martes, 6 de marzo de 2018



HOLLYWOOD III


Los falsos chicos maravilla






¿Alguna vez había hablado de lo malo que es Michael Douglas? Sea como sea, no creo que nunca lo haya hecho como lo voy a hacer hoy. Conocido por la pervertida cinta de Instinto básico (1992) y otras florituras como Atracción fatal (1987) o la histérica Día de furia (1993), este vástago del titánico Kirk Douglas se ha dedicado en el cine a forjarse una imagen de yupi seductor a lo Don Johnson, mezclado con aires de gran magnate. Tal vez por eso, Oliver Stone le confió la saga Wallstreet, aprovechando esa curiosa vulgaridad pretenciosa de los hombres de negocios. Seamos serios: esa pose se basa en una vaciedad absoluta de instinto y una falta básica de talento, hecho asombroso para un tipo con una carrera tan extensa y un padre tan célebre, pero el mundo de la interpretación está lleno de infiltrados. Debe ser que de tal palo no siempre tal astilla; los refranes fallan. Al menos, hay que destacar que su padre logró hacer filmes memorables como Senderos de gloria (1957), Out of the past (1947) o la oscura The Fury (1978), aunque no sé si por casualidad, también llegó al flamante mundo del kitsch (del que su hijo es maestro) en basuras tan enormes como The Arrangement (1969) de la mano de un ya desquiciado Elia Kazan, en modo agonizante, que no sabía ni qué hacer con el cine que le quedaba después de haber perdido a todos sus amigos, por traidor o mentiroso. Este wonder boy griego se dejó engullir por la industria, así perdió lo que restaba de él. 
Imagínense que existiese una película en la que se cuente la historia de un escritor que de joven publica novelas famosas, que en edad madura, se dedica a la enseñanza del oficio, tutelando a jóvenes promesas mientras sigue escribiendo una obra interminable. Imaginen una película en la que ese profesor es Michael Douglas,  su alumno preferido es Spiderman y su lolita es la futura esposa de Tom Cruise. ¿Es esto un ejercicio kitsch? No, es la descripción de una película de CUrtis Hansosn dela año 2000, titulada Wonder Boys (Jóvenes prodigiosos)
A lo largo de su carrera, Michael Douglas ha desarrollado ese estilo vulgar y pretencioso al mismo tiempo, que irrita sobremanera al espectador mínimamente sensible, diremos que, en concreto, en esta película llega a una de sus cimas de estiércol: interpreta a un profesor de literatura que pretende parecerse al capitán Keating (Oh capitán, mi capitán...) de El club de los poetas muertos (1989), mezclado con un falso desparpajo y desaliño a lo Gran Lebowski. Escribe una novela de más de dos mil páginas que acabará perdiendo, flirtea con una de sus frívolas alumnas, se tira a la rectora de la universidad casada con uno de los decanos conocido suyo y vive en una casa desordenada pero flamante donde para ponerse a teclear en su máquina de escribir, se viste con un bata rosa y se fuma un porro. Más estereotipos sería imposible. En serio. El guionista de esta porquería infinita es Steve Kloves, autor de la mayoría de los guiones de las películas de Harry Potter, otra versión de un mundo de jóvenes prodigiosos, ¿qué les parece? aunque es cierto que el mundo de Harry no es de lo peor del vertedero. La historia Wonder Boys no es más que una especie de mini roadtrip sin gracia, repleto de momentos ridículos y vomitivos; se necesitaría un buen barreño para recoger los litros excedentes de bilis que esta estirada tontería provoca. Vamos, un desastre nauseabundo. De hecho, después de haber visto After hours de Scorsese, yo creí, ingenuamente, que nunca más iba a tener fiebre después de ver una película.
En medio de esta aburrida farsa, de este trampantojo chorra, Douglas intenta mantener la apariencia de un personaje intelectual, carismático pero al mismo tiempo canalla y solitario; incluso se atreve a insinuarse misterioso. ¡Qué osado! De hecho, por un momento el espectador percibe que Douglas intenta imitar a Sean Connery en su contemporánea Finding Forrester (2000), en la cuál se cuenta una historia llamativamente similar. 
¿Hollywood es capaz de repetirse incluso en un mismo año y hacerlo con toda naturalidad? ¿Existe alguien en el interior de la red hollywoodiense que espía y roba, que corta y pega, que miente y viola? La verdad y toda la verdad es que el resultado de Wonder Boys es de una artificiosidad deplorable, enfatizada por esa tendencia al mal gusto, que ya los primeros vanguardistas del siglo XX señalaron como "enemigo del verdadero arte", un frívolo insulto hacia la dignidad del público en general; es lo que ocurre hoy, por ejemplo con la música electrónica: la gente que la escucha la disfruta colocada para no pensar en nada, para no sentir nada, para no relacionarse con nada, para no emocionarse, para no vivir. ¡Viva el Soma! Es cuestión de conseguir un estado de coma semicontrolado mientras se consume de manera compulsiva e innecesaria.
Hollywood es eso, música electrónica que nos obliga a llenarles los bolsillos a cambio de nada.
En el filme, siguiendo el estereotipo de escritor bohemio, Douglas no para de fumar marihuana como un poseso, hecho que no parece afectarle lo más mínimo; como tampoco le afecta a su flequillo lacado el ajetreo "loco" de la película, ni aún enterándose de que la rectora se ha quedado embarazada de él, ni a pesar de tener un negro fan de James Brown tras los talones, intentando matarle después de robarle el coche, ni si quiera a pesar de que un pitbull ciego le ataque y le reviente el tobillo, por lo que cojee el resto de la película tal que John Silver; les aseguro que con todo esto, el flequillo no se mueve. Intuyo que estas son razones que el guionista encuentra para convertir a este personaje en un tipo singular, triste, complejo, que ha perdido sus suerte... pero lo único que el espectador ve es a Michael Douglas con una bata rosa, vaga imitación de Sra. Doubtfire (segundo intento de usurpar un personaje Robin Williams). El final no lo cuento porque es una repetición insultante de miles de finales, de esos que intentan arreglar el desastre con una última emoción que borre la sensación de nulidad por un buen sentimiento de última hora. Y a casa. Todos contentos. Pero si soy honesto no todo es cosa de Douglas (pobre Michael), el co-protagonista de la pantomima es Tobey Maguire, actor inquietante por su extrema insipidez y sosería (aunque bien es cierto, le funciona a la perfección en Pawn Sacrifice de 2014), que muchos conocerán por ser el pésimo Spiderman con el que Sam Raimi intentó inmortalizar al famoso hombre araña -pero que fue tan malo que tuvieron que inventarse una nueva trilogía, hoy pendiente de finalizarse-. Arañas, arañas y telas de arañas donde atrapar a un público pasivo y conforme con cualquier cosa. La estética hollywoodiense se aprovecha de la filosofía del todo vale, del cualquier cosa es buena si entretiene y sobre todo si da pasta.
De nada sirvieron las temibles profecías de los sensatos avant-gards del siglo pasado, pues aquí estamos, inmersos desde los años 80' en una oleada de vaciedad y despropósitos que ha intoxicado todas las artes... por eso os hablo de Michael Douglas y su película Wonder Boys, una película que aúna lo peor de lo peor de este mal de época, que fustiga las mentes inconscientes que no saben que poco a poco el cerebro se les va deshaciendo con pobres engendros como el realizado por Curtis Hanson, el director de esta maravilla de lo cutre. Como Hanson, existen en la industria norteamericana del cine, cientos de directores dispuestos y preparados para no cambiar la dirección de las cosas, para no mutar las formas y trabajar a placer realizando malas imitaciones y repeticiones infinitas hasta la saciedad,  muchos de los cuales se reseñan en este blog sin pudor ni lástima, pues ellos son los masters del universo de lo hortera, del control de la podredumbre espiritual, de la flaqueza de ingenio que infecta de lepra el entusiasmo y la imaginación del universo, insultando, con sus imágenes, el poderoso paraíso de la ilusión. Eso sí, wonder boys de este tipo hay de todas las categorías y gustos: por ejemplo Steven Soderberg, cuyo cine no es más que fiel testimonio de esta  parodia andante llamada Hollywood, un conjunto de chorradas burguesas emanadoras de una sensación de conformidad, confortabilidad y facilidad que, extrañamente, parecen acabar siendo atractivas a un gran público que no cesa de mastica burritos calientes con chili y nachos con queso fundido en la sala. Dentro de poco los cines serán enormes McDonals abarrotados de gente tirándose pedos y eructos. Si no me creen, al tiempo. La poca dignidad que le queda al cine comercial debería ser respetada para que no acabe desapareciendo ese estado de silencio y nocturnidad tan hermoso y necesario, para sumergirse en la ilusión de la luz. 
Soderberg, autor de magníficas patrañas como Traffic (2000), Ocean's Eleven (2001) o Magic Mike (2012) -obras construidas con un desasosegante tic industrial de atontamiento generalizado, eso sí, untadas con ese barniz aparente de películas coherentes- es el rey del kitsch y no porque yo lo diga,  su filmografía habla por sí misma, aunque si bien en sus inicios parecía apuntar hacia otras rutas con su Sexo, mentiras y cintas de video (1989) o su irregular pero valiente Schizopolis (1996); de hecho The informant (2009) y Bubble (2005) podrían salvarse de la quema en un momento dado. Pero cuando uno comulga demasiado con la industria se acaba creyendo las ostias y por eso, Soderberg se sube al dogma del cine chapucero, aunque tenga aptitudes para todo lo contrario. La cosa es que en el 2002, realiza su cagada por antonomasia al querer darle un toque de prestigio a su superficial carrera (no se sabe si por motivos narcisistas, de soberbia o de estupidez aguda), anunciando que rodará un remake de Solaris, la película que en 1972 realizara impecablemente el sin igual cineasta ruso Andrei Tarkovski. ¿Por qué hacer un remake de una película acabada? Difícil empresa la de plagiar a cualquiera pasando desapercibido o saliendo airoso, pero nada parece imposible para un maestro del kitsch como Soderberg que, ni corto ni perezoso, se marca un seudofilm cercenando todo lo valioso de la obra original, llevando todos sus valores a un nivel de pobrismo absoluto, enmascarando de drama psicológico barato el film, llevando una realidad asombrosa al ámbito más burgués posible y archiconocido, sin dejar espacio a la sorpresa y la emoción, sin otra intención que aprovecharse de la inherente profundidad del relato original de Lem (como si por sí misma la posible naturaleza de la película ya le otorgase al autor un status de honoris causa), sintiéndose más serio, siendo el dueño de un cine de calidad. El resultado es inefable, al nivel de Wonder boys, lleno de incoherencias y fingimientos de todo tipo que no se los cree ni su madre. De hecho, su versión (y la mayor parte de su cine) se podría definir como made in China por su factura menor, falsa, cutre y virtual. La asepsia demostrada es incalculable, el tedio y vacío dominantes son insoportables. Pero el público se lo ve y aplaude y ese es el problema en verdad, pues la gente debería decidir castigar a este tipo de personas, dejando de ir a ver sus películas. Es cierto. Todos los wonder boys están engañando al público; se aprovechan de su pasividad. Piénsenlo: no tiene el menor sentido, pero es que vivimos en una mundo masoquista y degenerado, y eso se nota de sobra, ¡vaya si se nota!, si no me creen, miren los resultados de la última gala de los premios Oscar en su 90 edición; por la calidad de las películas nominadas, al menos dos de ellas deberían haber sido las grandes triunfadoras: por un lado la rarísima Phantom Thread (2017) de Thomas Anderson y por otro, la épica Dunkirk (2017) del interesantísimo Chirstopher Nolan. Esa debería ser la apuesta, pero mira tú que a los medios les ha dado por promocionar una gran broma del cine "fantasioso" -lo denomino así por no poder otorgarle el prestigioso sello de lo fantástico- que se titula The shape of water
Es terrible averiguar qué razones han llevado a los mass media a promocionarla y ensalzarla como la favorita, en unas nominaciones en las que había más que talento suficiente como para ser justos: los medios son sus cómplices, forman parte de la trama y ayudan a que la gala se desarrolle a su manera. Ahora bien... ¿Son realmente importantes los Oscar?¿para qué?...en realidad son los premios de la nada (¿o qué es si no la forma del agua?). Se ha convencido al público de que los Oscar son el acontecimiento más importante del cine, cuando no dejan de ser unos premios nacionales, algo que solo debería interesar a un leñador de Oregón o a un granjero de Texas; ellos producen basura cinematográfica, pues que la premien y se la coman con patatas. No soy inocente, en Europa nos la comemos también: aquí se va a merendar al McDonalds, se escucha Rihana y se hace 'jogging' con deportivas Nike. 
Sé que los Oscars nunca fueron justos, su condición sectaria y dogmática, su mazo censurador y su rígida moral cuáquera salen a relucir cada año en la entrega de los premios y entonces, una enorme vergüenza ajena (la misma que producen Robert Altman, Scorsese, Soderberg o Curtis Hanson cuando filma 8 mile o L.A. Confidential pero sobre todo Wonder Boys) lo llena todo. Nos invade. Todo es silencio. Los mass media entran al trapo. El ojo de Mordor nos mira intensamente para que no perdamos su atención. Y seguirá luchando por este estado de supremacía, siempre. Las luces brillan en el techo y todos sonríen porque se han creído esa flagrante mentira de que Hollywood es la fábrica de los sueños. Da pena, pero uno empieza a pensar que se lo creen de verdad, todo es un cutrerío sumo donde el vestidito mono, la estatuilla y la foto, valen más que el trabajo en sí. El deseo de aparentar talento es la única regla a cumplir: lo importante es estar ahí y sonreír mostrando una falsa satisfacción y el espectador se relame en su sofá de sky sin sentir un solo latido, ignorando el paso del tiempo, alejándose de la belleza. 
Con este tipo de cine gobernando el mundo, la parálisis senil generalizada se mantendrá, sometiéndola a un mecanismo puramente interesado y práctico, ávido de dólares y poder. Nunca la incoherencia y el entretenimiento habían salido tan caros a la humanidad, nunca habían sido tan asumidos por la balsa dormida del patio de butacas; el "funeral home" del siglo XXI. 
Por cierto, hablando de oscars, la película de Curtis Hanson, a pesar de ser lo que es, ganó un óscar, eso sí, a a mejor canción original, gracias un tema de Dylan que aparece en los créditos y ante la que uno se pregunta si Dylan se merece, no este premio, sino muchos otros de los que posee, mejor ganados, más coherentes. Actualmente, la Filmoteca Española ha programado Wonder Boys dentro de un ciclo sobre Bob Dylan y su influencia en el cine... ahora habría que preguntarse quién miente, qué peligro conllevan los mitos y si el público debería cambiar de actitud para acabar para siempre con los "jóvenes prodigiosos" de nuestro tiempo.




