sábado, 31 de marzo de 2018



LA STRADA
(1954)

Federico Fellini




"Pensaba que no daba la medida de lo que debe ser un director de cine. Me faltaba el gusto por el engaño tiránico, la coherencia la pedantería, la capacidad para poder rendir y tantas otras cosas, pero sobretodo me faltaba autoridad. Todo esto estaba ausente de mi temperamento. Desde niño fui alguien cerrado, solitario, alguien al que fácilmente se le puede herir, vulnerable hasta el desmayo. Y sigo permaneciendo, a pesar de lo que la gente piense, muy tímido. Todo esto, ¿como se podía combinar con las botas de montar, el megáfono, los gritos... armas tradicionales del cine?"

F.F.


Gelsomina, Gelsomina, suena en el pueblo del corazón cuando el circo llega y ofrece una posibilidad de escapar del infierno de lo humano. Durante los años 20', un niño italiano de Rímini, sueña en salir de la ciudad y llegar a Roma; para él, el gran circo de su mente. Mientras tanto, escribe y dibuja sus anhelos y espera impaciente visitar el circo que se está instalando a las afueras del pueblo. Allí, dentro de la carpa de los sueños, la vida llega a ser una canción. Es hermosa porque le libera de la jaula y el niño, se va corriendo por la playa con un ramillete de sueños atados a la espalda. Gelsomina, Gelsomina: escúchala siempre que estés triste o perdido, me dice ese niño, pues eso es lo que aprendió de memoria en su infancia, una melodía para poder sobrevivir sobre las olas, cuando viene el frío y todo desaparece. Lejos de la playa, lejos de la orilla, donde no te dejan ser más un niño, es terrible respirar y allí es imposible sobrevivir sin acordarse de esta canción. Pero el niño sabe que Gelsomina sobrevive en el aire aún cuando acaba el espectáculo, allí donde transcurre todo lo demás. En el cine de Fellini, cuando el circo pasa, la infancia regresa, la esperanza se renueva, la ilusión crece. Y no sólo le ocurre a él, sino a otros cineastas como Alexander Kluge (Artistas en el circo: perplejos. 1968), a Elia Kazan (Man on a Tighrope. 1953) o a Frank Capra (Rain or Shine. 1930). No es fácil vivir esperando una nueva función, ya que todo se empeña en ser brutal y zafio y se va olvidando la canción; dentro de la carpa habitan los milagros y los días más bellos. Por eso, La strada es un milagro prodigioso, un gesto dirigido hacia la sensibilidad de la arena, del aire, del suelo, de la vida del amor: "Son distancias astronómicas las que separan a los hombres; unos y otros viven juntos sin darse cuenta de su estado de soledad, sin que jamás entre ellos se entablen verdaderas relaciones". La strada no es una película común, sino un silbido vagabundo que lucha por ser escuchado, una mirada sincera que te llena la boca de tesoros incalculables. La strada suena como ninguna otra cosa en el mundo, porque en sí, Gelsomina es la vida; escuchar su trompeta, es escuchar a un ángel hablando de la belleza. Así, Fellini reinventa el argumento de J. M. Barrie o digamos que lo versiona (pues Peter Pan también es un ángel), ensalzando sus dos elementos más importantes: la inocencia y la oscuridad de la vida: "Todas mis películas giran alrededor de esa idea. Muestran un mundo sin amor, en el que un ser insignificante quiere dar amor y vive para el amor". 
Fellini coloca un sueño en medio de la nada, le azota con una rama para que despierte y entonces, empieza el espectáculo. Federico Fellini posee un látigo invisible que en realidad es una sinuosa serpiente que inocula una poderosa imaginación a los seres que acaricia. El látigo de Fellini es un arma de ternura y de locura al mismo tiempo, es un canal donde se sostienen ciertas ilusiones dotadas de una peculiar naturaleza. En La strada, Fellini nos abre una de ellas, desnudándola de par en par, mostrando un fragmento de su más preciado secreto: un ser llamado Gelsomina. Ocurre algo similar con la película de Chaplin, El circo (1928) la cuál le sirvió al londinense para no suicidarse en un momento crítico de su carrera. Al igual que Fellini, Chaplin recurre al circo para rescatar al amor de las garras corruptas del mundo. A través de este film, Charlie Chaplin nos mostrará por primera vez su amargura, su oscuridad, pero también recobrará su titánico ánimo por proteger la esencia del cine. 
"Gelsomina, Gelsomina"; repetir ese nombre es como invocar la felicidad de ver algo vivo, de sentir a un corazón palpitar; un animal prodigioso bailando sin más, dando cuerda al infinito tiovivo del mundo. No hay nada igual que La strada en todos sus niveles, ni siquiera dentro de la propia obra de Fellini se puede hallar algo tan puro. De hecho, años después, estrena Las noches de Cabiria (1957) una fábula alquímica sobre una hipotética Gelsomina más basta, más escéptica, pero igual de hermosa, igual de sorprendente, con momentos líricos dignos del mejor film imaginado; pero en ella el circo ya ha pasado y su vida se ve envuelta de una dolorosa pesadilla. Por su parte, La strada se presenta como un oasis infinito en medio de aquel desierto que comenzó a ser la estética neorrealista: "El neorrealismo representó un enorme impulso, una indicación verdaderamente sagrada y santa para todos. Pero trajo consigo una confusión muy grave. Si su humildad ante la vida debía continuarse también ante la cámara, entonces ya no se necesitaban directores. Y, sin embargo, para mí el cine se parece mucho al circo". El neorrealismo nació y murió en Rossellini como Gelsomina nace y muere en La strada, nace y muere en Fellini. No hay más que hablar, sólo escuchar la melodía que también sedujo a Bergman (Noche de circo. 1953), Allen (Sombras y niebla, 1991) o Todd Browning (Freaks. 1932) donde la oscuridad y la inocencia vuelven a confluir para ofrecer un brillante secreto. Cuando contemplamos un cometa en el cielo, no nos da tiempo a verlo y anunciarlo a la vez y así, sin duda, es como ocurre con la La strada, ese ser invisible y mudo parecido a la música (Fellini filmaba como un compositor), efímero y sobrecogedor que devuelve a la humanidad su sentido, su olvidado significado; asombrados por sus imágenes, no podemos articular palabra. Gelsomina es una luz que nunca más se repetiría, a no ser por los extraños dones del cine, donde los fantasmas vuelven a la vida y las canciones regresan del silencio. Por eso tal vez, Fellini rodó Los Clowns (1970), para que últimos circenses vivieran para siempre. No hay nada como La strada, no hay nada como ese solo de trompeta que nos lleva al otro lado de la galaxia para que nos veamos temblando ante lo puro, ante lo humilde, ante el aire actuando solo para nosotros, devolviéndonos aquello que la vida real nos roba. Joris Ivens quiso filmar aquello que vive en el viento (Une histoire de vent, 1988), porque sabía que el aire se llamaba Gelsomina, sinónimo de la existencia, de la elevada vida de los espíritus nobles. Si hubiera podido, Marcel Duchamp hubiera convertido a Gelsomina en un tierno ready-made al que hubiera bautizado como "Respirar, nada más". 



miércoles, 28 de marzo de 2018




EL HILO FANTASMA
(2017)

