lunes, 8 de octubre de 2018



LO TENEBROSO Y LO FANTÁSTICO
EN EL SUR DE LA CONCIENCIA OCCIDENTAL


     




Si recorriésemos con atención el pútrido panorama que ha generado la paralítica y fantasmal industria del cine hecho en España, se podría comprobar con cierta facilidad cómo las escasas y más interesantes películas vertidas en su seno han sido también las más tenebrosas y grotescas. Será quizá una innata tendencia de los hispanos, potenciales conquistadores de la nada, el obsesionarse con la luz de la luna y las luces bajas de la terribilitá de los hombres. No hay duda de que los escasos títulos a los que uno puede referirse y con los que se puede encender una leve llama de satisfacción, nacen de la suma de una soledad enfermiza y una prodigiosa imaginación romántica. Tal vez, en la vieja península del fin del mundo, el tiempo se dignó en deternerse para los pocos a los que fue otorgada la virtud de sellar sueños en la oscuridad. Digo esto, pues la tiniebla que asola las imágenes goyescas o el sadismo riveriano, se traslada como una herencia congénita al mejor y más heterodoxo celuloide español, contradiciendo la imagen luminosa que se propaga desde siempre en el extranjero de este país conformado no sólo de áridas y desoladas estepas castellanas. Desde siempre, el gran arte hispánico fue el que se creó en las sombras, en el secreto silencio de una gruta perdida y donde nadie llega sino quizá, por la magia. Sin esoterismo alguno, a continuación enumeraré algunos ejemplos que ilustrarán esta idea que en un sentido recto destruirá aquella falacia bautizada como historia del cine español y por otro, instaurará una fisura en el concepto mismo donde esperems, se halle la pequeña verdad que la mayoría del público esconde aún sin conocer el motivo de su mentira.
Cuando en 1972 Víctor Erice realizó ese delicado filme titulado El espíritu de la colmena, no era la primera vez que en este país de ogros y traidores se realizaba una pieza de estas singulares características. Habría que consultar los manuales astrológicos para determinar cuáles son las exactas posiciones de los astros para poder predecir, con un mínimo error, la llegada de una de estas manifestaciones oníricas que tintan de una luz muy especial -y excepcional- los almanaques cinematográficos del sur europeo, contradiciendo la idea generalizada que se tiene de él; aunque en realidad, las ideas no importan si los hechos son sublimes.
A finales del franquismo -esa época lobotómica y cancerígena que esclavizó a tantas y tantas generaciones con su extrema vulgaridad y analfabetismo- Erice filmó su ópera prima -olvidando voluntariamente sus precedentes ejercicios menores- desligándose, o mejor dicho descolgándose en el interior de la gruta de los milagros, recuperando los ambientes de Tod Browning (Drácula) y su meticulosidad misteriosa, casi transformada en una ciencia patafísica. Como todo lo realmente artístico, la película no se entiende en su homogeneidad, sino más bien en su valiente fragmentación llena de caprichos y amor por la vida que se esfuerza en abrirse paso, por salir de la semilla. Al igual que en El Sur (1983), la posguerra es la base contextual de un mundo inventado y complejo, lleno de aristas imaginarias y sorpresas impredecibles. Cuando el cine se acerca a la forma del sueño, el sueño se convierte en realidad y la transferencia de la experiencia hace nacer la emoción, un asombro intravenoso que nos conecta con la gruta eterna de la que venimos, de aquella donde se cantaba y dibujaba para conectar la carne con las ánimas.
