martes, 10 de abril de 2018




ANDRÉ BAZIN
(1918 - 2018)

El siglo momificado




Hoy es fácil apreciar cómo el pensamiento baziniano sigue muy vivo en cierto sector de la crítica, sobretodo, en el seno de la crítica menos adocenada en convencionalismos o estancada en aburridos pensamientos débiles, conmocionados con la falsa ilusión de la técnica. Los análisis más interesantes del oficio de la exégesis fílmica redundan una y otra vez en los tesoros que Bazin inventó a mediados del siglo XX, para dotar al espectador de un cierto tipo de mirada. Los referentes utilizados por los especialistas actuales se cuentan con los dedos de la mano: Walter Benjamin, Robert Bresson, Theodor Adorno, Noel Burch, Jean-Luc Godard, Gilles Deleuze e incluso Manny Farber, pero eso sí, el que no falla es Bazin. A modo de poderosos mantras, críticos muy distintos despliegan sus ideas y citan sus palabras en cientos de artículos y reportajes, unas veces con acierto, otras, de forma algo ligera. De hecho, en ocasiones da la sensación de que el nombre del angerino ha tomado un prestigio equivalente a lo que en filosofía sería hoy citar a Hegel o a Kant. La cuestión es la siguiente: dicha práctica, ¿es un acto sincero por parte del crítico de turno, una herramienta eficaz para llegar a nuevos puertos? o, ¿sólo se trata de enmascarar un vacío crítico ante una alarmante falta de ingeniosas soluciones? Sea como fuere, la sensación general es que el público lector desconoce las teorías más esenciales de Bazin y se queda descolgado en gran medida en los análisis, al ser desconocedor de la peculiar catarsis que se produce al entrar en contacto con su originalísimo pensamiento. Si hoy, como demuestran a diario los críticos más avezados, se hace tan necesaria la muleta baziniana, qué menos que acercar al pequeño cinéfilo o al disperso cinémano, una pequeña dosis del personaje y su pensamiento, justo en este preciso instante del tiempo en el que Bazin habría cumplido nada más y nada menos que cien años. 
Antes de la guerra del 39', a Bazin le gustaba leer las críticas cinematográficas de la revista Esprit. Admiraba a su fundador, Emmanuel Mounier y en especial, a uno de sus colaboradores más estimulantes, Roger Leenhardt. De este último -a quién una década después dedicaría reseñas en su famosa revista Cahiers du Cinemá- aprendió lo que, poco a poco se transformaría en una de sus obsesiones: educar al público y formar en él un criterio sólido sobre ciertas nociones del cine. Leenhardt aprendió a filmar escribiendo sobre películas, teorizando e imaginando qué podría ser el cine a través de las palabras. En aquella época, la literatura era el arte que Bazin adoraba; el cine aún no era la obsesión de Bazin. Tras su paso por la escuela Nacional Superior de de Saint-Claude, Bazin había desarrollado el gusto por la escritura, la estética y la política. Después de la I Guerra Mundial, la labor docente había una importancia trascendental para la nación gala y la mayoría de los estudiantes más brillantes asumieron la responsabilidad de reeducar a su país en nuevos principios, a través de la profunda y bulliciosa cultura humanista. En 1939, Bazin fue movilizado por el ejército francés a Burdeos, ciudad donde el joven soldado conoció a Guy Léger, un joven cinéfilo cuyos padres regentaban salas de proyección. Allí, Bazin tuvo la bella oportunidad de amar por primera vez el cine. No se sabe cómo ocurre en realidad, pero en general, sucede así: uno empieza a ir a ver películas y de forma gradual, dicha costumbre acaba transformándose en una droga adictiva sin cura. Todo aquel que ha sido bendecido por dicha maldición de la pantalla, es alguien que necesariamente se pierde durante largo tiempo en el interior de una sala oscura invadida de fascinantes imágenes, olvidando el tiempo y la realidad exterior. La idea de Antonin Artaud de entender el cine como ritual ("la época en que vivimos es bella para los brujos y para los santos, más bella que nunca. Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de alcanzar la luz"), no es ninguna tontería, ninguna exageración, ningún delirio: gracias a Guy Léger, Bazin pudo ver más películas que cualquiera durante la guerra y sin duda, dicha experiencia, fue lo que en verdad le transformó en un auténtico cinéfilo. En esa época, el cine se había visto devaluado debido a la crisis que provocó la llegada del sonoro -desalentando a muchos intelectuales y artistas- aunque, el mayor cinéfilo de todos los tiempos, Henri Langlois, unos años antes acababa de estrenar lo que sería la primera sede de la legendaria Cinematheque
