domingo, 7 de abril de 2019





TRES BABAS DEL DIABLO

El absolutismo de la estética








“Mi fuerza ha sido una fotografía”
Roberto Michel

Durante los años cincuenta, el autor Julio Cortázar se mudó a París, lugar donde escribió numerosos relatos urbanos localizados en la llamada “ciudad de la luz”. Uno de ellos posee el misterioso título de “Las babas del diablo” -quizás más inquietante que el mismo cuento-, el cuál esconde una serie de revelaciones que han acabado influyendo en el mundo del cine de diferentes maneras y que aquí, se retoma para definir ese curioso fenómeno experimentado en películas que nacieron para ser eternos iconos, pero que el tiempo se ha encargado de diluir cual efímeras estatuas de sal.
La primera baba se produjo en 1967, Blow-up, el icónico film de Antonioni que tomó ciertas partes del mencionado cuento del polígrafo argentino, para incluirlas en un collage de espacios de modernidad pasados por el filtro de la joven burguesía inglesa de los sesenta. Los nuevos tiempos se convierten en un vacío laberíntico donde la juventud contempla absorta los objetos y los fenómenos desde una pasividad e indiferencia desconocidas hasta el momento. La errática personalidad de la nueva clase media siempre fue un problema sin solución para el cineasta de Ferrara y por otra parte, el estamento al que él siempre perteneció, de hecho: el tenis, las mujeres y el arte fueron sus aficiones vitales, la jaula estética desde la que el cineasta observó alucinado el cambio de paradigma del siglo XX. En el film, la moda, el lujo, el capricho, la música eléctrica, la marihuana, el libertinaje y todo tipo de banalidades varias, son hiladas junto a la experiencia obsesiva de un fotógrafo y su enfermizo distanciamiento del mundo. A pesar de su constante crítica a la moral burguesa, Antonioni no parece advertir que el cine -industrial- es en sí el arte burgués por excelencia, hecho por burgueses en exclusiva para burgueses, en definitiva: una espada de goma para la nueva conciencia liberal. Así, Blow-up parece ser la forma estética que el cineasta italiano adopta como arma o herramienta, contra toda esa nueva ola de cambios que muy pronto adormecerían al mundo hasta dejarlo en una parálisis permanente. Quizás por eso su protagonista no deja de moverse de un lado a otro, dibujando un trayecto sin rumbo por mil sendas, esperando -desesperado- la aparición de algo digno de ser fotografiado para sublimar un mundo que él concibe como muerto, que el siente como una interminable catacumba. 
La parte principal de la película coincide con la del cuento: el gesto de ampliar una foto de común apariencia acaba desembocando en un contacto con lo sobrenatural, con la abstracción de la realidad, con una brecha de luz indefinida y sugerente que obliga a la curiosidad a zambullirse en el reino de la confusión y la incertidumbre, en el vacío. Es bien sabido que Antonioni fue un artista de fuerte corte existencial (La aventura, El desierto rojo) y que el fenómeno de la “nada” perturbó su conciencia durante toda su carrera de una manera especial. Cada fotograma que rodaba parecía ser un motivo más para seguir adelante, una conquista necesaria del desierto que le exasperaba sin solución. Antonioni, a través de Blow-up, lanza un torpedo confesional que inaugura lo que los críticos de la época denominaron su época de amaneramiento, la cuál irá enrocándose en una espiral de silencio rococó -Zabriskie Point (1969), El reportero (1974)- que desdibujará la solidez anterior, demostrada con holgura en trabajos como Tentato suicidio (1953) o Las amigas (1955). 
Blow-up fragua un estilo ensayístico y conceptual que -a pesar de su insistencia- no siempre enriquece las formas y las ideas: dicha tentativa deconstructivista -que también podría denominarse “cubismo espacial”- de inmediato le dio fama de cineasta intelectualoide y elitista, víctima de una afectación poco verosímil: “Durante el rodaje, una de mis preocupaciones es seguir al personaje hasta que sienta la necesidad de soltarlo. El trabajo vuelve a tomar valor por el encuadre, que es un hecho plástico”. De hecho -y a pesar de sus bellas palabras- vista hoy, la película se hace demasiado pesada e indecisa y se alarga de una manera incomprensible hacia un vacío sin gracia ni talento que resucita en secuencias puntuales, pero que no acaba de conectar del todo con el público -“de encontrar puertas”, como diría el crítico Carlos Losilla-, ya sea por el casting en general, ya sea por la fría y desajustada interpretación del elenco y de su protagonista en particular, -el grosero y egoísta fotógrafo interpretado por David Hemmings- o por su falsa deriva hacia el horror y la ruina. Así, analizada desde el campo de las formas, la película decae ostensiblemente, sobreviniendo en las mismas trampas del objeto de su crítica, seduciéndose así misma, transformándose en su propio objeto de deseo; tal vez esta sea una de las curiosas razones de por qué en España el film se estrenó con el nombre: “Deseo de una mañana de verano”. Otra cosa es el trasfondo fílmico, el desarrollo de ideas que confluyen en el renombrado film, éstas son poderosas y actúan en forma de pilares de este neonihilista castillo de naipes, hogar de una forma de vida en su último crepúsculo, de su último suspiro. De hecho, el término “blow-up”, posee una caterva indecisa de significaciones que hace aún más compleja la interpretación de su intrincado mensaje: en tanto que algunos diccionarios ligan el término a definiciones como ampliación, estallido, enfadarse, hincharse, perder o huir, otros lo definen como dejar sin aliento, exhalar humo, inflar o hacer una mamada, acciones todas ellas que suceden sin excepción a lo largo del transcurso del film. Al igual que ocurre con el título del cuento de Cortázar, el del film de Antonioni pende bajo una máscara polivalente que dispara a todos lados sin dar en la diana, dejando al espectador en un estado de suspenso, dentro de una nube simbolista que acaba en la amnesia.

“Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial”

En 1982 se da la segunda baba; Ridley Scott se propone filmar su obra maestra, Blade Runner. Procedente del mundo de la publicidad y con tan solo dos películas más en su haber, el cineasta inglés es elegido para trasladar a la gran pantalla un mundo futuro en forma de profecía apocalíptica, imaginado en su esencia por el escritor fantástico Phillip K. Dick, que murió el mismo año del estreno del film. Entre 1950 y 1970, K. Dick escribió más de sesenta novelas y cientos de relatos enmascarados en distopías, tecnologías imaginarias y viajes al mundo exterior que servían de distracción para desarrollar una mordaz sátira sobre la sociedad norteamericana de postguerra. Sus historias especulativas mezcladas con sus extravagantes ideas sobre las posibilidades de la mente humana, construyeron una literatura que aún cuestiona la capacidad de la ficción para crear realidades y viceversa. Toda su obra configura una extraña teoría del conocimiento humano que rebusca en el origen, en aquello que habita dentro de nosotros  y nos hace entender el mundo de una forma u otra. Cuando a Ridley Scott le propusieron Blade Runner, el proyecto se titulaba “Dangerous Days” y estaba basado en el libro “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), que trataba de un futuro alternativo donde los robots toman conciencia de su propia existencia. Dicho punto de partida le valió a Scott para rellenar de contenido a una particular estética -cyberpunk- que había descubierto en la famosa revista de ilustraciones HeavyMetal y de la que se había enamorado. Obsesionado con sublimar el complejo caos que inventaron dibujantes como Moebius y otros muchos, Scott rechaza de lleno la opción realista y crea en un estudio una copia de la infinita ciudad multicultural de naves y edificios colosales invadidos de luces y humo que encontró en los cómics. Con este gesto realiza una ampliación -como hace Roberto Michel en el cuento de Cortázar- de pequeñas imágenes y las hace vibrar en el tiempo hasta extraerlas, sacarlas fuera de la mente y de la imaginación del lector, para entregárselas en gran formato a la eternidad del cine.  
Al igual que Antonioni, el humo es una presencia en sí misma, un personaje fantasmal que invade la escena y si se comparasen las dos películas detenidamente, se podría comprobar cómo obras tan distintas, coinciden en numerosas claves de concepto, pero su naturaleza mainstream, su infinidad de recursos y su ilimitada ambición tampoco evita los mismos errores en los que cae el italiano: esteticismo, superficialidad y estúpida deriva en un vacío por el que el personaje interpretado por Harrison Ford se mueve de un lado para otro, dibujando un laberinto paralelo al de Blow-up, donde se sustituye la marihuana por el whisky y a la juventud por un puñado de robots con ansia de inmortalidad. Al igual que el film de Antonioni, Blade Runner es en potencia un proyecto interesante que abarca temas esenciales de la especie humana, y del cine en sí mismo, pero que quedan ensombrecidos por una carcasa millonaria y banal, metáfora exacta de la mentalidad Hollywoodiense: la industria siempre es más fuerte que el individuo. 
La relación que esta película comparte con el cuento de Cortázar es más que lícita: el mundo de las apariencias es el mundo de lo falso, el reino de las mentiras, de la nada envuelta en brillos dorados. En el mundo Blade Runner nadie parece estar seguro de su identidad, todo el mundo es sospechoso de ser un replicante -o sea, un doble artificial de lo humano que se rebela- y la incertidumbre y el desorden es la ley en un mundo lleno de basura y pestilencia. La urbe del film funciona como un palimpsesto sin sentido de culturas aztecas, egipcias, asirias, chinas, yanquis, japonesas, hindúes, europeas, africanas y esquimales en las que ciertos personajes se manifiestan practicando un burdo esperanto. El mix narrativo coincide con el planteamiento multiforme de Cortázar: al igual que la obsesión con la imagen fotográfica, el personaje de Ford fantasea en soledad con fotografías antiguas de su pasado para hacer verosímil su vida, de la cuál sospecha que ha sido inventada por otros, o lo que es lo mismo, coquetea con la memoria -como solía hacer K. Dick- para inventar la realidad, al igual que Roberto Michel fantasea con su ampliación para cambiar la historia ya sucedida, hasta conseguir influir en la realidad presente. De hecho Ridley Scott va más allá y hace que Ford tenga un sueño recurrente: un bosque a través del que corre un mágico unicornio del cuál intenta sin éxito averiguar su significado. La imagen onírica y sin aparente conexión incita al ávido espectador a conectar ese idílico bosque a la última secuencia de Blow-up, en la que el fotógrafo se encuentra al ejército de mimos -y donde devuelve la razón a la imaginación lanzando lo invisible a lo real, el arte a la vida- haciendo patente cómo casi dos décadas no son suficientes para separar a dos cineastas totalmente distintos, ni para solucionar un problema: el que ambos cineastas acaban derrotados, soplados por el mismo viento que hace desaparecer la delicada telaraña, la baba que nació para atrapar la vida pero que ahora vuela hasta desintegrarse por necesidad. 

