sábado, 27 de febrero de 2016





THE LOBSTER 
(2015)

Yorgos Lanthimos




¿Por qué tenemos que estar juntos? ¿Es realmente el hombre un animal social o sólo una pretensión derivada de la pura debilidad? Que sepamos, el hombre lleva en pie más de cuarenta mil años y de las pocas cosas que no han cambiado en él, su tendencia a emparejarse y a vivir en comunidades, es de las más problemáticas. Yorgos Lanthimos es un artista puramente alegórico. Coge al individuo y lo estruja como a un limón para que bebamos el zumo agrio de la realidad en forma de símbolo. Como buen autor griego, respaldado por sus antiguos, recoge las tradiciones de representación en su versión más provocadora, más absurda. El cine de Lanthimos es una especie de mezcla entre una obra de Aristófanes, un poema de Catulo, un guión de Ionesco y una pizca de Michael Jackson. No puedo dejar de admitir que su primera gran película, Kinetta (2005), fue todo un descubrimiento. En ella se resume todo el poder de su cine y a través de la pura materia, nos hace vivir una pequeña y extraña historia. Cuatro años después, con Canino (2009), Lanthimos consolida su ingenio con la que, tal vez acabará siendo la película fetiche de su vida. Con ella, se puede decir, que pasa de un neorrelismo absurdo a su primera alegoría irracional. Todo el cine de Lanthimos es una especie de teatrillo infantil, donde los actores disfrutan interpretando paradojas envueltas de inmoralidad que huegan con los tabúes, dinamitándolos hasta extremos radicales. La histeria psicológica de sus personajes es constante, de hecho, el mundo que nos presenta es, de alguna manera, invivible y por tanto, paralelo. Todo su cine es una versión de nuestro propio mundo; un espejo invertido donde vemos emerger nuestros miedos y nuestros complejos de la manera más bestial, un poco a lo Carroll, sustituyendo la matemática por la psicología. En Alps (2011) vuelve a repetir su anterior film, de una manera más ligera y tal vez, menos profunda. En esta ocasión, Lantimhos dio una sensación de quedarse estancado en una fórmula, original, por supuesto, pero demasiado fija y facilona; hacer del mundo un lugar extraño y absurdo no es suficiente para seducir. Quizás aprendió de su error. Las dudas llegaban a su cine y cuatro años después, aparece Langosta (The Lobster). Con ella, vuelvo a las primeras preguntas y con ellas a reivindicar su acierto al ponerlas en la palestra de esta manera tan distinta y perturbadora. Langosta es la primera película de Lanthimos hecha, podríamos decir, a lo grande, con actores norteamericanos, rodada en inglés y con un presupuesto mayor. En ciertos directores, esto de subir de nivel acaba siendo un problema, pero Lanthimos ha demostrado ser un perfecto titiritero de masas y de lograr exportar su fórmula mágica a grandes formatos e historias más ambiciosas. Realmente, siendo sumamente sintéticos, podemos afirmar que cuenta lo mismo que en Kinetta pero de una manera más explícita, menos pura; podemos decir que elabora más los símbolos. Por eso tal vez, se nos hace más comercial -en el buen sentido-, aún conservando su misterio. Eso sí, su cine se encuentra en un momento crítico: o ascender a niveles sublimes o caer en picado en su propia fórmula o lo que es peor, en las garras de Hollywood. No ha sido la primera vez que los norteamericanos destruyen a un director con talento, díganselo a Wong Kar-wai, a Renoir, incluso a Hitchcock. 
Estemos juntos o no en la vida, siempre nos quedará el amor o esa cosa que Lanthimos nunca deja de mostrarnos en sus silencios y sus huidas. Si hay algo cierto en su cine es una intención de escapar de la realidad, un sentimiento revolucionario de lo humano que necesita encontrar una salida para seguir viviendo. Como sugiere Langosta, no debemos olvidar nunca nuestra naturaleza animal y nuestro instinto de libertad, pues son las armas que nos salvaran de esa enfermedad contagiosa llamada sociedad donde todos desconfían de todos, enjaulados en una existencia inventada por otros para sus propios fines. Nos han metido en la cabeza que no podemos confiar en el otro, que no podemos amar del todo, pues en la total entrega, hay una pérdida de identidad que parece ser, daña a ese ego que tanto le importa a los sistemas de control, para seguir haciéndonos creer que vivimos la mejor de las vidas, cuando en realidad, todo es temblor y temor. Por eso las parejas no duran, por el egoísmo del yo y la falsa idea de la libertad individual.
Esperemos que Lanthimos sepa mutarse en otra fórmula mágica que nos siga seduciendo y asuma Langosta como el final de ese cine alegórico, una hermosa conclusión de una forma de representar, pero no de una forma de cine; ojalá invente un uso nuevo del cine en su mundo paralelo.













lunes, 22 de febrero de 2016



FEAR AND DESIRE
(1953)

Stanley Kubrick




Vivimos en un bosque lleno de árboles que nos observan. Somos pequeñas hormigas que siguen las rutas de arena hasta los templos. En el bosque, somos invisibles a los grandes espíritus y todopoderosos y por eso estamos solos, cautivos de la realidad. Nos gusta seguir las rutas marcadas, pues aunque no nos demos cuenta, miramos las líneas del suelo y las seguimos en nuestro inconsciente catódico: ese huevo interno dogmático que somete nuestras acciones hasta anular la voluntad y dirige nuestros instintos haciendo esclavos a nuestros deseos. Pero además, el bosque es mágico o al menos poderoso; es el lugar donde ocurren los milagros, donde las personas pierden su identidad y son liberadas; por eso los árboles son seres metafísicos, casi abstractos, reyes de la inexistencia.
A principios de los años 50', Kubrick filmó una de sus mejores y más hermosas películas, contratando a un puñado de actores desconocidos, alquilando una pequeña cámara de cine, pasando una semana en la montaña más perdida de su mente. Cuando el cine brilla, emana sencillez y talento. No hay película más clarividente y honesta que Fear and Desire en la filmografía de Kubrick, no hay más aciertos acumulados en su obra que en esta pequeña delicada pieza; una joya para la eternidad. 
En la carrera de Kubrick existen dos épocas bien diferenciadas: la del documental y la del cine negro (Day of the fight, Flying Padre, Fear and Desire, Killers Kiss o Paths of glory) y por otro lado, la de  las alegorías megalómanas (La naranja mecánica, La chaqueta metálica, El resplandor, Lolita, Barry Lyndon, 2001: Odisea en el espacio) menos interesantes y cargadas de más complejos y oscuridad; obsesionado por los géneros, Kubrick arruinó la mitad de su carrera. Su primera época es fascinante: en ella, podemos observar a un joven fotógrafo filmando la realidad como si fuese un poeta. En la segunda parte de su carrera, filma como un emperador, un dictador que no quiere liberar a sus imágenes, ni a él mismo (tal vez por eso, tenía tanto miedo a la muerte). Por tanto, la obra de Kubrick funciona como una moneda de dos caras, donde una es sencilla y la otra compleja, donde una es virtuosa y otra, algo torpe. Stanley Kubrick es un estilista que parte de la inocencia, que atraviesa el deseo y acaba de nuevo en la inocencia, me explico: Eyes Wide Shut, su última película, recobra la mirada sencilla del bosque, la intensidad del misterio, la frescura del documental. Por última vez se adentra en sus inicios, adentrándose en aquel lugar donde el hombre está indefenso ante él mismo y el misterio es tan grande que no cabe en la mente. Fear and Desire es Eyes Wide Shut con una diferencia temporal de casi medio siglo (1953-1999); los ojos del poeta han tardado cincuenta años en regresar a su posición original; ahí es nada. El logro es conseguirlo; rectificar es de sabios. 
Ahora que Kubrick flota en nuestro inconsciente, podemos espiar por su cerradura para observar a unos pocos soldados perdidos en la selva oscura, sin saber qué hacer, soldados de una guerra que ni siquiera ellos entienden, sin aliados, ni enemigos, sin colectivos ni trincheras... Su destino es volver a un lugar incierto y descubrir el futuro por ellos mismos, siendo víctimas de sus placeres y sus miedos más profundos. No hay film metafísico al que Kubrick pueda envidiar, después de realizar esta perla milagrosa que brilla ante nuestros ojos con una intensidad diferente, con un ritmo diferente y un estilo total, digno de una mente en plena forma y manos prodigiosas.

