miércoles, 16 de mayo de 2018




EL PEQUEÑO QUINQUÍN
(2015)

Bruno Dumont

  


Finalmente no hay mal, hay ser
G. D.



Apuntaba Carlos Losilla en uno de sus textos capitales: "[...] ahora se ve más allá del cine y de su relato, más allá del melodrama y de su ausencia, se observa la materia minuciosamente, lo cuál lleva a encontrar formas monstruosas". La cuestión no es irrelevante, de hecho es angustiosa: el acto de ver se convierte, en medio de la modernidad, en un largo viaje hacia el horror. Hoy, ciertos cineastas han decidido usar el cinematógrafo a modo de telescopio invertido, con la finalidad de acercarse al átomo de los rostros, al abismo del mal. Lo que en apariencia es simple materia organizada en formas mansas y familiares, se convierte -ante la insistencia de ahondar en ese fetiche humano denominado "maldad"- en presencias inimaginables y terroríficas, obcecadas en una mirada desafiante y burlona ante el asombro de un público indefenso. Tal vez la aventura de la visión estaba condenada, de antemano, a encallarse en este universo coralino y mortal del que en un futuro, habrá que ingeniárselas para zafarse y volver a navegar; quizás es uno de los sinos del arte de observar.
Cuando Bruno Dumont estrena un nuevo trabajo, el ágil espectador se ve tentado a hincarle el diente -casi como si fuera una tentación carnal- esperando toparse con aquello bautizado como lo real. Las películas de Dumont habitan un extraño mundo del mal, un infierno telúrico lleno de criaturas caprichosas y deseantes, desesperadas por el aburrimiento y el vacío. Películas como La vida de Jesus (1997), ya advertían esa original brecha que atravesaba la voluntad del cineasta francés, influido en gran medida por su admiración a la obra de Robert Bresson. Dumont imita en su cine la tendencia a  la rigurosidad de la puesta en escena que ha acabado configurado su estilo y sus temas. Las obsesiones del autor de Pickpocket (1959), encuentran un hábitat perfecto en los films de Dumont, de hecho funcionan como un continuum de la obra de su maestro. Ambos instalan su obra en eso que se ha venido llamando la ficción materialista, en la cuál el ojo de la cámara transita por las superficie de los átomos de las piedras y los rostros, esperando pillar desprevenida a la realidad. Dicha hazaña, no es empresa baladí, ni mucho menos. Abordar la realidad para desentrañar sus tesoros es más que ardua tarea y por supuesto, complejo objetivo de altas miras. Todo cineasta sabe que no hay fórmula aplicable para cazar un gramo de revelación. La cosa aparece sin más esculpiendo el tiempo, encajonándolo en el microscopio del cine, montándolo de mil y una maneras, hasta que sin saber muy bien la razón, la vida se manifiesta y se convierte en arte.
En 1999, Dumont lo consiguió en su más logrado -e insuperable- film: La humanidad, esa película que camina entre el pensamiento y la poesía de forma bestial y dulce al mismo tiempo, configura sin querer, la síntesis de la idea de Dumont sobre el cine o lo que es lo mismo, sobre el lado oscuro de la existencia. El cine de Dumont es una gran alegoría sobre el estado de las cuestiones humanas, una especie de Divina Comedia del siglo XXI, que avanza por las esferas metafísicas de la carne. No es gratuito que La humanidad se estrenase a las puertas de una centuria en la que el individuo carece de referentes y sentido alguno y que, por otra parte, clausurara otro siglo lleno de mentiras y terror. El mundo ha sido vaciado de sensibilidad y civilización y ahora deambula sin ton ni son, como un zombi, entreteniéndose en atrocidades varias, obnubilado con la violencia y el pánico. El cine de Dumont parece convencernos de que la existencia de hoy posee un signo netamente demoníaco, haciendo cada vez más verosímil ficciones como Night of the Demon (1957) de Jacques Torneur, donde el hombre se ve perseguido por sus propios demonios, abocándolo a un pavor y angustia incurables.
Así, aunque pueda parecer una paradoja, Dumont refunda una especie de cine medievalista, afrontado en épocas pasadas por Dreyer o Bresson -incluso Bergman-, aportando un toque contemporáneo y codificado para embaucar a los ojos efectistas del público actual. Su cine es en sí mismo una tentación que busca milagros entre la podredumbre. Las más bajas pasiones humanas se pasean de manera irresponsable por sus imágenes, provocando una serie de sensaciones contradictorias, hurgando con insistencia en la duda humana y las trampas de la fe. Películas como Hadewijch (2009) o Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017), circundan dilemas religiosos y por tanto espirituales, desde el ojo oscuro del diablo. Por momentos su cine parece poseído por una extraña fuerza, arrastránndolo hacia una serie de lugares donde habita ese ser que quiere jugar con los vivos por puro y simple placer; alguien nos imagina sin poder evitarlo. En sus films, Dumont plantea misterios que nunca se resuelven, vulgaridades que nunca se olvidan, destellos que nos ciegan los ojos para abrirnos la mente. Además de medievalista, su cine es una especie de práctica zen que enseña las virtudes de la iluminación a partir de las oscuridad. Y esa noche desgasta a los hombres, pues los misterios no están hechos de materia humana; él mismo ha tenido que claudicar y desde 2013, ha tomado una deriva distinta, tal vez por pura supervivencia, tal vez por un poder oculto. El mal quema a cualquiera y no se puede estar cerca de él mucho tiempo, pues representa una ficción que puede tomarse como verdadera, cuando es solo una idea. Una idea más, como las otras: el bien, el mal, el zoroastrismo, el budismo, el cristianismo... sólo son formas ineficaces de ordenar el caos o las energías que someten al mundo, que juegan con las almas. Asi como la moral es una compleja leyenda que los hombres se han creído para justificar sus acciones.