“Todo mirar rezuma falsedad porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos. De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizás el elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena”

Suele decir Albert Serra que cuando filma una película le gusta contemplarla como un espectador más y que por eso filma desmesuradamente, casi sin límite, esperando la llegada de la  revelación. Como buen autor sabe detectar con precisión lo inasible, lo invisible, lo universal que nace de la nada en un medio como el cinematógrafo, donde es tan necesaria lo que él denomina la pátina del artista, el velo filtrador de la mirada. Cuando uno ve más de una vez sus films, se va dando cuenta del gusto de Serra por lo que Antonioni llama lo plástico del cine, o sea, el encuadre y en concreto en su caso, el encuadre romántico, fuertemente costumbrista como demuestra en su film de 2013 Historia de mi muerte, la tercera baba de la que se hablará hoy. 
La ambición estética de Serra es ilimitada y compleja, aspecto que crea un ineludible distanciamiento e incomprensión que le vinculan al Antonioni de El eclipse (1962) y cómo no, al ya archimencionado, cuento del argentino. En La historia de mi muerte abundan los planos fijos, cuadros vivientes de momentos imaginarios descritos en el diario de Casanova o en viejas leyendas oscuras del Conde Drácula. Serra, en su afán irrefrenable de originalidad minimalista, no intenta criticar o analizar el futuro sino que echa un ojo al pasado, machacando a través de su protagonista -Vicenc Altaió- al viejo mundo cristiano en todos sus prismas, riéndose de la vulgaridad mundana de las cosas, de la aristocracia, de los poetas sentimentales, de la intelectualidad… encerrándose en el lujo del siglo XVIII y las pelucas perfumadas. Serra disfraza su mundo para reírse de él -al igual que lo hacía Phillip K. Dick-, travistiendo la moral hasta deshacerla, fragmentando las historias  hasta enrarecerlas de tal manera que no las reconozcamos. La desmitificación estética es uno de sus hallazgos más prolijos, la quietud vaciada, una de las características -no tan exclusivas a estas alturas- de sus personajes. El planteamiento de este cineasta fue radical desde sus inicios: partiendo de una base literaria, crea films antiliterarios; partiendo de una premisa neorrealista y humanista, vacía las formas hasta dejarlas exhaustas, muertas. Serra se concibe como un heredero de las vanguardias y un bastión de eso que hoy nadie parece atreverse a mentar: cine de autor. Abiertamente, Serra se considera un artista absolutamente moderno al entregarse al deseo como concepto dinamizador de su imaginario. De hecho, Carlos Losilla define a la perfección su planteamiento -al que también podríamos incorporar a Antonioni-: “Se trata de que el cineasta se enamore de lo filmado, pero que ese acto amoroso sea el resultado de un misterio, de un temor. En otras palabras, se filma para no gozar de la mujer, y para que de esa herida nazca la melancolía, que contribuye a la creatividad: se intercambia la felicidad por la consecución de una imagen. […] La imagen conseguida no es ilusoria, aunque tampoco sea capaz de sustentar toda una película; ya no importa que la arquitectura se resquebraje con tal de que permanezca la epifanía, pues en el nuevo relato del cine moderno, se sacrifica todo por ese momento privilegiado”.
