martes, 7 de mayo de 2019




HOLLYWOOD IV

Crónica de un bucle






Decía Friedrich Nietzsche, allá a finales del siglo XIX, que siempre tendrá que haber malos escritores debido a la existencia de un masivo público inmaduro, el cuál también tiene sus propias necesidades… ante la predominancia de sus deseos vulgares, se imponen los malos autores. Esta curiosa regla se puede aplicar a las demás artes y sobre todo al cine -disciplina ambigua-, en sus manifestaciones menos sensibles. Dice el brillante Raúl Ruiz que todo film, por malo que sea, siempre posee oculto otro film, curioso y despreocupado, manifiesto de una verdad menor. Dejando de lado el relativismo mágico del cineasta chileno -que en más de una ocasión le ha llevado a él mismo a caer en sus propias trampas teóricas- nos ceñiremos a hechos concretos que revelan la mala práctica y las consecuencias terribles que derivan de la industrialización de lo representado. Si comenzamos con un cineasta clásico como Cecil B. DeMille, quien desarrolló en la franja de su obra más popular la fórmula de sangre, sexo y biblia, se podrá comprobar cómo la decadencia de Hollywood comenzó mucho antes de lo que se dice. De hecho, él fue uno de los inventores del kitsch cinematográfico o lo que es lo mismo, de la representación del objeto de mal gusto y cursi al mismo tiempo destinado a una supuesta masa popular inocente y basta. De hecho, el kitsch, usado como lo usa DeMille es una especie de presunción basada en la hipotética falta de sensibilidad del público, para desarrollar un simulacro mítico de imágenes y colores que seduzcan el sentido infantil del ojo común y simple, una y otra vez; también es cierto que muchos cineastas contemporáneos usan hoy ciertos ribetes de este cine para reactualizar una estética que siempre acaba transmitiendo una sensación rancia, pobre y artificial pero que, de alguna manera, sigue funcionando como un exotismo más dentro de la banalidad. Películas como Cleopatra (1936), Sansón y Dalila (1949) o Los diez mandamietos (1956) son muestras de la visión utilitarista y pragmatista del señor DeMille sobre su oficio y sobre el mundo. Dicen que en los rodajes vestía con botas de cuero altas, monóculo y chaleco, dando la impresión de ser un paciente domador de leones quien, incluso según ciertos biógrafos, hacía uso de un látigo o fusta para dirigir. A pesar de que hoy su figura sigue siendo alabada por ciertos revisionistas, la verdad es que tras la niebla, su obra apenas esconde algunas obras digeribles, todas ellas pertenecientes a su producción más temprana, ya sea La cama de oro (1925) o La piedra del diablo (1917). Nicolas Ray (Rey de Reyes, 1961), King Vidor (Salomón y la Reina de Saba, 1959) o Mankiewicz (Cleopatra, 1963) ayudaron o fueron cómplices de DeMille en esta voluntad de representación de historias bíblicas, creando sagas fílmicas que podrían ordenarse de forma cronológica para contemplar un Antiguo Testamento visual de cartón piedra. Hoy ocurre lo mismo con las sagas de superhéroes; la gente se sorprende cuando descubre que puede enlazar unas películas con otras, creando una historia mayor venida de los cómics. Hoy, la saga de Los Vengadores recuerda el plan de DeMille, ahora sí, con nuevos elementos: ironía, desmitificación, virtualidad, cuartas dimensiones y todo tipo de ecologismos new age y buenos sentimientos mezclados con futuros apocalipsis. Más de lo mismo, más espejismo.