Hay algo que nos mira y nos desea, que espera encontrar nuestro delirio para alimentarse y sobrevivir de su carne y su demencia.




domingo, 21 de febrero de 2016




DALLAS BUYER CLUB
(2013)

Jean-Marc Vallée




¿Cómo aguantar sobre un toro salvaje durante ocho segundos? Ron Woodroof llevaba toda su vida montando a ese toro sin ser derribado. Escribe Dante en su obra maestra: En medio del camino de la vida, vine a encontrarme en una selva oscura. El caso de Woodroof es parecido, aunque no idéntico al del poeta, pues Woodroof no es un cantor sino un héroe que debe resucitar en vida para entender que en realidad, estaba muerto. El primer cuarto del film se sitúa en ese lugar al que Dante llamó Inferno, para ir ascendiendo gradualmente a niveles superiores de entendimiento y sensibilidad. Ron vive en el mundo infinito del deseo, donde el placer atenúa la desesperación del tiempo y donde la injusticia es una ley asumida y omnipresente. Según la tradición griega, los héroes deben aceptar su destino y vivirlo en un sentido recto, sin contradecir a los dioses. Ron Woodroof vive en un mundo donde todos los dioses han sido acribillados a balazos y donde el único que manda es el señor Dinero. Ron vive en un pueblo de Dallas donde se hacen rodeos y orgías de esqueletos. Woodroof es un esqueleto andante parecido a la muerte, un saco de huesos que debe convertirse en un héroe, salvándose así mismo. Dice el sabio Ramon Llull, que la caridad no miente y halla la perfección en sí misma. Así, Ron inicia un camino de perfección, acrecentando su fe en la verdad, haciendo de ella la antorcha de todas las virtudes que le harán sacar la cabeza, al menos, hasta el limbo, allí donde todos esperan, asentados en la eternidad.
A la mitad de su camino, se hace pasar por presbítero para engañar a las autoridades, lo cual le confiere el signo de su destino; muy pronto, él será la solución para la desesperanza, en una aventura que le llevará a un grado de existencia redentora, casi de mesías, hacedor de milagros, paladín de la fe y la justicia. Jean-Marc Vallée no quiere contar otra historia que esa, la del pecador que se redime para convertirse en héroe y salvador de los demás. Es una historia muy antigua que sigue funcionando, pues al ver el film, la emoción se hace intensa cuando reconocemos a un hombre luchando consigo mismo, bailando con la muerte hasta el final, transformándose en una cosa muy distinta al caos; Ron Woodroof acaba siendo el sueño de una mariposa. Todo la metamorfósis ocurre a la vez que Ron monta sobre ese toro desbocado e imposible de domar, durante al menos, ocho segundos, los cuáles no son más que la vida pasando a cámara lenta, en medio de la selva negra que a todos nos acecha, la cual, sin duda, algún día deberemos atravesar, si no queremos ser devorados por el cruel leoparpo de la mala senda.






miércoles, 3 de febrero de 2016




EXPERIMENT IN TERROR
(1962)

Blake Edwards





La historia del cine tiene la manía de obviar ciertas películas por el simple hecho de no ser coherentes con la obra de su director. Blake Edwards, el famoso creador de la infatigable saga La pantera rosa, inventó, a principios de los 60', las claves de un género que iría mutando hasta nuestros días, raramente superado. Para entendernos: Experiment in terror es la base de películas tan dispares como la saga Scream (1996) de Wes Craven o de la fascinante Zodiac (2007) de David Fincher, y por otro lado, heredera de films como Killer Kiss (1955) de Stanley Kubrick o A bout de soufflé (1959) de Jean-Luc Godard.
La realización es una mezcla de estilos, como si Raymond Depardon, Hitchcock y King Vidor se hubieran puesto de acuerdo para idearla. La exquisitez y la elegancia de la imagen conjugada con un ritmo casi se diría, ideal, sin caer nunca en la frivolidad o la fácil vulgaridad del tema en cuestión, hace de la obra una impecable rara avis llena de sorpresas y misterio, del más alto nivel. Es moderna y clásica a la vez, ligera y apabullante, comercial y de culto al mismo tiempo; es las dos caras de la luna a la vez. Aprendes y te sorprendes. De alguna manera, el poder del cine se muestra en todo su esplendor de la manera más insólita pues, si esta película no ha pasado a la primera fila del Olimpo fílmico, ha sido por el tema que trata y el manido pretexto del mundo policiaco encarnado en el malpeinado de Glenn Ford. Una obra adquiere importancia cuando consigue convertir algo profano en algo puro y Edwards, ayudado por un equipo de técnicos en estado de gracia, consigue alquimizar las formas hasta un estado sublime, dotándolas de un aura mágica, casi perfecta; parece, al ver el film, que contemplamos un sueño. 
No podría dejar de comentar una curiosidad derivada del visionado del film: analizando la innumerable cantidad de influencias que esta película ha provocado en el cine de la posteridad, se vislumbra una línea misteriosamente directa con la obra de David Lynch. Es extraña, pues tal vez sólo tiene que ver con una alucinación personal o una falta de perspectiva, en todo caso, no sé si es gratuito o casual que en Experiment in Terror aparezca una calle llamada Twin Peaks, que la música de Badalamenti sea muy del estilo de la de Henry Mancinni o que el mismo malo de la película tome un nombre tan poco arbitrario como Red Lynch. Tal vez, el director de Blue Velvet, cuando tenía 16 años, vio inocentemente esta película en un cine de su barrio, sin saber que algún día él haría películas como esta e incluso su obra fuera un tributo a ella. La infancia es un nido de impresiones que, consciente o inconscientemente, nos dejan marcados para toda la vida. Tal vez, Edwards  visitó a una pitonisa en los Los Angeles que le advirtió de que un chico apellidado Lynch, necesitaba que él hiciera esta película en 1962 para que, treinta años después, el chico pudiera hacerse director de cine. Quien sabe. En todo caso, lo innegable es que toda su obra está impregnada de esa magia y ese buen hacer en el que Blake Edwards se empeñó, después de su éxito Breakfast at Tiffany's y antes de dedicarse exclusivamente a la comedia de enredo y fantasías de viñeta poco agraciadas, carentes de importancia. Money is money.
Para terminar, acabaré hablando del excepcional Ross Martin, el actor desconocido que encarna a Red Lynch, el malo de la película. Martin fue un actor de series televisivas y, lamentablemente, en toda su vida sólo fue contratado en un puñado de películas de segunda, donde, en la mayoría de ellas, hizo papeles secundarios sin posibilidad de sustancia. ¿Por qué entonces, Blake Edwards le concedió el privilegio de interpretar el papel más importante de su mejor película? Nadie lo sabe, pero acertó de lleno, o tal vez también fue cosa de la pitonisa; hablar más de él sería estúpido, lo mejor es verlo en acción. Sólo una cosa: su interpretación está al nivel del mejor Victor Mature, del mejor James Cagney, del mejor Colin Farrell. Absoluto. ¿Y por qué a pesar de su talento nadie le volvió a contratar para papeles importantes? Tampoco lo sabe nadie: la historia del cine obvia la verdadera historia del cine, porque se avergüenza de sus acciones y se encubre, porque sabe que está equivocada y es falsa. 

Ross Martin murió en 1983 haciendo una serie sobre Wyatt Earp, tal vez por eso Lynch nunca pudo contratarle para participar en Blue Velvet (1986), donde se hubiera cerrado un círculo, tal vez para él, tal vez para Lynch, tal vez para el cine. 

Esperemos que la pitonisa de Los Angeles aún siga viva.

martes, 2 de febrero de 2016




CAPTURING THE FRIEDMANS
(2003)

Andrew Jarecki




David F. : ¿Quién es Arnold Friedman? 
Arnold F. : Es personal.


