viernes, 15 de junio de 2018





HOLLYWOOD II

De adormideras y opiáceos










"Recorrer todas las disciplinas para alcanzar el enigma de su objeto. 
Utilizarlo de un modo transversal, alusivo, metafórico, elíptico, irónico. 
No realista, ni objetivo, ni metódico, ni referencial. 
¿Acaso el análisis no es en sí mismo una parodia de su objeto? 
Pero éste tampoco es el soporte ciego de la interpretación. 
Aquello de lo que podríamos liberarnos una vez 
que hubiera desvelado su sentido. 
Algo en él se ríe de nosotros y nuestros análisis".


J. B.


El cine de gran taquilla parece establecerse como una ingeniosa invención psicopolítica necesaria para hacer que el concepto de miseria humana se naturalice en la mente del público. Hoy, más que nunca, la industria yanqui juega el papel propagandístico más terrible de la historia de la humanidad y en seguida, explicaré por qué. Muy alejado de las escuelas del despertar socráticas, el sistema anglosajón de sometimiento cultural trabaja por adormecer todo lo posible al consumidor occidental a través de una serie de ficciones que llevan sorpresa. Se trata de algo parecido a la mecánica de un huevo kinder: lo abres con emoción, lo saboreas con prisa y montas el estúpido juguete que viene en el interior hasta quedar extasiado observándolo, sintiendo su alarmante y grave banalidad. El espectador común se traga hoy una cantidad de porquería angloparlante tan llena de mensajes y reglas de conducta subliminales de una toxicidad tan abrumadora que no comprendo cómo no instalan vomitorios en las salas de butacas. Nos están friendo los sesos a fuego lento, sin darnos cuenta. Claro, ellos juegan con lo fácil, con la técnica de copar las carteleras mundiales de mierda de la buena para que el público, elija lo que elija, se embriague del frasco del tío Sam y que así aprenda la maliciosa idea del mundo que aquel imperio de granjeros fanáticos y brokers sin escrúpulos desean perpetuar hasta tal punto que nos transformemos en lo que ellos quieren y no en lo que realmente somos. ¿Qué somos? Ahí está la verdadera pregunta de partida, una cuestión que debemos resolver y cuya respuesta no se parece nada a la representación de la realidad que ofrece la industria hollywodiense. Por eso, convencido de la eficacia del pensamiento como herramienta de inversión, me propongo absorber la negatividad y el escepticismo de este tipo de películas e intentar alentar una nueva resistencia ante la abrasadora barbarie que va acabando con las sensibilidades, agotando las neuronas y sobre todo, adormeciendo a la sala de butacas cada vez más acostumbrada a ver una y otra vez la misma chorrada, construida con la misma ideología ofensiva, obscena y pobre. 
Por ejemplo, Reservation Road (2007), un film que trata sobre un adulto que atropella a un niño y no es capaz de asumir el accidente, escondiéndose y mintiendo. Podríamos pensar que se trata de una historia de redención, pero bajo dicha apariencia, emerge el sucio mensaje del miedo, hasta tal punto que, el protagonista y culpable de la cinta, Mark Ruffalo, acaba suicidándose al no poder soportar la carga, ¿qué es lo que se transmite? Miedo puro. Un año después nos encontramos con Fools Gold (2008), un film tropical donde los haya con un Matthew McConaughey cachas y morenito que es un buscador de tesoros que está a punto de divorciarse de su mujer y que al mismo tiempo, está metido en un lío con unos mafiosos. Bomba de relojería: se presenta, una vez más, la idea del paraíso en el que el dinero es el único leit motiv posible y donde la falta de amor es tal que los personajes se transforman en neuróticos y mentirosos compulsivos por el único motivo de finalmente, pegar el pelotazo. Llegar a ser ricos y cachas son dos de las motivaciones que el cine norteamericano presenta a la psique moderna como sustitutos del bien, la belleza o el conocimiento. El sistema de sustitución de valores y de significados que desarrollan las técnicas de propaganda fílmica yanki no tienen fin, pese a su tosquedad y simplonismo. El "conócete a ti mismo" platónico, se transforma en un "enriquécete a ti mismo o muere” o en un “mira cómo se enriquece otro mientras tú te atragantas con las palomitas”. Para más inri, en 2016 Matthew McConaughey -que por otro lado es considerado en Haymmuvis como un gran intérprete- protagoniza un film llamado Gold, donde un buscador de vetas de oro realiza un enorme simulacro para cobrar un seguro. De nuevo la mentira encarnada en una misma alma, por no mencionar la insoportable El lobo de Wall Street (2013), donde el actor texano también realiza un papel relacionado con los negocios y el poder del dinero; ¿casualidad? No, Hollywood. Las películas en sí son aburridas y las tramas no tienen apenas interés, proyectando así una especie de humo lumínico que entra por los poros y que entumece el cerebro hasta paralizarlo. Uno de los objetivos hollywodienses es el de conseguir la parálisis interna de todos los sentidos a través de la mediocridad, no de la exaltación. 