DeMille muere en 1956, filmando su última película, año en el que un joven Robert Wise estrena la magnífica Somebody up there likes me, muy influenciada por la obra del sojuzgado Kazan de La ley del silencio (1954) y predecesora visual de míticos films como Manhattan (1979) o más concretamente de otros como Rocky (1976) o Ranging Bull (1980) usurpadores natos del trasunto argumental e imitadores de la original propuesta; reflejos vagos del original. Wise que era un cineasta introvertido y austero, ya en 1955 había caído en el kitsch histórico con su Helena de Troya (1955) que luego culminó con su anticipación postpop -mediante sus amplios conocimientos en el arte del montaje y la puesta en escena- con West Side Story (1961), estilizando la delincuencia juvenil y las calles del underground antes del undergound, convirtiendo la miseria en alegre baile, el racismo yanqui en canción y las relaciones adolescentes en un absurdo sentimental y rítmico que anunciaría la deriva de su cine futuro hacia una nueva lectura del musical y una novedosa concepción del cine como un espacio de danza ininterrumpida rodeada de espejos; Hollywood siempre intenta que el espectáculo prosiga, a pesar de la terrible realidad. El cine pensado como un bailarín solitario y narcisista, dando vueltas en una sala donde puede observarse desde todos los ángulos posibles, comienza a ser un problema cuando la compasión por la belleza se convierte en una envidia de sí mismo. Hollywood intenta que el individuo se encierre en sí mismo, obligándole a ser enemigo de sí mismo… 
En 1964, el mismo año en que EEUU invade Vietnam con sus mortíferas tropas, el cineasta Arthur Hiller estrena un extraño film bélico titulado La americanización de Emily, protagonizado por una impostada Julie Andrews, envuelta en una película sin un tono concreto, donde la comedia romántica se cruza con el panfleto político, la reivindicación pacifista, el patriotismo y la rebelión. Dicho cóctel incomprensible parece producto de la duda de su director, el cuál no decide darnos su posición clara, -no se sabe si por pura cobardía u obligación institucional- y nos embulle en un crisol de emociones contradictorias que acaban en un contrasentido argumental que revela la mano de la censura y el apaño seudosentimental de su patriótica conclusión y por descontado, la extraña elección de su título. Seis años después, Henry Hiller estrena Love Story y olvida su lado conciliador para entregarse al tema pop y psicológico por excelencia que ha movido y mueve desde mediados del siglo XIX, el mundo de los argumentarios del entertaiment popular; al final, el sistema ha conseguido que el director se transforme en su propio personaje y se claudique ante el tema amoroso de una forma total e ideal, apartándole de temas corrosivos y polémicos. 
Ya en los 60’ y aprovechando el tirón radical de los nouvelle vague, Arthur Penn estrena Bonnie and Clide (1967), versión yanquilizada del espíritu de A bout de souffle (1959), ofrecida a Godard para ser rodada en EEUU y que por supuesto, nunca quiso filmar. Penn siempre intentó armonizar su supuesto espíritu salvaje -el mismo que se le atribuye a Huston y que para ser claros, brilla por su ausencia en ambos- con las presiones industriales y por eso, en su filmografía se encuentran rarezas como El Zurdo (1958) o La jauría humana (1966) junto a chorradas varias de la talla de The Dark Tower (1974) o la infumable y desastrosa Four Friends (1981), ridículo intento del cineasta por resituarse entre el público joven y alocado; quizá sea una de las películas peor hechas de la historia, más bizarras y estúpidas que alguien pueda concebir; quizá Penn sólo se estaba pagando la jubilación. Llegados a los ochenta, no podemos hacer otra cosa que citar a Barry Levinson, símbolo del falso arte cinematográfico industrial de calidad. En 1982 estrena Diner, película iniciática donde se aborda el tema de la juventud reprimida -al igual que Peter Weir lo haría después en El Club de los poetas muertos- que, a pesar de su solvencia formal, obliga a bostezar al público por su desasosegante puritanismo y su falta de gracia. Levinson perdurará en el cine hasta nuestros días con películas como