La familia es uno de los estamentos más peligrosos para el individuo. Toda agrupación, todo colectivo, deglute por su propia definición la voluntad personal y la digiere en forma de herencias mentales y traumas irreversibles. El hombre por naturaleza es pura libertad, puro ego zumbante y sonante, ansioso de identidad. La institución de la familia suprime dichos instintos y los transforma en reglas y protocolos. No existe una forma más eficaz de control, por ello, estás dentro o estás fuera.
Los Friedmans son una familia que vive muy dentro de ella misma, un grupo de personas que asumen un secreto sin desvelar; una desviación natural provocada por la permanencia de una horrorosa y supuesta mentira llamada Arnold Friedman.
Arnold Friedman es informático, tiene tres hijos y una mujer llamada Elaine; también tiene una cámara super 8 con la que filma a su familia ininterrumpidamente. Entre ellos, sólo saben decir que son felices y que están orgullosos de tener un padre muy inteligente que da clases de informática en el barrio. Los tres pequeños, David, Seth y Jesse, aprenden a tocar el piano y a actuar delante de la cámara desde su infancia, hablando de ellos mismos, derrochando naturalidad y frescura; sin saberlo, se están haciendo actores profesionales. Por su parte, Arnold se va transformando en un filmaker diletante y compulsivo que no cesa de grabar escenas que él mismo planifica; todos los demás le siguen el juego como si se tratase de un espectáculo para el público. Así, la familia se convierte azarosamente, en el argumento más apasionante de la vida de Arnold. Hasta este punto, todo esto es lo que podemos ver con nuestros propios ojos: su intimidad filmada de una manera especial, su mentira más personal sobre el asunto, un producto cómico y extravagante, con un halo de misterio cotidiano y humor infantil, untado de ese viscoso ambiente de la Norteamérica profunda.
Arnold no dice por qué filma a su familia, ni siquiera su mujer lo sabe, pues todos obvian que es algo cotidiano y gracioso; además, piensan que así blindan su memoria ante el paso del tiempo.
Una mañana la policía arresta a Arnold, acusándolo de un delito gravísimo y secreto. Su mujer no se lo puede creer, sus hijos mantienen el silencio. En la película no aparece una sola prueba definitiva que lo culpe, todo son hipótesis; en su despacho se encuentran indicios de un posible delito, pero también sin pruebas concluyentes, aunque en tal cantidad de material que su silencio no sirve más que para acrecentar las dudas. Los secretos de las personas se parecen a búnkers bajo suelo, cegados al mundo real, donde nadie puede ver y todo es posible, pues allí la identidad se libera en todas sus formas. La policía arresta también a Jesse, el hermano menor, acusado de ser cómplice directo de su padre; David y Seth no entienden qué ocurre y su madre se vuelve loca: Elaine, una mujer entregada a su familia, acaba de entender la sensación de la traición, pero en teoría sabe lo mismo que los demás y no puede creerse o asumir lo que ocurre. Vuelve a ver las cintas grabadas para buscar a su verdadero marido y la imagen le responde con otra realidad; ¿dónde ha quedado todo aquello, si aquello fue lo que existió? ¿a quién han arrestado si mi marido es un hombre ejemplar?
El cine es la representación de una voluntad, pero nunca es la verdad; de hecho, no sirve en un juicio para demostrar nada. Los cineastas trucan los hechos para que estos se amolden a la idea personal que cada uno exige de ella; por eso, la realidad funciona como una puta barata. Los cineastas miran desde un punto determinado, a una distancia elegida por ellos, con un color, una luz y un intención personal. La mentira del cine tiene que ver con el truco y con la preparación del mismo, incluso los documentales, siempre encubiertos por un aura de realismo, son mero montaje, mero discurso. Las filmaciones de Arnold Friedman son así una especie de discurso, una mise en scene críptica que sólo él podía entender; un jeroglífico que esconde una verdad oculta que él nunca quiso desvelar. Como un faraón, Arnold se llevó a la tumba la clave de esas imágenes naif que tuvieron como consecuencia que David se transformase en el payaso más famoso de Nueva York, que Jesse pasase toda su juventud entre rejas, que Elaine quedase traumatizada y desconcertada para siempre y lo más importante, tal vez, de la película, que Seth, el hijo mediano de los Friedmans, no quiso aparecer ni testificar en el documental del caso, al contrario que los demás; su causa inconfesable es, seguro, la clave que su padre nunca quiso confesar. 
Esta película muestra una cadena entrecruzada de tres mentiras: la primera es la  de Arnold, la segunda es la de su familia y la tercera mentira es la que inventan las autoridades, dominadas por la moral y la opinión pública; los cargos a los que se enfrentan los Friedmans, son tan políticamente incorrectos que la policía fuerza los testimonios y las palabras de los testigos, con tal de que se cumpla su ley, una ley arbitraria que tiene miedo, y presión de otros muchos cobardes que piden sangre sin llegar a la verdad del caso, sin demostrar qué es lo que realmente ocurrió. En el film, alguien se equivoca y casi todos mienten; sólo los silencios hablan cuando todo está podrido de cabo a rabo. Y no sólo es la familia Friedman. Hay muchos elementos en esta película de una intriga atroz, de un morbo alucinante, de una sencillez abrumadora. Las capas de la cebolla se van abriendo, pero nadie puede llegar a la semilla, pues la semilla, como casi siempre, está demasiado profunda, en ese lugar donde es muy difícil que algún día llegue el cine. 
Más allá del caso en cuestión, la identidad de Arnold Friedman queda en el aire como si fuera un fantasma amable al que nadie hubiera escuchado o un horrible monstruo con cara de profesor de matemáticas, perverso e inhumano. Las imágenes no muestran eso precisamente, pero, ¿serán las imágenes, la cuarta mentira del film? (De hecho, en ocasiones, el film de Jarecki parece un fake en toda regla). Fuera como fuese, la duda recorre y finaliza la película, nada se resuelve y la secuela no es más que un puñado de exhibicionistas yanquis bailando en el salón de su casa, atrapados en cintas super 8, interpretando un papel para siempre, una imagen real y falsa que, al mismo tiempo, esconde el sonido del silencio de Arnold Friedman: se trata de algo personal.




martes, 5 de enero de 2016



WOODY ALLEN

Una historia peluda,
acertadamente fallida



Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción. Allen escribió esta cita en uno de los relatos que publicaba en la revista The New Yorker durante los años 60'. Se equivocase o no, Allen se contradijo y lo demostro a la postre en el desarrollo de su cine. Después de trabajar para la televisión y para los nightclubs, Allen decidió escribir algunos guiones picantes que llamaron la atención de los productores del destape. Luego, debió engañar a alguno de ellos, les contó algunos chistes y del día a la mañana del año 1966, comenzó a hacer películas, empezando con aquella extraña, What´s up Lily? que planteaba cuanto menos, algo nuevo, algo raro. Más que la película en sí, el proyecto plantea la milagrosa consecución de la extravagante idea de falsear y remontar una barata película japonesa, para crear un producto absurdo, gamberro y distinto; de alguna manera, plantear la posibilidad real de otros usos de la imagen y ya de paso, reírse del personal. 
Aunque curiosa, la intención no fue a más, pues en los once años siguientes, se puede decir que no hizo nada por el estilo, al menos, de relevancia, a pesar de que le dio tiempo a hacer cinco películas más que podrían usarse como programación para fines de año, cuando por suerte, nadie ve la tele con atención. Pasaremos por encima de ellas, aunque sólo sea por su pobre talento y escasa brillantez; hay ciertas cosas en la realidad, que no deberían ser mencionadas. Para más detalle, todas sus producciones hasta 1977 son sin excepción, vacilantes, progres, convencionales, tendenciosas y acomplejadas en grado superlativo. Un humorista como Allen, era en esos tiempos, una persona traumatizada y burguesa, cultureta y freudiana, admirador de figuras como Groucho Marx o Jerry Lewis y defensor de la pseudofilosofía, la charlatanería y la fama; Allen quería ser una estrella. El postmodernismo -si alguna vez existió dicha aberración estética- fue su religión absoluta y la frivolidad y el escepticismo, sus vírgenes suicidas. De todas maneras, toda esta inicial confusión es probable que se incubara debido a su participación en Casino Royal (1967), la producción que el irregularísimo John Huston ofreció a la saga 007. Es posible que Allen creyera que el cine tenía algo que ver con dicha película y que allí nacieran sus primeras impresiones sobre la representación d ela realidad y su concepto de cine. Por otro lado, allí también nació el personaje de Austin Powers, una mezcla de Woody Allen, Peter Sellers y James Bond.

A esos niveles, el cacao es importante.