La destrucción de la individualidad es una de las consecuencias de esta psicopolítica de la destrucción humana. No exagero, si no, vean A single Man (2009), una basura astronómica del diseñador Tom Ford de tal calibre que uno se pregunta dónde quedó la dignidad y el buen hacer de aquellos que en el pasado se colocaban detrás de una cámara. Es cierto que el intrusismo en el cine, de un tiempo a esta parte, se ha reproducido peligrosamente y que dirigir películas se ha transformado para el famoseo vario, en un capricho caro que no está del todo mal visto. Desde que la crítica cinematográfica no incide realmente en el séptimo arte -y por tanto nadie pone orden y gobierna un todo vale-, los monstruos de las tinieblas se han desatado y han desarrollado una filosofía superficial y una inutilidad artística que ha enraizado en el ejercicio de la visión, o mejor dicho, en el trampantojo de lo real. El arte es lo que hacen los artistas, si lo realizan otro tipo de sujetos, nacerá una cosa distinta. Por eso, aparecen películas como Thor. The dark world (2013), una historia épica y fantástica que se remonta a los dioses oscuros de las mitologías más antiguas de Europa y que desacraliza todo su poder, encauzándola a través del imaginario del cómic, hacia un torbellino de aventuras donde Thor no cesa de propinar mazazos a diestro y siniestro para defender el universo; fascinante. Esa es otra, el tema de lo apocalíptico, la idea del final de los tiempos, la popular destrucción total que, a su vez, imbuye otra idea en la mente: la vida es efímera, nada significa nada y por tanto, qué más da aburrirse en una sala oscura pagando un pastizal, si mañana todo se irá al carajo… yo me levanto cada día y abro la ventana. Mientras el sol me ilumina la cara, pienso en cómo ese inocente hecho demuestra la imbecilidad de la falsa idea del fin, de la supuesta tragedia humana. Seguro que la vida en la Tierra no es eterna pero, ¿en realidad alguien se puede tragar que en dos días todo va a saltar por los aires? Peores cosas se han vivido en los cuatro mil años que llevamos de civilización y muchos peores dramas habrán ocurrido en las olvidadas y desconocidas civilizaciones que nos precedieron. Y aquí seguimos, con la entrada del cine en la mano, dispuestos a ver pavadas como She’s funny that way (2014), una película de Peter Bogdanovich -que podría ser del último Woody Allen- donde demuestra que no sólo una aguda cinefilia puede hacer a un cineasta y que a pesar de una vida haciendo cine, un director no tiene por qué aprender cuál es la esencia de su oficio y ni siquiera, rozar el arte de lo real. La película es para vomitar: frívola, sosa, sin talento, sin ritmo, sin gracia… los yankis, desde los hermanos Marx, no tienen ni idea de lo cómico y no es una exageración, y si no miren las agonizantes películas de Jerry Lewis, quien en sus mejores momentos (The bellboy, 1960) no es más que un simulacro de lo risible. El cine norteamericano ha perdido la cabeza y se parodia a sí mismo, como el dictador que se burla de sus propios defectos para compensar el hecho de que él mismo no permite que nadie más lo haga. La autoparodia de la representación yanki da pena y sueño, sueño del malo, del bostezo frente a los clichés y el infantilismo desbordante. Pero esperen, cuando se ponen serios, son peores aún, pues como he dicho al principio, tienen la fea manía de inventar películas sobre el miedo, para infundirlo, para generar una mecánica de imitación en la que el público o parte de él acaba viéndose reflejado. En Secret in their eyes (2015) se habla de un asesinato realizado por un personaje inmiscuido en tramas terroristas. Coctel molotov; dos pájaros de un tiro. Violación, asesinato y terrorismo. Quién da más. Además nos sacan a Julia Roberts entremedias y nos distraen con su amable presencia para dulcificar la cosa. Por otra parte, el protagonista es Chiwetel Ejiofor, actor afroamericano que compensa la eterna maldad de los caucásicos. Estrategia fatal. Al final de la cinta, la santa Roberts acabará haciendo lo que la venganza le dictó desde el primer día, tras descubrirse al asesino de su hija. La película no nos muestra ningún misterio, sólo un petulante rodeo para justificar el famoso y descerebrado ojo por ojo bíblico. Hoy, por otro lado, me resistiré a comentar la vena fanático-religiosa que predica Hollywood, pues es tema para extensas reflexiones; sólo un apunte: el miedo, de toda la vida, lo inventaron las religiones. 
