan con los dedos de la mano: Walter Benjamin, Robert Bresson, Theodor Adorno, Noel Burch, Jean-Luc Godard, Gilles Deleuze e incluso Manny Farber, pero eso sí, el que no falla es Bazin. A modo de poderosos mantras, críticos muy distintos despliegan sus ideas y citan sus palabras en cientos de artículos y reportajes, unas veces con acierto, otras, de forma algo ligera. De hecho, en ocasiones da la sensación de que el nombre del angerino ha tomado un prestigio equivalente a lo que en filosofía sería hoy citar a Hegel o a Kant. La cuestión es la siguiente: dicha práctica, ¿es un acto sincero por parte del crítico de turno, una herramienta eficaz para llegar a nuevos puertos? o, ¿sólo se trata de enmascarar un vacío crítico ante una alarmante falta de ingeniosas soluciones? Sea como fuere, la sensación general es que el público lector desconoce las teorías más esenciales de Bazin y se queda descolgado en gran medida en los análisis, al ser desconocedor de la peculiar catarsis que se produce al entrar en contacto con su originalísimo pensamiento. Si hoy, como demuestran a diario los críticos más avezados, se hace tan necesaria la muleta baziniana, qué menos que acercar al pequeño cinéfilo o al disperso cinémano, una pequeña dosis del personaje y su pensamiento, justo en este preciso instante del tiempo en el que Bazin habría cumplido nada más y nada menos que cien años. 
Antes de la guerra del 39', a Bazin le gustaba leer las críticas cinematográficas de la revista Esprit. Admiraba a su fundador, Emmanuel Mounier y en especial, a uno de sus colaboradores más estimulantes, Roger Leenhardt. De este último -a quién una década después dedicaría reseñas en su famosa revista Cahiers du Cinemá- aprendió lo que, poco a poco se transformaría en una de sus obsesiones: educar al público y formar en él un criterio sólido sobre ciertas nociones del cine. Leenhardt aprendió a filmar escribiendo sobre películas, teorizando e imaginando qué podría ser el cine a través de las palabras. En aquella época, la literatura era el arte que Bazin adoraba; el cine aún no era la obsesión de Bazin. Tras su paso por la escuela Nacional Superior de de Saint-Claude, Bazin había desarrollado el gusto por la escritura, la estética y la política. Después de la I Guerra Mundial, la labor docente había una importancia trascendental para la nación gala y la mayoría de los estudiantes más brillantes asumieron la responsabilidad de reeducar a su país en nuevos principios, a través de la profunda y bulliciosa cultura humanista. En 1939, Bazin fue movilizado por el ejército francés a Burdeos, ciudad donde el joven soldado conoció a Guy Léger, un joven cinéfilo cuyos padres regentaban salas de proyección. Allí, Bazin tuvo la bella oportunidad de amar por primera vez el cine. No se sabe cómo ocurre en realidad, pero en general, sucede así: uno empieza a ir a ver películas y de forma gradual, dicha costumbre acaba transformándose en una droga adictiva sin cura. Todo aquel que ha sido bendecido por dicha maldición de la pantalla, es alguien que necesariamente se pierde durante largo tiempo en el interior de una sala oscura invadida de fascinantes imágenes, olvidando el tiempo y la realidad exterior. La idea de Antonin Artaud de entender el cine como ritual ("la época en que vivimos es bella para los brujos y para los santos, más bella que nunca. Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de alcanzar la luz"), no es ninguna tontería, ninguna exageración, ningún delirio: gracias a Guy Léger, Bazin pudo ver más películas que cualquiera durante la guerra y sin duda, dicha experiencia, fue lo que en verdad le transformó en un auténtico cinéfilo. En esa época, el cine se había visto devaluado debido a la crisis que provocó la llegada del sonoro -desalentando a muchos intelectuales y artistas- aunque, el mayor cinéfilo de todos los tiempos, Henri Langlois, unos años antes acababa de estrenar lo que sería la primera sede de la legendaria Cinematheque
En 1941, el estado francés anuncia su derrota ante los alemanes y la confianza general de las tropas galas -y del país entero-, desaparece. Bazin se siente traicionado y nace en su interior una curiosa idea de salvación: si la vida no se salva por la realidad, la realidad deberá ser salvada por el cine, aunque ese cine aún esté por descubrirse. En 1942 se une al grupo Maison des lettres en la Sorbona -fundado por Pierre-Almé Touchard-, donde muy pronto, pone en marcha un cineclub clandestino. Entre los asistentes conocerá a futuros cineastas como Pierre Kast (Je sème à tous vents, 1952) y Alain Resnais, quien le prestará su proyector y su colección de films expresionistas alemanes, con tal de poder ser miembro de aquellas reuniones para poder escuchar