jueves, 21 de diciembre de 2017


Aguirre, der Zorn Gottes
(1972)

Werner Herzog 


Debido a mi origen, siempre creí 
ser el inventor del cine.
W. H.

La delicia de los años 70' es infinita. Cuando uno se zambulle en las obras capitales de esa época numinosa, cabe preguntarse por qué, casi medio siglo después, estas obras siguen manteniendo su fuerza original y un hipnótico magnetismo que irradia en la actualidad los mejores trabajos de los cineastas más interesantes del panorama cinematográfico del presente. 
Werner Herzog siempre fue un artista de un valor impecable. Desde sus inicios, abordó el mundo de la representación y del curioso arte del sellado de sombras, de una manera transversal, despistando al personal desde sus primeros gestos, incidiendo de una manera más que ambigüa, tanto en el ámbito de lo visual como en el de lo mental. Antes de estrenar Aguirre, la cólera de Dios, Herzog ya había realizado dos de sus mejores trabajos: la épica Lebenszeichen (1968) y la curiosísima Massnahmen gegen Fanatiker (1969). La obra del bávaro siempre ha sido una búsqueda de sentido, una advertencia sobre la insignificancia de la vida y un asombro ante sus prodigios. En 1964, Herzog, ávido lector, descubre la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y se obsesiona con adaptarla. Para ella cuenta por vez primera con Klaus Kinski, el controvertido y narcisista intérprete que llevaría al paroxismo elarte del rostro. La cara d eKinski se transforma en la película en un imán flotante que atrae la luz. Uno de los misterios más poderosos del cine es ese, el de la fotogenia, el de ciertos efectos químicos de la luz sobre la materia o mejor dicho, sobre ciertas superficies o paisajes. El rostro de Kinski es un paisaje de oscuridad, un lugar francamente poderoso que absorbe como un remolino diabólico todo lo que le circunda. No es extraña la fascinación que Herzog encontró en dichas facciones y cómo su poder conquistó el film por completo. Después de ver la película, uno intenta recordar algo, pero la mirada de Kinski nubla la memoria. La bendita ridiculez de la existencia se rebela en sus expresiones, en sus mínimas palabras como si se tratase de una puerta hacia otro mundo, como si se estuviese contemplando a un ser sobrenatural. Herzog escarva en la obsesión y en el sentimiento de trascendencia hasta conseguir despojarse del relato y la historia, quedándose sólamente con el viaje abstracto de una voluntad a la deriva, metáfora explícita de su personal idea sobre la creación. Desde sus inicios Herzog es consciente de la confusión en la que se ve inmerso el arte y por eso lo embarca sobre unos pobres troncos hacia la muerte dulce y segura. Pero lo importante no es el final sino el transcurso donde ocurren las contradicciones, los sueños y las pasiones, donde la mentira perturba las almas, donde el lenguaje construye aventuras y traiciones, donde lo perverso se abraza a la belleza, donde la noche se ilumina para mostrar la verdad. Herzog posee la extraña virtud de invocar el caos y de convencerle de que se quede quieto unos segundos suficientes para sellarlo, para mostrar lo inefable, para hacer brillar lo oculto y llegar a la abstracción de lo real donde la ilusión y por tanto lo mágico, se hace visible. Herzog no es un mago, sino un cazador furtivo que mora en lo marginal, que camina sobre las singularidades de lo real y las invita a formar parte de una instantánea eterna y catártica.
Aguirre, la cólera de Dios es un film antinatural y antirousseniano, una obra que se desliga de la tendencia banal y que se encomienda a una estrella desconocida que sólo garantiza una fascinación. Por eso Herzog se detiene muchas veces en el transcurso del rodaje, crea una pausa donde los personaje miran al público para demostrar que son reales, que existen, que son inmortales, seres de otra realidad que miran la sala oscura. Allí nace la conciencia de las películas de Herzog, su ambiguedad, su extrañeza. Uno ve sus imágenes y se emborracha de vitalidad, del río cayendo sobre la imagen, de los animales ahogándose en la selva, escapando de la locura de los hombres, huyendo de la calamidad de sus deseos, de sus crueles delirios y de su estúpido afán de poder. El hombre es un ser antinatural y Herzog lo demuestra metiéndonos y sacándonos de la ficción de una forma orgánica, acultural, deformadora, insistiendo en desnudar a las apariencias para limpiar de confusión la mirada y acceder al acontecimiento puro. Herzog crea la película para abandonarla a su suerte, para ponerla en marcha y hacerla vivir su propia aventura, la que tenga que vivir, la que le sea posible. Kinsi es el alter ego de Herzog y el director sabe desde un principio que debe conseguir su total confianza para después poder traicionarlo, abandonándole junto a los monos de la desidia. Kinski no sabe nunca qué va a ocurrir, cree que ha vencido -igual que su personaje- pero su destino está en manos de aquel que filma desde la orilla, observando simplemente el destino inminente de una catástrofe anunciada. Desde principios del siglo XX, el arte se vió una de sus mayores encrucijadas y muy pocos fueron los que inventaron nuevas e ingeniosas salidas ante la catalepsia estética y espiritual. Herzog conduce a todos sus films hacia la ruina pues cree en el infinito poder de la podredumbre y de lo inhumano. Llegar más allá del hombre para llegar al hombre.
Alguien silba una canción en la selva y sólo lo inhumano puede apreciar su belleza, su realidad. Esa música abstracta es aquello que serena a las almas terribles de lo humano, que devuelve el espesor al sentido, la verdad al arte.





domingo, 12 de noviembre de 2017



AMOR RUSO

Cuarenta corazones, 1931
Lev Kuleshov
 y 
Mecánica del cerebro, 1926 
Vselovod Pudovkin 