Paul Thomas Anderson




Henry James escribió una vez: “terreno prohibido es la cuestión del regreso de los muertos en general y en particular, la de lo que sobrevive”. Yo añadiría que el destino de los grandes artistas, el de los valientes, el de los seres verdaderamente honestos, pasa por adentrarse en dichos terrenos, hoy lamentablemente desolados y abandonados por el miedo y la idiocia generalizada. El panorama fílmico mundial es en la actualidad, un bolo indigerible y en gran medida tóxico, destinado a anular los poderosos dones del cine. Uno de los héroes en esta batalla incierta del arte cinematográfico es el señor Thomas Anderson, noble caballero, docto en el oficio de despertar a las imágenes de una hibernación casi obligada por una cuestión ética. Su trayectoria, embobada en sus inicios en conceptos confusos e ineficaces, desde hace una década nos regala en cada nueva entrega una curiosa alegría, un respiro profundo que nos hace aguantar bajo el cieno, haciendo real la esperanza. Al igual que las obras de Christopher Nolan, las películas de Thomas Anderson funcionan desde hace años como bálsamos catárticos, píldoras alucinógenas, extraños conjuros. El halo de sus obras esconde trazas de materiales desconocidos que se nos revelan de formas insospechadas dejándonos asombrados ante lo que un mecanismo narrativo puede provocar en nuestro interior. Satisfacción, honor, generosidad, talento, belleza y alegría son algunas de las emanaciones que exhuman sus extravagantes e inesperadas pócimas, construidas a partir de una riqueza de elementos tal, que sólo su elaboración los supera en calidad. De hecho, todo lo que el señor Thomas Anderson toca, se transforma en un hermoso relato de curvas cerradas por las que hay que ascender si uno desea ver el paisaje total desde la cima.
Se ha hablado mucho sobre su película The phantom Thread, la cuál yo traduzco libremente como El hilo fantasma (en verdad, más exacta en todos sus niveles que el elegido para ser estrenado en las salas españolas) por un motivo de claridad y, por qué no decirlo, de justicia. Después de conocer los múltiples y variados análisis que se han hecho de la película en los medios, tengo que decir que la mayoría son insuficientes o innecesarios. También es cierto que una minoría (en concreto, cierta revista cinéfila), ilustra con acierto sus enormes virtudes y profundiza en el verdadero valor de una sofisticada pieza como la de Thomas Anderson. Tiendo a imaginar que siempre ocurre de forma parecida con las grandes obras en épocas tan trémulas como las actuales. Hoy la crítica, más que nunca, debe proteger estas obras para que no se hundan en el lodo del olvido, del masivo olvido que hoy infecta casi todo, por no decir todo. Obras como El hilo fantasma suelen pasar desapercibidas para el público inexperto y más aún, para un público insensibilizado por la violencia, la frivolidad y el infantilismo. Si no me creen, echen un vistazo a la última entrega de Steven Spielberg. La virtualidad, la fantasiosidad, la tecnología… son los mundos visuales (y conceptuales) hacia los que se está arrastrando a las nuevas generaciones (y a otras no tan nuevas que igualmente se dejan seducir), en vez de mostrar las verdaderas virtudes del cine, ese maravilloso invento donde aún es posible resistir. Thomas Anderson va totalmente a la contra de la tendencia e incluso de su propia inercia, pues se desvía en gran medida de su anterior trabajo (Inherent Vice, 2014) para embarcarse en una canoa distinta, aparentemente más sencilla pero de trayecto mucho más complejo, en definitiva, y a mi modo de entender, el más difícil de sus retos hasta la fecha. Y con esto no quiero decir que su portentosa Pozos de ambición (2007) y su más que prodigiosa The Master (2012) sean inferiores, sino al revés, pues el listón está tan alto que es difícil imaginar que el director californiano pueda rebasar los límites de dichos desafíos. La cuestión del nivel de complejidad de El hilo fantasma radica en que Thomas Anderson se lo ha puesto así mismo muy difícil y se ha batido en un duelo muy incómodo, rodeándose de formas rígidas y espacios muy limitados. En sus anteriores proyectos,  el espectador siente que Thomas Anderson es capaz de hacerle viajar por cualquier rincón de la tierra, a bordo del barco de sus imágenes, como si estas estuvieran dirigidas por el mismo Marco Polo y el tiempo fuese ilimitado e irrelevante. En cambio, en El hilo fantasma, el cineasta da un giro a sus planteamientos y se encierra en un cubo de cristal de margen mínimo, como si Houdinni intentase hacer su truco más complicado intentando escapar de una simple botella de cristal. De ahí la magia, de ahí la ilusión, de ahí el bello asombro de la hazaña. Los elementos son pocos y parcos; el ambiente es inquietante y antinaturalista. El ambiente elegido es el de la corrección y represión inglesas, el tema superficial, el de una historia de amor. Los pilares maestros son Reynols Woodcock (D. Day-Lewis) -modisto de alta costura- y Alma (Vicky Krieps) joven camarera de una cafetería. El idilio está servido y el film arranca en ese tono de película sentimental cercano a Las dos inglesas y el amor (1971) o a Sentido y Sensibilidad (1995). El ojo novato o impulsivo comete el error de prejuzgar la película colocándole la etiqueta de gótica, pues aunque la sensación inicial nos lleve a relacionar El hilo fantasma con una novela de Jane Austen o C.S. Lewis, la realidad es que su deriva nos arrastrará de cabeza hasta el género fantástico de un Guy de Maupassant o un Nathaniel Hawthorne. Así, El hilo fantasma no sólo nace de un trabajo de documentación sociológica sobre ciertos estratos y gremios de la sociedad inglesa, y tampoco exclusivamente de un estudio sobre la historia de la moda y ni siquiera de unas cuantas referencias clasicistas del cine, sino sobretodo y en gran medida, de una cosa llamada literatura, a la que por cierto, Thomas Anderson recurre muy asiduamente. 
El horror, los corazones oscuros, la ira, la venganza, la mentira, el miedo, el terror… son los ingredientes que se van añadiendo en dosis calculadas, para que el espectador entre en un  trance especial que desembocará en un ligero duermevela a través del que la mente viajará guiada por Thomas Anderson. El hilo fantasma es un secreto, un conjuro venenoso nunca mortal, pero sí eficaz en sus efectos, engañándonos hasta hacernos contemplar cosas que nunca pensamos poder contemplar, hasta hacernos vivir encerrados en lugares claustrofóbicos que nunca pensamos poder soportar, hasta el punto de conseguir amar a personajes egoístas y crueles. Por eso, quizás, por su entera ambigüedad y su hipnótico poder, muchos no han llegado a entender la verdadera naturaleza del film y se han quedado en la voluptuosidad de los sentimientos, en la ruptura de convenciones, en la anécdota final del relato. Cuando uno lee atentamente a escritores como Poe o Henry James, se da cuenta de que el final suele ser lo más pobre por muy efectista que resulte. Suele ser, de hecho, lo más decepcionante dentro de una relativa brillantez. Por esto y no por otra cosa, Thomas Anderson tiene un mérito desorbitado al haber abordado una de las verdades más complicadas a desarrollar en la obra de un artista: mostrar el proceso y la vida de la creación. De esto y no de otra cosa trata el film; esto y no otra cosa es lo que la eleva hasta la cima del arte que sólo los grandes y más valientes se atreven a explorar. Allí, en aquel terreno prohibido es donde se forja lo inmortal, lo eterno, la belleza, la verdad… Llámenlo como quieran: el cine.










lunes, 12 de marzo de 2018




RENALDO&CLARA
(1978)

Bob Dylan






I. "Al principio iba en una alfombra mágica"

Todo comienza en el pequeño pueblo de Duluth, Minnesota, donde un niño, hijo de comerciantes judíos, empieza a golpear las teclas de un piano. A los diez años, sus padres le regalan una guitarra y una armónica. Son sus primeros juguetes. Se pierde en los bosques de coníferas y escribe poemas en el aire; en las orillas del río Mississipi, sumerge su cabeza en el agua y disfruta de la música negra que llega desde el sur. A los dieciséis años se enamora de una chica llamada Echo; a ella le gusta verle tocar canciones en el instituto junto a sus amigos. Muchos años después dirá: “para ser un buen artista no hay que morirse de hambre, sólo hace falta amor, un penetrante punto de vista e intuición”. Dos de esos tres requisitos ya los poseía en la adolescencia. Aunque el amor con Echo solo dura un año, al igual que sus invisibles poesías, ella flota ya en su mundo imaginario en la frontera de Canadá. Un año también será más que suficiente para decidir que la universidad no es el camino. Se convertirá en un joven bohemio que toca la guitarra en cafés por cuatro duros. Ahora tiene una novia que se llama Bonnie, cierra los ojos y duerme donde le dejan. Mientras, se alimenta del parnaso de dioses yanquis como Hank Williams, Elvis, Dean o Brando, aunque después de un tiempo se obsesiona con una sola cosa: el cantante Woody Guthrie. De hecho, a Bonnie, a veces la llama Woody sin darse cuenta. Una noche, hace una hoguera en algún lugar de Madison y de la enorme columna de humo que asciende a las estrellas, se le aparece Woody y le dice que viaje a Nueva Jersey para hablar con él. Va a verle y se hacen amigos, cantan canciones. A los veinte años descubre el folk y lo toca en baretos llenos de chicas; una de ellas se llama Suze Rotollo, pero él aun no lo sabe. 1962 es un año muy especial para él: su nombre empieza a sonar Nueva York, conocerá a John Hammond (ejecutivo de la discográfica CBS), a Joan (quien de momento no le hará mucho caso pues ella, a pesar de su juventud, es un mito viviente del folk) y a Robert Shelton, el crítico más importante del New York Times, quien escribirá un artículo elogiando su música y abriéndole las futuras puertas del cielo. Le contrata la CBS por 80 dólares al mes y le montan un concierto en el pequeño local más famoso de la ciudad: el Carnegie Chapter Hall. El concierto es un fracaso y sólo Suze, que ya es su novia, brilla en medio del vacío. Años después él dirá: "Sé que si uno trata de ser uno mismo y nada más, fracasa y que si no es fiel al corazón y a lo que siente también fracasa”. A cualquiera le hubiera afectado el varapalo, pero él coge sus juguetes de la infancia y se va a vivir con Suze. Ella le dibuja en medio de la soledad, porque Suze dibuja muy bien. A él le gusta. Quiere que esté a su lado, pero Suze tiene otros sueños: quiere viajar a Italia y estudiar pintura. En una libreta dibuja cientos de viñetas profetizando su vida y cuando termina, Suze decide emprender ese viaje; hay algo que no le encaja o simplemente descubre que el destino de su novio es distinto que el suyo.
El joven cantante o promesa de cantante, se puso a caminar por la ciudad, quizás pensando en nada, quizás preguntándose por qué Suze se había ido. De repente alguien le reconoce por la calle y le saluda de lejos; él se le queda mirando en silencio. Cuando se quiere dar cuenta, se ve frente al famoso Chelsea Hotel y casualmente recuerda que en una de sus habitaciones murió el poeta Dylan Marlais Thomas durante su última gira poética a los 39 años -Parece ser que en aquella fatídica noche de 1953, Thomas se bebió, unas dieciocho copas de whisky de un trago. Trago largo. La leyenda cuenta que al terminar confesó "Creo que este es mi récord”. Y murió a los pocos días debido a un fallo renal. Visionario maldito, salvaje y borracho insufrible; Thomas murió como un artista eterno-. Entonces, en ese mismo instante, el joven de Duluth entendió que Thomas había intentado con la poesía, lo que él pretendía hacer con la música: encontrar una originalidad y un ritmo singular que le hiciera único. Poco después, el joven decide cambiar su apellido judío, Zimmermman, por el nombre de pila del obsesivo poeta galés, nace así Bob Dylan "Hasta que yo muera él estará a mi lado". 