En 1941, el estado francés anuncia su derrota ante los alemanes y la confianza general de las tropas galas -y del país entero-, desaparece. Bazin se siente traicionado y nace en su interior una curiosa idea de salvación: si la vida no se salva por la realidad, la realidad deberá ser salvada por el cine, aunque ese cine aún esté por descubrirse. En 1942 se une al grupo Maison des lettres en la Sorbona -fundado por Pierre-Almé Touchard-, donde muy pronto, pone en marcha un cineclub clandestino. Entre los asistentes conocerá a futuros cineastas como Pierre Kast (Je sème à tous vents, 1952) y Alain Resnais, quien le prestará su proyector y su colección de films expresionistas alemanes, con tal de poder ser miembro de aquellas reuniones para poder escuchar a aquel joven escuálido tan elocuente e ingenioso, rebosante de nuevas ideas. Si algo distingue el pensamiento de Bazin de otros teóricos, es su frescura y versatilidad en el lenguaje, su extrema claridad y su estilo humorístico que dota a sus palabras de una ligereza naturalista. En cuanto alguien lee uno de sus artículos, algo cambia en la percepción crítica y las ideas preconcebidas saltan por los aires; rápidamente, el lector entiende que hay que exiliar a la seriedad y al academicismo y adoptar a la inteligencia y al lirismo como armas propias de la crítica cinematográfica. Imaginemos que el cine fuese una jungla donde enormes bestias crueles persiguieran ágiles momias; si así fuera, Bazin sería la más veloz, la más elegante, la más sencilla; una estatua evanescente imposible de atrapar que lanza su mensaje sin miedo. Cuando uno se sumerge en sus textos, siente que todo se mueve a una velocidad distinta. André Bazin sería aquella momia capaz de atravesar las corrientes más adversas de la manera más sencilla que uno pueda imaginar. A través de un sutil método inductivo, Bazin empieza a desarrollar una teorética que fascinará a generaciones y generaciones de cineastas. De esta manera, Alain Resnais descubre por primera vez a alguien que aborda el séptimo arte de una manera moderna, extrayendo planteamientos novedosos sobre filmes manidos, dejando a un lado la objetividad expositiva y enfrentándose sin miedo a las imágenes, dándoles una nueva vida, un nuevo significado; una idea inédita del cine. 
Tras la ocupación nazi, Bazin se une al grupo Esprit, donde se le encarga escribir artículos cinematográficos en sustitución de Roger Lennhardt, el cuál está centrado en el rodaje de su film Naissance du Cinema (1946). En la revista del grupo, Bazin publicará su famoso ensayo: Ontología del arte cinematográfico, texto que desarrolla novedosas ideas sobre el realismo y el tiempo en el cine. En ese mismo año, Bazin es contratado como crítico cinematográfico por el periódico Le Parisien libéré, cargo que mantendrá hasta su muerte. En 1946 colabora asiduamente con La Revúe du Cinema, fundada por su amigo Jean-Georges Auriol, donde además de él, también empezará a publicar Eric Rohmer. También colabora con el I.D.H.E.C y funda las Jeunesses Cinématographiques, a partir de las cuáles comienza a viajar por toda Europa, promocionando todo tipo de iniciativas cinematográficas, de hecho, como ejemplo, impulsará la revista Objetiv 49, liderada por Cocteau y un nutrido grupo de cineastas. Todo esto lo desarrolla a partir de la organización Trabajo y Cultura -asociación militante al Partido Comunista Francés-, en la cuál dirige el departamento de cine y donde consigue una gran audiencia de público con sus famosos cineclubs, dando charlas de cine a trabajadores y clases humildes, organizando todo tipo de eventos en relación al séptimo arte. Bazin tiene fe en la transformación a través de las imágenes, a través de la realidad sellada. También será allí, en el entorno de Trabajo y Cultura, donde conocerá a Janine Kirsch, quien se convertirá en su esposa en 1949 y la que a partir de los años 60', prolongará su legado al crear la serie documental Cineastas de nuestros tiempos junto a André S. Labarthe para la cadena de televisión ORTF y después para ARTE. También en esos años, Bazin conoce a un adolescente muy especial, Francois Truffaut, el cuál le pide una serie de favores para desarrollar su propio cineclub. Sólo tiene dieciséis años, pero su precocidaz cinéfila y literaria es exagerada. Pronto entablan una fuerte relación de amistad, hasta tal punto que en 1948, junto a Janine, Bazin consigue sacarle de un correccional en el que había ingresado por orden de su padrastro, a causa de que el joven estaba involucrado en los círculos indecentes del cine; quien diría que el cine podía considerarse una enfermedad…
En todas sus intervenciones públicas y artículos de prensa, Bazin sigue desarrollando su innovadora idea del realismo: todo lo que aparece en la pantalla del cine es real y por tanto, se trata de una victoria frente a la muerte, una salvación a través de las apariencias, a la luz de las sombras. Así, Bazin funda la idea del cine como arte objetivo de la realidad, lo cuál hoy sigue pareciendo una mera obviedad -a pesar de que el cine actual tienda vertiginosamente a lo contrario-, una bella tautología que necesariamente debía ser definida para poder entender la esencia del nuevo arte, el alma del cine. La capacidad de la cámara para poder atrapar el presente y conquistar el tiempo, casaba a la perfección con la constitución enfermiza de Bazin, quien sentía de cerca la vacuidad de su vida, la cuál, a final de los cuarenta, le sumiría en una grave tuberculosis. 