Consciente de la dificultad extrema que conllevan estas últimas palabras, no redundaré en ellas ni daré más explicaciones pues “que entienda quien pueda” como decían los viejos profetas que sintieron ser dioses. En un panorama mundial donde el cine se ha convertido en una bagatela efímera, comprendo que muchos no entiendan que el cine o es transcendente o no es. Hoy, todo es superficial por regla general, hoy todo es clónico por prudencia comercial, todo es apocalíptico por tendencia y neurótico por artificio. En el presente -que ya es decir- la película se ha transformado en un bit, o sea, en un dato más entre datos, en parte de una información que contiene un mensaje claro que nadie debe saber, pero sí consumir para ser digerido en el subconsciente hasta crear un tumor que desconecte el órgano de la sensibilidad, fruto de toda emoción, de toda experiencia vital. Alguien quiere que el público no sienta la potencia de la realidad y que en cambio crea que el cine es sólo un simple artilugio mecánico de feria para pasar las tardes medio dormidos ante una brutal máquina de hacer dinero. Sería triste y absurdo que yo escribiese lo anterior si no hubiesen existido manifestaciones que defendieran mis palabras con sus imágenes. Así, desde los inicios del siglo XX, Buñuel dio varios ejemplos al público de que el cine es posible incluso aún entre la podredumbre y aunque oscuro, puede respirar con tanta luz como el mismo sol de Saturno. Obras como Las Hurdes (1933), El ángel exterminador (1962) o Viridiana (1961) nos hablan de la supervivencia tenebrosa de la herencia romántica apuntada al inicio. La crueldad, la mentira y la perversidad son elementos naturales que la pérfida moral actual intenta maquillar con cortes de pelo y operaciones varias, con costosos lavados de estómago y de cerebro y demás fruslerías.
Todo eso palpita dentro y aparece en estos films en su forma reveladora, por eso películas como El extraño viaje (1964) de Fernán Gómez o Vida en sombras (1949) del desconocido cineasta Llobet Gracia, engrandecen la gloria de esta pequeña guerrilla que nos hace avanzar por el campo de la imaginación hasta praderas de expresión, donde la luz es distinta y distinto también, el corazón. En todas estas películas, además de las sombras terribles y sabias, aparece el cine como un personaje más, en el que la eternidad hace mella, como si fuese un animal herido que no dejase rastro, pero sí un contagioso hedor que nos obliga a abrir los ojos y esperar en la ventana a que ocurra un hecho extraordinario.
La caza (1966) y Cría cuervos (1976) de Carlos Saura, aunque en menor medida, apuntan hacia ese destino del cine sureño donde lo inverosimil se hace patente, convirtiéndose en la piedra angular de lo fantástico como género supremo del cinematógrafo. Películas como Feroz (1984) de Gutiérrez Aragón o Arrebato (1979) de Iván Zulueta, causan cierto estremecimiento similar, pues rozan ese oscuro sentimiento luminoso que despliega con auténtico esplendor el Chaplin de los primeros y gloriosos cortos de la Keystone, donde el vagabundo es menos sajón que sureño. Allí, el cine es aún inocente y tiene miedo cuando se hace de noche y aún así filma con pulso firme lo que ocurre cuando una niña se escapa de casa para tener la pesadilla más hermosa que se puede vivir en medio de una de esas llanuras castellanas, donde una vez se imaginó el oscuro libro más fantástico y tétrico de todos los tiempos y con seguridad, de los que están por venir. Aquel, también lo escribió un hombre que entre otras cosas, durmió encerrado durante años en una celda, que en definitiva es una gruta. Sus invenciones fueron así mismo grotescas y lúcidas como lo eran las palabras de los viejos eremitas, del moderno Eurípides o del poco leído Platón.
¿De dónde sacaría sus mejores historias el viejo jonio sino de gente secreta como Pitágoras?
Platón representa el inicio de la industria del pensamiento occidental, la salida de emergencia de aquel precioso lugar invadido de dudas donde las imágenes confundían a los hombres, pues todas eran sin duda ilusiones. Bellas ilusiones. Su ayuda fue tal vez errónea, pues arrancó nuestras mentes de la magia y las llevó hacia el idealismo, ese sofisticado racionalismo que acaba haciendo yermo al espíritu por mucho Hegel que se le quiera echar a la ensalada. El liberalismo que hoy gobierna a los intelectuales -por no hablar de los magnates- viene respaldado por esa tradición newtoniana-kantiana-hegeliana que parece consolar su conciencia y hacerles pensar que el mundo está en su mejor momento, simplemente porque ellos lo imaginan desde sus torres de marfil, envueltos en billetes de nácar. Platón dilapidó el pitagorismo para evitar la ambigua oscuridad que contiene en sí la vida, pero el cine, por su naturaleza cósmica y sus dotes infinitesimales, ha logrado resucitar esas imágenes que nos concilian con nuestra verdadera naturaleza imperfecta y contradictoria. De hecho, las historias nunca podrán ser perfectas si no son fantásticas. Lo fantástico es en realidad el género propio y único del cine, por lo que aquellos que se quejan de la falta de lógica y linealidad de ciertas películas estarán -o están- equivocados por un hecho que es más de perogrullo de lo que parece a primera vista. Si nos trasladamos al mundo de la literatura, podremos comprobar que también los autores más oscuros y fantásticos son, por regla general, los más talentosos e interesantes: ya sea Swift, Carrol, Hawthorne, Rulfo, Borges, Onetti, Gabriel Miró, Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Guy de Maupasant, Oscar Wilde, Novalis, Poe, Isidore Ducase, De Quincey, Torrente Ballester, Juan Benet, Dante, Shakespeare o Cervantes. 