II. "Yo veo belleza donde otros no la ven, esa es mi idea"

El hombrecillo (como le llama la revista Times) ha cambiado de nombre y también de productor, Albert Grossman. Empieza a dar más conciertos, escribe más canciones y saca un nuevo disco; parece otro. Ahora Joan sí le presta atención y se enamora de su música. El chico tiene veintidós años y ya gana 2.500 al mes. Para los años 60’ es el sueldo de una superestrella. El hombrecillo pasa con Joan un tiempo en la playa. Nadie sabe qué ocurre en realidad entre los dos, pero todo el mundo dice que son pareja. Suze, que hacía un tiempo se había vuelto a reencontrar con él, abandona; lo dejarán al año siguiente. Ya nadie podrá dibujarle sinceramente y el chico lo sabe: la persigue por todo Nueva York para pedirle que se case con él, pero ella no puede más. Demasiados secretos para ser tan jóvenes. Toca en el Carnegie Hall y disfraza a sus padres para que nadie les relacione -más máscaras-; nadie debe saber quiénes son los Zimmerman. Su pasado debe permanecer en el pasado. Compra un Ford Ranchera y se va de gira con sus amigos en plan desfase. El folk, dentro de él, está mutando en rock&roll. Las drogas, la psicodelia y el nuevo pop inglés, seducen su alma hacia nuevas tierras. Viajando una noche con la ventana abierta, cuenta las estrellas mientras se olvida del mundo en el que está metido, y decide bandonar las reivindicaciones folkies, la pureza, el compromiso con cualquier cosa que no sean él mismo y su música… siente que está a punto de cambiar de piel: "Puede decirse que has de morir para cambiar y que por la fuerza de tu deseo puedes volver a tu mismo cuerpo”. El conjuro está hecho. El cielo le escucha. Un día de frío, Grossman le presenta a una chica llamada Sarah, una chica zen a la que no le gustan el barullo ni las cámaras; Sarah es perfecta para guardar sus secretos. Al besarla, nace el rock en sus venas y se compra unas gafas y un par de trajes negros, una chupa y unas botas de cuero. Nadie le entiende. Su dulzura se evapora y se compra una guitarra eléctrica; sus juguetes de la infancia ya no le sirven. Joan discute con él, pero al hombrecillo que se acaba de convertir en relámpago puro, parece no importarle. Todo se viene abajo, pero él continúa y aún canta en algunos conciertos con Joan, como despedida. Tocando en Inglaterra sus nuevos temas, los puristas le llaman Judas, pero su éxito sube como la espuma en cuanto a las ventas. El rock es pura electricidad, pura energía. Un cineasta comienza a filmarle. Tiene 24 años y ya gana 80.000 dólares al mes. En noviembre del 65’ se casa con Sarah -en secreto- y estarán juntos doce años más, de los cuáles se conservan muy pocas fotos; Sarah es un búnker. En 1966, el joven relámpago ya ha vendido diez millones de discos en todo el mundo. Un par de amigos suyos se suicidan y la idea de la muerte le visita. Recuerda a Dylan Thomas. Piensa en el agonizante Woody Guthrie al que le queda poco. Joan y otros amigos le acusan de ser un interesado. Él se defiende diciendo que sólo es un artista. En verano, dando una vuelta con su moto por los alrededores Woodstock, se estrella con una valla y está a punto de morir. Desaparece durante un año, mientras tanto se estrena la película dirigida por D.A. Pennebaker, el hombre que le persiguió con una cámara desde 1965: ”Cuando vi la película Don´t look back me di cuenta de que era una película sobre alguien que no era yo. Fue un contrato con una casa de cine pero yo no formé parte de ello. Me filmaron. Cuando la vi me frustré mucho. Era pura propaganda, un panfleto deshonesto.” Tras su reaparición en 1966, firma un contrato millonario con la CBS. Ahora para "ser un buen artista" ya no bastaban el amor, un penetrante punto de vista y la intuición..., el poder del dinero era esencial. Tiene tan solo veinticinco años. 


III. "Estar vivo es ya algo importante y se fracasa solo cuando cualquiera 
deja que la muerte se apodere de él"


Su experiencia cercana a la muerte le ha espiritualizado. Se refugia en la religión, el dinero y su familia. Apartado del mundo con sus cuatro hijos y su mujer, publica álbumes como Nashville Skyline (1969) donde canta al amor de toda índole  desde la serenidad y la calma. 
Después su talento parece desaparecer y graba sus peores discos, o al menos los más vapuleados por la crtítica, como Self Portrait (1970) o Dylan (1973). A los treinta años termina su novela "Tarántula", donde queda atrapado en su propia red. El día de su publicación, miles de fans se acercan a su casa para conseguir un autógrafo, sin embargo Dylan no aparece; se dice que se ha marchado a Israel en secreto para, supuestamente, apoyar la causa israelí. Los periódicos confirman el rumor publicando una imagen del artista en el Muro de la Lamentaciones. 
Ya es un mito pero su obra está resultando un fracaso estos últimos años lejos de la CBS después de un tiempo al margen de la discográfica y tratando de producirse él mismo, en el año 1975 retoma con Blood on the tracks, el contacto con la CBS, donde también se palpa la ruptura con Sarah. Filman una película sobre una de sus actuaciones, se titula Eat the document: “Miles de metros de basura en los que yo volví a ser la víctima. Sin embargo, viendo toda esa porquería fue cuando nació en mí la idea de hacer cine, auténtico cine según mis ideas. Mi concepto cinematográfico se formó en aquellos días, aunque tardé mucho en plasmarlo y desarrollarlo”. 
A los 33 años, el chico que ya no es tan chico, empieza a tener problemas graves con Sarah. Su arte no funciona, su matrimonio tampoco. Está paralizado aunque sus discos cada vez dan más dinero. Entonces se junta con sus amigos más locos y graba el disco de su resurrección: Desire, que será el disco más vendido del artista. En 1976 se embarca en una gira hippie-piscodélica con treinta músicos (entre los que estará invitada Joan) y que bautizará como Rolling Thunder Revue, en honor a un famoso médico cherokee. Esta gira simboliza una nueva reencarnación de Dylan y esta vez, decide filmarla él mismo: “Comencé a trabajar a diferentes niveles, aunque no sabía hacer lo que quería, porque el cine era un campo nuevo para mí. Una película la entiendo como una serie de acciones y reacciones. Juegas con ilusiones. Cuando voy al cine espero que lo que estoy viendo me mueva, me sacuda, porque eso es lo que el arte se supone que es y si no se consigue, es un fracaso para el artista."


IV. "El éxito no es una búsqueda ni una meta"

¿Es Renaldo y Clara un fracaso? Originalmente la película tenía un metraje de 292 min. y supuestamente era un collage fílmico donde se mezclaban secuencias musicales de la pintoresca gira Rolling Thunder Reveu, con momentos reivindicativos sobre el proceso del boxeador Hurricain Carter, junto a secuencias dispersas protagonizadas por personajes beat y gags que podríamos definir como "chistes caprichosos del Sr. Dylan". ¿Es esto el cine para Dylan?. La película que acabamos de describir, en realidad no existe, pues esta larga versión que se estrenó en 1978, fue brutalmente aplastada por la crítica cinematográfica y ni siquiera se distribuyó, porque Dylan se vio absolutamente condicionado por la negativa acogida y, de alguna manera, se forzó a re-editar el material y dejarlo en el actual metraje de 122 minutos, en el cual, todo de lo que hemos hablado, no existe: nbeats, ni boxeador encarcelado. Nuestra imaginación juega con creer que todo esto era lo más interesante de la película, pues los restos del naufragio no llegan a sintetizar, ni por asomo, lo que potencialmente pudo ser alguna vez esta cinta. 
Desde un principio el título despista, pues Renaldo y Clara, al igual que la película de Jodorowski Fando y Lis, nos sugiere una historia sentimental de dos personajes, en cambio, esto no ocurre. Lo que vemos son una veintena de actuaciones en las que Dylan se enmascara, o se pinta como un mimo, y en las que demuestra sus dotes sobre el escenario; entre gig y gig ensambla pequeños chistes, que imaginamos restos de historias más desarrolladas en la peli original, y un pobre psicodrama protagonizado por Sarah y Joan. Fuera de las interpretaciones de los fanáticos Dylanianos, sobre que esta película es una obra maestra, solo podemos decir, siendo honestos, que lo que vemos no es más que un cuerpo mutilado que todos quieren describir con halagos y cumplidos, pero esas virtudes que se empeñan en ensalzar, no existen y no son más que producto de la mitomanía. Dylan es como sus fans: un mitómano compulsivo y, esta manía paranoide le lleva a desarrollar su  propio mito a través del nuevo montaje,  centrándolo en el psicodrama de su relación con su futura ex-mujer y su pasado amor platónico. La crítica en general se centrs en el melodrama del metraje, para justificar su contenido y por ende el título. 