Los filmes Camille Claudel 1915 (2013) y La alta sociedad (2016) muestran la fórmula evasiva que ha elegido el cineasta francés para apartarse de ese mundo cruel que había creado y que estaba a punto de destruirle. Si antes su cine era un universo de libertad donde el mal andaba suelto y sin dueño, ahora Dumont se ha encerrado en un pequeño teatro de marionetas -a lo Jean Renoir- y ha histrionizando a todos sus personajes, frivolizando y empobreciendo, en consecuencia, a todos los habitantes de su mente, abandonando lo real y en definitiva, la emocionante aventura. Tras su magnífica Hors Satan (2011) -trasunto afín a un limbo o purgatorio pavoroso-, se ha entregado a un paraíso de marionetas artificiosas dirigidas por hilos invisibles que no dejan moverse con naturalidad a las almas que habitan sus fotogramas. Da la impresión, al ver sus últimas producciones, que Dumont sufre de una parálisis o una maligna posesión -que ha pasado de su cine a su cuerpo- y  que le está obligando a mostrarse como un ser ridículo y banal, un ser que ha pasado de usar el cine como un telescopio existencial a emplearlo como un mero artefacto de distensión.
En medio de dicha crisis, Dumont estrenó en 2014, una curiosa miniserie -en realidad una película larga- que parece ser un intento de síntesis de toda su estética; una especie de posibilidad de retorno al origen, como si se pudiese hacer papiroflexia con el siglo XXI y doblar una esquina del tiempo para volver a 1999. El título de la miniserie es El pequeño Quinquín, una historia minimalista sobre una serie de asesinatos investigados por el extraño comisario Van der Weyden, en las inmediaciones de un pueblo perdido en algún lugar de la Normandía francesa. Un grupo de niños, seguirá secretamente los pasos del comisario y serán testigos de pequeños oasis de horror en medio de la nada. Poco a poco, esta obra de corte paisajista y humorístico, plantea una serie de itinerarios a través de campos impolutos y verdes que irán transformando el gesto de los personajes, consiguiendo, en definitiva, desenmascarar a las metáforas andantes y revelarnos ciertas miradas que recuerdan los mejores momentos del cine de Dumont. A pesar de la innecesaria teatralidad de ciertos personajes, el film avanza con eficacia y muestra cómo la indiferencia de la naturaleza condena las cuitas humanas a la ridiculez. La figura del hombre en medio del paisaje es una broma de mal gusto en comparación con la belleza del horizonte o el misterio del viento. En El pequeño Quinquin, los chistes no funcionan y el espasmódico comisario no acaba de fraguar en la emoción del espectador. La historia,  no tiene la menor importancia y de hecho se presenta al espectador como una simple anécdota.  ¿Para qué entonces? 
La única respuesta posible parece centrarse en un alucinante personaje llamado Quinquin, un niño digno de un cuadro de George Grosz, de alarmante parecido a Aleksandr Kaydanovskiy, o lo que es lo mismo, al inquietante Stalker que Tarkovski creó en su homónima y brillante película. De hecho, invito a cualquiera a analizar la primera secuencia de la serie, donde el curioso niño lleva en la parte trasera de su bici, a una silenciosa niña; la escena es un claro homenaje a la última secuencia de la metafísica película del artista ruso. 
La geometría a la que somete Dumont a su ficción está basada, en este caso, en una serie de referencias culturales algo anecdóticas, pero que sirven de extrañamiento general, dentro de un ambiente rural donde todo se sume en el silencio y la animalidad. El hombre, parece decirnos Dumont, es un animal más, un tonto que rumia en una esquina mientras alguien se ríe de él. Así, El pequeño Quinquin funciona como una especie de Vértigo hitchconiano, como una persecución infantil, casi naif, donde las tornas se han cambiado: el mundo adulto es una absurda farsa de vodevil y la infancia, un mundo maduro donde el amor es el único alivio. Dumont se entretiene en esta película, jugando con sus nuevas marionetas, regalando secuencias hilarantes (es inolvidable la escena del teniente Carpentier -ayudante del comisario- conduciendo un coche a dos ruedas) y fundando intrigas tangenciales que una y otra vez desembocan en el rostro del niño, el paisaje humano de Quinquin, el cual, va generando un aura a su alrededor que absorberá la luz del film hasta concentrarla en sus ojos con un poder de atracción poco usual. Lo real se hace vivo en este personaje que es más que un personaje; es toda una película. Al igual que el inolvidable inspector de policía Pharaon de Winter de La humanidad, Quinquin seduce por sorpresa a un público desconcertado por la confusión y desconcierto del comisario Van der Weyden. Esta irregularidad fortuita, tal vez sea el motivo del casual acierto de Dumont al arriesgarse a filmar de una forma tan desequilibrada, usando varios tonos y varias tonalidades, en principio contradictorias; de hecho, al final, todo se convierte en un tremendo no sense
La cuestión última es definir quién es Quinquin y qué hace en la película. El enigma de los asesinatos pasa a un segundo plano frente a su presencia y por un momento, el espectador siente haber caído en una trampa que ni siquiera el propio Dumont habría calculado. Al final, cuando todo el pescado está vendido y parte del público ha tirado la toalla, Quinquin nos mira desde ese teatro de marionetas que ha montado Dumont, transmitiendo con la mirada un turbador mensaje, casi indescifrable para la mente humana. En un momento todo desaparece y una sensación de pánico recorre nuestra piel cuando, en realidad, nos damos cuenta que quizás el extraño Quinquin no sólo sea un niño, sino otra cosa más enigmática aún; tal vez un demonio, tal vez un dios enfermo que nos imagina sin razón y que no conoce la noción humana del mal.




No hay comentarios:

Publicar un comentario