Siguiendo la cita inicial de Allen, no se sabe si por el paso de un meteoro o por un fortuito golpe en la cabeza, el director norteamericano se dio cuenta de la tontería que estaba haciendo y en 1977, sin precedentes ni expectativas, realiza Annie Hall, una pieza objetiva de la vida y de la muerte sin canción alguna. En ella, sigue utilizando sus obsesiones: el cine, el sexo, la muerte, los judíos, Freud, la falsa erudición, el mundo burgués... pero extrañamente, le sale algo eficaz y honesto, una peliculita que se gana el beneplácito de la academia norteamericana y gana cuatro oscars: película, director, actriz y guión. Les pareció demasiado darle el premio al mejor actor, tal vez, el único que hubiera sido, en realidad, coherente. Cuestiones académicas aparte, aquí empieza el mito y en la memoria popular, parece que esta obra de Allen justifica el valor de todas las demás; pero la verdad no es así. Annie Hall se transformó en la tarjeta de presentación de Allen, la cuál, hasta nuestros días ha constituido su identidad y su imagen. A partir de ella, parece que si a alguien no le gustan sus películas, dicha persona es menos inteligente que el que las acepta como si fueran obras maestras.
El relativismo es una enfermedad. 
La burguesía es la peor de las clases; defiende lo que sea en pos del establishment y el confort.
El pensamiento débil sigue de moda.
En todo caso, la estrella le acompañó, no un año después, sino dos, con su impecable y eterna Manhattan (1979), esta sí, cristalización de un nuevo Allen, que vaticinaba a un artista en toda regla. No existe en su filmografía, una película tan equilibrada, clara y sincera, tan cine y tan bella como esta balada de amor urbano y jungla de asfalto que nos brinda aventura, ingenio y humor sin precedentes. Toda ella es una sinfonía de aciertos concatenados, donde ya no hay sketches aislados, ni gags de segunda; sólo hay un hombre contradiciéndose y luchando por vivir una vida que no comprende. 
Fantástico.
A veces, se da en el clavo y casi siempre, sin querer.
Atrás queda Interiores, un trauma bergmaniano de poca o ninguna relevancia o sentido (también lo intentó con Septiembre (1987), con Otra mujer (1988) o Alice (1990), pero Bergman no era lo suyo). ¿Por qué hizo aquella película? 
Luego, en 1980, intentó contar las vicisitudes de un cineasta a lo Fellini en Stardust Memories, utilizando la estética Manhattan, pero fracasa. Manhattan solo fue y será una vez. 
¿Por qué no intenta hablar con su estilo de él mismo y sin embargo lo intenta continuamente con el de los demás?
Llegados los 80', comenzará otra década de decadencia que se alargará hasta 1991, cuando realiza la deficiente Sombras y niebla, intentando realizar un film noir a lo Fritz Lang; sus traumas fílmicos siempre le llevaron al fracaso. Cuando quiere parecerse a alguien, falla, cuando sólo intenta ser él mismo, acierta; siempre es así. Pero Allen no se hace caso ni de él mismo y prefiere asegurar a arriesgar; ese fue su grave error. Allen ha demostrado que siempre quiso ser otros, por eso en 1983 realizó Zelig, su segundo gran experimento. Podríamos agruparlo junto a su primera película, formando un tandem experimental que representaría la ambición artística de Allen, quizás su aportación más interesante a lo que el cine respecta, ya que todo lo demás no pretende otra cosa que espectáculo puro y duro; filosofía del entretenimiento. Hay quien dirá que de eso se trata, pero todos sabemos que el cine tiene otros muchos usos, mucho más gratificantes, mucho más encantadores y que no estamos aquí sólamente para reírnos y pasar el rato, sino también para emocionarnos, conocer la belleza, la sabiduría, el placer de las cosas y dilatarnos en el otro si es posible y comprender un poco más de qué estamos hechos y por qué somos así de imperfectos. En definitiva, los 80' son una caída en picado hacia la condescendencia, salvando ciertos picos, ligeros, como La Rosa púrpura del Cairo (1985) o Hanna y sus hermanas (1986).

Allen escribió: El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Yo, por mi parte, le versiono: El matrimonio no es más que una idea transitoria en la mente de Allen. En 1992 inventa Maridos y mujeres, tomando de nuevo a Bergman como referente o a la preocupación obsesiva de Bergman por las relaciones hombre-mujer (el cineasta de Upsala estuvo casado cinco veces). En todo caso no hay que olvidar que Allen ha estado casado tres veces; su esposa actual es la hija adoptiva de su anterior mujer, Mía Farrow -lo cuál no es ninguna tontería- quien se llama Soon-Yi Previn, la cuál tiene 45 años y dos hijos adoptivos con Allen. Cuando se escriben estas líneas, Allen tiene más de 80. Tal vez, esto refleje el resultado de sus investigaciones sobre el asunto.

En los años 90', Allen profundiza en los problemas de las relaciones convencionales, y así películas como Poderosa Afrodita (1995), Desmontando a Harry (1997) -tal vez uno de sus últimos logros, utilizando una estética Annie Hall-, Celebrity (1998) y Granujas de medio pelo (2000) son las más potables. En todas ellas se vincula el amor con un hecho pasajero, con un hecho casual que no entiende de formas y que no sabe muy bien dónde va. La conclusión es que el matrimonio burgués es un error y una confusión sin una solución clara: aburrimiento, celos, traiciones, mentiras; en 1997, cuando termina de rodar Desmontando a Harry, se casa con Soon-Yi Previn.

Y llegamos al siglo XXI, donde la obra de Allen se vuelve a dividir en varias etapas. Allen es un director compulsivo y eyaculador precoz de películas. No se quiere rendir y hace película a año como lleva haciendo desde los años 80'. La terapia le va bien. La cuestión es que una producción tan profusa tiene sus consecuencias: hasta el 2010, Allen sorprende haciendo versiones de tragedias clásicas e historias de misterio. Destacan La maldición del escorpión de Jade (2001) o Scoop (2006), pues son muestras de historias detectivescas a lo Sherlock Holmes; Match Point (2005) y El sueño de Casandra (2007) son muestras inequívocas de relatos trágicos ingleses y rusos. Es cierto que todas ellas no pasan de un somero notable, pero sí representan una última etapa de brillantez, aunque cada vez más comercial, más bluff.
Para entender el fracaso de siete de las ocho últimas películas de Allen, tendríamos que volver a citar uno de sus textos: la nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión. Nadie sabe si el octogenario de Allen se ha instalado definitivamente en el vacío, pero lo que sí muestra con sus pobres y miserables últimas producciones, es un consentimiento y un alargamiento de una imaginación seca y podrida, de un talento que quedó muy atrás o al que se le dejó de hacer caso y que ya no tiene nada que decir, digan lo que digan. Allen va vestido para la ocasión, pues sus películas no dan problemas y abordan temas de las maneras más banales y facilongas, utilizando a superestrellas como sustitutos de su propio y único personaje; él. Allen parece no saber reinventarse e incluso le parece bochornoso aparecer en escena, pues debe ser que ya nadie se cree que pueda ligarse a una rubia de veinte años, ¿fue creíble alguna vez?. 
Ya no hay nada en Allen. Ni siquiera una sonrisa. De alguna manera, su cine insulta, ya no la intelegencia del espectador que ni siquiera la roza, sino la dignidad del cine, que empieza por un mínimo respeto al público, aunque tu oficio sea el puro entretenimiento. Desde el 2008, todo ha sido un desastre. Es cierto que en 2015 algo ha vuelto a resurgir, no se sabe si por culpa Joaquín Phoenix, pero sea como sea, Irrational Man parece querer defender que aún existe una brizna de ingenio dentro de este cómico populista y progre que se está muriendo poco a poco, pero que no sabe decirnos cómo y por qué no está sabiendo ser joven, siendo viejo, y que fue viejo siendo joven y que no se atreve a asesinar a Emma Stone en el ascensor, porque le da miedo el vacío o la muerte pues, aunque no ha parado de mencionarla en todas sus películas (la muerte, la muerte, la muerte), no ha llegado a realizar un pacto con ella y no ha podido empujarla definitivamente para destruir la idea de la nada que le obsesiona, la falsa idea del absurdo que se niega a soltar, a ver si al final va a ser verdad aquello que dijo el otro: de lo que no se puede hablar, hay que callar.
Por cierto, Emma Stone representa la falta acierto de Allen en la elección de sus musas.
Deplorable y artificial.
Allen no se calla, pero se permite destrozar una buena película, imponiendo un final ridículo, tal vez un final made in hollywood; una triste manera de ver el mundo y de ser en el mundo. Hablaba Schopenhauer sobre aquello de la representación y la voluntad; en cuanto a la representación, Allen ha demostrado resistencia, pero no suficiente. En cuanto a la voluntad de su cine, aún es un misterio, pues ignoramos si una nueva década de Woody Allen estará en juego o si la muerte se habrá cansado ya de darle más chances; en todo caso, si se los da, es por el puñado de aciertos que ha conseguido en su carrera, que a pesar de ser regular, es decadente. Muchos alaban su obra y la definen como impecable pues no les hace daño ni a ellos ni a sus hijos. El problema de muchos críticos es que tienen hijos y aplican su doble moral, destacando la amabilidad de Allen -incluso su picaresca- y omiten su lado perverso, quizás el más interesante, el que ha dado como resultado sus mejores películas. No desearía que este texto se tomase como un ataque contra Allen, sino como una puesta a punto, una justa mirada de las cosas, una aclaración sobre un enorme cambalache; la destrucción de un mito injustificado. Pero sé que seguirán diciendo que sus películas son magníficas.
Otra cosa es, si en el futuro, alguien podrá verlas sin estupor.
El tiempo dirá.
Por mi parte, sólo puedo advertir que después de ver su filmografía completa, nace una especie de desencanto en el estómago, un sentimiento vago, una indiferencia que repite una idea en la conciencia: para qué ha servido todo esto, nada más y nada menos que medio centenar de películas sin parar de hablar y no decir casi nada y no arriesgar al máximo una forma, un estilo. 
Tal vez, haya algo irracional en todo esto finalmente, algo que Allen aún se resiste a soltar.
Hay una mentira que sigue manteniendo y que visto lo visto, se llevará a la tumba.
Peor para él.
Su cine ganaría.