La películas rusas de inicios del siglo XX se han petrificado en anodinas puntas de sílex para el gran público. Nadie puede negar que el fondo propagandístico y didáctico de la mayoría de ellas, ensucia el inocente lirismo que poseen en su esencia. Es cierto, también que la palabra comunismo, soviet o revolución se han transformado en tabúes o arcaísmos de un nivel tal que parecen haber existido desde hace miles de años, arrastrando el signo del mal, ignorando, nosotros, inocentes herederos del presente, que en otro tiempo encarnaban la idea de la felicidad. Hoy, todo lo que mantenga un tufo bolchevique es infravalorado y arrojado al olvido como mentira y basura, pero, ¿qué es el fascismo hoy, esa idea que gran parte de la sociedad tolera, sino un movimiento reformista y violento de idéntica naturaleza? La enorme avalancha de cine hipercapitalista al que se ve expuesto el espectador actual, supongo, le distancia aún más del tesoro que resucitan muchos de los films realizados en la vieja Rusia. Para entender la vía que propongo, hay que intentar ver con nuevos ojos estas bellas imágenes de los maestros soviéticos, apartándose del mensaje y la pedagogía, disfrutando únicamente del placer de lo que allí sucede entre luz y movimiento.
Otras veces, he propuesto visionar películas de Vertov o Einsenstein sin sonido, otras, he comentado maravillosas películas como La Felicidad (1932) de Medvedkin o Fascismo Ordinario (1965) de Romm. Las sensaciones son las mismas, al igual que sucede con películas como Stalker (1979) o Solaris (1972) del mistificado Tarkovski; el que lo vale, lo vale. El cine ruso clásico combinaba la artesanía con el talento artístico para recrear ilusiones de la vida imaginada, para fundar mundos ideales y sacar a los objetos de su cotidianidad, pues, ¿qué es el comunismo sino un maravilloso cuento fantástico? Sus narraciones se hicieron hiperbólicas y surrealistas, encarnando ese espíritu prerromántico tan en desuso en la actualidad. La fuerza procede de la vitalidad y la vitalidad en el cine sólo se consigue con pasión y sacrificio; sólo habrá que añadir una cámara y cualquier excusa será sinónimo de miedo. 
Todo esta filosofía de trabajo, los primeros cineastas rusos la llevaban tan interiorizada y comprendían tan bien que filmar consiste en transfigurar el mundo -poetizarlo para elevarlo-, que no les importaban los encargos de la dictadura. Les obligaban exaltar la realidad del país con panfletos dinámicos y ellos, en cambio, construían poemas, casi sin querer, dejándose llevar por el puro entusiasmo del cine; les encargaban culturizar al pueblo con nuevos conocimientos y ellos rodaban milagrosos documentales sobre la belleza. 
Lev Vladimirovic Kulechov -que nació el mismo año que Borges-, realizó sólo una gran película: Po zakonu (1926), un milagroso film de ciencia ficción. Fuera de eso, se vió obligado a realizar noticiarios, fábulas didácticas e incluso películas infantiles. En todas ellas, a pesar de las limitaciones de género, consiguió desarrollar una idea sobre el cine, una estética determinada, un pensamiento en imágenes. Cuarenta corazones (1931) es en realidad un panfleto político, un film de propaganda donde se instruye sobre cómo la figura del caballo acaba siendo el prototipo de las locomotoras y las fábricas, la fuerza del futuro. El campo y la ciudad, la voluntad de trabajo, el orgullo nacional de las gigantescas presas... El discurso comunista tiende a simbolizar los mensajes, a crear imágenes que sean más claras que las palabras para sellar sus ideas. Por eso los comunistas siempre fueron más efectivos que los fascios, pues comprendieron a la perfección la fuerza del relato cinematográfico, en contra de la fuerza de la violencia física; que también la hubo, pero también mejores películas. Hoy Kulechov es una leyenda por haber fundado el Laboratorio Experimental de Moscú donde se investigó activamente el lenguaje del cine y se desarrolló un conocimiento superior en sus usos. En su película Cuarenta corazones, Kulechov despliega su poder visionario y lo que en realidad debía haber sido un documento informativo, se transforma en un palimpsesto de recursos combinados con un ingenio sobresaliente. Animación, sobreimpresión de frases, de palabras, escenas espectaculares unidas a otras íntimas y parcas, movimiento, elementos naturales, estructuralismo irónico, planos fijos, recreaciones, actores no profesionales... la lista es interminable cuando se intentan describir las herramientas utilizadas y se siente su riqueza. Por supuesto que, visto de forma objetiva, es un coñazo, pero ya he advertido que este tipo de películas necesitan de una relectura, de un revisionado para ser apreciadas en su total valor, si no, te sales de la sala a la mitad.
En la misma vía, Mecánica del cerebro de 1926, es aún más rara. Se trata de un film de Vsevolod Pudovkin, uno de los grandes poetas del arte cinematográfico. Él también fue un especialista de la mezcla de géneros, de la creación de imágenes oníricas, de la concatenación de bloques de gloriosa luz. En Mecánica del cerebro construye un documental de animales, meramente didáctico, que acaba transformándose en un observatorio de experimentos que hoy ningún cineasta podría filmar. La ingenuidad de Pudovkin en cuanto a los contenidos que filma se basa en su falta de interés por los mismos. En esta época, él ya estaba mascando la producción de su obra maestra: Tempestad sobre Asia (1928). En ella practicará lo aprendido en sus ejercicios institucionales, creando un cóctel de aventuras, etnografía y como no, de un poco de propaganda. 
En definitiva, este diminuto acercamiento a la idea de filmación que desarrollaron los rusos hace ya más de un siglo, espero que sirva para recuperar un open mind sobre ciertas estéticas muy olvidadas, pero de un poder abrumador. No sólo debe imponernos respeto el mítico nombre de Einsenstein, sino sus películas, pues hay que verlas realmente. Hay que familiarizarse más con la obra tanto de Kulechov como de Pudovkin, con la de Vertov como con la de Kosintzev, con la de Trauberg y por supuesto, con la de Aleksandr Dovjenko. Este último también hizo mayoritariamente documentales de guerra, entre los cuáles pudo terminar su impecable y emocionante Zemlia (1930) o su sin igual Miciurin (1949). Todos los países han tenido su época dorada de cine: los años 10' en Francia, los 20' en Inglaterra, los 30' en Rusia, los 40' en Alemania, los 50' en EEUU e Italia, los 60', de nuevo en Francia, de nuevo en Italia, los 70' en Latinoamérica y países del Este, los 80' en Grecia, los 90' en Irán y en el siglo XXI, el despertar asiático que a estas horas flojea y se dispersa en islas por el mundo, donde concretos directores hispanos y tailandeses tal vez conserven la promesa del cine futuro, la poesía por siempre.















jueves, 2 de noviembre de 2017



FANNY Y ALEXANDER
(1982)

Ingmar Bergman

"Cualquier cosa puede pasar, todo es posible y probable. 
El tiempo y el espacio no existen. Sobre la frágil base de la realidad
la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas,
nuevos destinos."



De las setenta obras de Bergman, sólo treinta y ocho fueron rodadas en cine, las demás se ejecutaron para la televisión, con menores presupuestos y de alguna manera, con otras ambiciones; si alguna vez Bergman tuvo una ambición, ésta sólo fue el hecho mismo del cine, el misterio de las sombras. El espectador común no versado en la obra del todopoderoso cineasta sueco, suele conocer ciertas obras clave como Un verano con Mónica (1953), El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), Persona (1966) o Escenas de un matrimonio (1974). Esta ridícula síntesis fílmica, suele ser el sostén de la idea general que se mantiene sobre el cine de Bergman: un cine denso, aburrido, de temas religiosos, ritmos lentos y ambigüedades varias. Sin negar esa percepción algo superficial, sobre la obra de uno de los artistas más relevantes del arte cinematográfico y pasando por alto las ideas preconcebidas que la cultura occidental ha cimentado sobre sus películas, me gustaría centrar el texto presente en la más desconocida de sus obras maestras, quizá la mejor; espero transmitir que no es ningún capricho elevar Fanny y Alexander a la categoría de obra suprema del cine bergmaniano, sino una evidencia tal, que se hace justificado explicarla.
Fanny y Alexander es la última película filmada por Bergman para ser exhibida en salas y por eso, de  manera deliberada, representa la síntesis final de su cine. Ninguna otra de sus obras recoge todos sus temas y soluciona sus problemas mejor que ésta: la historia de una familia liberal de actores, rica y alegre, le vale al sueco para embarcarnos en un viaje inmóvil hacia la imaginación; sustento primordial del arte. A través de una selva de personajes, acabaremos conociendo a Alexander, un niño soñador que vive en una burbuja de alucinaciones relacionadas con sus deseos y emociones. Su mente va entendiendo que el mundo es una bola de barro que puede moldearse al antojo del ingenio y las palabras, de las máscaras y las marionetas. La verdad y la mentira pierden su significado académico y las formas cobran vida ante sus ojos e incluso los espíritus de los muertos le visitan para comunicarle sus mensajes. Debido a la muerte de su padre, Alexander, junto a su hermana Fanny, emprenderán un viaje hacia la oscuridad, donde conocerán el mal, encarnado en un obispo protestante de hábitos tenebrosos e inquisitoriales, convertido en su padrastro.
La primera parte de la película posee una influencia felliniana brutal, imprimiendo en sus escenas un humor desconocido en la mayor parte de su filmografía. La naturalidad sale del drama y la psicología flota por el aire; simplemente vemos a una familia pasando las navidades. La segunda parte vira hacia el cine de Dreyer y la austeridad de Bresson. El film, hasta ese momento invadido de un omnipotente color rojo, se torna en gris y en sombra, en frío y tristeza, en el sonido de una flauta dulce que en realidad es terrorífica. Por eso el film es tan rico, pues de una historia costumbrista y festiva, pasamos a un relato digno del Conde Drácula. La presencia del obispo es tan siniestra y destructiva, que se nos olvidan los amables y risueños personajes que conforman la familia Ekdahls, la feliz familia de Alexander. Dentro de una enorme catedral, Alexander y su hermana deberán sufrir todo tipo de castigos y pesadillas. Pero en ese momento, en el que parece que la tragedia va a volver a reinar, algo maravilloso ocurre y un encantador rabino amigo de los Ekdahls, se las ingeniará para resolver el conflicto y dar una nueva deriva al relato; el horror se convertirá en un poema homérico que convertirá a la sombra en sueño. A partir de entonces, la película se metamorfosea, viaja a través de los géneros, los tonos, los ambientes, las luces... y llegará a inquietantes momentos oníricos que comparten virtudes con las mejores escenas de Blade Runner, también estrenada en aquel año de 1982. Fanny y Alexander trata de un viaje de la luz a la sombra y el retorno de las sombras al mundo de la imaginación. Quizá ese color rojo de la casa familiar simboliza el poder de ese estado mental entre los sueños y las formas, entre el bien y el mal, entre los vivos y los muertos. "Todo está vivo, todo puede cobrar vida" le advierten a Alexander; vivir dentro de la gratificante ilusión del arte, de su emoción y su belleza será la única defensa ante un mundo cada vez más corrupto y sádico. Toda la película trata de esa alegoría, todo el cine de Bergman no es más quizá, que eso: un escudo para combatir la fatal banalidad de los hombres.




