martes, 17 de abril de 2018



FRANKENSTEIN

(1818 - 1931)




[...] no hace falta tu muerte, ni la de ningún otro hombre, 
para que concluya la serie de crímenes y se cumpla 
lo que se debe cumplir, pero sí hace falta la mía.

El monstruo


La historia es bien conocida: un científico loco, obsesionado con la creación de la vida, roba cadáveres en los cementerios durante las noches ayudado por su criado. En su laboratorio, el científico descuartiza los cuerpos y elige los miembros más adecuados con el objeto de construir una nueva criatura. Cierta noche, el doctor encomienda una importante misión a su criado: conseguir un cerebro humano para completar la obra, pero el ayudante comete una grave equivocación al hurtar los sesos de un criminal. Sin advertirlo y tras colocar todo en su sitio, el doctor expone a su criatura a una poderosa tormenta que dotará de vida al nuevo ser mediante el milagro de la electricidad. El éxito del experimento será en sí mismo, el conflicto de la trama: la criatura, al despertar convertida en monstruo, se escapará del laboratorio y empezará a asesinar almas inocentes de forma indiscriminada, sembrando el horror a su paso. 
Como ya habrán adivinado, se trata del famoso argumento que inventó la escritora romántica Mary Shelley, en los inicios del siglo XIX o mejor dicho, el argumento que el público en general cree a pies juntillas que escribió la brillante londinense. Lo digo, no por meros rumores, sino por experiencias objetivas: en cierta enciclopedia popular, buscando en la sección F, la palabra Frankenstein se define como: “médico que consigue construir un cuerpo carente de alma”. El motivo de que esta definición y el argumento narrado en las líneas anteriores existan, procede de que la leyenda de Frankenstein más conocida fue escrita por los guionistas Garret Fort y Francis Edward Faragoh, apartándose de forma deliberada del texto original. El jefe del departamento literario de la Universal, Richard Schayer, era un gran aficionado a los cuentos de terror y admiraba películas como Metrópolis (1927) o El Golem (1915). Schayer, que conocía la novela de Frankenstein, convenció a Carl Laemmle de que la historia de Shelley poseía un gran potencial; creía que era un material digno de un memorable éxito. Así, Laemmle, encargó al director Robert Florey (Coconuts, 1929 o The beast with five fingers, 1946) una adaptación con Bela Lugosi que fue suspendida en las primeras pruebas a causa de la insoportable egolatría del actor húngaro. Para sustituirle, se contrató al inglés Boris Karloff (William Henry Pratt) y se completó el reparto con Colin Clive como científico loco y Dwight Fry como ayudante jorobado y perturbador, en un film envuelto de una lúgubre decoración neoexpresionista. Hasta aquí el mito, el mito que creó la Universal. El resultado: Frankenstein, the man who made a monster, estrenada en 1931, la cuál se convirtió en el modelo que ha pervivido hasta nuestros días. El método de adaptaciones de la industria hollywodiense siempre ha funcionado por el sistema de sustitución: fusilan las obras originales y las transforman en engendros tan irreconocibles que acaban siendo suyos. Una de las obsesiones norteamericanas es la de reescribir la historia; el trauma surgido a partir de una carencia suele desembocar en paranoia: el producto de la alucinación creada por EEUU desde el final de la 2º Guerra Mundial, es la actualidad misma. Su arma de propaganda más efectiva sigue siendo Hollywood y apoderarse de la cultura es uno de los métodos más maquiavélicos de conquistar el mundo (parafraseando: EEUU, the country who made a monster). El dilema comienza cuando la cultura invasora, o tergiversadora, es muy inferior -por no decir vacía- a la original y esto crea un desfase que sólo lleva a la confusión y por ende, a la indiferencia, a la pérdida del sentido, en definitiva, a una profunda crisis humana. Con dicha idea, volvemos a Mary Shelley y a la razón verdadera por la que escribió Frankenstein, o el moderno Prometeo -fíjense en la diferencia sustancial entre el subtítulo que eligió Whale y el de la autora romántica-, lo que aclarará muchas dudas sobre mi presente exposición.