La llegada de la Guerra Fría a la psique social, divide al mundo en dos ideologías irreconciliables: Capitalismo y Comunismo. Frente a estas dos enormes mentiras polarizadas, Bazin deberá inventar un nuevo camino para conseguir enfrentarse a estos grandes equívocos que sumirán al mundo entero en una profunda confusión, en una psicosis social inoculada por los monstruos de la pasada guerra. Bazin, al ser un católico de izquierdas, es rechazado por los círculos reaccionarios y a su vez, al defender autores norteamericanos como Howard Hawks, es atacado por los círculos marxistas. Pero no sólo es marginado por ser el defensor de cierto cine industrial yanki, sino también por ridiculizar las producciones soviéticas, desvelando las intenciones puramente propagandísticas de dichos films. Hacia el final de la guerra, Bazin crea un nuevo cineclub destinado en concreto a intelectuales, abandonando para siempre la pedagogía fílmica del pueblo, centrándose de forma obsesiva en la pasión como único leitmotiv del cine: ilustrar a la elite para cambiar el mundo. El cine debe nacer del placer de hacer cine, alejado de ideologías o tesis previas. El cine es un reino autárquico únicamente posible a partir de la pasión. Así, sólo deberían existir las películas nacidas de ese amor, de esa íntima necesidad. En 1949 Bazin crea el festival de películas malditas de Biarritz, donde conseguirá reunir a importantes personajes como Welles o Cocteau junto a los desconocidos jóvenes turcos: Godard, Rivette y Truffaut. Muy pronto, ese grupo de adolescentes bohemios -junto a Chabrol y Bitsch- formarán el círculo que, con la ayuda de Bazin, renovará la crítica francesa y pondrá patas arriba la cultura fílmica mundial. En 1950, Bazin publica un artículo en Esprit comparando a Stalin con Tarzán; el escándalo es tan sonado que Bazin es expulsado de toda organización o publicación de izquierdas. 
Una noche, Chris Marker, que conocía a Truffaut de frecuentar Trabajo y Cultura, se encuentra con el joven por la calle. Truffaut le dice que se ha escapado del ejército y que su única salida es vivir la vida a lo Jean Genet. Poco después y gracias al providencial aviso de Marker, Bazin y Janine acaban encontrando a Truffaut encerrado en una prisión militar. Consegirán sacarle y le adoptarán como sus nuevos padres; Truffaut vivirá con ellos a partir de 1952. Así, simbólicamente, se fragua el motor de lo que una década después sería la llamada Nouvelle Vague. Por una parte, Bazin representó el corazón de dicho movimiento, por la otra Truffaut fue aquel que mostró por primera vez el poder de esa pasión sobre la pantalla. Se cuenta que Bazin también intentó filmar, pero los resultados siempre fueron secretos y él nunca quiso desvelarlos, admitiendo que su debilitada naturaleza le hacía inútil con una cámara entre las manos.