V. "Renaldo&Clara trata de la esencia del hombre alienado por sí mismo 
y de cómo se sale de sí mismo buscando renacer" 


Renaldo&Clara trata sobre el amor que Bob Zimmermann siente por Bob Dylan.
La relación con Sarah estaba prácticamente terminada y los papeles del divorcio preparándose. Joan es solo una excusa de su pasado para lanzarse hacia el futuro, lo arriesgado de esta peli es que él lo filma.
Dylan ha vivido la vida de mil artistas a la vez, todos los fracasos y todos los éxitos, ha dado la vuelta al mundo tantas veces que sabe cuántas estrellas hay en el cielo pero aún así se niega a resignarse, a aceptar que su vida se ha parado "todo el mundo está encarrilado y yo sigo dando vueltas"; como artista cree poder encontrar respuestas en disciplinas fuera de la música,  así se entrega al cine cual suicida o, mejor dicho, como un niño caprichoso, ansioso por cambiar la imagen que dan las películas que otros han hecho sobre él, y que el público ha asumido, o sea, desea destruir su mito para reconstruirlo, para volver a ser invisible, pero Dylan ya no tiene secretos y el cine no miente: no comprende que a pesar de todas sus máscaras, en el cine, la verdad se revela y, sin querer, el cine nos muestra como es él.
Mientras que en la primera sequencia lleva puesta una máscara que le hace irreconocible, en el última, en la que aparece tumbado sobre la alfombra, en silencio tras el último concierto, mirando de reojo a la cámara, no existe ninguna máscara, es solo el artista, es solo el personaje, es solo el hombre, es todo a la vez. "El espíritu le habla a la carne y la carne le habla al espíritu. Pero nunca sabes bien cuál es cual. No busco la verdad; nunca la he buscado".




martes, 6 de marzo de 2018



HOLLYWOOD III


Los falsos chicos maravilla






¿Alguna vez había hablado de lo malo que es Michael Douglas? Sea como sea, no creo que nunca lo haya hecho como lo voy a hacer hoy. Conocido por la pervertida cinta de Instinto básico (1992) y otras florituras como Atracción fatal (1987) o la histérica Día de furia (1993), este vástago del titánico Kirk Douglas se ha dedicado en el cine a forjarse una imagen de yupi seductor a lo Don Johnson, mezclado con aires de gran magnate. Tal vez por eso, Oliver Stone le confió la saga Wallstreet, aprovechando esa curiosa vulgaridad pretenciosa de los hombres de negocios. Seamos serios: esa pose se basa en una vaciedad absoluta de instinto y una falta básica de talento, hecho asombroso para un tipo con una carrera tan extensa y un padre tan célebre, pero el mundo de la interpretación está lleno de infiltrados. Debe ser que de tal palo no siempre tal astilla; los refranes fallan. Al menos, hay que destacar que su padre logró hacer filmes memorables como Senderos de gloria (1957), Out of the past (1947) o la oscura The Fury (1978), aunque no sé si por casualidad, también llegó al flamante mundo del kitsch (del que su hijo es maestro) en basuras tan enormes como The Arrangement (1969) de la mano de un ya desquiciado Elia Kazan, en modo agonizante, que no sabía ni qué hacer con el cine que le quedaba después de haber perdido a todos sus amigos, por traidor o mentiroso. Este wonder boy griego se dejó engullir por la industria, así perdió lo que restaba de él. 
Imagínense que existiese una película en la que se cuente la historia de un escritor que de joven publica novelas famosas, que en edad madura, se dedica a la enseñanza del oficio, tutelando a jóvenes promesas mientras sigue escribiendo una obra interminable. Imaginen una película en la que ese profesor es Michael Douglas,  su alumno preferido es Spiderman y su lolita es la futura esposa de Tom Cruise. ¿Es esto un ejercicio kitsch? No, es la descripción de una película de CUrtis Hansosn dela año 2000, titulada Wonder Boys (Jóvenes prodigiosos)
A lo largo de su carrera, Michael Douglas ha desarrollado ese estilo vulgar y pretencioso al mismo tiempo, que irrita sobremanera al espectador mínimamente sensible, diremos que, en concreto, en esta película llega a una de sus cimas de estiércol: interpreta a un profesor de literatura que pretende parecerse al capitán Keating (Oh capitán, mi capitán...) de El club de los poetas muertos (1989), mezclado con un falso desparpajo y desaliño a lo Gran Lebowski. Escribe una novela de más de dos mil páginas que acabará perdiendo, flirtea con una de sus frívolas alumnas, se tira a la rectora de la universidad casada con uno de los decanos conocido suyo y vive en una casa desordenada pero flamante donde para ponerse a teclear en su máquina de escribir, se viste con un bata rosa y se fuma un porro. Más estereotipos sería imposible. En serio. El guionista de esta porquería infinita es Steve Kloves, autor de la mayoría de los guiones de las películas de Harry Potter, otra versión de un mundo de jóvenes prodigiosos, ¿qué les parece? aunque es cierto que el mundo de Harry no es de lo peor del vertedero. La historia Wonder Boys no es más que una especie de mini roadtrip sin gracia, repleto de momentos ridículos y vomitivos; se necesitaría un buen barreño para recoger los litros excedentes de bilis que esta estirada tontería provoca. Vamos, un desastre nauseabundo. De hecho, después de haber visto After hours de Scorsese, yo creí, ingenuamente, que nunca más iba a tener fiebre después de ver una película.
En medio de esta aburrida farsa, de este trampantojo chorra, Douglas intenta mantener la apariencia de un personaje intelectual, carismático pero al mismo tiempo canalla y solitario; incluso se atreve a insinuarse misterioso. ¡Qué osado! De hecho, por un momento el espectador percibe que Douglas intenta imitar a Sean Connery en su contemporánea Finding Forrester (2000), en la cuál se cuenta una historia llamativamente similar. 
¿Hollywood es capaz de repetirse incluso en un mismo año y hacerlo con toda naturalidad? ¿Existe alguien en el interior de la red hollywoodiense que espía y roba, que corta y pega, que miente y viola? La verdad y toda la verdad es que el resultado de Wonder Boys es de una artificiosidad deplorable, enfatizada por esa tendencia al mal gusto, que ya los primeros vanguardistas del siglo XX señalaron como "enemigo del verdadero arte", un frívolo insulto hacia la dignidad del público en general; es lo que ocurre hoy, por ejemplo con la música electrónica: la gente que la escucha la disfruta colocada para no pensar en nada, para no sentir nada, para no relacionarse con nada, para no emocionarse, para no vivir. ¡Viva el Soma! Es cuestión de conseguir un estado de coma semicontrolado mientras se consume de manera compulsiva e innecesaria.
Hollywood es eso, música electrónica que nos obliga a llenarles los bolsillos a cambio de nada.
En el filme, siguiendo el estereotipo de escritor bohemio, Douglas no para de fumar marihuana como un poseso, hecho que no parece afectarle lo más mínimo; como tampoco le afecta a su flequillo lacado el ajetreo "loco" de la película, ni aún enterándose de que la rectora se ha quedado embarazada de él, ni a pesar de tener un negro fan de James Brown tras los talones, intentando matarle después de robarle el coche, ni si quiera a pesar de que un pitbull ciego le ataque y le reviente el tobillo, por lo que cojee el resto de la película tal que John Silver; les aseguro que con todo esto, el flequillo no se mueve. Intuyo que estas son razones que el guionista encuentra para convertir a este personaje en un tipo singular, triste, complejo, que ha perdido sus suerte... pero lo único que el espectador ve es a Michael Douglas con una bata rosa, vaga imitación de Sra. Doubtfire (segundo intento de usurpar un personaje Robin Williams). El final no lo cuento porque es una repetición insultante de miles de finales, de esos que intentan arreglar el desastre con una última emoción que borre la sensación de nulidad por un buen sentimiento de última hora. Y a casa. Todos contentos. Pero si soy honesto no todo es cosa de Douglas (pobre Michael), el co-protagonista de la pantomima es Tobey Maguire, actor inquietante por su extrema insipidez y sosería (aunque bien es cierto, le funciona a la perfección en Pawn Sacrifice de 2014), que muchos conocerán por ser el pésimo Spiderman con el que Sam Raimi intentó inmortalizar al famoso hombre araña -pero que fue tan malo que tuvieron que inventarse una nueva trilogía, hoy pendiente de finalizarse-. Arañas, arañas y telas de arañas donde atrapar a un público pasivo y conforme con cualquier cosa. La estética hollywoodiense se aprovecha de la filosofía del todo vale, del cualquier cosa es buena si entretiene y sobre todo si da pasta.
De nada sirvieron las temibles profecías de los sensatos avant-gards del siglo pasado, pues aquí estamos, inmersos desde los años 80' en una oleada de vaciedad y despropósitos que ha intoxicado todas las artes... por eso os hablo de Michael Douglas y su película Wonder Boys, una película que aúna lo peor de lo peor de este mal de época, que fustiga las mentes inconscientes que no saben que poco a poco el cerebro se les va deshaciendo con pobres engendros como el realizado por Curtis Hanson, el director de esta maravilla de lo cutre. Como Hanson, existen en la industria norteamericana del cine, cientos de directores dispuestos y preparados para no cambiar la dirección de las cosas, para no mutar las formas y trabajar a placer realizando malas imitaciones y repeticiones infinitas hasta la saciedad,  muchos de los cuales se reseñan en este blog sin pudor ni lástima, pues ellos son los masters del universo de lo hortera, del control de la podredumbre espiritual, de la flaqueza de ingenio que infecta de lepra el entusiasmo y la imaginación del universo, insultando, con sus imágenes, el poderoso paraíso de la ilusión. Eso sí, wonder boys de este tipo hay de todas las categorías y gustos: por ejemplo Steven Soderberg, cuyo cine no es más que fiel testimonio de esta  parodia andante llamada Hollywood, un conjunto de chorradas burguesas emanadoras de una sensación de conformidad, confortabilidad y facilidad que, extrañamente, parecen acabar siendo atractivas a un gran público que no cesa de mastica burritos calientes con chili y nachos con queso fundido en la sala. Dentro de poco los cines serán enormes McDonals abarrotados de gente tirándose pedos y eructos. Si no me creen, al tiempo. La poca dignidad que le queda al cine comercial debería ser respetada para que no acabe desapareciendo ese estado de silencio y nocturnidad tan hermoso y necesario, para sumergirse en la ilusión de la luz. 
Soderberg, autor de magníficas patrañas como Traffic (2000), Ocean's Eleven (2001) o Magic Mike (2012) -obras construidas con un desasosegante tic industrial de atontamiento generalizado, eso sí, untadas con ese barniz aparente de películas coherentes- es el rey del kitsch y no porque yo lo diga,  su filmografía habla por sí misma, aunque si bien en sus inicios parecía apuntar hacia otras rutas con su Sexo, mentiras y cintas de video (1989) o su irregular pero valiente Schizopolis (1996); de hecho The informant (2009) y Bubble (2005) podrían salvarse de la quema en un momento dado. Pero cuando uno comulga demasiado con la industria se acaba creyendo las ostias y por eso, Soderberg se sube al dogma del cine chapucero, aunque tenga aptitudes para todo lo contrario. La cosa es que en el 2002, realiza su cagada por antonomasia al querer darle un toque de prestigio a su superficial carrera (no se sabe si por motivos narcisistas, de soberbia o de estupidez aguda), anunciando que rodará un remake de Solaris, la película que en 1972 realizara impecablemente el sin igual cineasta ruso Andrei Tarkovski. ¿Por qué hacer un remake de una película acabada? Difícil empresa la de plagiar a cualquiera pasando desapercibido o saliendo airoso, pero nada parece imposible para un maestro del kitsch como Soderberg que, ni corto ni perezoso, se marca un seudofilm cercenando todo lo valioso de la obra original, llevando todos sus valores a un nivel de pobrismo absoluto, enmascarando de drama psicológico barato el film, llevando una realidad asombrosa al ámbito más burgués posible y archiconocido, sin dejar espacio a la sorpresa y la emoción, sin otra intención que aprovecharse de la inherente profundidad del relato original de Lem (como si por sí misma la posible naturaleza de la película ya le otorgase al autor un status de honoris causa), sintiéndose más serio, siendo el dueño de un cine de calidad. El resultado es inefable, al nivel de Wonder boys, lleno de incoherencias y fingimientos de todo tipo que no se los cree ni su madre. De hecho, su versión (y la mayor parte de su cine) se podría definir como made in China por su factura menor, falsa, cutre y virtual. La asepsia demostrada es incalculable, el tedio y vacío dominantes son insoportables. Pero el público se lo ve y aplaude y ese es el problema en verdad, pues la gente debería decidir castigar a este tipo de personas, dejando de ir a ver sus películas. Es cierto. Todos los wonder boys están engañando al público; se aprovechan de su pasividad. Piénsenlo: no tiene el menor sentido, pero es que vivimos en una mundo masoquista y degenerado, y eso se nota de sobra, ¡vaya si se nota!, si no me creen, miren los resultados de la última gala de los premios Oscar en su 90 edición; por la calidad de las películas nominadas, al menos dos de ellas deberían haber sido las grandes triunfadoras: por un lado la rarísima Phantom Thread (2017) de Thomas Anderson y por otro, la épica Dunkirk (2017) del interesantísimo Chirstopher Nolan. Esa debería ser la apuesta, pero mira tú que a los medios les ha dado por promocionar una gran broma del cine "fantasioso" -lo denomino así por no poder otorgarle el prestigioso sello de lo fantástico- que se titula The shape of water
Es terrible averiguar qué razones han llevado a los mass media a promocionarla y ensalzarla como la favorita, en unas nominaciones en las que había más que talento suficiente como para ser justos: los medios son sus cómplices, forman parte de la trama y ayudan a que la gala se desarrolle a su manera. Ahora bien... ¿Son realmente importantes los Oscar?¿para qué?...en realidad son los premios de la nada (¿o qué es si no la forma del agua?). Se ha convencido al público de que los Oscar son el acontecimiento más importante del cine, cuando no dejan de ser unos premios nacionales, algo que solo debería interesar a un leñador de Oregón o a un granjero de Texas; ellos producen basura cinematográfica, pues que la premien y se la coman con patatas. No soy inocente, en Europa nos la comemos también: aquí se va a merendar al McDonalds, se escucha Rihana y se hace 'jogging' con deportivas Nike. 
Sé que los Oscars nunca fueron justos, su condición sectaria y dogmática, su mazo censurador y su rígida moral cuáquera salen a relucir cada año en la entrega de los premios y entonces, una enorme vergüenza ajena (la misma que producen Robert Altman, Scorsese, Soderberg o Curtis Hanson cuando filma 8 mile o L.A. Confidential pero sobre todo Wonder Boys) lo llena todo. Nos invade. Todo es silencio. Los mass media entran al trapo. El ojo de Mordor nos mira intensamente para que no perdamos su atención. Y seguirá luchando por este estado de supremacía, siempre. Las luces brillan en el techo y todos sonríen porque se han creído esa flagrante mentira de que Hollywood es la fábrica de los sueños. Da pena, pero uno empieza a pensar que se lo creen de verdad, todo es un cutrerío sumo donde el vestidito mono, la estatuilla y la foto, valen más que el trabajo en sí. El deseo de aparentar talento es la única regla a cumplir: lo importante es estar ahí y sonreír mostrando una falsa satisfacción y el espectador se relame en su sofá de sky sin sentir un solo latido, ignorando el paso del tiempo, alejándose de la belleza. 
Con este tipo de cine gobernando el mundo, la parálisis senil generalizada se mantendrá, sometiéndola a un mecanismo puramente interesado y práctico, ávido de dólares y poder. Nunca la incoherencia y el entretenimiento habían salido tan caros a la humanidad, nunca habían sido tan asumidos por la balsa dormida del patio de butacas; el "funeral home" del siglo XXI. 
Por cierto, hablando de oscars, la película de Curtis Hanson, a pesar de ser lo que es, ganó un óscar, eso sí, a a mejor canción original, gracias un tema de Dylan que aparece en los créditos y ante la que uno se pregunta si Dylan se merece, no este premio, sino muchos otros de los que posee, mejor ganados, más coherentes. Actualmente, la Filmoteca Española ha programado Wonder Boys dentro de un ciclo sobre Bob Dylan y su influencia en el cine... ahora habría que preguntarse quién miente, qué peligro conllevan los mitos y si el público debería cambiar de actitud para acabar para siempre con los "jóvenes prodigiosos" de nuestro tiempo.