Isaac Asimov, que sabía de casi todo, también sabía mucho sobre mitología, por eso es él quien explica con gran claridad la historia de Prometeo. Él, Epimeteo y Atlas eran titanes y hermanos, hijos a su vez, del titán Jápeto. Epimeteo y Prometeo eran dos caras de la misma moneda: el primero era alocado y muy poco previsor, el segundo, dotado de templanza y de una naturaleza sibilina, capaz de predecir ciertos acontecimientos. Durante la guerra entre los dioses olímpicos y los titanes, Prometeo vaticinó a su hermano la derrota y el futuro castigo de los titanes, por lo que ellos dos fueron los únicos que se salvaron de la condena eterna de los de su clase. Acabada la batalla, Zeus ordenó a Prometeo la difícil empresa de crear a los hombres. El resultado no convenció al soberbio dios tronante que decidió acabar con la humanidad mandando un enorme diluvio. Anticipándose, Prometeo ordenó a su hijo Decaulión que construyera un navío y se escapase con Pirra, la hija de Epimeteo; o lo que es lo mismo, Adán y Eva antes de Adán y Eva. Pasado el desastre, los dioses olímpicos dejaron a su suerte a los hombres, convirtiendo la vida terrenal en algo miserable y puramente salvaje. Prometeo acudió a los hombres y les enseñó ciertas artes y ciencias necesarias para sobrevivir y desarrollarse; como gesto sagrado les regaló el fuego, lo que representó una auténtica traición a la confianza divina. Como respuesta, Zeus y los dioses crearon a Pandora, la mujer más perfecta del mundo, que acabó casándose con Epimeteo a pesar de la desaprobación de su hermano, quien ya sospechaba las intenciones de Zeus. Para casarse con Pandora, Epimeteo estaba obligado a guardar una jarra regalada por los dioses que Pandora nunca podría abrir. Pero ya se sabe, la curiosidad mató al gato y un tiempo después, Pandora no pudo contenerse, destapó la jarra y de ella salieron todos los males que hoy siguen afligiendo a la humanidad. Lo único que no salió fue la esperanza. El final de la historia narra el castigo que sufrió Prometeo: vivir crucificado en lo más alto de las montañas del Cáucaso, herido y atacado eternamente por un águila. Aquel que viola los secretos sagrados de la naturaleza es castigado a sufrir un interminable infinito de dolor.
Me he extendido en la descripción del mito, pues me parece esencial entender los matices y desentrañar la ontología del mismo para vislumbrar de forma más sencilla dónde nace -culturalmente- la idea de Mary Shelley y en definitiva, comprender a la criatura del doctor Frankenstein. 
Mary Wollstonecraft Godwin, de naturaleza soñadora y evasiva, fue la hija de dos famosos escritores británicos del siglo XVIII -William y Mary-. En 1814, a los diecisiete años, se casó con el ilustre e indomable P. B. Shelley y con él se sumergió en la literatura y en el mundo de lo sobrenatural. La joven pareja vivió una existencia trágica y nómada, inmersa en la poesía y el láudano, en el exilio y la miseria, ocupados en celebrar la idea de la libertad del espíritu, hipnotizados por el ideal de la belleza del mundo. A pesar de ello, la ya Mary Shelley, tuvo demasiados abortos y demasiados hijos muertos para poder enfrentarse a la realidad; su madre también había muerto durante el parto y en 1820, su marido moriría ahogado en el lago italiano de La Spezia. En 1831, Mary Shelley escribió un prefacio a su obra Frankenstein o el moderno Prometeo, donde confesaba el misterioso preámbulo de la creación del texto. Parece ser que en en el verano de 1816, ella y su marido visitaron Suiza y conocieron a Lord Byron. A pesar de la temporada estival, el tiempo no acompañó y pasaron muchos días metidos en casa, lo que propició un tiempo idóneo para leer una extensa colección de cuentos de fantasmas que cayó en sus manos por casualidad. Ella, su marido Percy, Lord Byron y el también escritor gótico John Polidori, para distraer al aburrimiento climatológico y dar una salida al imaginario tormentoso que habían creado en sus mentes las historias de terror, propusieron entre todos un juego: escribir