a aquel joven escuálido tan elocuente e ingenioso, rebosante de nuevas ideas. Si algo distingue el pensamiento de Bazin de otros teóricos, es su frescura y versatilidad en el lenguaje, su extrema claridad y su estilo humorístico que dota a sus palabras de una ligereza naturalista. En cuanto alguien lee uno de sus artículos, algo cambia en la percepción crítica y las ideas preconcebidas saltan por los aires; rápidamente, el lector entiende que hay que exiliar a la seriedad y al academicismo y adoptar a la inteligencia y al lirismo como armas propias de la crítica cinematográfica. Imaginemos que el cine fuese una jungla donde enormes bestias crueles persiguieran ágiles momias; si así fuera, Bazin sería la más veloz, la más elegante, la más sencilla; una estatua evanescente imposible de atrapar que lanza su mensaje sin miedo. Cuando uno se sumerge en sus textos, siente que todo se mueve a una velocidad distinta. André Bazin sería aquella momia capaz de atravesar las corrientes más adversas de la manera más sencilla que uno pueda imaginar. A través de un sutil método inductivo, Bazin empieza a desarrollar una teorética que fascinará a generaciones y generaciones de cineastas. De esta manera, Alain Resnais descubre por primera vez a alguien que aborda el séptimo arte de una manera moderna, extrayendo planteamientos novedosos sobre filmes manidos, dejando a un lado la objetividad expositiva y enfrentándose sin miedo a las imágenes, dándoles una nueva vida, un nuevo significado; una idea inédita del cine. 
Tras la ocupación nazi, Bazin se une al grupo Esprit, donde se le encarga escribir artículos cinematográficos en sustitución de Roger Lennhardt, el cuál está centrado en el rodaje de su film Naissance du Cinema (1946). En la revista del grupo, Bazin publicará su famoso ensayo: Ontología del arte cinematográfico, texto que desarrolla novedosas ideas sobre el realismo y el tiempo en el cine. En ese mismo año, Bazin es contratado como crítico cinematográfico por el periódico Le Parisien libéré, cargo que mantendrá hasta su muerte. En 1946 colabora asiduamente con La Revúe du Cinema, fundada por su amigo Jean-Georges Auriol, donde además de él, también empezará a publicar Eric Rohmer. También colabora con el I.D.H.E.C y funda las Jeunesses Cinématographiques, a partir de las cuáles comienza a viajar por toda Europa, promocionando todo tipo de iniciativas cinematográficas, de hecho, como ejemplo, impulsará la revista Objetiv 49, liderada por Cocteau y un nutrido grupo de cineastas. Todo esto lo desarrolla a partir de la organización Trabajo y Cultura -asociación militante al Partido Comunista Francés-, en la cuál dirige el departamento de cine y donde consigue una gran audiencia de público con sus famosos cineclubs, dando charlas de cine a trabajadores y clases humildes, organizando todo tipo de eventos en relación al séptimo arte. Bazin tiene fe en la transformación a través de las imágenes, a través de la realidad sellada. También será allí, en el entorno de Trabajo y Cultura, donde conocerá a Janine Kirsch, quien se convertirá en su esposa en 1949 y la que a partir de los años 60', prolongará su legado al crear la serie documental Cineastas de nuestros tiempos junto a André S. Labarthe para la cadena de televisión ORTF y después para ARTE. También en esos años, Bazin conoce a un adolescente muy especial, Francois Truffaut, el cuál le pide una serie de favores para desarrollar su propio cineclub. Sólo tiene dieciséis años, pero su precocidaz cinéfila y literaria es exagerada. Pronto entablan una fuerte relación de amistad, hasta tal punto que en 1948, junto a Janine, Bazin consigue sacarle de un correccional en el que había ingresado por orden de su padrastro, a causa de que el joven estaba involucrado en los círculos indecentes del cine; quien diría que el cine podía considerarse una enfermedad…
En todas sus intervenciones públicas y artículos de prensa, Bazin sigue desarrollando su innovadora idea del realismo: todo lo que aparece en la pantalla del cine es real y por tanto, se trata de una victoria frente a la muerte, una salvación a través de las apariencias, a la luz de las sombras. Así, Bazin funda la idea del cine como arte objetivo de la realidad, lo cuál hoy sigue pareciendo una mera obviedad -a pesar de que el cine actual tienda vertiginosamente a lo contrario-, una bella tautología que necesariamente debía ser definida para poder entender la esencia del nuevo arte, el alma del cine. La capacidad de la cámara para poder atrapar el presente y conquistar el tiempo, casaba a la perfección con la constitución enfermiza de Bazin, quien sentía de cerca la vacuidad de su vida, la cuál, a final de los cuarenta, le sumiría en una grave tuberculosis. 