La realidad es impredecible: aunque 1951 es el año en el que parece que Bazin va a tener menos oportunidades para desarrollar sus teorías y proyectos -debido a los múltiples enfrentamientos bilaterales con las grandes ideologías y sobretodo, por la muerte de su amigo Auriol y la desaparición de La Revue du Cinemá-, sin que nadie lo espere, el 1 de abril de 1951 se funda Cahiers du Cinemá, por la iniciativa de Jaques-Doniol Valcroze y Léonide Keigel, bajo la dirección del propio Valcroze, junto a Bazin y Lo Duca. Se trata de una revista singular y de poca tirada, de sesgo humanista, antiestado, anticomunista y de hondos principios ontológicos y criterios radicales en la que Bazin será nombrado redactor jefe. Alrededor de él, trabajarán los jóvenes turcos. Hasta 1958, Bazin y su prole, defenderán un cine de autor en contraposición del supuesto cine de calidad predominante. Gracias a sus irreverentes artículos, muy dominados por los criterios bazinianos, los jóvenes turcos recuperaron la idolatría hacia viejas glorias hollywodienses y establecieron una nueva filosofía para hacer cine. Pronto, estos jóvenes comenzaron a realizar cortometrajes donde intentaban demostrar sus principios. Bajo la tutela de Bazin, publicaron heterodoxos artículos llenos de futuro y revolución, llenos de amor y pasión por el cine, de rabia y profunda insolencia por los antiguos regímenes culturales. La consecuencia de todo esto, todo el mundo lo conoce: de aquello surgió la Nouvelle Vague y el cine entró de lleno en la modernidad. 
El primer día de rodaje de Los 400 golpes (1958), Bazin murió de una leucemia que le había ido matando en los últimos años. Truffaut abandonó el rodaje y corrió al hospital para darle el último adiós. Más tarde diría: “era buena la vida antes de su muerte”. En aquel año, como homenaje a su padre espiritual y emocional y ayudado por Janine, Truffaut seleccionó los mejores artículos entre sus diecisiete mil páginas y los ordenó por temas o similitudes conceptuales. De aquello nació ¿Qué es el cine? (1959) o lo que para muchos representa la Biblia del cine. Habrá quien piense, en cambio, que a estas alturas, decir lo anterior es sumamente exagerado y que el mundo fílmico ha cambiado mucho sesenta años después, lo cuál parece presuponer para ciertas mentes poco juiciosas, que el material baziniano es ya objeto museístico, ineficaz para explicar la complejidad del abigarrado plantel actual. Entrando en materia, citaré a Woody Allen: “Creo que el cine ha ido por muy mal camino. Era más saludable cuando los estudios hacían cien películas en lugar de un par de ellas. Y los blockbusters son una pérdida de tiempo, no los veo, son películas muy ruidosas. El cine que importaba era el cine de los años 30' y los 40' ”. Hoy, la mayoría de revistas y críticos ignoran por activa y por pasiva las grandes ideas del cine y no construyen ni destruyen nada, sólo promocionan o describen. Hoy, esa enfermedad llamada internet ha heredado las viejas costumbres publicitarias y se ha convertido en un medio puramente promocional y sensacionalista; de hecho, las revistas del corazón y gran parte de las publicaciones culturales, siguen estrategias editoriales sospechosamente similares, convirtiendo disciplinas como el cinematógrafo en una factoría de productos o para decirlo más claramente: en supermercados dutty free. Ante eso, cito al cineasta Pedro Costa: “El mundo del cine es indecente”. Los medios, las mayors y las distribuidoras han aprovechado el vacío crítico de los últimos cuarenta años para justificar su supuesta legitimidad de hacer del cine un espectáculo vacuo, perverso y banal. Cuando gente como Bazin escribía sobre las películas, no sólo luchaba por conquistar un territorio de respeto para el nuevo arte, sino que intentaba infundir eso que hoy no está ni mucho menos en boga: la pasión por el conocimiento, la pasión por la vida. El cine es el último intento romántico que le queda a nuestra civilización para hacer pervivir el espíritu humano. No me pongo místico, no, sólo pretendo ser justo ante una macabra situación que envenena al público actual. Sin nadie al volante, el mundo del cine es hoy un destructor fulminante de neuronas y un arma de propaganda yanki, mil veces superior a la soviética. La mayor parte del cine actual -al menos el más accesible y visible- se hace en inglés y se ve en inglés. Hoy, espectadores de todos los rincones del mundo se tragan bodrios multimillonarios sobre antiguos presidentes norteamericanos o versiones de nuevas guerras de Vietnam edulcoradas con chistes y costumbres dignas de granjeros paletos y