martes, 12 de septiembre de 2017




FALSTAFF: CHIMES AT MIDNIGHT
(1965)
Orson Welles




El cine de Welles siempre fue, como la obra de cualquier gran artista, un conglomerado de instintos, confusiones, contradicciones y fracasos. Sus inicios plásticos y aventureros le llevaron a la escritura, al teatro y a los experimentos radiofónicos, hasta llegar a la disciplina que aunaba su espíritu heterodoxo y polifacético: el cine. Allí, en ese mundo de luces y estrellas le recibieron con éxitos, pero pronto le abandonaron por ser un salvaje, un individualista, un valiente: un artista. No es el único caso en la penosa historia de Hollywood; allí no aceptan las singularidades, las mentes brillantes, los corazones salvajes; el sistema industrial se desprende de la sensibilidad para quedarse con valores seguros y controlables. Welles era todo menos controlable y de hecho, su rebeldía fue creciendo como la espuma con sus films, a la par que sus enemigos, que fueron muchos y terribles. En 1962, Welles estrenó su compleja película The Trial, basada en el popular texto de Kafka. Como no podía ser de otra manera, Welles lo adaptó de esa maniera que tanto le gusta: saltándose las reglas y haciendo lo que le dio la real gana. El cine contemporáneo -cuando es apreciable- sigue estas sencillas normas que, en realidad, esconden potenciales mundos de una sofisticación inimaginable. Pero además, lo que Welles intentó en 1962, fue mostrar un desmesurado y abigarrado artificio nunca visto, una ilusión laberíntica y colosal que fuese la metáfora de su propio cine. A pesar de que los admiradores de Welles lo niegan, el resultado no fue del todo satisfactorio, el objetivo quedó cumplido a la mitad. Welles sólo consiguió una perfección formal y estructural, pero de alguna manera, vacía de alma, si se me permite usar términos metafóricos -el término alma lo inventan los egipcios para poder hablar de la muerte: el cuerpo debía permanecer y el alma sobrevivir de otra manera-. Tal vez eso le dejó tocado o lo que es peor, abatido. Así, empeñado en completar la síntesis de su cine, en 1965 terminó Falstaff: chimes of midnight, una nueva película donde volcó todo el alma de su cine, todo el espíritu que le faltó a The Trial, como si en este nuevo filme hablase de una supuesta despedida. A partir del argumento shakespeariano del "Enrique IV", Welles monta una fábula medieval donde se desarrollan dos mundos muy distintos, pero que habitan una misma realidad. Welles interpreta al orondo Jack Falstaff, gamberro, mentiroso, juerguista y jugador, amigo íntimo del príncipe Hal, futuro Enrique V. A nivel formal, la película es un auténtico caos, empezando por el montaje y acabando por la música. El ritmo de las imágenes es precipitado y el guión se hace confuso y extenuante. El exagerado uso de planos contrapicados se hace neurótico y enfermizo, aberrando de tal manera la realidad, que la misma no puede brillar. Como uno de sus personajes más divertidos, Mr. Silence, el lenguaje de la película tartamudea y no puede acabar las frases. Las imágenes no acaban de decir lo que quieren decir y se atropellan unas a otras. Se descolocan. Se deshacen. Vuelven. Se acercan. Huyen. Se distancian. No saben qué están haciendo: están perdidas en la mente de Welles. Da la sensación de que faltan momentos de pausa, momentos líricos que compensen el ruido de las trompetas, los saltos de los caballos, la música de la taberna. La impresión es de que Welles está tan entusiasmado y a la vez tan desesperado por este proyecto, que sobre el fotograma palpita una latente imperfección que en muchas ocasiones, no resulta bella. Welles siempre buscó lo hermoso de las imágenes atravesando lo humano con su luz, pero en esta ocasión, todo se vuelve borroso y en cierta manera, torpe. Incluso las secuencias más poéticas y jugosas, incluso las que deberían ser más divertidas, no cumplen del todo su función; es como si algo se apagase dentro del fuego de su cine, como si éste se hubiese hecho viejo de repente y rozase lo vulgar. El año 1965 se transforma así en su verdadero canto de cisne, exceptuando su mejor y sublime film, Fake (1973). De todas maneras, como ya he dicho, Falstaff se complementa a la perfección con The Trial como si fueran dos caras de una misma moneda, una estrella doble ofreciendo una forma y un fondo originales e inimitables llenos de fuerza y ánimo. La mente de Welles fue un mágico hervidero de ideas y talento, una tormenta de brillantes relámpagos que estaban destinados a iluminar la sombría tierra de los hombres... y así lo hizo en ciertas ocasiones, aunque tal vez, con menos regularidad de lo que narra su leyenda. Eso sí, si Welles no consiguió acercarse más a sus deseos, no fue por su culpa, sino por la de sus enemigos en la industria, sean quienes fueran. Así y después de Chimes at midnight, hasta su muerte en 1985, Welles tuvo que errar y mendigar a través de austeras producciones, desconocidos documentales y películas incompletas; todo un castigo divino para el mayor de los héroes shakespereanos: aquel que supo reírse de sí mismo y de los demás sin rencor ni complacencia. Falstaff es sin duda un anticipado testamento espiritual lleno de autocrítica, despropósitos y una desencantada alegría. El bufón se hace sabio y el sabio es desterrado al entregar su secreto: la vida. Welles sacrificó la suya por la idea del cine y el cine acabó engulléndolo. Como la Naturaleza, el cinematógrafo es injusto y maravilloso al mismo tiempo, infinito y absurdo, egoísta y bello. Nadie duda que Welles encontró lo que buscaba, pero lo hizo por un camino que él nunca podría haber imaginado. Después de morir como cineasta, se hizo mago, lo cuál es un escalón superior al que pocos acceden. El mago es el rey de las ilusiones, el hacedor de lo invisible, el gran mentiroso que muestra la verdad. Falstaff, se nos dice ha muerto, aunque solo vemos su ataúd alejándose en la mañana, pero quizás en esa caja de madera no hay nada. Atrás quedó la forma, el fondo, el cuerpo, el alma, el héroe, el rey, el magnate. En 1965, Welles, como Nick, acabó rendido, tumbado en medio del campo de batalla, haciéndose el muerto, murmurando entre risas: "¡mandadme las sobras a mí, que me sobran elegidos!"













domingo, 20 de agosto de 2017



THE OA
(2016)