jueves, 21 de diciembre de 2017


Aguirre, der Zorn Gottes
(1972)

Werner Herzog 


Debido a mi origen, siempre creí 
ser el inventor del cine.
W. H.

La delicia de los años 70' es infinita. Cuando uno se zambulle en las obras capitales de esa época numinosa, cabe preguntarse por qué, casi medio siglo después, estas obras siguen manteniendo su fuerza original y un hipnótico magnetismo que irradia en la actualidad los mejores trabajos de los cineastas más interesantes del panorama cinematográfico del presente. 
Werner Herzog siempre fue un artista de un valor impecable. Desde sus inicios, abordó el mundo de la representación y del curioso arte del sellado de sombras, de una manera transversal, despistando al personal desde sus primeros gestos, incidiendo de una manera más que ambigüa, tanto en el ámbito de lo visual como en el de lo mental. Antes de estrenar Aguirre, la cólera de Dios, Herzog ya había realizado dos de sus mejores trabajos: la épica Lebenszeichen (1968) y la curiosísima Massnahmen gegen Fanatiker (1969). La obra del bávaro siempre ha sido una búsqueda de sentido, una advertencia sobre la insignificancia de la vida y un asombro ante sus prodigios. En 1964, Herzog, ávido lector, descubre la novela de Ramón J. Sender, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y se obsesiona con adaptarla. Para ella cuenta por vez primera con Klaus Kinski, el controvertido y narcisista intérprete que llevaría al paroxismo elarte del rostro. La cara d eKinski se transforma en la película en un imán flotante que atrae la luz. Uno de los misterios más poderosos del cine es ese, el de la fotogenia, el de ciertos efectos químicos de la luz sobre la materia o mejor dicho, sobre ciertas superficies o paisajes. El rostro de Kinski es un paisaje de oscuridad, un lugar francamente poderoso que absorbe como un remolino diabólico todo lo que le circunda. No es extraña la fascinación que Herzog encontró en dichas facciones y cómo su poder conquistó el film por completo. Después de ver la película, uno intenta recordar algo, pero la mirada de Kinski nubla la memoria. La bendita ridiculez de la existencia se rebela en sus expresiones, en sus mínimas palabras como si se tratase de una puerta hacia otro mundo, como si se estuviese contemplando a un ser sobrenatural. Herzog escarva en la obsesión y en el sentimiento de trascendencia hasta conseguir despojarse del relato y la historia, quedándose sólamente con el viaje abstracto de una voluntad a la deriva, metáfora explícita de su personal idea sobre la creación. Desde sus inicios Herzog es consciente de la confusión en la que se ve inmerso el arte y por eso lo embarca sobre unos pobres troncos hacia la muerte dulce y segura. Pero lo importante no es el final sino el transcurso donde ocurren las contradicciones, los sueños y las pasiones, donde la mentira perturba las almas, donde el lenguaje construye aventuras y traiciones, donde lo perverso se abraza a la belleza, donde la noche se ilumina para mostrar la verdad. Herzog posee la extraña virtud de invocar el caos y de convencerle de que se quede quieto unos segundos suficientes para sellarlo, para mostrar lo inefable, para hacer brillar lo oculto y llegar a la abstracción de lo real donde la ilusión y por tanto lo mágico, se hace visible. Herzog no es un mago, sino un cazador furtivo que mora en lo marginal, que camina sobre las singularidades de lo real y las invita a formar parte de una instantánea eterna y catártica.
Aguirre, la cólera de Dios es un film antinatural y antirousseniano, una obra que se desliga de la tendencia banal y que se encomienda a una estrella desconocida que sólo garantiza una fascinación. Por eso Herzog se detiene muchas veces en el transcurso del rodaje, crea una pausa donde los personaje miran al público para demostrar que son reales, que existen, que son inmortales, seres de otra realidad que miran la sala oscura. Allí nace la conciencia de las películas de Herzog, su ambiguedad, su extrañeza. Uno ve sus imágenes y se emborracha de vitalidad, del río cayendo sobre la imagen, de los animales ahogándose en la selva, escapando de la locura de los hombres, huyendo de la calamidad de sus deseos, de sus crueles delirios y de su estúpido afán de poder. El hombre es un ser antinatural y Herzog lo demuestra metiéndonos y sacándonos de la ficción de una forma orgánica, acultural, deformadora, insistiendo en desnudar a las apariencias para limpiar de confusión la mirada y acceder al acontecimiento puro. Herzog crea la película para abandonarla a su suerte, para ponerla en marcha y hacerla vivir su propia aventura, la que tenga que vivir, la que le sea posible. Kinsi es el alter ego de Herzog y el director sabe desde un principio que debe conseguir su total confianza para después poder traicionarlo, abandonándole junto a los monos de la desidia. Kinski no sabe nunca qué va a ocurrir, cree que ha vencido -igual que su personaje- pero su destino está en manos de aquel que filma desde la orilla, observando simplemente el destino inminente de una catástrofe anunciada. Desde principios del siglo XX, el arte se vió una de sus mayores encrucijadas y muy pocos fueron los que inventaron nuevas e ingeniosas salidas ante la catalepsia estética y espiritual. Herzog conduce a todos sus films hacia la ruina pues cree en el infinito poder de la podredumbre y de lo inhumano. Llegar más allá del hombre para llegar al hombre.
Alguien silba una canción en la selva y sólo lo inhumano puede apreciar su belleza, su realidad. Esa música abstracta es aquello que serena a las almas terribles de lo humano, que devuelve el espesor al sentido, la verdad al arte.