La llegada de la Guerra Fría a la psique social, divide al mundo en dos ideologías irreconciliables: Capitalismo y Comunismo. Frente a estas dos enormes mentiras polarizadas, Bazin deberá inventar un nuevo camino para conseguir enfrentarse a estos grandes equívocos que sumirán al mundo entero en una profunda confusión, en una psicosis social inoculada por los monstruos de la pasada guerra. Bazin, al ser un católico de izquierdas, es rechazado por los círculos reaccionarios y a su vez, al defender autores norteamericanos como Howard Hawks, es atacado por los círculos marxistas. Pero no sólo es marginado por ser el defensor de cierto cine industrial yanki, sino también por ridiculizar las producciones soviéticas, desvelando las intenciones puramente propagandísticas de dichos films. Hacia el final de la guerra, Bazin crea un nuevo cineclub destinado en concreto a intelectuales, abandonando para siempre la pedagogía fílmica del pueblo, centrándose de forma obsesiva en la pasión como único leitmotiv del cine: ilustrar a la elite para cambiar el mundo. El cine debe nacer del placer de hacer cine, alejado de ideologías o tesis previas. El cine es un reino autárquico únicamente posible a partir de la pasión. Así, sólo deberían existir las películas nacidas de ese amor, de esa íntima necesidad. En 1949 Bazin crea el festival de películas malditas de Biarritz, donde conseguirá reunir a importantes personajes como Welles o Cocteau junto a los desconocidos jóvenes turcos: Godard, Rivette y Truffaut. Muy pronto, ese grupo de adolescentes bohemios -junto a Chabrol y Bitsch- formarán el círculo que, con la ayuda de Bazin, renovará la crítica francesa y pondrá patas arriba la cultura fílmica mundial. En 1950, Bazin publica un artículo en Esprit comparando a Stalin con Tarzán; el escándalo es tan sonado que Bazin es expulsado de toda organización o publicación de izquierdas. 
Una noche, Chris Marker, que conocía a Truffaut de frecuentar Trabajo y Cultura, se encuentra con el joven por la calle. Truffaut le dice que se ha escapado del ejército y que su única salida es vivir la vida a lo Jean Genet. Poco después y gracias al providencial aviso de Marker, Bazin y Janine acaban encontrando a Truffaut encerrado en una prisión militar. Consegirán sacarle y le adoptarán como sus nuevos padres; Truffaut vivirá con ellos a partir de 1952. Así, simbólicamente, se fragua el motor de lo que una década después sería la llamada Nouvelle Vague. Por una parte, Bazin representó el corazón de dicho movimiento, por la otra Truffaut fue aquel que mostró por primera vez el poder de esa pasión sobre la pantalla. Se cuenta que Bazin también intentó filmar, pero los resultados siempre fueron secretos y él nunca quiso desvelarlos, admitiendo que su debilitada naturaleza le hacía inútil con una cámara entre las manos.