¡Salud y Manhattan!











jueves, 17 de diciembre de 2015

BUKOWSKI TAPES



THE BUKOWSKI TAPES
(1987)

Barbet Schroeder






En un pequeño jardín de Santa Rosa, se esconde un hombre que decide hablar por la noches delante de una cámara. Es un tipo sencillo. Nunca ha tenido nada: un hogar, un descanso o una oportunidad. De niño temía a su padre porque le pegaba; de él aprendió una de las cosas más importantes de la vida: el aguante. Su padre le azotaba con el cinturón diariamente, con el único objetivo de humillarle. La mayor parte de su adolescencia no fue más que una tentativa de demostrarse a sí mismo que podía contener el dolor. Todo está en la mente aunque se quede en el cuerpo. La cara de este hombre se ha curtido en la pura serenidad, combatiendo la salvaje naturaleza de la existencia. El mundo es temible y violento y es imposible oponerse a este hecho. Tal vez por eso, se aficionó a las sencillas historias que se publicaban en las páginas de los periódicos, relatos anónimos que describían la vida palpitante y latente del día a día de gente de carne y hueso. A pesar de ir convirtiéndose en una especie de Buda, este niño-hombre sabía que era más que nada carne y huesos. Decía Marx que la historia la construyen los hombres, así, cada relato que leía, iba construyendo en su mente un mundo y una idea que en el futuro se convertiría en un revolucionario y original mecanismo caleidoscópico de ficciones. A este feo adolescente le gustaban las cosas sencillas: escaparse por la ventana, vomitar, pegarse en la escuela y mirar a las chicas. Él decía que de joven era un chico peligroso que se vengaba de su mala suerte. Le gustaba leer a Dostoievski, a James Thurber, a Jack Kerouac, incluso al viejo Heminway. Su madre le advirtió que ni se le ocurriera intentar ser como ellos y que si lo hacía, sin duda se moriría de hambre y acabaría siendo un marginal o un loco solitario. Él le respondió diciendo que no quería ser como ellos sino uno de ellos y que si llegase el momento de morirse de hambre, volvería a leerlos para comprobar que la literatura no es ninguna quimera, sino un hecho contante y sonante. 
La vida es difícil, sobre todo para gente que se aparta del flujo de las norias y las hipnóticas inercias. El hombre de Santa Rosa nunca quiso saber nada de eso: nunca quiso vivir con una mujer, nunca quiso tener una familia, sólo se propuso asentarse en una ciudad barata, tener un pequeño trabajo y tiempo necesario para beber. En su madurez siguió siendo una persona sencilla con gustos sencillos. Beber fue su utopía, su país, su forma de decirle al mundo que no quería saber nada del mundo. Soplar eran sus matemáticas, la lógica idónea para resistir lo absurdo. Beber fue su excusa para no exponerse nunca del todo, para recogerse como un caracol y gruñir en la oscuridad mientras otros sacaban pecho. Beber mantuvo tranquila a la bestia que llevaba en su interior, una bestia que a lo largo de los años se transformó en palabras.
Nunca se podrá saber cuánto hay de leyenda épica y cuánto de hechos reales en su biografía. Decía que vendía sus máquinas de escribir para tomar unos tragos y que luego iba a casa cogía un lápiz y escribía una pequeña historia en el margen de un periódico y que luego se dormía y la olvidaba, buscando el siguiente paso, el siguiente paraíso, alquilado en una pútrida pensión, soñando poder cepillarse a la propietaria. Este tipo de rostro místico y ojos como ranuras de tragaperras, confiesa ser como una vulgar araña deambulando por su propia tela sin saber ni tener más que hacer. Su mente de insecto acepta la ley universal de los acontecimientos de una manera directa; asume las causas y sus efectos y nunca se queja, pues dice que el que se queja, no es más que un miserable. También cuenta que vivió en un yate con tres putas y que trabajó en mataderos infernales colgando piezas de buey en un garfio espeluznante. Allí comprendió: elegir ser un escritor es querer con todas tus fuerzas arrastrar un fiambre de buey congelado sobre tus hombros mientras te mueres de hambre. Antes, otros muchos también habían sentido lo mismo: Rembrandt, Bacon, Goya o Salinger. Después de hacer su trabajo se fue sin cobrar porque el aguante le había hecho comprender que tenía que saltar al siguiente hecho. La conclusión es que lo que sea alejarse de las fábricas ayuda, a todo en general, no solo a escribir. Cuando lleva un rato largo hablando de su mente, de repente la niega, pues se da cuenta que es demasiado abstracto hablar de algo que nunca podremos entender, algo tan complejo que funciona por sí mismo; no le gusta hablar de filosofía y estrellas. Él quiere funcionar por sí mismo y por eso confiesa no poseer mente de ninguna clase para no ser más que un esqueleto paciente como Celine o Dos Passos. No considera ser nada, aunque ahora todos le llamen escritor. Nota ser famoso como Henry Miller, pero no cree en Henry Miller; dice que se va demasiado por los cerros de Úbeda. Además, todo el mundo sabe que todo lo que escribe Miller es pura mentira, puro vómito edulcorado. Realmente se parece mucho a lo que él escribe, pero al menos a él le suena a mentirijilla. Dice que la literatura consiste en la simple acción de saber escribir una sencilla línea después de otra; todo el meollo está en la línea. Las teorías sobre este oficio no valen nada ante sus ebrias certezas, predicadas desde un patio hortera de la ciudad de Santa Rosa, mientras alguien le filma en silencio en medio de la noche. A veces los coches pasan y la luz le da en la cara; parece un dios cansado, uno de esos hindúes que devoran carne de vírgenes. Reflexiona sobre la creación y concluye que no es un acto tan serio como se cree, de hecho sin humor no funciona, pues la vida es fea y hermosa, triste y feliz. La salsa es la risa. Hay que mezclarlo todo como si fuera una sopa rica a las diez de la noche, un sopa que te haga recuperarte un poco después de haber estado trabajando un siglo recolectando piedras inútiles e infinitas. Ya lo dijo Bergson: el secreto está en la risa.
Después de un trago, dice que él nunca perdona, que es como un perro que ladra cuando huele el miedo y la injusticia, cuando huele el hedor de su padre en los demás y saca los colmillos y no se calla hasta que el extraño se retire y la luna se diluya en el alcohol. Proclama ser un perro que conduce su coche sobre cadáveres y que vuelve a beber cuando aparca en medio de una calle cualquiera. Luego se justifica diciendo que los escritores son personas que hacen cosas distintas de manera distinta y tiene razón. El arte, dice Hauser, está muy alejado de la repetición. Si un artista es algo, es él mismo, algo único e irrepetible, una singularidad dentro de la ecuación.
Dice que ama el dinero pues el dinero es mágico.
Dice que el amor es un perro del infierno.
Escribe relatos que son poemas y poemas que son relatos. También escribe novelas en dos semanas.
Dice que lo que siempre quiso fue encerrase y que alguien publicase sus historias.
Dice que la gente se asusta pero que la naturaleza es algo anormal: una bestia sin sentimientos.
Dice que casi todas las personas son o se hacen estúpidas.
Dice que, aparte de escribir, casi todo le da asco.
Termina diciendo que el mundo hoy está tan seco, que apenas puede filmarse nada.