Zal Batmanglij y Brit Marling




Se dice que las épocas del naturalismo sin concesiones, no son los siglos en los que se cree dominar la realidad de manera firme y segura, sino aquéllos en los que, en cambio, se teme perderla. Las apariencias actuales nos dan una imagen falseada de este hecho, enmarcados como estamos en una época puramente realista y material, con una tendencia a la superficialidad y un analfabetismo  potencial en crecimiento. Hoy -como en otras épocas- se vive inmerso en la creencia de que el mundo está explicado, de que se ha descubierto el cartón del teatro de la existencia y que poco a o nada queda hacer más que distraerse hasta que llegue la muerte. No me pongo trágico, lo digo de una manera naturalista, pues hoy todo parece estar untado de la misma mantequilla, de una misma convención que asegura la terrible certeza de todo da lo mismo y de que los misterios no son más que esoterismos y de que sólo la razón da la tranquilidad (los fantasmas kantianos vuelven)... Por eso quizá, la cultura occidental ha decidido llenar ese vacío irracional del espíritu -pues existe, aunque se le niegue- con historias evasivas de tono fantástico. El gusto del público general se ha quedado estancado en el siglo XIX: películas épicas e históricas y films de terror, o lo que es lo mismo, novelas de Walter Scott y cuentos Edgar Allan Poe. Es cierto que el siglo XX fomentó aquello de la ciencia ficción y que hoy, un siglo después, también es uno de los grandes recursos para conectar con el público y con su vacío existencial. Su apariencia de aventura intergaláctica o futurista, sólo sirve para inocular en el público, un sentimiento universal muy acusado en el presente. Hoy, la racionalidad general asume el presente como el dios de todas las cosas, así como en la Ilustración lo fue el futuro o en el Romanticismo, el pasado. Cada época tiene su sentido del tiempo y sus distintos dioses. La cosa es creer, pero, ¿cómo creer hoy y en qué?
El gran escepticismo y la tristeza que hoy gobiernan la vida, hacen muy difícil la reflexión y la conciencia. Hoy, la soledad es un estado y una enfermedad y la falta de sensibilidad, una carencia alarmante. Ante el aislamiento generalizado, provocado por el individualismo psicótico y el narcisismo obsesivo, el espectador se esconde en la ficción para escapar, sin saber de qué, para eludir el aburrimiento o el dolor o simplemente el sin sentido cotidiano. El público llena sus pozos de ambición y sus ilusiones perdidas con el mito de los superhéroes que hoy, más que nunca -al menos en el cine- han invadido el imaginario del público comercial, un público que en los setenta los consumía a través del cómic. Cada superhéroe es el símbolo de un superego, de una superindividualidad que pretende salvar al mundo gracias a sus poderes únicos. Son tantos y tan variados, que su abundancia ha hecho desaparecer el mensaje que quizás, existe tras ellos y sus disfraces; sus inagotables sagas y poderes sobrenaturales, mantienen dormidos a una sociedad enmascarada e infantil. 
Pero la ciencia ficción, ha intentado otras sendas como la que inaugura Blade Runner en 1982, donde a un hombre corriente se le encomienda perseguir algo imposible, algo inmortal. Por eso, bajo las luces de colores y las naves voladoras, siempre ha existido un poso de trascendencia y espiritualidad que siempre ha ayudado al hombre a afrontar la existencia; esto siempre ha sido una de las funciones del arte, pero ahora parece ser que el entertaiment también lo intenta a su manera, ¡y qué manera!. Si recordamos la primera mitad de la película Close Encounters of the Third Kind (1977), encontraremos a un hombre obsesionado con los sueños y las visiones de una montaña, nada más cercano a las aventuras de un eremita o un asceta español del siglo XVI. Si analizamos detenidamente Watchmen (2009), descubriremos una panda de superhéroes hastiados por la vida y obsesionados con el apocalipsis. Es una pena observar cómo el público, a través de los productos culturales, ha llegado a la extraña conclusión de que el mundo se va a acabar mañana o pasado mañana, lo cuál sólo es una consecuencia psicológica, derivada de las prácticas narcisistas y materialistas. Siempre es más fácil la inercia que tomarse en serio las cosas. El apocalipsis se ha transformado en una idea paradójicamente idolatrada y fascinante (como imagino que le ocurrió al apóstol Juan cuando estando en la isla Patmos, escribió sus famosas revelaciones), hasta el punto de que existen personas que desean que se haga realidad; cosa contradictoria, la raza humana. En en este nuevo siglo, han sido muchas las producciones que han abordado el tema; últimamente The Leftovers (2017) ha dado su propia puntilla al tema. En el 2013, se estrenó Oblivion, una película postapocalíptica, dotada de un naturalismo enmascarado, ¿o no se identifica el público con la rutina aséptica e hiperdisciplinada de Tom Cruise, de la vida rodeada de tecnología y minimalista, de ambientes de cristal, alturas y flow? En la primera parte de Oblivion -la única aprovechable- se plasma la infinita soledad del interior de los hombres: ese aislamiento en confrontación con un mundo incomprensible y lleno de misterios. Los misterios son los que han otorgado a las ficciones todos sus dones. La emoción, la intriga, el secreto... es lo que hace avanzar los argumentos y la poesía y en definitiva, al arte. Hoy el público está muy alejado de la alta cultura, nido de todo lo que los hombres han logrado en esta civilización a nivel de sensibilidad. y espíritu. El arte es una cuestión de sensibilidad, donde la vulgaridad, está totalmente desterrada. Hoy el público no quiere consumir nada serio, nada profundo, prefiere la frivolidad y el queso fundido, algo no demasiado fácil, pero tampoco difícil; están demasiado cansados y  colocados como para poder atender al conocimiento estético, a la belleza profunda de las cosas. El problema de la pereza y la idiotez es que son como un virus que no sólo infecta al público, sino también al mercado, a las producciones, a la cultura. Por eso, hoy todo es confuso y paradójico y más que nunca, las apariencias engañan para tener sedado al personal. Por eso, la notable Dr. Strange (2016) -a pesar de sus mediocres puntos de frivolidad millenian- trata ese tema de las falsas apariencias, eso sí, en modo espectacular y mágico, pero también como un camino de conocimiento y un proceso de aprendizaje en el arte de saber qué es verdad y qué no. Por eso, hoy día y aunque parezca contradictorio, el naturalismo se ha hecho fantástico, para crear una ilusión de realidad, en la mayoría de los casos, inocua. Se necesita una ficción más potente en temas espirituales, existenciales; artísticos, para resumir. Hoy, en la era de la tecnología, en medio de la era de la imagen por antonomasia y la superabundancia de ficciones, es más que necesario el regreso de los antiguos cineclubs, donde se podrían crear criterios de visión y se educaría al ojo. Pero hoy, de eso, no hay nada o muy poco. Hoy que parece que todo puede ser recreado, que todo puede ser representado y explicado, sólo se hace mierda reluciente llena de vacío y lo poco que se puede sacar, se hace rascando muy fuerte, pues en realidad, de esencia sólo hay extracto, como pasa con la fruta en los zumos baratos.  Además, el público es más soberbio que nunca y cree poder comprenderlo todo, cuando en realidad y seguramente, posee una incultura y una falta de conocimiento brutal; de hecho, al menos en la Edad Media, los campesinos memorizaban las gestas de los juglares para luego poder contarlas; hoy, la memoria está enfrascada en un bote de cristal y nadie se acuerda de qué diales hizo ayer. Sociedad demente. Como hace el protagonista de The Green Lantern (2010), yo cogería toda la supuesta ciencia ficción mundial -en especial la norteamericana-, la metería en una enorme bolsa y la arrastraría hasta el sol para quemarla para siempre. Pero bueno, todavía no soy un Green Lantern, así que, de momento, no se preocupen.
La cosa es que hace poco, cayó entre mis ojos una curiosa película que, más bien se podría calificar como el piloto de una potencial y original serie; su nombre es The sound of my voice (2011). La cuestión trata de la existencia de una pequeña secta y la investigación de dos jóvenes periodistas a partir de su infiltración. El film se centra en la líder de dicho grupo y en su asombroso poder de convicción. Ella, una taciturna y joven rubia, dice venir del futuro. Sus acólitos la adoran como a una diosa llena de conocimiento, pero el desarrollo de la película va desentrañando que el objetivo de todo ese circo, parece ser mucho más pueril y vulgar de lo que aparenta. Es cierto, imagino que por su naturaleza incompleta, que el film termina apresurado, aunque no sin una sorpresa final que lo hace altamente ambiguo y abierto. Sin duda, The sound of my voice es un ejemplo de eso que antes he bautizado como naturalismo fantástico. Su factura, su simplicidad, su complicada estructura contada de forma sencilla, el ambiente cotidiano, la luz, los rostros... dan como resultado una eficaz forma de misterio.
Para mi sorpresa, poco después, alguien me descubrió la serie The OA, que ya, empezando por su título, anuncia un mensaje cifrado. Desde el primer capítulo, entendí que la  historia era el resultado de aquella primera película de 2011, pues el director y la protagonista, eran los mismos: Zal Batmanglij y Brit Marling, además en esta ocasión, la actriz también forma parte de la dirección de la serie. The OA conserva todas las virtudes de su embrión, al que añade toda una serie de nuevos prodigios y ardides narrativos. A través de una resuelta sencillez y un guión brillante, la historia fragua en el espectador un enigma a resolver. Una chica desparecida durante siete años, una memoria confusa y una situación inquietante, plantea el desafío. Al estilo de Thomas Mann en La Montaña Mágica (1924), Prairie Johnson reúne a un grupo de hastiados y jóvenes curiosos a su alrededor, para contarles dónde estuvo en su desaparición, por qué ha vuelto y qué deben hacer si quieren ayudarla. Finalmente, The OA es un artefacto de sugestión, de creer lo increíble para acabar teniendo una fe, aunque sea fabulosa. The OA es una historia que el público debe imaginar junto a los demás personajes y que debe vivir intensamente hasta el punto final del relato. Así, The OA actualiza el formato del cuentacuentos, del storyteller explícito, naturalizando el mecanismo narrativo, casi haciéndolo metafísico, generando la ilusión de una escucha, del poder de las palabras, del poder de una historia, en definitiva, del poder del lenguaje. Todos los personajes van dejando sus problemas diarios y se van comprometiendo poco a poco con la joven visionaria que sólo puede salir una hora al día de la casa de sus padres. Así, The OA, de alguna manera, intenta dar la sensación de que respeta esa regla del teatro clásico de la unidad temporal, un poco a lo Molière, para fomentar el realismo del relato. El cuento de Prairie Johnson se extiende durante ocho capítulos de una hora cada uno y sólo es eficaz sobre el público, pues su pericia narrativa es algo inusual. El personaje es una encantadora de serpientes excepcional, un juglar misterioso venido de algún lugar desconocido del universo; alguien que simplemente, quiere contarnos una historia. Que sea verdad o mentira, no es el asunto -o no debería serlo- pues lo realmente importante de la serie, es que posee ese hipnotismo del que carece todo lo comercial hoy día, ese talento tan escaso entre los actores profesionales, ese compromiso artístico de la emoción y la sensibilidad que nos hace recuperar el mundo y olvidar el apocalipsis. 
Ojalá no hicieran más temporadas de The OA, pues la historia queda contada y el misterio se mantiene en el aire casi como un sueño. Hoy alargan las series debido al money y a la tendencia de la sobreabundancia, pero el 99% de ellas, no deberían pasar de la primera temporada, sean buenas o catastróficas.  No quieren dejarnos soñar, prefieren imponer sus sueños a base de bien. En la vida, hay una cosa que es mejor que el cine y sólo llega cuando uno cierra los ojos.












viernes, 30 de junio de 2017




UNA HISTORIA DE TAXISTAS Y PUTEROS
o
DE LA IMPORTANCIA DE
"BIENVENIDO MR. MARSHALL"
(1953)




En 1955 hubo un ridículo simposio en Salamanca al que se llamó “Las conversaciones de Salamanca”, con el objetivo de regenerar y fijar el inverosímil concepto de cine español. Allí se reunieron los pocos que en la península se dedicaban al oficio cinematográfico, junto a un grupo de intelectuales que defendían que el cine español debía corregir su paleto camino folclórico y encauzarlo hacia imaginarios quevedescos o cervantinos, hacia mundos gracianescos o machadianos. Y razón no les faltaba -es interesante imaginar películas de esta índole-, pero el problema es que excepto mínimas y milagrosas excepciones, en este país, ya mediado el siglo XX, nadie sabía nada de cine. Y cuando digo saber lo que quiero decir es que el cine no estaba entendido y se había asumido como un eficaz instrumento de propaganda y un negocio redondo para los primeros distribuidores que, en definitiva, son los que mantuvieron la mentira de eso que se ha seguido llamando "cine español". Un joven Juan Antonio Bardem, que asistió a las famosas conversaciones, finalizó su discurso con una verdad: El cine español está muerto, ¡Viva el cine español! 
En España, corre la truculenta leyenda de que el cine, a partir de los 40’, fue promovido por un putero y un taxista -verdaderos artífices de la industria que mantendré en el anonimato por pura decencia-, y que los primeros cines y el gran negocio de las películas en España, fue controlado por ellos. Visto así, no es tan grave pensar en la herencia y la consecuencia que eso deja para el presente. El Estado Franquista siempre defendió la existencia de una producción nacional y promulgó innumerables normativas, no sólo sobre censura, también algunas de índole proteccionista. Las cuantiosas subvenciones de producción emitidas por el Estado para el desarrollo del cine, eran utilizadas por los pocos productores y distribuidores habidos en aquel tiempo, para hacer películas baratas y tontas, que dejaban sus bolsillos repletos de dividendos. Aparte de enriquecer a taxistas y puteros, la Dictadura Franquista abrió en los años 40’ el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, con el objetivo de formar profesionales que fomentasen esa industria soñada del cine español e hicieran todavía más rentable el business del mediocre peliculeo nacional. Copleras, toros, castañuelas, panderetas, baturros y demás elementos, llenaban las pantallas de la gente, en películas torpes y vacías, destinadas como mucho, a ensalzar a estrellas populares que llenaban el metraje de secuencias musicales y chorradas varias. Pero no hay que equivocarse, lo que provocó ese tipo de producciones, no fue un intento de crear una falsa identidad nacional o de impulsar un caprichoso entretenimiento, sino una respuesta vulgar y repetitiva, llena de concesiones que bebía de Francia, Italia, Alemania y por supuesto, de EEUU. Eso sí, desde 1941, todas películas extranjeras tuvieron que ser dobladas obligatoriamente al castellano, por orden de la censura.
Incluso Hollywood tuvo que aparentar ser español, para que el cine español no existiese nunca.