domingo, 12 de noviembre de 2017



AMOR RUSO

Cuarenta corazones, 1931
Lev Kuleshov
 y 
Mecánica del cerebro, 1926 
Vselovod Pudovkin 





La películas rusas de inicios del siglo XX se han petrificado en anodinas puntas de sílex para el gran público. Nadie puede negar que el fondo propagandístico y didáctico de la mayoría de ellas, ensucia el inocente lirismo que poseen en su esencia. Es cierto, también que la palabra comunismo, soviet o revolución se han transformado en tabúes o arcaísmos de un nivel tal que parecen haber existido desde hace miles de años, arrastrando el signo del mal, ignorando, nosotros, inocentes herederos del presente, que en otro tiempo encarnaban la idea de la felicidad. Hoy, todo lo que mantenga un tufo bolchevique es infravalorado y arrojado al olvido como mentira y basura, pero, ¿qué es el fascismo hoy, esa idea que gran parte de la sociedad tolera, sino un movimiento reformista y violento de idéntica naturaleza? La enorme avalancha de cine hipercapitalista al que se ve expuesto el espectador actual, supongo, le distancia aún más del tesoro que resucitan muchos de los films realizados en la vieja Rusia. Para entender la vía que propongo, hay que intentar ver con nuevos ojos estas bellas imágenes de los maestros soviéticos, apartándose del mensaje y la pedagogía, disfrutando únicamente del placer de lo que allí sucede entre luz y movimiento.
Otras veces, he propuesto visionar películas de Vertov o Einsenstein sin sonido, otras, he comentado maravillosas películas como La Felicidad (1932) de Medvedkin o Fascismo Ordinario (1965) de Romm. Las sensaciones son las mismas, al igual que sucede con películas como Stalker (1979) o Solaris (1972) del mistificado Tarkovski; el que lo vale, lo vale. El cine ruso clásico combinaba la artesanía con el talento artístico para recrear ilusiones de la vida imaginada, para fundar mundos ideales y sacar a los objetos de su cotidianidad, pues, ¿qué es el comunismo sino un maravilloso cuento fantástico? Sus narraciones se hicieron hiperbólicas y surrealistas, encarnando ese espíritu prerromántico tan en desuso en la actualidad. La fuerza procede de la vitalidad y la vitalidad en el cine sólo se consigue con pasión y sacrificio; sólo habrá que añadir una cámara y cualquier excusa será sinónimo de miedo. 
Todo esta filosofía de trabajo, los primeros cineastas rusos la llevaban tan interiorizada y comprendían tan bien que filmar consiste en transfigurar el mundo -poetizarlo para elevarlo-, que no les importaban los encargos de la dictadura. Les obligaban exaltar la realidad del país con panfletos dinámicos y ellos, en cambio, construían poemas, casi sin querer, dejándose llevar por el puro entusiasmo del cine; les encargaban culturizar al pueblo con nuevos conocimientos y ellos rodaban milagrosos documentales sobre la belleza. 
Lev Vladimirovic Kulechov -que nació el mismo año que Borges-, realizó sólo una gran película: Po zakonu (1926), un milagroso film de ciencia ficción. Fuera de eso, se vió obligado a realizar noticiarios, fábulas didácticas e incluso películas infantiles. En todas ellas, a pesar de las limitaciones de género, consiguió desarrollar una idea sobre el cine, una estética determinada, un pensamiento en imágenes. Cuarenta corazones (1931) es en realidad un panfleto político, un film de propaganda donde se instruye sobre cómo la figura del caballo acaba siendo el prototipo de las locomotoras y las fábricas, la fuerza del futuro. El campo y la ciudad, la voluntad de trabajo, el orgullo nacional de las gigantescas presas... El discurso comunista tiende a simbolizar los mensajes, a crear imágenes que sean más claras que las palabras para sellar sus ideas. Por eso los comunistas siempre fueron más efectivos que los fascios, pues comprendieron a la perfección la fuerza del relato cinematográfico, en contra de la fuerza de la violencia física; que también la hubo, pero también mejores películas. Hoy Kulechov es una leyenda por haber fundado el Laboratorio Experimental de Moscú donde se investigó activamente el lenguaje del cine y se desarrolló un conocimiento superior en sus usos. En su película Cuarenta corazones, Kulechov despliega su poder visionario y lo que en realidad debía haber sido un documento informativo, se transforma en un palimpsesto de recursos combinados con un ingenio sobresaliente. Animación, sobreimpresión de frases, de palabras, escenas espectaculares unidas a otras íntimas y parcas, movimiento, elementos naturales, estructuralismo irónico, planos fijos, recreaciones, actores no profesionales... la lista es interminable cuando se intentan describir las herramientas utilizadas y se siente su riqueza. Por supuesto que, visto de forma objetiva, es un coñazo, pero ya he advertido que este tipo de películas necesitan de una relectura, de un revisionado para ser apreciadas en su total valor, si no, te sales de la sala a la mitad.
En la misma vía, Mecánica del cerebro de 1926, es aún más rara. Se trata de un film de Vsevolod Pudovkin, uno de los grandes poetas del arte cinematográfico. Él también fue un especialista de la mezcla de géneros, de la creación de imágenes oníricas, de la concatenación de bloques de gloriosa luz. En Mecánica del cerebro construye un documental de animales, meramente didáctico, que acaba transformándose en un observatorio de experimentos que hoy ningún cineasta podría filmar. La ingenuidad de Pudovkin en cuanto a los contenidos que filma se basa en su falta de interés por los mismos. En esta época, él ya estaba mascando la producción de su obra maestra: Tempestad sobre Asia (1928). En ella practicará lo aprendido en sus ejercicios institucionales, creando un cóctel de aventuras, etnografía y como no, de un poco de propaganda. 
En definitiva, este diminuto acercamiento a la idea de filmación que desarrollaron los rusos hace ya más de un siglo, espero que sirva para recuperar un open mind sobre ciertas estéticas muy olvidadas, pero de un poder abrumador. No sólo debe imponernos respeto el mítico nombre de Einsenstein, sino sus películas, pues hay que verlas realmente. Hay que familiarizarse más con la obra tanto de Kulechov como de Pudovkin, con la de Vertov como con la de Kosintzev, con la de Trauberg y por supuesto, con la de Aleksandr Dovjenko. Este último también hizo mayoritariamente documentales de guerra, entre los cuáles pudo terminar su impecable y emocionante Zemlia (1930) o su sin igual Miciurin (1949). Todos los países han tenido su época dorada de cine: los años 10' en Francia, los 20' en Inglaterra, los 30' en Rusia, los 40' en Alemania, los 50' en EEUU e Italia, los 60', de nuevo en Francia, de nuevo en Italia, los 70' en Latinoamérica y países del Este, los 80' en Grecia, los 90' en Irán y en el siglo XXI, el despertar asiático que a estas horas flojea y se dispersa en islas por el mundo, donde concretos directores hispanos y tailandeses tal vez conserven la promesa del cine futuro, la poesía por siempre.















jueves, 2 de noviembre de 2017



FANNY Y ALEXANDER
(1982)

Ingmar Bergman

"Cualquier cosa puede pasar, todo es posible y probable. 
El tiempo y el espacio no existen. Sobre la frágil base de la realidad
la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas,
nuevos destinos."