martes, 15 de diciembre de 2015




URGENCIAS
(1988)

Raymond Depardon






La inteligencia de un artista se mide por su sencillez. Hay que ser muy talentoso para darse cuenta de  que la realidad por sí misma, es una estructura compleja y estúpidamente simple al mismo tiempo; por suerte existen artistas con esa capacidad. Es sabido que toda la existencia funciona a partir de una mecánica absurda que nadie puede comprender en su totalidad, excepto cuando la partimos en trozos y alguien intenta ordenarla para aclarar algo sobre la cuestión. No es casual que Raymond Depardon sea uno de los cineastas más interesantes de todos los tiempos. A lo largo de los años, ha aprendido a la perfección a trocear sucesos y a ensamblarlos de una manera tan simple que llega a imitar a la misma naturaleza.
Uno de sus trucos más efectivos ha sido el de encerrarse en una ciudad y desde allí dentro, rascar la materia hasta hallar ciertas vetas que se prolongan profundamente en la existencia de las personas. No es un cineasta abstracto, va a lo concreto, como si fuera un fotógrafo del movimiento, empleando una mirada clásica ante hechos modernos; graba esto y aquello, concentrándose en un punto concreto. Sin saber muy bien de qué manera, Depardon se va infiltrando como una culebra ciega en todas y cada una de las instituciones, aquellas que Michel Foucoult denominó instituciones de control: las escuelas, las iglesias, los juzgados, los manicomios... en esta ocasión, se cuela en un centro de urgencias médicas donde todo tipo de casos llegan hasta sus consultas. Apartándose del puro morbo de los casos extremos o sensacionalistas, Depardon se coloca en un rincón y guarda silencio mientras su cámara va recogiendo desviaciones insólitas -pero reales- de personas de carne y hueso. Su cámara observa a gente que no puede dormir, a gente enferma de infelicidad, gente perdida y confusa que pasea por la nada y el abismo de lo cotidiano. Lo real es un laberinto sin salida, una jugada de ajedrez en la que nunca se sabe cuál será el siguiente movimiento. Empujados por la deriva de los acontecimientos, en las imágenes de Depardon van apareciendo personas atrapadas en su propio interior, psicópatas alucinados, alcohólicos, esquizos, hipocondríacos, neuróticos, paranoides... el maravilloso mundo de la mente en versión desquiciada y atormentada. Una mujer imbuída en un ataque de nervios le replica: ¿Qué es esto del cine? Esto es una mierda, quiero una botella de anís. 
El cineasta francés sabe que la materia habla por sí misma y que le provoca tanto más, cuanto más se acerca uno a aquello que representa la sustancia del meollo, la verdad de las causalidades. Todos escondemos los secretos hasta que algo nos hace abrir la caja mágica y empiezan a fluir todo tipo de pensamientos claros y contundentes, los cuáles van repitiendo principios básicos de nuestro misterio, proclamados por marginales y estúpidos a los que nadie escucha. Una de las mejores habilidades de este cineasta es la de escuchar atentamente a las perturbadas psiques de la calle, aquellas que cada día lamentan ser una piedra o un árbol; son individuos en la brecha de la vida, gente sin memoria que se ha extraviado sin retorno en ella misma, son flagrantes mentirosos compulsivos, jugadores de la extraña mente catódica del mundo, telépatas incongruentes, yonquis, traumatizados indelebles... son la fauna que quiere ser encerrada sin motivo, la solución que quiere suicidarse para no tener que volver a mirarse frente a frente en un espejo; son el paradigma de todos las ideas. Hay una señora que se pregunta constantemente por qué hay que seguir comiendo todos los días, si ella lo detesta con todas sus fuerzas, ¿qué significa comer? Sin saberlo, atacan a la semántica, a los ritos zulús, a la tradición de las culturas y al pacto social de la ley y el orden. En la mente no existen los reyes ni las leyes y cuando una de ellas se desata, el lenguaje se hace incontrolable y las personas se transforman en autómatas que repiten sus obsesiones sin darse cuenta, que se rascan, que se ponen a llorar, que se inventan su vida, que gritan por el pasillo, que se pelean, que bailan, que escapan, que duermen, que responden y preguntan sin ganas de respirar, buscando un refugio porque todos les han olvidado. Son delincuentes, rateros, chalados, tarumbas, pirados y obsesivos llenos de esa locura que es la soledad y la falta de memoria. Entre ansiolíticos y electroshocks se dice la verdad. Entre lavados de estómago y tests de personalidad, se fragua la certeza. Depardon es un experto en cazar todos esos detalles que nadie puede ni siquiera presenciar y nos los acerca para que los vivamos y saquemos de todo ello una enseñanza, una idea, una emoción que nos lleve a preguntarnos por qué estamos encerrados. Aunque nadie les quiere cerca, Depardon les escucha atentamente y ordena sus delirios, lo cuál también nos permite entenderles y estar cerca de ellos tal y como si fueran pesadillas o sueños andantes, sangrando por la nariz y esposados por la policía para que no sigan revelando todo aquello que cada uno lleva dentro, pero que sólo algunos desesperados se atreven a predicar.











sábado, 12 de diciembre de 2015




EYES WIDE SHUT
(1999)