El problema de Serra viene cuando su cine crece y desea ser otra cosa, o su estilo desea por sí mismo cambiar y parecerse a otro -más industrial, más vago, más intoxicado- o empezar a ser convencional sin llegar a serlo del todo, acercándose a la trampa de los contraplanos simples, de las estructuras, de la “sopa musical” como diría Jean Marie Straub, y empezar a claudicar. Albert Serra encarna el espíritu de esa juventud que Antonioni critica, esa estética pop nihilista alimentada de silencio y objetos deseosos, al mismo tiempo que envuelve a sus imágenes de una sublimación fotográfica similar a la que Scott intenta plasmar en sus grandes panorámicas utópicas, copiando -en vez de los dibujos ciberpunk de Moebius-, paisajes alemanes o suizos de pintores románticos. Sus rituales y sacrificios beben directamente de las películas de Fernando Arrabal, donde el ojo fotográfico -como en Jodorowski- no existía y todo se concentraba en la acción -performance enfermiza- y daba una fuerza plus, un empujón a esos films salvajes e irregulares tan lejanos al cine, tan cercanos al espíritu. Serra desea aunar lo bello y lo útil pero se queda en lo primero pues no es capaz de despertar a sus personajes, embebidos en un estado morfinómano donde es imposible penetrar. A pesar de la gran vitalidad de Vicenc Altaió, “La historia de mi muerte” no acaba de levantar el vuelo de la emoción al quedar prisionera del sueño de lo plástico, de la sugerencia eterna que sí funciona en la escritura -Mallarmé- pero no en le cine. El film de Serra acaba guiando al ojo hacia una oscuridad empobrecida, muy lejana a la verdaderamente sugerente y fascinante de Todd Browning; todo sigue permaneciendo en los clásicos, lo que hace falta hoy es una rigurosa lectura de los mismos para volver a las esencias de su poder, en definitiva, del poder del arte. Pasar al otro lado del espejo y descubrir que allí también está la muerte no es suficiente recorrido, hay que seguir buscando puertas para que las babas del diablo, los hilos sueltos de la virgen se hagan sólidos nidos de tela que atrapen lo verdadero que habita en los autores, que en realidad es la ficción misma. Quitar las máscaras a la fantasía, dar agua a los vagabundos, abrir itinerarios para que los deseos no anden perdidos en el vacío, encontrar la imagen bella y útil, en definitiva: sustituir a Hollywood por un mundo más acorde a nuestros sueños. 
De momento, los extremos se tocan inesperadamente y los bosques por los que Drácula grita y Casanova viaja empiezan a parecerse a los que atraviesa el unicornio anglosajón o los que acaban desembocando en una inmensa pradera -como un desierto- donde se libra una partida imaginaria entre el arte y la vida. Babas importantes, pero babas al fin y al cabo que no llegan al corazón del hombre, a la llama del espíritu, entreteniéndose en formas complejas o simples pero que, como dice el último de los replicantes: “se perderán como lágrimas en la lluvia”. Sea como fuere y como dijo  Antonioni una vez: “quizás los críticos tienen razón y no el autor. Ustedes y no yo, o ¿acaso sabemos lo que nosotros mismos decimos?”.