No hay que olvidar que desde los orígenes del cine, ciertos cineastas hispanos ya habían demostrado un talento excepcional, como lo demuestran con creces los cortometrajes experimentales de Segundo de Chomón -aventajado discípulo y proveedor de Pathé-, Luis Buñuel con Un perro Andaluz (1929), La Edad de Oro (1930) y Las Hurdes (1933) o los primeros documentales de Carlos Velo. Poco más se hizo antes de la guerra, pero suficiente para un país tan abotargado y cerril como la España de principios de siglo XX. No fue suficiente la pobreza cultural de aquellos tiempos como para que en 1936 estallara la Guerra Civil y todo lo poco que se había conseguido, se fuera al traste, por no decir, al maldito carajo. Muchos historiadores del cine afirman que tras el desastre bélico, 1939 no sirvió como un punto de continuidad, como un momento de retomar las enseñanzas de los pocos cineastas que habían conseguido comprender el potencial del arte cinematográfico, sino para desarrollar el llamado pan y circo a través del cine; este es el punto en el que aparecen el putero y el taxista y, con perdón, la lían parda y sin perdón, fundan el desastre. 
Tendrán que pasar unos quince años para que aparezcan Luis García Berlanga o Juan Antonio Bardem -exalumnos del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas- y comiencen a jugar con ese cine populista y estrafalario y lo transformen en un artefacto artístico. Admirados por el neorrealismo de Rossellini y los films rusos, la sátira hiperrrealista de Vittorio de Sicca y la poética de las primeros films de Visconti, estos dos ingeniosos jóvenes escribirán un guión junto al dramaturgo Miguel Mihura, que se convertiría en el punto de partida de la extraña Bienvenido Mr. Marshall. Digo extraña, pues la película se ha convertido en un fetiche cultural y cuando esto ocurre, su presencia se hace eterna, aunque la obra no sea conocida más que por su fama. Pasa lo mismo con El Quijote, libro poco a nada leído en España, pero que cada cuál se jacta saber de memoria. Una pena. La cosa es que la película que al final dirigió Berlanga, es una suerte de obra irreverente, experimento y sátira social al mismo tiempo, entretenimiento y experimento en uno. La modernidad que despliega es comparable a cualquier talento internacional del momento y el concepto o la idea que fragua el film es de una sutilidad extrema y de un ingenio muy especial. La película se basa -como se basa el cine contemporáneo- en una sola ley: las normas no existen
Berlanga mezcla los arquetipos nacionales y los confronta, toma los clichés y los revienta, hace nacer el humor y vence. Antes de empezar a ver la película, uno se espera otra cosa, un más de lo mismo, un costumbrismo al uso, pero desde el primer segundo, no hay duda de que Berlanga y Bardem tenían claro que esa obra iba a ser distinta: se tomaron como protagonistas a Pepe Isbert, un actor conocido por el público desde 1912 (Asesinato y entierro de Don José Canalejas), a una estrella de la canción, Lolita Sevilla y a un exárbitro de boxeo, Manolo Morán, para ser los ejes de una historia colectiva y demente, de una sagacidad inusitada. La película comienza estableciendo una deconstrucción del pueblo, objeto a objeto, ilustrada por un narrador que va despiezando la materia de ese mundo imaginario donde habitarán sus personajes. Desde el inicio, las palabras del narrador hacen y deshacen las presencias, colocando y recolocando las piezas, plegando el relato a placer, demostrando un dominio absoluto de la realidad generada. Todo lo que se presenta es una fábula moderna, un cuentito de cristal que se dobla y que proyecta un espectro alucinante que va creciendo en riqueza y personajes, desarrollando una complejidad a partir de la sencillez. La narrativa dickensiana se mezcla con el terruño castellano, el hidalgo quijotesco se cruza con los poderes yankis, la sátira quevediana se une al musical de Minelli y los rostros buñuelianos de Las Hurdes, sonríen y bailan confabulados con la idea evanescente del dollar. No contaré nada más. La película es para verla y más de una vez. La impresión general es como estar ante una viñeta de Máximo o de Forges, pero en movimiento continuo. Es como si Berlanga hubiera cogido The Spanish Earth (1937) de Joris Ivens y la hubiera metido en una batidora con otras muchas cosas, no sólo españolas y hubiese conseguido un tutti frutti delicioso con el aspecto de un sencillo zumo de naranja.
Antes de terminar, me detendré en mi secuencia favorita: en un momento determinado, la película se detiene durante una noche y el pueblo se ve en silencio desde las alturas. La voz del narrador nos lleva hasta ciertos dormitorios y nos muestra los sueños de determinados personajes: el más especial es el de Pepe Isbert, el alcalde. Dentro de su mente, todo el pueblo se convierte en una película de John Ford. Todos los personajes hablan un inglés inventado y gruñen como trogloditas, hay peleas, botellas de whisky, sombreros y espuelas roñosas. También hay un barman y bailarinas que dejan entrever las bragas bajo las faldas, como si fuese un guiño a Jean Vigo. Hay una pequeña orquesta y decenas de mesas llenas de borrachos. Pepe Isbert es el sheriff y entre gruñido y gruñido, tendrá que enfrentarse a una especie de hermanos Dalton. La apropiación es sublime, el trasbase cultural es brutal. Mientras Franco inauguraba pantanos por el país, Berlanga instauró este tipo de puentes en el cine español, demostrando que todo era posible gracias a la voluntad y que las mutaciones eran el futuro del arte y que el humor -bien concebido- era una de las sendas inexploradas de este serio y soberbio país que se llamaba y que se sigue llamando, España. Este tipo de ingeniosas secuencias berlanganianas, anticipan gran parte del cine moderno que nacerá en los 60’ y los 70’. Apropiaciones, mutaciones y parodias. Nuevas rutas emergiendo de la nada. Aunque parezca exagerado decirlo, a veces siento que Bienvenido Mr. Marshall tiene algo que ver con Tarantino y que el personaje sordo de Pepe Isbert, es la semilla del maravilloso personaje de Twin Peaks, Gordon Cole, ideado e interpretado por David Lynch. Quién sabe, tal vez en algún momento secreto y silencioso, el trasbase cultural se invirtió y ciertas obras españolas influyeron en el imaginario colectivo, más allá de la península.



viernes, 26 de mayo de 2017



MOI, UN NOIR
(1958)

Jean Rouch o el vitalismo del cine



No hay nada parecido a ver una película de Jean Rouch. Quien no haya frecuentado sus films, carece de una experiencia esencial. Gilles Deleuze propuso en su último libro, que las obras deberían ser clasificadas en categorías como Interesantes, Notables o Importantes, en vez de buenas o malas. El pensamiento maniqueísta es un sistema precario de pensamiento y análisis, un criterio de frontera y enfrentamiento que nunca llega a la claridad de la idea. Con el sistema de Deleuze, se aparta lo innecesario y la mente puede centrarse en clasificar entre el material verdadero, dejando a un lado, petardos de feria y tomaduras de pelo. La obra de Rouch, sin duda, encajaría en la categoría de obras Importantes (o lo que yo llamaría Necesarias) e intentaré explicar el motivo: hoy, más que nunca, el mundo del arte es un bazar de objetos inservibles y repetitivos, lleno de neurosis y narcisismo. Todo, de alguna manera, está desordenado y el público, lo acepte o no, ya no sabe a dónde mirar. De hecho, tengo unas terribles sospechas de que simplemente, deja de mirar. El arte se tambalea debido a una claudicación por parte de los espectadores y los autores, ambos reducidos a cifras de rentabilidad por parte del mercado. El espectador ha dejado de mirar las cosas pues ya no le interesa lo que aparece o porque simplemente está aturdido, adormecido o hipnotizado por la invasión cultural que bombardea los ojos y que sigue creciendo como si se tratase de un virus.
Sólo prima la instantaneidad, la inmediatez y la velocidad.
Lo demás es abandonado.
Películas de Jean Rouch como Moi, un noir (1958) liberan al ojo de esa moderna enfermedad, de la gran parálisis. Quien nunca haya visto uno de sus films, no ha podido viajar al mundo de la inocencia, al mundo de la magia, de las aventuras, de las canciones virginales; en definitiva, de la alegría pura. Todo el cine de Rouch se distingue por la gracia y la ligereza de sus tomas, por su parquedad y su aparente simpleza. Es cierto que en un primer momento, la estética documental de su imagen puede parecer -ante la mirada del intoxicado sujeto común- pobre, vulgar e incluso vacía. Pero sólo hay que dejar correr a las imágenes como caballos, para que el ojo, que representa el alma del espectador, comience a llenarse de esencias, de ideas puras, de hechos reales. El concepto de realidad en Rouch es muy ambiguo. Él, como cineasta, se sumerge en las secretas tierras africanas para inventar a sus propios personajes y contar, a partir de ellos, historias que coinciden con lo real, aunque en realidad sean fábulas o metáforas mostradas narrativamente, en una simple historia en forma de un cuento milenario. Jean Rouch es un mago de las imágenes, un maestro en el collage más sofisticado; aquel que de mil realidades, hace una sola y hermosa. Por eso la realidad que fabrica es tan vital como la real, un mundo singular y completo. Rouch, a través de su mirada, consigue captar lo más interesante, detectar lo más auténtico de la materia y crear una nueva y fascinante realidad.
En Les maîtres fous (1955) visita a un grupo de chamanes que realizan bestiales rituales llenos de atrocidades y violencia. Rouch mantiene firme su cámara en medio de aquel manicomino infernal en el que acaban comiéndose a los perros, pero no solo se dedica a mirar, sino que es capaz de transformar dicha fealdad en un acto mágico de profetas que escenifican el futuro. Una voz cuenta lo que ocurre, pero que aparentemente, no ocurre; lo que aparece entre la voz y la imagen es la imaginación del espectador, sugestionada por el horror y el ingenio.
Ese lugar es la esencia del cine, la esencia del arte.
Quien no haya visto nunca películas de Jean Rouch, no podrá ver a niños bañándose en un lago o a un hombre caminando por una carretera, un hombre libre viviendo como un esclavo feliz. No podrá ver palmeras y olas inmensas y pieles doradas dando saltos en la arena, muertas por un poco de amor primigenio. La búsqueda del amor es una de las motivaciones de Rouch, el filmar la realidad de la África profunda, un paraíso hundido en la pobreza donde la alegría es la única clave de supervivencia.
Todos nuestros códigos culturales se desbaratan ante las imágenes de Rouch, todas nuestras ideas preconcebidas sobre el cine, el arte o la vida. El edificio se desploma y nuestro ojo se resetea para empezar de cero, con una mirada  limpia. Por eso es tan necesario que sigan existiendo sus películas, no como un testimonio, sino como el reino de lo esencial, como un modelo de entendimiento del arte y de la vida. En Rouch, anulamos la confusión en la que está inmerso el mundo y nos detenemos en las cosas más ridículas: una chaqueta, un baile, una palabra, una bebida, un saco, un barco, una cuerda, un pensamiento. Hay que dejar de pensar en disfrutar de todas las posibilidades y contemplar una sola: eso es el placer en sí mismo, ahí nace el éxtasis, objetivo natural del arte desde sus inicios.
Si volvemos a Rouch será para curarnos y volver a empezar.
Acabemos con el arte cosmético y volvamos al arte perforativo: el arte del taladro que hace agujeros en nuestra piel para que entre luz e ilumine el espíritu dormido que toda alma lleva dentro.
Mientras sigamos siendo humanos, la meta del arte sólo consistirá en el asombro.
Animales asombrados o animales somatizados.
Tú eliges.