La literatura es una ola que fecundó y fecunda a todas las demás artes y que -por pura vanidad o ingenuidad- ellas siguen negando de forma infructuosa. El cine fue la última de las artes que tuvo el lance de digerir las palabras para crecer y transformarse en un ente autónomo. Cuando hablo de películas españolas como la buñuelesca Un perro andaluz (1929), La aldea maldita (1930) de Florián Rey, La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville o El verdugo (1963) de Berlanga, intento agrupar una constelación invisible de tentativas imperfectas, pero eternamente valiosas, que comparten esa noche sin luna donde aparece lo impensado, al igual que en los cuadros de Velázquez representan un lugar donde todo se hace intermitente e incierto, pues la materia vacila y se interrumpe en el ojo para introducirnos en el mundo de la emoción del movimiento. 
Películas como El desencanto (1976) de Michi Panero y el joven Chávarri, El encargo del cazador (1990) de Joaquín Jordá, Los motivos de Berta (1983) y Tren de sombras (1997) de Jose Luis Guerin persisten en la misma idea de ser meteoros aislados de lo colectico, puentes metafísicos de la imagen y del pensamiento cuando este se libera de la memoria y es libre para temblar sin cerrar los ojos. En 1983, Víctor Erice intentó rodar una película que aunaba todas estas ideas y que hubiera sido, si le hubieran dejado, la síntesis de esa idea romántica y mágica que solo nace en el sur de occidente por razones, imagino, inexplicables. La podredumbre y corrupción de la industria cinematográfica española impidió que Erice rodase la segunda parte de El Sur, un lugar donde la promesa de la luz y el péndulo iban a sellar un hito del arte fílmico que nunca fue y que tal vez, nunca será, pues el tiempo nunca es el mismo y los trenes desaparecen en la oscuridad. La película, a pesar de su grandiosidad, adolece de su estado incompleto y reclama, en el devenir de los créditos de despedida, una cura de su deformación pues la magia queda suspendida en el aire, hecha un engendro viviente que no sabe cómo seguir respirando; por ello El Sur es y seguirá siendo una película amputada, un fragmento inconcluso que no llega a sumirnos en el sueño total, como si alguien nos despertase en mitad de la noche y no supiéramos si estar contentos o llorar desconsolados. Menos mal que Erice tuvo la generosidad de explicar en una entrevista postrera, las esencias de esa segunda fantasmal parte que nadie nunca podrá ver y que morirá en su mente como un gusano revoltoso, como una luz amarilla que aún llena los huecos de la imaginación de esta tradición suicida que pervive en la mala España de siempre. Como si fuese una conjura de necios sin alma, en 1998, Erice se volvió a quedar varado por culpa de otro productor insensible y perdiguero, y su último gran proyecto -en el que había trabajado al menos más de cuatro años- La promesa de Shanghai, no llegó ni siquiera a iniciarse. Victor Erice, a pesar de su escasísima obra, ha seguido manteniendo vivo ese espíritu nocturno del cine sureño occidental a través de sus textos y sus entrevistas, convirtiéndose en una especie de iluminado de habla lenta y grave, muy parecida a la sintaxis de Benet -otro grande- con el que tanto comparte, tal vez sin saberlo.
Truculencias a parte y para corroborar mi teoría sobre ese cierto cine español que flota camino del horizonte, desperdigado pero firme -confirmando su fe en la balsa de lo fantástico-, apuntaré como ejemplo de la supervivencia de esta aún viva tradición Historia de mi muerte (2014) de Albert Serra, película que congrega todos los elementos y modernidades varias, para demostrar que en sur de Occidente aún pervive una raza obsesionada por la sombras, que cree en un género único que hace del cine un verdadero y necesario sueño.