Stanley Kubrick



Hay una chica que se desnuda para ti mientras tú puedes verla a través de la máscara que te oculta. La chica te seduce sin mirarte y ni siquiera puedes saber certeramente si tiene ojos. El deseo es uno de los motores más confusos de la psique, una política mental llena de peligros. Nuestro cerebro procesa colores y formas, luces y partículas que despiertan o apagan estímulos; en su última película, Stanley Kubrick quiso descontrolar nuestro cerebro y redirigirlo en una dirección ciertamente controvertida, pasmosa. La intimidad es uno de nuestros secretos mejor guardados, nuestra piel es nuestro tesoro más preciado, nuestro mensaje al otro. Antes de morir, Kubrick quiso que mirásemos la realidad desde el ojo de la cerradura, desde el trono del voyeaur insomne; permitió que fuésemos una curiosa Cabiria felliniana en modo perverso, un James Stewart desde una silla de ruedas motorizada. Apenas es necesario moverse cuando uno vigila desde un lugar privilegiado, un lugar milagroso, casi conceptual. Kubrick, con Eyes Wide Shut propuso sin duda, una subversión de la mirada, inventando un escondite perfecto para que el público contemplase la última historia de sus sueños.
No es ningún hallazgo afirmar que este film está construido a partir de materiales oníricos y sustancias alucinógenas, y no es extraño descubrir que dichos elementos no son gratuitos sino fundamentales en el transcurso del relato. Los personajes están obligados a salir de sí mismos y a olvidar su voluntad si quieren acceder a la verdad de las apariencias, a la destrucción de la convención. Aparentemente, la puesta en escena es simple y armónica y las relaciones entre los personajes son puramente rutinarias, pero la inyección de fuerzas inconscientes hace que los deseos cobren una potencia y un significado fuera de control. Nadie sabe quién es hasta que se atreve a descubrirlo, hasta cruzar el umbral de las mentiras y las identidades. Lean a Pirandello, lean a Jung. La banalidad y el aburrimiento pueden ser los motivos de que las conciencias exploten hacia direcciones poco conocidas y peligrosas para almas poco entrenadas en el azar y los abismos; el ser aburguesado y displicente está atontado, acurrucado en su caja de cerillas, creyendo que el mundo se resume a pagar un alquiler, tener una familia y morir con los gastos pagados del funeral, pero la existencia trata de otra cosa mucho más profunda y compleja. La cara oculta de las personas esconde mundos inimaginables e infinitos donde la moral o la justicia cobran nuevos significados o simplemente desaparecen. El territorio desconocido de los sueños nos lleva a lugares de nosotros mismos que nadie podría imaginar, lugares que ocultan sorpresas y miedos irresistibles, terrores y curiosidades ante los que sólo podemos abrir los ojos de par en par. Ojos como platos ante el asombro. La realidad está construida de apariencias falsas, de escaparates inofensivos, de mentiras gordas, piadosas o estúpidas, mezcladas con obviedades, redundancias y omisiones. El mundo capitalista hipervirtualizado nos ha hecho desconfiar de todo y de todos: el yo se repliega en sí mismo, acojonado por el exterior, perturbado por sus adentros. En Eyes Wide Shut el espectador es, más que nunca, el ser omnipotente que todo lo mira sin ser visto, el testigo mudo que todo lo conoce, que todo lo experimenta en silencio... nuestra curiosidad y nuestros deseos se deleitan en el misterio hasta que descubrimos que la película no es más que un espejo de nosotros mismos, un teatro de marionetas que representa símbolos de nuestra propia mente, arquetipos y lugares comunes; en ese preciso momento, el público empieza a entender que en realidad no somos más que una mente con patas llena de incertidumbre e ignorancia; sin duda, inocentes víctimas en manos de un demente que quiso hipnotizarnos en su último suspiro. Kubrick era un perfeccionista nato, un loco obsesionado con ordenar el mundo y mostrar sus vísceras en una feria de luces que, en la mayoría de las ocasiones se le iba de las manos pues él quería hacer trascender nuestra mirada hacia ese otro lugar más allá de las nubes donde la verdad flota de manera fantástica y eso no es fácil. No son muchos los críticos que se han atrevido a clasificar a Kubrick como un artista fantástico, pero se debería adoptar la costumbre de subrayarlo. Todo lo que ocurre en Eyes Wide Shut, ocurre sin que nos demos cuenta, sin percibir las diferentes dimensiones de realidad que el cineasta de Nueva York entremezcla ante nuetros ojos naifs, tranquilos ante un supuesto realismo que nunca es tal, ¿qué sucede en realidad en el film, en sus laberintos, en su noche, en su micénico argumento? Kubrick realiza en esta película su mejor trabajo, al conseguir una síntesis de muchos de sus proyectos frustrados. Para poner un ejemplo, la famosa secuencia de la orgía multitudinaria que tanto dio que hablar a finales del último siglo y que aún hoy, en medio de una sociedad pornografizada y conspiranoica mantiene cierta provocación original, no es un capricho lujoso de último momento y ni siquiera un intento de crítica de cualquier naturaleza, sino un inserto adaptado de su versión -nunca filmada- de lo que hubiera sido su gran película: Napoleón. Por extrañas circunstancias y después de más de un lustro trabajando en el proyecto, el film nunca se comenzó, como si una maldición controlase los grandes temas de la humanidad y una fuerza oculta del cosmos no permitiese materializar en obras maestras del cine, esencias de la naturaleza humana. Siguiendo la estela megalómana y ambiciosa de Abel Gance, Kubrick quiso ser el más épico de los épicos, una especie de Homero cantando la vida del más moderno de los hombres, del más desconocido símbolo del poder construido a partir de frustraciones, desengaños, complejos y miseria humana. Napoleón fue uno de los hombres más solitarios de su tiempo, el más extraño ser, el más alejado de lo humano. Pero esto es una historia mucho más larga que no se puede contar aquí.
Eyes Wide Shu esconde muchas más sorpresar como esta, motivos traidos de otras épocas, de rincones abandonados del director que en su último aliento quiso ofrecer unificados, en forma de gran misterio freudiano. Maquiavélico, susurrante, agudo, Stanley Kubrick caminó por la sombra de las tinieblas de la conciencia y acabó finiquitando su voluntad con una de las mejores películas de la segunda mitad del siglo XX que prologaba un nuevo siglo lleno de incógnitas que aún hoy no sabemos cómo resolver ni expresar, aún más, debido a la ausencia de ingeniosos mirones como él, de sensibilidades capaces de cruzar el umbral de la certeza y sonreir.











STRAIGHT TIME
(1978)

Ulu Grosbard







WOODSTOCK
(1970)

Michael Wadleigh






YOU CAN'T TAKE IT WITH YOU
(1938)

Frank Capra



martes, 3 de noviembre de 2015







VÉRTIGO
(1958)

Alfred Hitchcock





Si actualmente rodase una película en Australia, 
presentaría a un policía que saltase en una bolsa 
de canguro y que diría: ¡Siga a ese coche!
A.H.


Una vez, Alfred Hitchcock compartió uno de sus sueños con Francois Truffaut: "me encontraba en Sunset Boulevard a la sombra de unos árboles, esperando un taxi amarillo para ir a almorzar, pero pronto me di cuenta de que todos los coches que pasaban eran viejos modelos de 1916. Como era imposible que llegara lo que buscaba, decidí darme un paseo hasta el restaurante". Este tipo de chistes siempre sirvieron al famoso director inglés para ocultar sus verdaderas intenciones y no dar pistas claras de sus más íntimos secretos, ni de sus miedos más vergonzosos. Su insistente manía por el control y la dominación de su vida, sus rigurosas disciplinas y sus maniáticas ordenaciones rutinarias, sólo eran la demostración del sofisticado disfraz de un amante de lo absurdo. Tal vez, ese irracional sentido de las cosas sea el genuino humor que hace brillar a muchos de sus títulos, aunque en gran parte, entremezclado en tramas de suspense, desenlaces decepcionantes o simplemente, pobres argumentos que justifican una pirueta estilística. Así, cuando uno se detiene a analizar su obra, la imagen que de su figura se ha querido inmortalizar parece no tener cabida en el personaje de carne y hueso que construía, insistente, relatos fantásticos con trozos de pastel. La religión de Hitchcock le obligaba a sentir un absoluto desprecio por lo verosímil y por el dinamismo lógico de las ideas, a pesar de las apariencias mecánicas y racionalistas de muchos de sus trabajos. Está demostrado en sus películas que, siempre que estuvo preparado para un verdadero desafío, se lanzó de cabeza -La ventana indiscreta, El problema de Harry, Family Plot, Frenesí, Rebeca, Crimen perfecto, La soga o Alarma en el expreso- y que mientras tanto, sólo ejerció un oficio lo mejor que pudo, de ahí sus continuas irregularidades y sus discontinuos aciertos. Vértigo es una de esas raras excepciones en su obra y en la historia del cine, una película que es el ejemplo claro de cómo un autor intenta dar un paso adelante, fuera de su propia filmografía. Se ha hablado mucho de esta película desde su estreno y siempre han intentado contagiarla con los clichés hitchconianos más manidos -el suspense, la culpabilidad, el engaño o el doble (doppelgänger)-, pero poco o nada se puede decir de ella si la comparamos con cualquiera de sus films. Otros, simplemente la han alabado e incluso rescatado del olvido hasta transformarla en un mito casi intocable. Los juegos del azar han hecho que en nuestros días lidere las más famosas listas fílmicas como la película más valorada de todos los tiempos, por encima de la también mítica y experimental Ciudadano Kane (1930).
La historia del cine va comprobando cómo las grandes obras cinematográficas van desligándose del corpus general y alzando el vuelo hasta conquistar esa privilegiada calificación de inclasificables. Todo lo que en el arte ha tenido una especial relevancia por su extremado talento o por su revolucionaria condición, siempre se ha constituido con reglas indeterminadas y altamente subjetivas. El engorro del clasicismo siempre nubló la estela constantemente vanguardista de la carrera Hitchcock y le encasilló hasta inmovilizarle en una idea falsa de su verdadero status. En su juventud, las productoras inglesas le tomaron por un joven talentoso que rodaba barato (El hombre que sabía demasiado, 1934), luego, en EEUU, se le tomó como una promesa europea abocada al género (Notorius, 1946) y finalmente, se le momificó como una vaca sagrada, en ocasiones, muy muy rentable (North by northwest, 1959); cuando en los 60’ intentó reivindicar su posición de artista (con la nunca rodada Kaleidoscope o con su taquillera Psycho), la industria del cine fue dándole la espalda gradualmente, hasta el punto de sólo rodar seis títulos en sus últimas dos décadas. El 29 de abril de 1980, viejo y desanimado, murió; así fue como consiguieron acabar con él. La historia de la creación es una historia en gran parte cruel. El artista vaga por un desierto de sufrimientos y soledad, donde ni la fama ni el dinero apagan la sed, de hecho, acaban siendo los principales culpables de un crimen perfecto. Así, Vértigo constituye un verdadero oasis dentro de su lucha por la originalidad y una verdadera singularidad en su repertorio: un ejemplo que podemos denominar positivamente como superclasicismo.