lunes, 22 de mayo de 2017




HOLLYWOOD I

De magnates o la historia 
del hijo del rey Midas







A veces, una fiebre insoportable nubla mi mente y escojo películas al azar, con el objetivo de descubrir joyitas perdidas en medio del lodo de la infinita masa cinematográfica que asedia al mundo; al menos, al mundo de la mente. La última remesa que me he tragado, por pura casualidad, consiste en una veintena de films norteamericanos que abarcan desde 1983 a 2014. Sin ningún criterio ni fin definido, he dejado que esas imágenes luzcan ante mí. Tengo que advertir que no soy espectador común de eso que llaman cine comercial, pues los productos populares suelen ser, en el mejor de los casos, decepcionantes y ya que el cine es un arte pasivo, desde el punto de vista del público, prefiero gastar el tiempo en imaginerías fílmicas de cierto calado. La cosa es que hay días en que uno se vuelve inocente y se culpa de ser un poco elitista o de tender a mundos más artísticos y cultos. A lo que voy: uno coge del cajón un puñado de películas con la mejor intención y, ¿qué es lo que se encuentra? Se encuentra que en 1983 se estrena una película llamada Twilight Zone: The Movie, filmada a cuatro manos entre Joe Dante (Gremlins, 1984), John Landis (The Blues Brothers, 1980), George Miller (Mad Max, 1979) y Steven Spielberg (Jaws, 1975). La película nace como homenaje a una homónima serie de terror y misterio, emitida en la televisión estadounidense, en la primera mitad de los años 60'. La película en sí se nutre de mil infantiladas, personajes neuróticos, criaturas grotescas y sobretodo, de buenos sentimientos que dan un poco de miedito; pero de misterio nada. Lo que quiero decir es que todos los cortos beben de una estética entre Children of the Corn (1984) y Bambi (1942). Cuando termina, tu mente no puede creer que alguien haya filmado algo así. Sin duda, es una tontería o un adelanto de lo que esos cuatro genios iban a dar al mundo en el futuro. Después de recobrar el sentido, visioné tres películas de 1992: In the Soup de Tom Dicillo, Sneakers de Phil Alden Robinson y Far and Away de Ron Howard. De ello saqué tres conclusiones: que Dicillo es un director flojísimo, que Robert Redford fue el Brad Pitt del pasado y que Ron Howard es uno de los elegidos para que Hollywood siga pagando sus facturas de la luz. Ron Howard participó como actor durante su niñez (desde los 2 años) y adolescencia en decenas de series televisivas en Norteamérica, hasta que saltó a las películas. Se le suele recordar por su papel en American Graffiti (1973) de George Lucas. La cosa es que a finales de los 70' empieza también a dirigir y va consiguiendo grandes éxitos populares como Cocoon (1985), Willow (1988), Apolo XIII (1995), A Beautiful mind (2001) o The Da Vinci Code (2006). Su carencia de estilo personal, o estilo mainstream, o lo que se suele denominar como película de las tres de la tarde, le han encumbrado a ser el legítimo heredero del trono de Hollywood.
Tras este apunte sobre Howard, vi tres películas más de los 90': Mother Night (1996), City Hall (1996) y Liberty Heights (1999). la primera es mala redomada con un Nick Nolte estrafalario y vulgar -¿alguien puede recordar una buena película de Nolte? o mejor aún, ¿alguien puede recordar alguna de sus películas?- La segunda es un film más amable, pero untado de buenos sentimientos rollo Walt Disney, con un joven John Cusack haciéndose el héroe y un Al Pacino antes de transformarse en el extraño engendro que es hoy. En definitiva, una película sobria sobre la corrupción política en Nueva York que acaba en agua de borrajas y cuento de hadas. Judíos, mafias, constructores. Lo de siempre. La última de los 90' es Liberty Heights que va de un barrio de judíos en los años 50' y de lo mal que lo pasan los pobres hebreoyankis, porque no pueden establecer relaciones con los negros o los pijos. Se trata de una catástrofe de una ingenuidad casi naif. Colosal. Pura mantequilla. Recuerda bastante a American Graffiti y al aburrimiento soporífero y casposo que devolvió a Lucas un lugar en Hollywood, ¿qué interés tienen esa juventud obsesionada por los coches y la música pop? Me suena de algo. Mundo repelente e inocuo. Mundo burgués. Aburrimiento.
Ya pasando al segundo milenio, pude ver Catch me, if you can (2002) y War of the worlds (2005) ambas, productos del creador de Jurassic Park (1993) y actual rey Midas del cotarro hollywodiense. Dicen que judío, masón y en gran medida, friki confeso de ese mundo al que él denomina fantasía. Debería leerse a Schelling. Ya sé que hoy nadie lo lee, pero a él le vendría de perlas para aclararse. Estas dos películas son pasables si lo único que quieres es que llegue el siguiente día o el Apocalipsis. Del 2006 pude ver Delirious, otra chorrada monumental de Dicillo. Maldito Dicillo. Tengo que decir que es aún peor que en 1992. Más insulso, menos gracioso, más estereotípico. Más vacío. Una patraña. De ese mismo año, pude contemplar Black Snake Moan, una película sin sentido en que Cristina Richie hace de ninfómana traumatizada y Samuel L. Jackson, de bluesman divorciado y redentor. El mensaje, básicamente es que los blancos son unos enfermos y unos pecadores y que los negros son sabios y santos que van por ahí salvando a la gente en un mundo en el que no existe la policía. Véanla si no tienen nada que hacer; hagan el experimento, a ver si aguantan. Del 2007 pude ver Breach, una especie de City Hall con Chris Cooper, donde se muestra un mundo de conspiración, mezclado con historias oscuras de la CIA. Traiciones dentro del cuerpo secreto, bla, bla, bla. Una historia secreta contada al mundo del espectáculo; muy norteamericano. Sospechoso, sospechoso. Breach es un cuento barato sobre el espía más traidor de la historia de EEUU, que sirve para demostrar que al final, la CIA no es tan ridícula como la gente piensa. El que la hace, la paga. Interesante. Por lo demás, en 2009, Ron Howard estrena su Angels and Demons y sintetiza todas las obsesiones de Hollywood: judíos, masones, conspiración, CIA, religión, illuminati y Tom Hanks. 
No sé ni qué decir. Tengo el cerebro hecho papilla.
Mi única conclusión es que Hollywood es el cáncer del cine.
Historias absurdas, flojas, sin talento. Violencia, conspiración y francmasonería. Negros, gays y todas las reivindicaciones que se te ocurran.
Siempre lo mismo. Hollywood es un disco de repetición lleno de fantasía spilberiana. Por lo que he podido ver, desde hace años, Ron Howard se acerca a regentar el chiringuito. Al menos, su estilo sirve para pasar ciertas tardes, aunque también tiene efectos secundarios. Es una pena. Tanto dinero y energía gastados para hacer generar una realidad tan grotesca y vacía.



¡Salud!



*1 - Por cierto, en la foto que he colocado en la cabecera, Ron Howard aparece mostrando explícitamente la revista Science&Digest, una publicación editada por la legendaria empresa Hearst Comunications Inc., fundada en 1887 por la familia de William Random Hearst, adivinen: el multimillonario que inspiró Ciudadano Kane de Orson Welles y El aviador de Martin Scorsese.


lunes, 8 de mayo de 2017




EL ASESINATO DE RICHARD NIXON
(2004)

Niels Mueller



"No copiéis los ojos"
Dziga Vertov




La idea del progreso conlleva en sí misma, además de una implícita falsedad, el sufrimiento colectivo y por tanto, la tristeza del individuo concreto. Norteamérica ha sido el solemne sumo sacerdote que ha incubado este absurdo pensamiento en la mente del mundo. La idea del progreso se ha ido incubando en el interior de la vida a través de sus máquinas, sus armas, sus hamburguesas, sus consoladores, sus cortacésped y sus zapatillas deportivas. El progreso sólo es un motivo para desarrollar un determinado sistema de control; tan sólo es una palabra que repetida con suficiente regularidad, acaba haciéndose real. La cultura yanki ha secuestrado a la verdad y la ha obligado a suicidarse. Así, ya en los años 70', muchos afirmaban que existen cosas que deberíamos destruir voluntariamente y que en primer lugar y en concreto, la hipocresía estadounidense debería ser exterminada, pues finalmente, representa la aliada perfecta del tirano, su mejor cómplice. El dinero, el poder, la seguridad y la autoridad, no otorgan libertad. La educación jamás provee sabiduría y tampoco las iglesias religión. La riqueza no da la felicidad ni la seguridad. Ni nada. Todo, en este país, es una ilusión, decía Henry Miller.
De 1969 a 1974, Nixon fue el cebo del sistema para enloquecer la mente de EEUU. Intocable, omnipotente y sobrenatural, el presidente californiano inventó un infierno sobre la efímera esperanza política que nació de la evanescente y malograda era Kennedy; unos dicen que le mató un fanático exmarine llamado Lee Harvey Oswald, así mismo asesinado por un mafioso de Dallas llamado Jack Ruby, el día antes de su providencial interrogatorio. Muchos menos saben que Kennedy se enfrentó a los grandes empresarios de Norteamérica y a los dementes racistas sureños del kukuxklan y que eso  fue el verdadero motivo de su muerte. Pero las películas cuentan otras cosas o todas a la vez, que es algo así como no decir nada. Una ficción anula a la siguiente y esta a la siguiente. Tras los cinco años de L. B Johnson (sucesor de Kénnedy), Nixon ganó las elecciones y agarró por el cuello a la inocente sociedad civil y estrujó su buena fe hasta dejar sólo el hueso del espinazo: ganó las elecciones prometiendo acabar con la guerra de Vietnam y en cambio, incrementó de tal manera los presupuestos en armamento y soldados (541.000) que llevó a su país a la gran crisis económica de los años 70'. Favoreció los monopolios, eliminó las ayudas sociales y utilizó dinero público para crear un corrillo personal de tecnócratas (Domestic Council) que sustituyeron deliberadamente a los ministros oficiales, muchos de ellos, contrarios a su desvergonzada actitud política; gran parte de ellos dimitieron. Su mano derecha, John Ehrlichman, controló todo el cotarro y dominó la política interior del país a sus anchas. Nixon, además, se rodeó de McNamaras, Kissingers y Donald Rumfels, que le hicieron más fácil la vida y más lucrativas sus absurdas y maquiavélicas ideas. Derogó leyes contra el tráfico de armas (lo que facilitó que hacia 1976, EEUU se coronase como el mayor traficante de armamento del mundo, generando 8.300 millones de dólares de beneficios), financió con 8 millones de dólares la caída del presidente Allende en Chile, firmó pactos ilegales con la URSS, rodeó con un enorme cinturón de minas la ciudad de Hai Phong -la urbe más poblada de Vietnam- y cerró sus puertos; de los 6,3 millones de toneladas de bombas que se descargaron sobre Indochina, el 80% se lanzaron durante su mandato (la cifra es tan desmesurada, que triplica la cantidad de explosivos que se usaron durante toda la Segunda Guerra Mundial en Europa, África y Asia).
También utilizó dinero público para encauzar la victoria de su segundo mandato; de ello nació el caso Watergate: la noche del 17 de junio de 1972, la policía sorprendió a cinco ladrones en las oficinas de la presidencia del partido demócrata, situadas en el Hotel Watergate de Washington. Se les descubrió colocando micrófonos para espiar las estrategias de sus contrincantes políticos. Lo grave fue que entre los ladrones había exagentes de la CIA y del FBI pagados con dinero público. Los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein (All the President's Men, 1976) investigaron el caso y publicaron los detalles de la trama para el mundo entero: todo ello provocó que Nixon, intentando salvar el culo, destituyera a sus máximos consejeros, incluido el magnánimo y todopoderoso John Ehrlichman. El 19 de octubre de 1973, Nixon prohibió que el fiscal especial encargado del caso Watergate, Archibald Cox, pudiera escuchar las grabaciones completas que le incriminarían en el juicio. Ante la negativa del ministerio de justicia para llevar adelante dicha absurda prohibición, Nixon destituyó al ministro de Justicia y a su suplente e hizo precintar el despacho del fiscal especial. Bloqueó el proceso temporalmente, como bloqueó Hai Phong. Toda esta ola de crueldad política y egocentrismo tiránico, acabaron con su destitución a mitad de la segunda legislatura en 1974. El pueblo pedía justicia para el malvado opresor con cara de chiste y nariz de Pinocho. Nixon retrasó cuanto pudo su dimisión, sólo para ganar tiempo y dejar todo bien amarrado. Comenzaba el efecto Disney y la realidad virtual.
El corrupto sucesor en el cargo fue su fiel esbirro Gerald Ford, el cuál inventó tretas legales para evitar que Nixon fuera condenado: poco después de ser nombrado presidente, Ford hizo uso de su derecho de gracia y absolvió a Nixon de todos los delitos que hubiera podido cometer. El abuso de poder nunca se mostró tan extravagante y esotérico, ¿estaba Gerald Ford, ese paleto de Nebraska, juzgando a ser Luis XIV de Francia? Los tribunales norteamericanos no pudieron hacer nada frente a su estado de impunidad, respaldada por la divina y sospechosa bondad del nuevo presidente. Nixon, el gran demonio blanco, nunca pagó sus deudas con la sociedad civil y en cambio, consiguió un lugar en la historia por haber sido el responsable de los mayores y terribles bombardeos de la guerra de Vietnam y por haber sido el artífice de la mayor inestabilidad social que se recuerda desde la guerra de Secesión del siglo XVIII.