un cuento cada uno, con el objetivo de adentrarse en territorios vedados de ellos mismos, lo cuál, fue plasmado en la mareante película Gothic de Ken Russell, donde se muestra al grupo viviendo momentos de delirio, orgía y horror que distan de las fabulosas jornadas estivales que muchos biógrafos describen como meramente literarias. Según los recuerdos de la escritora, Byron y Percy acabaron componiendo piezas líricas siniestras, pero poco ajustadas a lo acordado; se deja traslucir que no se lo tomaron muy en serio. Por su parte, Polidori comenzó un relato que dejó inacabado sobre una mujer con cabeza de calavera y finalmente Mary, fue la última en entregar su cuento, pues no sabía muy bien qué escribir. Los demás la presionaban; su marido, como siempre, la estimulaba para que escribiera. En aquellos días, ella andaba preocupada por la nada, por el vacío que encontraba en su cabeza; quería inventar una historia totalmente original, sin apoyarse en ningún otro elemento, pero día tras día se desesperaba sin tener una sola idea. Entonces, una noche tuvo una pesadilla y todo cambió. Los cuentos de terror que había leído, sumados a los experimentos de Darwin, junto al galvanismo -hechos muy populares de su época-, dieron forma a la reveladora pesadilla, filtrada a través del mito prometeico y su personal concepción de la muerte (y de la vida). Así fue como Mary Shelley entendió lo básico de la creación: lo importante no es el vacío, sino el caos. El artista es aquel que vislumbra las posibilidades del azar y las combina con su propia experiencia, pues como afirmaba su marido: los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo. Por primera vez Shelley entendió lo que sentía su marido cuando escribió su poema Ozymandias (1918) o más tarde, el Epipsichidion (1821). En cierto momento del prefacio, imagino que ante las dudas de la autoría por parte de la crítica de su época, Shelley afirma que su marido no tocó ni un ápice de la historia, aunque sorprendentemente confiesa en una breve sentencia que el texto final fue escrito, en realidad, por Percy. Más de un siglo después no sabemos si dicha confesión nace de una falsa modestia inexplicable o de un intento de sublimar aún más la gloria de su marido. Lo que está claro es que Mary Shelley tuvo que optar entre la pena y la nada y que eligió la pena. Lo digo pues el mito real del doctor Frankenstein trata de eso, de la enorme tristeza que siente la escritora ante el hecho de la muerte. En la novela, el doctor Frankenstein es un prometedor estudiante de medicina nacido en una poderosa familia suiza en la que reina el amor. El destino se lleva a su madre y el joven se obsesionará con descubrir un método para devolver la vida a los hombres. Él solo, sin ayuda de ningún jorobado, construirá una criatura humana a la que someterá a aparatosos procesos galvánicos que en un momento dado, darán milagrosamente su fruto. La criatura resultante, fuera de su apariencia inhumana, no es un simple robot con pilas, sino un ser con un alma o lo que es lo mismo, un animal gradualmente consciente de la existencia y de su lugar en ella. Para la criatura, que Shelley nunca bautiza, el doctor Frankenstein es su creador, su padre, su único dios; aquel que le ha regalado la vida. La criatura va entendiendo la complejidad de la existencia y de su circunstancia concreta, pues él es distinto a todos los demás. Así, en un momento determinado, la criatura le pide a su creador que le invente una compañera, pues siente que el hecho de vivir con un alma semejante es el fenómeno único que ofrece sentido a una vida sembrada de soledad y vacío. El doctor Frankenstein se da cuenta de que ha fracasado: lo único que ha conseguido es traer al mundo más sufrimiento. Intenta acabar con la criatura, pero se escapa. A partir de ese momento, la criatura perseguirá a lo largo y ancho del mundo a su creador para recordarle su promesa y no le importará el medio para llegar a ver cumplido su deseo, aunque el camino conlleve dejar un largo rastro de dolor y crímenes.