Tin Men (1987), descerebrado film sobre la venganza cotidiana bañada en un aburrido humor negro académico o The Natural (1984), fantástica historia de un bateador maduro que nació para ser el mejor jugando al baseball -o simplemente ball, como lo llaman ellos-, protagonizado por un impertérrito Robert Redford, envuelto en un halo de inmortalidad de héroe griego, mezclado con el de superhéroe (Wonderboy). Lo curioso de Levinson es que sus planteamientos no son del todo malos y en un principio desatan la curiosidad del novato… el problema viene en el desarrollo de sus ficciones, las cuáles, pronto comienzan a hacer aguas por una falta de tensión derivada de la pérdida de interés que él mismo manifiesta sobre sus propias creaciones. También en 1982, Wim Wenders realiza Hammet, una supuesta reinvención del cine noir a través de la figura de uno de sus más famosos escritores… el fracaso del cineasta alemán -caso particular entre sus compañeros de generación (Herzog, Schlöndorff o Fassbinder), pues su obra tiende gradualmente del film conceptual al de género, del agudo cine de autor (Paris, Texas, 1984) al industrial más insípido y tonto (El hotel del millón de dólares, 2000)- es estrepitoso y profundamente aburrido; Wenders ha demostrado que sólo en su faceta más documental y sencilla, su estilo funciona: Tokio Ga (1985), Relámpago sobre el agua o Pina (2011) le salvan de una quema segura; el trasvase de autores extranjeros a Hollywood parece que sólo funcionó en la primera oleada y si no revisen los trabajos que allí han realizado cineastas tan personales como Wong Kar Wai y descubrirán las nefastas consecuencias del virus industrial. Pero 1982 también es el año de la paranormal película El mundo según Garp de George Roy Hill, -famoso por su mitificada y casposa The sting (1973)-, protagonizada por una joven Glen Close y un majara e irregular Robin Williams, El mundo según Garp se transforma en un caleidoscopio manejado por un mono borracho subido a una noria de papel mojado; el chiste es el epigrama a la muerte del sentimiento. El humor acaba siendo obsceno, el sarcasmo, un insulto; la comedia es el camino del vacío hacia el vacío. La reivindicación se transforma en bufonada y el cine se fuga para no morir de un infarto al mirarse en el espejo, ¿qué es lo que queda entonces en este y en todos los films de este tipo? ¿Qué película hay detrás de Hollywood? 
En 1988, el sobrevalorado David Mamet -sigo sin entender por qué se siguen adaptando sus anecdóticas obras en los teatros de medio mundo- estrena Things Change, intentando hacer lo que siempre ha hecho: engañar al espectador ofreciéndole una promesa sesuda e interesante, planteando un trasvase del teatro al cine que nunca sucede y que no funciona de ninguna de las maneras. Mamet es un trampatojo en sí mismo, un wannabí sin sustancia que sigue representando esa porción industrial de autores que quiere configurar una pequeña élite de supervivientes del naufragio a la apisonadora industrial de los grandes estudios -lo que hoy sería sustituido por las grandes y viles plataformas de visionado-, en realidad, falsa y acomodaticia, escéptica, sosa, puritana y abrumadoramente camp; tampoco se descarta que la misma industria es la que permite la existencia de este tipo de autores -Barber Schroeder…- en su seno, tal vez como compensación a la infinita morralla de la gran cartelera. Las cosas nunca han cambiado en Hollywood, al menos desde el cine sonoro, de hecho y volviendo a Nietzsche, su pensamiento nos da la clave: “El oído es el órgano del miedo”. Y es cierto, cuando sólo era el ojo el que funcionaba -cine mudo- la imaginación era diferente y la sugerencia venía de la superficie, de las dimensiones aparentes; la percepción era más simple, menos confusa. Con el sonido, la dimensión invisible de lo auditivo crea en el espectador la intriga, la inquietud, la histeria… En Hollywood han sabido manejar al espectador a través de la melodía y el volumen, y si no, piensen ustedes en por qué se les cae la lágrima en películas tan insulsas como Million Dollar baby o Jurassic Park. La soup musical -según afirma JeanMarie Straub- es el principio del horror, la amalgama de la mediocridad. 