De las setenta obras de Bergman, sólo treinta y ocho fueron rodadas en cine, las demás se ejecutaron para la televisión, con menores presupuestos y de alguna manera, con otras ambiciones; si alguna vez Bergman tuvo una ambición, ésta sólo fue el hecho mismo del cine, el misterio de las sombras. El espectador común no versado en la obra del todopoderoso cineasta sueco, suele conocer ciertas obras clave como Un verano con Mónica (1953), El séptimo sello (1957), Fresas salvajes (1957), Persona (1966) o Escenas de un matrimonio (1974). Esta ridícula síntesis fílmica, suele ser el sostén de la idea general que se mantiene sobre el cine de Bergman: un cine denso, aburrido, de temas religiosos, ritmos lentos y ambigüedades varias. Sin negar esa percepción algo superficial, sobre la obra de uno de los artistas más relevantes del arte cinematográfico y pasando por alto las ideas preconcebidas que la cultura occidental ha cimentado sobre sus películas, me gustaría centrar el texto presente en la más desconocida de sus obras maestras, quizá la mejor; espero transmitir que no es ningún capricho elevar Fanny y Alexander a la categoría de obra suprema del cine bergmaniano, sino una evidencia tal, que se hace justificado explicarla.
Fanny y Alexander es la última película filmada por Bergman para ser exhibida en salas y por eso, de  manera deliberada, representa la síntesis final de su cine. Ninguna otra de sus obras recoge todos sus temas y soluciona sus problemas mejor que ésta: la historia de una familia liberal de actores, rica y alegre, le vale al sueco para embarcarnos en un viaje inmóvil hacia la imaginación; sustento primordial del arte. A través de una selva de personajes, acabaremos conociendo a Alexander, un niño soñador que vive en una burbuja de alucinaciones relacionadas con sus deseos y emociones. Su mente va entendiendo que el mundo es una bola de barro que puede moldearse al antojo del ingenio y las palabras, de las máscaras y las marionetas. La verdad y la mentira pierden su significado académico y las formas cobran vida ante sus ojos e incluso los espíritus de los muertos le visitan para comunicarle sus mensajes. Debido a la muerte de su padre, Alexander, junto a su hermana Fanny, emprenderán un viaje hacia la oscuridad, donde conocerán el mal, encarnado en un obispo protestante de hábitos tenebrosos e inquisitoriales, convertido en su padrastro.
La primera parte de la película posee una influencia felliniana brutal, imprimiendo en sus escenas un humor desconocido en la mayor parte de su filmografía. La naturalidad sale del drama y la psicología flota por el aire; simplemente vemos a una familia pasando las navidades. La segunda parte vira hacia el cine de Dreyer y la austeridad de Bresson. El film, hasta ese momento invadido de un omnipotente color rojo, se torna en gris y en sombra, en frío y tristeza, en el sonido de una flauta dulce que en realidad es terrorífica. Por eso el film es tan rico, pues de una historia costumbrista y festiva, pasamos a un relato digno del Conde Drácula. La presencia del obispo es tan siniestra y destructiva, que se nos olvidan los amables y risueños personajes que conforman la familia Ekdahls, la feliz familia de Alexander. Dentro de una enorme catedral, Alexander y su hermana deberán sufrir todo tipo de castigos y pesadillas. Pero en ese momento, en el que parece que la tragedia va a volver a reinar, algo maravilloso ocurre y un encantador rabino amigo de los Ekdahls, se las ingeniará para resolver el conflicto y dar una nueva deriva al relato; el horror se convertirá en un poema homérico que convertirá a la sombra en sueño. A partir de entonces, la película se metamorfosea, viaja a través de los géneros, los tonos, los ambientes, las luces... y llegará a inquietantes momentos oníricos que comparten virtudes con las mejores escenas de Blade Runner, también estrenada en aquel año de 1982. Fanny y Alexander trata de un viaje de la luz a la sombra y el retorno de las sombras al mundo de la imaginación. Quizá ese color rojo de la casa familiar simboliza el poder de ese estado mental entre los sueños y las formas, entre el bien y el mal, entre los vivos y los muertos. "Todo está vivo, todo puede cobrar vida" le advierten a Alexander; vivir dentro de la gratificante ilusión del arte, de su emoción y su belleza será la única defensa ante un mundo cada vez más corrupto y sádico. Toda la película trata de esa alegoría, todo el cine de Bergman no es más quizá, que eso: un escudo para combatir la fatal banalidad de los hombres.




martes, 12 de septiembre de 2017




FALSTAFF: CHIMES AT MIDNIGHT
(1965)
Orson Welles




El cine de Welles siempre fue, como la obra de cualquier gran artista, un conglomerado de instintos, confusiones, contradicciones y fracasos. Sus inicios plásticos y aventureros le llevaron a la escritura, al teatro y a los experimentos radiofónicos, hasta llegar a la disciplina que aunaba su espíritu heterodoxo y polifacético: el cine. Allí, en ese mundo de luces y estrellas le recibieron con éxitos, pero pronto le abandonaron por ser un salvaje, un individualista, un valiente: un artista. No es el único caso en la penosa historia de Hollywood; allí no aceptan las singularidades, las mentes brillantes, los corazones salvajes; el sistema industrial se desprende de la sensibilidad para quedarse con valores seguros y controlables. Welles era todo menos controlable y de hecho, su rebeldía fue creciendo como la espuma con sus films, a la par que sus enemigos, que fueron muchos y terribles. En 1962, Welles estrenó su compleja película The Trial, basada en el popular texto de Kafka. Como no podía ser de otra manera, Welles lo adaptó de esa maniera que tanto le gusta: saltándose las reglas y haciendo lo que le dio la real gana. El cine contemporáneo -cuando es apreciable- sigue estas sencillas normas que, en realidad, esconden potenciales mundos de una sofisticación inimaginable. Pero además, lo que Welles intentó en 1962, fue mostrar un desmesurado y abigarrado artificio nunca visto, una ilusión laberíntica y colosal que fuese la metáfora de su propio cine. A pesar de que los admiradores de Welles lo niegan, el resultado no fue del todo satisfactorio, el objetivo quedó cumplido a la mitad. Welles sólo consiguió una perfección formal y estructural, pero de alguna manera, vacía de alma, si se me permite usar términos metafóricos -el término alma lo inventan los egipcios para poder hablar de la muerte: el cuerpo debía permanecer y el alma sobrevivir de otra manera-. Tal vez eso le dejó tocado o lo que es peor, abatido. Así, empeñado en completar la síntesis de su cine, en 1965 terminó Falstaff: chimes of midnight, una nueva película donde volcó todo el alma de su cine, todo el espíritu que le faltó a The Trial, como si en este nuevo filme hablase de una supuesta despedida. A partir del argumento shakespeariano del "Enrique IV", Welles monta una fábula medieval donde se desarrollan dos mundos muy distintos, pero que habitan una misma realidad. Welles interpreta al orondo Jack Falstaff, gamberro, mentiroso, juerguista y jugador, amigo íntimo del príncipe Hal, futuro Enrique V. A nivel formal, la película es un auténtico caos, empezando por el montaje y acabando por la música. El ritmo de las imágenes es precipitado y el guión se hace confuso y extenuante. El exagerado uso de planos contrapicados se hace neurótico y enfermizo, aberrando de tal manera la realidad, que la misma no puede brillar. Como uno de sus personajes más divertidos, Mr. Silence, el lenguaje de la película tartamudea y no puede acabar las frases. Las imágenes no acaban de decir lo que quieren decir y se atropellan unas a otras. Se descolocan. Se deshacen. Vuelven. Se acercan. Huyen. Se distancian. No saben qué están haciendo: están perdidas en la mente de Welles. Da la sensación de que faltan momentos de pausa, momentos líricos que compensen el ruido de las trompetas, los saltos de los caballos, la música de la taberna. La impresión es de que Welles está tan entusiasmado y a la vez tan desesperado por este proyecto, que sobre el fotograma palpita una latente imperfección que en muchas ocasiones, no resulta bella. Welles siempre buscó lo hermoso de las imágenes atravesando lo humano con su luz, pero en esta ocasión, todo se vuelve borroso y en cierta manera, torpe. Incluso las secuencias más poéticas y jugosas, incluso las que deberían ser más divertidas, no cumplen del todo su función; es como si algo se apagase dentro del fuego de su cine, como si éste se hubiese hecho viejo de repente y rozase lo vulgar. El año 1965 se transforma así en su verdadero canto de cisne, exceptuando su mejor y sublime film, Fake (1973). De todas maneras, como ya he dicho, Falstaff se complementa a la perfección con The Trial como si fueran dos caras de una misma moneda, una estrella doble ofreciendo una forma y un fondo originales e inimitables llenos de fuerza y ánimo. La mente de Welles fue un mágico hervidero de ideas y talento, una tormenta de brillantes relámpagos que estaban destinados a iluminar la sombría tierra de los hombres... y así lo hizo en ciertas ocasiones, aunque tal vez, con menos regularidad de lo que narra su leyenda. Eso sí, si Welles no consiguió acercarse más a sus deseos, no fue por su culpa, sino por la de sus enemigos en la industria, sean quienes fueran. Así y después de Chimes at midnight, hasta su muerte en 1985, Welles tuvo que errar y mendigar a través de austeras producciones, desconocidos documentales y películas incompletas; todo un castigo divino para el mayor de los héroes shakespereanos: aquel que supo reírse de sí mismo y de los demás sin rencor ni complacencia. Falstaff es sin duda un anticipado testamento espiritual lleno de autocrítica, despropósitos y una desencantada alegría. El bufón se hace sabio y el sabio es desterrado al entregar su secreto: la vida. Welles sacrificó la suya por la idea del cine y el cine acabó engulléndolo. Como la Naturaleza, el cinematógrafo es injusto y maravilloso al mismo tiempo, infinito y absurdo, egoísta y bello. Nadie duda que Welles encontró lo que buscaba, pero lo hizo por un camino que él nunca podría haber imaginado. Después de morir como cineasta, se hizo mago, lo cuál es un escalón superior al que pocos acceden. El mago es el rey de las ilusiones, el hacedor de lo invisible, el gran mentiroso que muestra la verdad. Falstaff, se nos dice ha muerto, aunque solo vemos su ataúd alejándose en la mañana, pero quizás en esa caja de madera no hay nada. Atrás quedó la forma, el fondo, el cuerpo, el alma, el héroe, el rey, el magnate. En 1965, Welles, como Nick, acabó rendido, tumbado en medio del campo de batalla, haciéndose el muerto, murmurando entre risas: "¡mandadme las sobras a mí, que me sobran elegidos!"