La crítica más visionaria siempre identificó Vértigo como uno de los pilares del cine moderno, pero aquellos primerizos 60´ estaban demasiado distraídos y entusiasmados con las nuevas olas de las jóvenes generaciones como para ver lo que tenían delante y mayoritariamente, sólo se quedaron con el sexapeel de Kim Novak y sus modelitos sin sujetador (cuyo papel realmente estaba destinado a una actriz mucho más apropiada como es Vera Miller). A pesar de ello, los cineastas noveles más despiertos, en realidad intuirían ante ese hermoso capricho del viejo Hitch que, en 1958, el pétreo clasicismo había tomado una ruta más que impredecible; todo lo excelso es tan difícil como raro. En todo caso, las  filmaciones al hombro y las cámaras de 16mm hicieron el resto del trabajo para velar el prodigio. Hoy, casi medio siglo después, podemos sentir los resultados de esa rara película que Hitch concibió como algo infinito: The Master, Interestellar o Zodiac, son tres ejemplos de la línea de este superclasicismo, superviviente hoy en día en unos pocos herederos con ganas de grandes desafíos narrativos. No hay que equivocarse, Vértigo no es una película moral ni filosófica, no es una película de aventuras o suspense, no es una historia de amor y mucho menos una tragedia o un melodrama. Por encima de todos los elementos del film -incluso de la historia- predomina el lenguaje, o sea, la narración en sí misma, como si fuera un animal salvaje en fuga, intentando no ser atrapado. Así son los grandes relatos -los antiguos y los modernos- y a eso se parecen los grandes gestos de los artistas: a formas irregulares, silenciosas, indeterminadas, llenas de brillos y sombras, de espectros, inestabilidad, revelación, magia e inquietud. Son obras, por lo pronto, sin eso a lo que se sigue llamando mensaje, pero no por una simple apreciación sino por su condición genuina de perversión y originalidad. Este tipo de obras sometidas, digamos, a un superestilo, son endogámicas y autárquicas, maquinarias autosuficientes que campan a sus anchas como caballeros andantes arrastrando la profundidad y la ironía de la vida. Dicha autonomía hace de Vértigo un mundo propio con tendencia al infinito. Vértigo es un relato fantástico que nos muestra aquello que nunca termina y que se repite a cada segundo, poniendo de relieve ese extraño mundo de los espejos y los pozos sin fondo, de los laberintos, las matemáticas, las espirales y los sueños. No somos más que imaginación, seres que dividen y duplican la realidad para generar la fantasía; para los escépticos, Vértigo es una excelente prueba de ello. Lo ilimitado se hace patente en nuestra mente a través de las ideas, pero en ocasiones, puede recrearse metafóricamente en la mirada. En Vértigo asistimos a una multiplicación de realidades tal que podríamos establecer paralelismos con la obra más exagerada y rocambolesca de la ciencia ficción: el espectador observa a James Stewart, Stewart observa a Kim Novak y Novak a un cuadro donde aparece una mujer que nos mira intensamente. El número de mundos que participan en la percepción de un mismo hecho es abrumador y más aún cuando cada nivel funciona narrativamente por su cuenta, multiplicando las significaciones, las contradicciones y las experiencias. En Vértigo también crecen enormes secuoyas (siempre vivas, siempre verdes), árboles que escupen coches, vestidos y mujeres, que crecen sin límite, viendo pasar la eternidad y la insignificancia de los hombres, manteniendo su silencio como única virtud a lo largo de los siglos. Podríamos decir que al contemplar Vértigo nos convertimos en moléculas de su propia materia, partículas incoherentes que van descubriendo un mundo que se sostiene bajo unas leyes desconocidas y poderosas que nos obligan a estar en varios lugares al mismo tiempo, incluso más allá de la muerte. Vértigo no es una película en sí misma, sino un color que funciona como una maquina del tiempo y del espacio, un artilugio estético tan sofisticado como Las mil y una noches, como un cuadro de Baselich o como una cantata de Bach, pero sintetizado todo en un solo movimiento donde alguien persigue incansable a lo desconocido.

Tal vez y volviendo al sueño inicial de Sunset Boulevard, Hitchcock no tuvo en cuenta -o no quiso revelar- que aquellos árboles bajo los que esperaba hambriento al taxi, eran en realidad secuoyas eternas, arquetipos repetidos a lo largo de una avenida sin fin, anunciando su inevitable destino: realizar un film infinito, ambiguo y de alguna manera, infranqueable.






sábado, 22 de agosto de 2015




10ª SALA. INSTANTES 
DE AUDIENCIA JUDICIAL
(2004)

Raymond Depardon



Ustedes no son libres. La conciencia aparente es una fachada lanzada contra ustedes por monos, por viejos y muy astutos titís. Eso no es serio, entonces demos vuelta a la página y miremos mejor lo que pasa. Vamos mal, muy mal, ¿por qué? Porque la vida tal y como la vemos no es verdadera, es una ilusión, que está en los libros, pero es filosofía. Y ahora, basta de bromas y de camelo y basta de mojigaterías, pero basta sobre todo de ¿de qué, burdel de dios? me falta aquí una palabra que me faltó toda la vida cada vez que quise denunciar algo [...] la sociedad puede cubrirse de religión, instituciones, órdenes, reglamentos e incluso de policía, pero no son más que una fachada adecuada para adormecer a los gogos, [...] la sociedad es una puta que no quiere que la dejen plantada.

 Antonin Artaud
 Historia vivida por Artaud-Momo (1948)


La Justicia en sí, se basa en una determinada opinión, en una sensibilidad concreta. Las leyes han devenido una excusa sagrada para acometer errores y someter a la vida en sus casos más concretos. No es esto una apología a la delincuencia, sino una apología en contra de la democracia y su sobreabuso. El hecho democrático es el único sistema político que ha conseguido disimular la injusticia y el sin sentido con la mayor naturalidad y potestad legítima. Las bases democráticas establecen una dinámica infinita de la moral como tabla de la ley suprema, pero sin duda, la Justicia es el mayor fraude que ha consentido una sociedad y aún más en la contemporánea; los jueces dominan el discurso con un lenguaje, un conocimiento y un poder ajeno a los denominados civiles. Al igual que los políticos, los jueces mantienen la representación de un papel teatral de gran calidad, sometiendo a su apreciación, a fin de cuentas, el destino de una sustancial vida. Según Aristóteles, para ejercer la Justicia se debe poseer la mayor virtud de todas, que es aplicar dicha virtud no sobre ti mismo, sino sobre los demás. Los jueces son sólo hombres masticando la Ley sin parar, practicando un oficio muy alejados del bien.
Depardon nos muestra qué ocurre en la práctica de ese fenómeno tan extraño de la imposición de la ley, columna vertebral y regidora de la democracia. A través de fragmentos de acusados de diversos delitos, va construyendo una imagen completa de la sin razón que domina dichos ritos. La selección de acusados nos alerta de que los focos principales se centran en burgueses aburridos y en emigrantes desesperados. En ambos casos, palpita una necesidad de escape del sistema, una necesidad de fractura con la realidad, como si la revolución del futuro sucediera individualmente y no en masa, en privado y no en público. En realidad, nadie acepta las normas y todos y cada uno intentan esquivarlas para poder vivir y sobrevivir. La ley somete al sentido común, a la falsa sensación de libertad, a la dignidad de los humillados animales metropolitanos. La ciudad es un problema que la democracia nunca tuvo en cuenta. En la época de los griegos (esa civilización tan sobrevalorada), cada ciudadano tenía la obligación y el derecho a defenderse así mismo. Para aprender a hacerlo, existían los sofistas, esos profesores freelance que enseñaban los trucos más audaces para conmover al jurado. Esa es la cuestión; antes, existía una posibilidad de bien, una oportunidad de ganarse el perdón a través de la palabra. Hoy la ley, sólo castiga y en el mejor de los casos, se jacta educando a sus siervos, predicando una moral muy dudosa. Hoy no existen los sofistas y el lenguaje es mucho más complicado por su mal uso, por la falta de referencias; el lenguaje es confuso y las partes no se pueden comunicar. Así, finalmente, un juicio actual no es más que un juego lingüístico en el que siempre gana aquel que hace lucir su mejor retórica, que en la mayoría de los casos, es la del tribunal. Los acusados, en ciertas ocasiones, son analfabetos, marginales, enfermos mentales, vagabundos... en definitiva, sujetos vulnerables ante el lenguaje y la ley, víctimas de la regularización de la vida burguesa. Los jueces son en general severos con este tipo de acusados, pero lo son más con personas que les proponen problemas dialécticos, pues se ven desafiados e intentan castigar con toda su fuerza. Es curioso advertir que ningún acusado pertenece a clases pudientes o milmillonarias; debe ser que en democracia, esta gente está santificada y exenta de errar. Habrá que volver a leerse El curso de lingüística general de Saussure, no vaya a ser que por una tontería como la de no dominar el lenguaje, acabemos en la trena.