En El asesinato de Richard Nixon, el cineasta Niels Mueller nos muestra a una víctima de lo que podríamos llame la "nixonmanía". En el relato se cuenta la difícil vida de un norteamericano inmerso en la idea del progreso americano (The american dream). La engañosa american way of life, mezclada con la confusión política, un trabajo precario, situación familiar difícil y un arma, completan el cóctel. La magia de Nixon es transparente: él sólo aparece en la tele como si fuese el Mago de Oz, haciendo resonar sus palabras por todo el país. Nixon es sólo la imagen que el sistema ofrece para odiar algo, para odiar a un objeto, a una presencia que nadie puede tocar. Nixon representa la fealdad de las cosas; es la verdadera causa de la parálisis del norteamericano, de su paranoia y ansiedad. Los hospitales, los manicomios y las cárceles rebosan de gente y las farmacéuticas se forran vendiendo tranquilizantes y antidepresivos. Nixon, con su discurso y su poder ha conseguido transformar a sus ciudadanos en hombres débiles, sin carácter, seres inseguros sin voluntad. Este es un mundo en el que sólo se bendice a los vendedores, a los de la raya al lado, a los del smoking, a los sumos sacerdotes de Hollywood. Hay fantasmas por todas partes. El dinero es la única religión. Samuel, el protagonista de esta aventura, está perdido en medio de una trampa. Él no para de pensar en destruir el dolor que le oprime. Poco a poco se va convirtiendo en un verdadero sueño. Nixon le convierte en un sueño, o sea, en algo a lo que nadie hace caso, en algo que no se ve. Algo evanescente. Él es el monumento que ha creado Nixon para el mundo: el ciudadano pasivo y asexual lleno de complejos y miedos, lleno de pesadillas y alucinaciones; es un ser nervioso, impaciente, neurótico. Nixon convierte Norteamérica en un parque para niños donde el juego más divertido es vender chorradas, ¿acaso estas chucherías hacen que valga la pena vivir la vida?. La vida se hace humo. Noticias de Vietnam... Vender humo. Humo. Norteamérica está llena de vendedores de aceite de serpiente. Los que no se suicidan en Nueva York, lo hacen en Indochina. Al final te despojan de todo, te marginan y te hacen parecer un loco. Finalmente el sistema triunfa, empujando al individuo a redimirse, a enfrentarse al fantasma de una manera brutal; desde fuera, todo parece demencial, un caso aislado y toda la sociedad se sobrecoge, tapándose con su manta, pero en realidad no saben que Samuel, en realidad, les iba a liberar del mal. EEUU es un país que funciona de esa precisa manera, actuando quirúrgicamente, sin que nadie se de cuenta., removiendo las entrañas con su mano invisible. Si molestas, te eliminan de la manera más democrática que se conoce: el suicidio
En 1974, el año de la dimisión de Nixon, el cineasta Bob Fosse, estrenó una película que trata el mismo tema: Lenny. En este caso, se cuenta la vida de un deslenguado cómico que fue condenado por utilizar expresiones y palabras incómodas en clubs nocturnos. Lenny Bruce se hizo millonario con su humor escatológico, pero tuvo que gastar su fortuna en los tribunales para demostrar su inocencia. Finalmente se suicidó.
En 2014 se estrenó The Internets Own Boy - The Story of Aaron Swartz, donde se cuenta la historia de un joven que luchó por el derecho a la libertad de información en Internet y que fue condenado por un delito menor de obtención de datos, en un proceso interminable y millonario que pudo sufragar personalmente, hasta que un día apareció muerto en su habitación. En teoría se suicidó, como también lo hizo Lenny o Samuel. Los tres casos son reales, los tres casos son ya pasto de las ficciones.  Me temo que el efecto de conciencia que deberían causar las películas se ha estropeado. En vez de lanzar un mensaje real a personas reales, cualquier hecho de la realidad, por grave que sea, no se transforma en otra cosa que material de entretenimiento para un público pasivo y aterrorizado.  Muerto. 
¿Estamos muertos?, ¿vamos al cine a escuchar a los muertos o ver una representación de esos mismos  muertos? Me temo que Nixon lo consiguió. Gracias a la "nixonmanía", hoy todos somos un sueño, el sueño de un tirano, nada más y nada menos. Todos somos débiles y mentirosos y vendemos nuestra alma cada día por cualquier cosa. No hacemos nada, estamos paralizados por un poder superior, por un sistema sofisticado que nos habla de la importancia de las apariencias, de la superficie, de la materia. Vivimos en la época más materialista de la historia, dominados por la cultura norteamericana, dedicada en exclusiva a difundir el relativismo y a implantar la confusión profesional. Hoy todo es una ilusión, una apariencia, una sospecha que no lleva a ningún lado, una imagen que parpadea ante nosotros; una mentira incontrolable.
Nixon o el conjuro de Nixon o la "nixonmanía" hace que ya no podamos dar significado ni importancia a los acontecimientos. Ahora, parece sólo quedar el vacío de los días, rellenado con las mayores chorradas que ha generado la especie humana, si en realidad hoy día, sigue siendo una especie. Se habla del progreso de la evolución, de viajes a Marte, del asombroso CERN... pero se calla sobre la ausencia de la inteligencia y la voluntad. Como ninguno de los héroes pudo destruir a Nixon -o a lo que Nixon representa desde hace milenios- el sistema nos ha convencido para que nos destruyamos nosotros mismos. Somos pequeñas máquinas de tristeza e infelicidad, de tiempo perdido e ilusiones vanas. Por eso Hollywood financia blandísimos excrementos tales como Beginners (2010)  o Ninja Turtles: Fuera de las sombras (2016), insultos a la inteligencia y a los afectos del público. Pero el público no dice nada. Sorbe de su pajita y come de su bolsa de patatas, arropado en su manta,, destruyéndose poco a poco, desperdiciando su espiritualidad, su voluntad, su ánimo. Su vida. Hay fantasmas que no saben que están muertos. Nixon creó o hizo visible una jaula inmensa donde cabemos todos. Hollywood extiende esa jaula como si fuese una peste que entra por los ojos. Hoy día existe una enfermedad que habita en las retinas, incubando falsos sentimientos y realidades abstractas. Norteamérica es el motor del sistema; Hollywood es su alucinación. Clínicamente, las alucinaciones provienen de una conciencia culpable o de una mente enferma. Tomen nota. Todo a nuestro alrededor está dominado por la irrealidad. Como dice Henry Miller: se sale de un mundo de sombras para entrar en otro, se sale de un sueño y se entra en otro, pero el otro siempre es el mismo.
Se podrán descubrir las maldades de Nixon, pero nunca se descubrirá la manera de salir de la trampa. Tal vez el objetivo del cine hollywoodiense no es más que una eficaz manera para detener suicidios en masa: las películas ofrecen entretenimiento y placer efímero, inspiración e información infinita, a un precio módico para ver mentiras en tamaño gigantesco, con las cuáles, algún día, nos masturbaremos en la cama.
Nixon inicia la invasión de la mente, porque la mente es hoy el mundo. El mundo hoy se conquista por los ojos: el órgano más vulgar de todos. Toda la cultura flota sobre nosotros en forma de ectoplasma. Al igual que a Nixon, estoy seguro de que alguien ha querido, alguna vez, matar al Pato Donald; pero no se puede, es una abstracción inmortal. Nixon es el Pato Donald. EEUU es Disney. El sistema es una película mental; todo trata de confundirnos, bombardeándonos con toneladas de basura cayendo de los cielos. Hoy no podemos hacer nada pues no somos más que ilusos fantasmas,, productos de deseos que nunca acontecerán, habitantes de un mundo desaparecido. Es demasiado tarde para ser razonable o culto: hay que volver a la selva, para ser totalmente distintos y poder volver a existir. Hollywood no elabora más que arte no representativo galvanizado a soplete y si no me creen, vean películas tan deplorables como Mother Night (1996), The Royal Tenenbaums (2001), Ain't Them Bodies Saints (2013) o Café Society (2016) o cualquiera del 99% de cada producción anual. Al contemplar toda esta absurda epidemia de mediocridad y banalidad, me entra la nostalgia de lo primitivo, de la inocencia, de lo ridículo de la ignorancia, de lo salvaje y entonces veo una película de Jean Rouch y vuelvo al mundo. Antes, aún se hacían películas para regresar a la realidad, no para evadirse de ella. El sistema quiere que permanezcamos fuera. Que nos adormilemos en la cama. Que adoptemos sentimientos artificiosos y débiles. 
Pura Nixonmanía.
Puro efecto disney.