racistas megalómanos. Temas tan graves como este serían combatidos con ingeniosas propuestas y soluciones brillantes por parte de Bazin; hoy hubiera cumplido un siglo. Él no lo ha podido hacer, pero sí su pensamiento que, en fin, encarna ese espíritu lleno de pasión y entusiasmo que hoy le falta al mundo y por consecuencia, al cine. Hoy, por pura paradoja, no se cree en los poderes de la realidad, mientras se vive en un mundo con niveles de materialismo y escepticismo nunca conocidos. Si estuviera vivo, Bazin nos hablaría de la muerte, pues a él le gustaba mucho hablar de ella, pero no con un objetivo apocalíptico o pesimista, sino para reconciliarnos con la realidad perdida y devolvernos, a través de la ontología y el lenguaje, la pasión de vivir. Nos hablaría de la cuarta dimensión, del significado de los rostros, de las cosas y de su duración. Nos recordaría que no debemos tener miedo al tiempo, pues tenemos la capacidad de atraparlo para poder entenderlo y por fin conquistarlo. Destruiría el mito actual en el que vive la ciencia y refundaría las vías idealistas abandonadas a la incredulidad. Destronaría sin compasión a los supuestos reyes del mambo del negocio peliculero y santificaría a los nuevos fanáticos, maníacos y pioneros desinteresados que intentasen hacer retornar al cine a su infancia, a ese lugar sin moral donde todo se produce sin estructura previa, de una manera algo absurda, pero siempre hermosa. Bazin hablaría de la Historia y nos devolvería los conceptos de la Naturaleza y el Azar como si fuesen lanzas de luz. Fundaría una nueva memoria llena de peligros y misterios y destruiría, mediante la inteligencia del humor, todo lo accesorio. Destruiría el presente para lanzarnos a una nueva modernidad donde las posibilidades siguen vivas, danzando en el caos. Hace más de medio siglo, Bazin vaticinó: “llegará un día en el que nos habremos hastiado de estas cosechas de imágenes desconocidas”. Estoy seguro que sabría qué hacer con el desmadre que vive la producción actual y sabría leer los nuevos tiempos para adecuarlos a lo real. Hoy la nueva crítica vive ese desafío y de ahí la necesidad de mentes revolucionarias en el acto de escribir sobre las imágenes. Si Bazin viviera, sin pelos en la lengua, señalaría con el dedo acusador a las cuchipandis del mundo del cine y pondría en jaque a importantes festivales por venderse al dollar o a la chorrada matutina. Estoy seguro que hablaría del cine del amor, del cine de la dulce crueldad, en definitiva, del lado oscuro e inconsciente de las películas ("El cine es esencialmente revelador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación", A. Artaud). Volvería a los problemas de estilo, a las relaciones de las imágenes con la literatura y las artes. Volvería, sin duda, a refundar la noción del erotismo que hoy tan olvidado se tiene en pos de la pornografía; habría que volver a todo eso, replanteándolo a partir de los códigos actuales. Galopando en su grupa, volveríamos a entender con claridad los mundos oníricos y la verdadera significación de lo fantástico, de lo orgiástico, de lo amoroso. Viajaríamos por los paraísos de la fatalidad y nos sumergiríamos en la armonía de la decadencia. Todos los clichés serían revisados y el cine volvería a ser leído, al menos, con pasión.
Aún habrá quienes nada de esto compartan y sigan creyendo que los axiomas bazinianos son poco más que polvo del pasado y un puñado de hojas secas. A mi entender, el pensamiento baziniano nunca ha sido tan necesario como hoy lo es, tan actual como estas mismas líneas. La excelsa modernidad de sus escritos, no sólo es directamente aplicable a los problemas más importantes del cine actual, sino que forma un canon de ideas que rigen las filmografías más brillantes de nuestro tiempo: piensen en Serra o en Thomas Anderson, en Kaurismaki o David Lynch. Piensen en Pedro Costa o en Tsai Ming-liag, en Danielle Huillet y en todos aquellos cineastas anónimos que hoy hacen cine con aquella pasión que reivindicaba Bazin hace más de medio siglo. Tal vez, como se dice de la literatura de Homero, acabará diciéndose de él: "todo el cine posterior a Bazin ha sido una nota al pie de su obra". Habrá quien piense que dicha afirmación es falsa o exagerada, pero me ciño a lo dicho por la objetividad de lo sublime. Habrá que dejar de tener prejuicios y mirar al pasado más de vez en cuando para plantearse de nuevo, ¿qué es el cine ahora? o  mejor dicho ¿qué ha sido siempre el cine? Quizás sólo estamos atrapados en un bucle hasta que la momia vuelva a despertar.





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