En los años 90’, Barry Levinson estetiza sus películas creando obras como Bugsy (1991) o la magrittiana Toys (1992), de nuevo, con la aparición de un desdibujado Robin Williams o un histriónico Warren Betty, viviendo sus últimos coletazos de vitalidad… Al Pacino también aparece en una de las últimas creaciones de Levinson: Humbling (2014), película narcisista ideada de cabo a rabo para el lucimiento de un ajado y lastimero Al Pacino, desarrollando una supuesta reflexión sobre su oficio de actor o sea, ninguno; desde El padrino II, se podría decir que el intérprete italoamericao no levantó cabeza y se quedó perplejo ante su propia imagen. Un caso parecido al de Levinson es el del prometedor Cameron Crowe -quien intentó hacer un remember al convertirse en una especie de Truffaut entrevistando a Billy Wilder con ínfulas de conseguir remitificar al autor de Sunset Boulevar- quien marcó con Jerry Maguire (1996) su cima y su caída, pues su obra ha ido de cabeza pasando por remakes como Vanilla Ski (2001) hasta su actual producción We bought a zoo (2011), película familiar e infantil, basada en un hecho real que ni siquiera ofrece verosimilitud a una trama previsible y pobre, imagen de las ideas que bullen en la burguesa cabeza de Crowe.
En 1995, el director Wolfgang Petersen vuelve a cometer el mismo error de Arthur Hiller, treinta años más tarde, al estrenar Outbreak, cinta sobre un hipotético virus que acabará con los habitantes de EEUU y que Dustin Hoffman tendrá que resolver de la manera más rocambolesca que ustedes se puedan imaginar, encarnando de nuevo al héroe valiente, honesto, generoso y cortés que acaba salvando a su chica, desafiando a la autoridad. En una secuencia del film, una víctima del fatal virus estornuda en un cine donde se proyecta una película de animación. A través de la oscuridad del aire, el virus viaja hacia otros tantos espectadores en cuestión de segundos, firmando su sentencia de muerte, mientras ríen desencajados ante las imágenes. Nunca se sabrá si voluntariamente, pero Petersen crea en dicha secuencia una metáfora bastante clara del fatal proceso hollywoodiense; el público, henchido de barata irrealidad se relame e una risa histriónica que alimenta a la bestia. Sin pararnos más en este entretenimiento dominical, dos años después, Petersen estrena Air Force One, película en la que mitifica al presidente, puesto en duda en el anterior film, cayendo en los errores de Wise, claudicando ante el sistema. La sorpresa no acaba ahí, en 2004, este mismo director estrena Troya (2004) con el aquíleo Bradd Pitt pegando saltos para exhibir palmito y seducir al público más femenino, repitiendo así el mencionado modelo DeMille. En 2006, Raúl Ruiz filma Klimt con John Malkovicz, biopic onírico donde los espejos esconde una grieta a través de la que descubrir el otro lado; en uno fluye la vida, en el otro el arte. A pesar de ser una gran producción, Ruiz ofrece una clase maestra de cómo un verdadero artista no tiene por qué abatirse ante la maquinaria industrial. El mundo del autor y el mundo comercial pueden habitar en convivencia, jugando cada uno sus cartas, armonizándose, rompiendo el espejo narcisista que reduce las capacidades infinitas del cine, pues aunque parezca paradójico -hoy se hacen más películas que en ningún otro momento-, el espectador actual consume el mismo mensaje de hace setenta años: sangre, sexo y biblia pero claro está, a lo siglo XXI, sustituyendo a Cleopatra por Capitana Marvel y a Ulises por Aquaman. Dice Raúl Ruiz que detrás de todo mito existe un descubrimiento científico y por tanto real, lo que supondría que toda la fantasía mitológica y religiosa no sería más que un cúmulo de símbolos que esconderían realidades concretas; el cine es una realidad concreta, el descubrimiento de un científico… Siguiendo los consejos de Nietzsche, terminaré este texto con una ambigua verdad: “Para que el lazo no se rompa, habrá que morderlo primero, pues no es oro todo lo que reluce y el brillo más tenue es característico del metal más noble”.