La realidad es impredecible: aunque 1951 es el año en el que parece que Bazin va a tener menos oportunidades para desarrollar sus teorías y proyectos -debido a los múltiples enfrentamientos bilaterales con las grandes ideologías y sobretodo, por la muerte de su amigo Auriol y la desaparición de La Revue du Cinemá-, sin que nadie lo espere, el 1 de abril de 1951 se funda Cahiers du Cinemá, por la iniciativa de Jaques-Doniol Valcroze y Léonide Keigel, bajo la dirección del propio Valcroze, junto a Bazin y Lo Duca. Se trata de una revista singular y de poca tirada, de sesgo humanista, antiestado, anticomunista y de hondos principios ontológicos y criterios radicales en la que Bazin será nombrado redactor jefe. Alrededor de él, trabajarán los jóvenes turcos. Hasta 1958, Bazin y su prole, defenderán un cine de autor en contraposición del supuesto cine de calidad predominante. Gracias a sus irreverentes artículos, muy dominados por los criterios bazinianos, los jóvenes turcos recuperaron la idolatría hacia viejas glorias hollywodienses y establecieron una nueva filosofía para hacer cine. Pronto, estos jóvenes comenzaron a realizar cortometrajes donde intentaban demostrar sus principios. Bajo la tutela de Bazin, publicaron heterodoxos artículos llenos de futuro y revolución, llenos de amor y pasión por el cine, de rabia y profunda insolencia por los antiguos regímenes culturales. La consecuencia de todo esto, todo el mundo lo conoce: de aquello surgió la Nouvelle Vague y el cine entró de lleno en la modernidad. 
El primer día de rodaje de Los 400 golpes (1958), Bazin murió de una leucemia que le había ido matando en los últimos años. Truffaut abandonó el rodaje y corrió al hospital para darle el último adiós. Más tarde diría: “era buena la vida antes de su muerte”. En aquel año, como homenaje a su padre espiritual y emocional y ayudado por Janine, Truffaut seleccionó los mejores artículos entre sus diecisiete mil páginas y los ordenó por temas o similitudes conceptuales. De aquello nació ¿Qué es el cine? (1959) o lo que para muchos representa la Biblia del cine. Habrá quien piense, en cambio, que a estas alturas, decir lo anterior es sumamente exagerado y que el mundo fílmico ha cambiado mucho sesenta años después, lo cuál parece presuponer para ciertas mentes poco juiciosas, que el material baziniano es ya objeto museístico, ineficaz para explicar la complejidad del abigarrado plantel actual. Entrando en materia, citaré a Woody Allen: “Creo que el cine ha ido por muy mal camino. Era más saludable cuando los estudios hacían cien películas en lugar de un par de ellas. Y los blockbusters son una pérdida de tiempo, no los veo, son películas muy ruidosas. El cine que importaba era el cine de los años 30' y los 40' ”. Hoy, la mayoría de revistas y críticos ignoran por activa y por pasiva las grandes ideas del cine y no construyen ni destruyen nada, sólo promocionan o describen. Hoy, esa enfermedad llamada internet ha heredado las viejas costumbres publicitarias y se ha convertido en un medio puramente promocional y sensacionalista; de hecho, las revistas del corazón y gran parte de las publicaciones culturales, siguen estrategias editoriales sospechosamente similares, convirtiendo disciplinas como el cinematógrafo en una factoría de productos o para decirlo más claramente: en supermercados dutty free. Ante eso, cito al cineasta Pedro Costa: “El mundo del cine es indecente”. Los medios, las mayors y las distribuidoras han aprovechado el vacío crítico de los últimos cuarenta años para justificar su supuesta legitimidad de hacer del cine un espectáculo vacuo, perverso y banal. Cuando gente como Bazin escribía sobre las películas, no sólo luchaba por conquistar un territorio de respeto para el nuevo arte, sino que intentaba infundir eso que hoy no está ni mucho menos en boga: la pasión por el conocimiento, la pasión por la vida. El cine es el último intento romántico que le queda a nuestra civilización para hacer pervivir el espíritu humano. No me pongo místico, no, sólo pretendo ser justo ante una macabra situación que envenena al público actual. Sin nadie al volante, el mundo del cine es hoy un destructor fulminante de neuronas y un arma de propaganda yanki, mil veces superior a la soviética. La mayor parte del cine actual -al menos el más accesible y visible- se hace en inglés y se ve en inglés. Hoy, espectadores de todos los rincones del mundo se tragan bodrios multimillonarios sobre antiguos presidentes norteamericanos o versiones de nuevas guerras de Vietnam edulcoradas con chistes y costumbres