La criatura simboliza la tristeza de Shelley. Todos los fragmentos de los que está compuesto el engendro, son los trozos de sus seres queridos, de esos sentimientos abandonados por culpa de la muerte. La criatura vaga por el mundo, tal que la melancolía eterna de Mary Shelley. El doctor Frankenstein simboliza sus deseos impotentes de equilibrar las fuerzas de la naturaleza, de buscar una solución humana a un fenómeno puramente existencial, sin duda, el único realmente eficaz. No existe en el mundo nadie que nunca haya muerto, no se conoce a nadie que haya atravesado la vida sin enfrentarse a su mortalidad. A través de la novela, Shelley entiende las limitaciones humanas y el significado de la hibris, concepto griego para definir las consecuencias ante el desafío a las leyes superiores que rigen el universo. La criatura, persiguiendo a su creador, se transforma en la metáfora más clara del arte y de la vida, convirtiéndose en un puente entre las dos. Mary Shelley nos traslada al mundo de las esencias (del amor, del horror, de la tristeza, de la alegría) a través de sus palabras, de sus imágenes y de sus delirios alucinógenos. Un mundo que tiene que ver mucho con el cine, con la resurrección de las presencias, de las sombras; con la conservación de la realidad.
El ‘monstruo’ de Mary Shelly no es un criminal, no es malo, no es un asesino, es un huérfano abandonado, apaleado y marginado. Un ser solitario que entiende que nunca podrá recibir el calor y el amor de los humanos simplemente porque le temen, nadie jamás le ha dado ni le dará la oportunidad de desplegar su amor. En su interior se encuentra, como en el corazón de todas las personas, un corazón dividido entre el amor por la belleza, innato y puro, que viene dado por la vida misma, y el odio, forjado a base de azotes y rechazo, que desemboca finalmente en una actitud de resignación y egoísmo.
Las adaptaciones cinematográficas en general, a partir de la obra de Whale, se ciñen generalmente al aspecto terrorífico del relato: el monstruo y sus abominables crímenes. Carne para Frankenstein (1973), The Prometheus Project (2010), Yo, Frankenstein (2014) o Victor Frankenstein (2015), son algunos ejemplos de la herencia que dejó Whale al cine del futuro, apartando la naturaleza crítica del relato, su profundo mensaje existencial y metafísico. Tal vez, sólo Kenneth Branagh con su Frankenstein de Mary Shelley (1994) recuperó una parte del poder original de la obra, dándole de nuevo una mínima dignidad, reivindicando el poder de sus sobrenaturales imágenes. Con todo esto, no se plantea el hecho de que una adaptación cinematográfica no pueda versionar un texto literario, sino si éticamente es lícito empobrecer un original y destruir su esencia por puros intereses comerciales. La criatura de Shelley no es un monstruo en sí, sino un hombre distinto, un ser humano hecho de fragmentos. El monstruo de Shelley no es aquel grandullón verde con zapatones de camionero, cabeza cuadrada y ojos de besugo que habita en nuestro imaginario actual. Es otra cosa muy diferente o lo que es lo mismo, una persona más. En realidad, cuando uno lee atentamente el libro, sentirá que el monstruo posee una forma que va surgiendo en algún lugar de la mente, mientras se van leyendo las gloriosas palabras de la novela. La criatura no es nada concreto, sólo una pena con patas, un sentimiento andante que se hace las mismas preguntas que nos hacemos cada día cualquiera de nosotros. La criatura ni si quiera es, como mucha gente identifica por error, el mismo Frankenstein. Es fácil encontrar, durante carnavales, a alguien disfrazado del grandullón con los electrodos en el cuello y el peinado aplastado, cubriendo la cicatriz de la frente, diciendo soy Frankenstein. Un error o mejor dos. Se equivoca de personaje y de versión. En todo caso, siempre será lamentable imponer al futuro un contenido superficial y espectacular, teniendo originales portentosos y eternos. Si seguimos haciendo caso a famosas boutades como la de John Ford -“si tienes que elegir entre la realidad o la leyenda: ¡publica la leyenda!”- mal vamos, amigos, pues a veces las leyendas escondes trampas y pandoras que sin mentes prometeicas prevalecerán para vaciarnos y hacernos más simples, más tontos aún de lo que somos.





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