Hollywood es una secta a la que el público paga encantado, creyendo inocentemente que consume entretenimiento. Para que nos entendamos: ir a ver una de sus películas, equivale a entrar voluntariamente en una iglesia evangélica de predicadores gitanos o de quien fuere donde la gente, entre otras cosas, se considera un rebaño de borregos. Dentro de dicha secta existen secciones y últimamente, por no decir ya casi dos décadas, se ha puesto muy de moda el mundo de los cómics y su parnaso de semidioses tecnológicos. A lo largo de los años, los capos del negocio han comprendido que rodeando de tecnología al consumidor, consiguen esclavizar a la masa y conducir sus deseos dictando sus criterios. Pues no todos los semidioses son puros: la mayoría son engendros experimentales o casualidades científicas. La otra parte son robots o máquinas humanoides, lo cuál explica que el Cronos y la Gea modernos son los laboratorios; los creadores de estos dioses ficticios son científicos que intentan crear seres sobrenaturales para combatir fuerzas oscuras. Así, Fantastic Four (2015) -y todas sus secuelas-, El Capitán América: el primer vengador (2011) -y todas sus secuelas- o Los vengadores (2012) -y todas sus secuelas- no son más que la consecución infinita de una falsa promesa: al igual que la idea del apocalipsis, hacen convivir la idea de ser cualquier cosa, de la exageración de la habilidades humanas, del poder ilimitado de los seres, en definitiva, en mostrar una ilusión que se perpetúa film a film, alimentando un no sé qué, que a larga llena de ideas esquizofrénicas las mentes adocenadas de un público que además de convertirse en un ente insulso y paralizado, se somete a dioses de madera que sólo piensan en la destrucción, semidioses que son fuertes y ágiles pero en el fondo bobos y frívolos, víctimas de su propio juego; miserables humanos en cuestión. 
Así, derivando de esta vena fantasiosa e infantilizada, dirigida a las generaciones que consumieron dibujos animados en toneladas y que hoy desean revivir dichas emociones en carne y hueso, nacen absolutas patrañas como The dark tower (2017) o Ghost in the shell (2017), dos de las memeces más grandes y caras que se han visto en una sala. Por un lado tenemos otra chorrada más del nefasto escritor Stephen King, de quien es sabido que leen millones de adeptos y que yo aún no he comprendido el motivo de tal admiración. Al llevar sus historias a la pantalla, lo cutre se hace visible y lo blando se derrite en ronquidos de opio, profundos y desmemoriados. En segundo lugar, Ghost in the shell nos trae la famosa historia de anime de los 90’ llena de violencia y sexo, pero sin violencia ni sexo. El poco erotismo que poseía la original animación, brilla por su ausencia en una cinta donde la sobrevalorada Scarlett Johansson interpreta el papel insulso de una mercenaria ciborg desmemoriada que lo pasa muy mal porque no sabe de dónde viene; ¿no le sucederá al público un poco lo mismo?. La película es un desastre y no se entiende el sopor nauseabundo. La cosa es que la historia original también tiene su lado de culpa, pues no es más que una mezcla de Akira (1988), Blade Runner (1982) y Matrix (1999), realimentándose unas de otras en un eterno canibalismo sin sentido alguno. Pues finalmente, ¿no es Akira un film sobre el apocalipsis o Blade Runner un film sobre la memoria o Matrix un film sobre la figura de Jesucfristo? 
Paradójicamente, el infinito surtido de pelos norteamericanas no permite en realidad ir al cine más que en contadas ocasiones cada año: Zodiac (2007), Take Shelter (2011), The Foxcatcher (2014), Interestellar (2014), Inherent Vice (2014), The lobster (2015), Phantom Thread (2017), Dunkerke (2017), Lucky (2017) o El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) por dibujar el boceto del panorama de los escasos ejemplos que han aparecido en la última década. 
Cada año que pasa, uno se da cuenta de que ir a la gran cartelera es un acto estúpido e improductivo: no se aprende nada, no se goza, no se divierte uno, sino que se avergüenza. La cuestión sería plantearse si en realidad cuando se visita una gran sala de proyección se acude a un lugar de ocio o a un templo privado. Piénsenlo un momento. Tal vez, el público de hoy no se distinga tanto de los pobres fieles atormentados de la Edad Media, contemplando terroríficos via crucis, claudicando bajo el yugo de un pantócrator recubierto de pan de oro. 


Dulces sueños.







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