dignas de granjeros paletos y racistas megalómanos. Temas tan graves como este serían combatidos con ingeniosas propuestas y soluciones brillantes por parte de Bazin; hoy hubiera cumplido un siglo. Él no lo ha podido hacer, pero sí su pensamiento que, en fin, encarna ese espíritu lleno de pasión y entusiasmo que hoy le falta al mundo y por consecuencia, al cine. Hoy, por pura paradoja, no se cree en los poderes de la realidad, mientras se vive en un mundo con niveles de materialismo y escepticismo nunca conocidos. Si estuviera vivo, Bazin nos hablaría de la muerte, pues a él le gustaba mucho hablar de ella, pero no con un objetivo apocalíptico o pesimista, sino para reconciliarnos con la realidad perdida y devolvernos, a través de la ontología y el lenguaje, la pasión de vivir. Nos hablaría de la cuarta dimensión, del significado de los rostros, de las cosas y de su duración. Nos recordaría que no debemos tener miedo al tiempo, pues tenemos la capacidad de atraparlo para poder entenderlo y por fin conquistarlo. Destruiría el mito actual en el que vive la ciencia y refundaría las vías idealistas abandonadas a la incredulidad. Destronaría sin compasión a los supuestos reyes del mambo del negocio peliculero y santificaría a los nuevos fanáticos, maníacos y pioneros desinteresados que intentasen hacer retornar al cine a su infancia, a ese lugar sin moral donde todo se produce sin estructura previa, de una manera algo absurda, pero siempre hermosa. Bazin hablaría de la Historia y nos devolvería los conceptos de la Naturaleza y el Azar como si fuesen lanzas de luz. Fundaría una nueva memoria llena de peligros y misterios y destruiría, mediante la inteligencia del humor, todo lo accesorio. Destruiría el presente para lanzarnos a una nueva modernidad donde las posibilidades siguen vivas, danzando en el caos. Hace más de medio siglo, Bazin vaticinó: “llegará un día en el que nos habremos hastiado de estas cosechas de imágenes desconocidas”. Estoy seguro que sabría qué hacer con el desmadre que vive la producción actual y sabría leer los nuevos tiempos para adecuarlos a lo real. Hoy la nueva crítica vive ese desafío y de ahí la necesidad de mentes revolucionarias en el acto de escribir sobre las imágenes. Si Bazin viviera, sin pelos en la lengua, señalaría con el dedo acusador a las cuchipandis del mundo del cine y pondría en jaque a importantes festivales por venderse al dollar o a la chorrada matutina. Estoy seguro que hablaría del cine del amor, del cine de la dulce crueldad, en definitiva, del lado oscuro e inconsciente de las películas ("El cine es esencialmente revelador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación", A. Artaud). Volvería a los problemas de estilo, a las relaciones de las imágenes con la literatura y las artes. Volvería, sin duda, a refundar la noción del erotismo que hoy tan olvidado se tiene en pos de la pornografía; habría que volver a todo eso, replanteándolo a partir de los códigos actuales. Galopando en su grupa, volveríamos a entender con claridad los mundos oníricos y la verdadera significación de lo fantástico, de lo orgiástico, de lo amoroso. Viajaríamos por los paraísos de la fatalidad y nos sumergiríamos en la armonía de la decadencia. Todos los clichés serían revisados y el cine volvería a ser leído, al menos, con pasión.
Aún habrá quienes nada de esto compartan y sigan creyendo que los axiomas bazinianos son poco más que polvo del pasado y un puñado de hojas secas. A mi entender, el pensamiento baziniano nunca ha sido tan necesario como hoy lo es, tan actual como estas mismas líneas. La excelsa modernidad de sus escritos, no sólo es directamente aplicable a los problemas más importantes del cine actual, sino que forma un canon de ideas que rigen las filmografías más brillantes de nuestro tiempo: piensen en Serra o en Thomas Anderson, en Kaurismaki o David Lynch. Piensen en Pedro Costa o en Tsai Ming-liag, en Danielle Huillet y en todos aquellos cineastas anónimos que hoy hacen cine con aquella pasión que reivindicaba Bazin hace más de medio siglo. Tal vez, como se dice de la literatura de Homero, acabará diciéndose de él: "todo el cine posterior a Bazin ha sido una nota al pie de su obra". Habrá quien piense que dicha afirmación es falsa o exagerada, pero me ciño a lo dicho por la objetividad de lo sublime. Habrá que dejar de tener prejuicios y mirar al pasado más de vez en cuando para plantearse de nuevo, ¿qué es el cine ahora? o  mejor dicho ¿qué ha sido siempre el cine? Quizás sólo estamos atrapados en un bucle hasta que la momia vuelva a despertar.