domingo, 20 de agosto de 2017



THE OA
(2016)

Zal Batmanglij y Brit Marling




Se dice que las épocas del naturalismo sin concesiones, no son los siglos en los que se cree dominar la realidad de manera firme y segura, sino aquéllos en los que, en cambio, se teme perderla. Las apariencias actuales nos dan una imagen falseada de este hecho, enmarcados como estamos en una época puramente realista y material, con una tendencia a la superficialidad y un analfabetismo  potencial en crecimiento. Hoy -como en otras épocas- se vive inmerso en la creencia de que el mundo está explicado, de que se ha descubierto el cartón del teatro de la existencia y que poco a o nada queda hacer más que distraerse hasta que llegue la muerte. No me pongo trágico, lo digo de una manera naturalista, pues hoy todo parece estar untado de la misma mantequilla, de una misma convención que asegura la terrible certeza de todo da lo mismo y de que los misterios no son más que esoterismos y de que sólo la razón da la tranquilidad (los fantasmas kantianos vuelven)... Por eso quizá, la cultura occidental ha decidido llenar ese vacío irracional del espíritu -pues existe, aunque se le niegue- con historias evasivas de tono fantástico. El gusto del público general se ha quedado estancado en el siglo XIX: películas épicas e históricas y films de terror, o lo que es lo mismo, novelas de Walter Scott y cuentos Edgar Allan Poe. Es cierto que el siglo XX fomentó aquello de la ciencia ficción y que hoy, un siglo después, también es uno de los grandes recursos para conectar con el público y con su vacío existencial. Su apariencia de aventura intergaláctica o futurista, sólo sirve para inocular en el público, un sentimiento universal muy acusado en el presente. Hoy, la racionalidad general asume el presente como el dios de todas las cosas, así como en la Ilustración lo fue el futuro o en el Romanticismo, el pasado. Cada época tiene su sentido del tiempo y sus distintos dioses. La cosa es creer, pero, ¿cómo creer hoy y en qué?
El gran escepticismo y la tristeza que hoy gobiernan la vida, hacen muy difícil la reflexión y la conciencia. Hoy, la soledad es un estado y una enfermedad y la falta de sensibilidad, una carencia alarmante. Ante el aislamiento generalizado, provocado por el individualismo psicótico y el narcisismo obsesivo, el espectador se esconde en la ficción para escapar, sin saber de qué, para eludir el aburrimiento o el dolor o simplemente el sin sentido cotidiano. El público llena sus pozos de ambición y sus ilusiones perdidas con el mito de los superhéroes que hoy, más que nunca -al menos en el cine- han invadido el imaginario del público comercial, un público que en los setenta los consumía a través del cómic. Cada superhéroe es el símbolo de un superego, de una superindividualidad que pretende salvar al mundo gracias a sus poderes únicos. Son tantos y tan variados, que su abundancia ha hecho desaparecer el mensaje que quizás, existe tras ellos y sus disfraces; sus inagotables sagas y poderes sobrenaturales, mantienen dormidos a una sociedad enmascarada e infantil. 
Pero la ciencia ficción, ha intentado otras sendas como la que inaugura Blade Runner en 1982, donde a un hombre corriente se le encomienda perseguir algo imposible, algo inmortal. Por eso, bajo las luces de colores y las naves voladoras, siempre ha existido un poso de trascendencia y espiritualidad que siempre ha ayudado al hombre a afrontar la existencia; esto siempre ha sido una de las funciones del arte, pero ahora parece ser que el entertaiment también lo intenta a su manera, ¡y qué manera!. Si recordamos la primera mitad de la película Close Encounters of the Third Kind (1977), encontraremos a un hombre obsesionado con los sueños y las visiones de una montaña, nada más cercano a las aventuras de un eremita o un asceta español del siglo XVI. Si analizamos detenidamente Watchmen (2009), descubriremos una panda de superhéroes hastiados por la vida y obsesionados con el apocalipsis. Es una pena observar cómo el público, a través de los productos culturales, ha llegado a la extraña conclusión de que el mundo se va a acabar mañana o pasado mañana, lo cuál sólo es una consecuencia psicológica, derivada de las prácticas narcisistas y materialistas. Siempre es más fácil la inercia que tomarse en serio las cosas. El apocalipsis se ha transformado en una idea paradójicamente idolatrada y fascinante (como imagino que le ocurrió al apóstol Juan cuando estando en la isla Patmos, escribió sus famosas revelaciones), hasta el punto de que existen personas que desean que se haga realidad; cosa contradictoria, la raza humana. En en este nuevo siglo, han sido muchas las producciones que han abordado el tema; últimamente The Leftovers (2017) ha dado su propia puntilla al tema. En el 2013, se estrenó Oblivion, una película postapocalíptica, dotada de un naturalismo enmascarado, ¿o no se identifica el público con la rutina aséptica e hiperdisciplinada de Tom Cruise, de la vida rodeada de tecnología y minimalista, de ambientes de cristal, alturas y flow? En la primera parte de Oblivion -la única aprovechable- se plasma la infinita soledad del interior de los hombres: ese aislamiento en confrontación con un mundo incomprensible y lleno de misterios. Los misterios son los que han otorgado a las ficciones todos sus dones. La emoción, la intriga, el secreto... es lo que hace avanzar los argumentos y la poesía y en definitiva, al arte. Hoy el público está muy alejado de la alta cultura, nido de todo lo que los hombres han logrado en esta civilización a nivel de sensibilidad. y espíritu. El arte es una cuestión de sensibilidad, donde la vulgaridad, está totalmente desterrada. Hoy el público no quiere consumir nada serio, nada profundo, prefiere la frivolidad y el queso fundido, algo no demasiado fácil, pero tampoco difícil; están demasiado cansados y  colocados como para poder atender al conocimiento estético, a la belleza profunda de las cosas. El problema de la pereza y la idiotez es que son como un virus que no sólo infecta al público, sino también al mercado, a las producciones, a la cultura. Por eso, hoy todo es confuso y paradójico y más que nunca, las apariencias engañan para tener sedado al personal. Por eso, la notable Dr. Strange (2016) -a pesar de sus mediocres puntos de frivolidad millenian- trata ese tema de las falsas apariencias, eso sí, en modo espectacular y mágico, pero también como un camino de conocimiento y un proceso de aprendizaje en el arte de saber qué es verdad y qué no. Por eso, hoy día y aunque parezca contradictorio, el naturalismo se ha hecho fantástico, para crear una ilusión de realidad, en la mayoría de los casos, inocua. Se necesita una ficción más potente en temas espirituales, existenciales; artísticos, para resumir. Hoy, en la era de la tecnología, en medio de la era de la imagen por antonomasia y la superabundancia de ficciones, es más que necesario el regreso de los antiguos cineclubs, donde se podrían crear criterios de visión y se educaría al ojo. Pero hoy, de eso, no hay nada o muy poco. Hoy que parece que todo puede ser recreado, que todo puede ser representado y explicado, sólo se hace mierda reluciente llena de vacío y lo poco que se puede sacar, se hace rascando muy fuerte, pues en realidad, de esencia sólo hay extracto, como pasa con la fruta en los zumos baratos.  Además, el público es más soberbio que nunca y cree poder comprenderlo todo, cuando en realidad y seguramente, posee una incultura y una falta de conocimiento brutal; de hecho, al menos en la Edad Media, los campesinos memorizaban las gestas de los juglares para luego poder contarlas; hoy, la memoria está enfrascada en un bote de cristal y nadie se acuerda de qué diales hizo ayer. Sociedad demente. Como hace el protagonista de The Green Lantern (2010), yo cogería toda la supuesta ciencia ficción mundial -en especial la norteamericana-, la metería en una enorme bolsa y la arrastraría hasta el sol para quemarla para siempre. Pero bueno, todavía no soy un Green Lantern, así que, de momento, no se preocupen.
La cosa es que hace poco, cayó entre mis ojos una curiosa película que, más bien se podría calificar como el piloto de una potencial y original serie; su nombre es The sound of my voice (2011). La cuestión trata de la existencia de una pequeña secta y la investigación de dos jóvenes periodistas a partir de su infiltración. El film se centra en la líder de dicho grupo y en su asombroso poder de convicción. Ella, una taciturna y joven rubia, dice venir del futuro. Sus acólitos la adoran como a una diosa llena de conocimiento, pero el desarrollo de la película va desentrañando que el objetivo de todo ese circo, parece ser mucho más pueril y vulgar de lo que aparenta. Es cierto, imagino que por su naturaleza incompleta, que el film termina apresurado, aunque no sin una sorpresa final que lo hace altamente ambiguo y abierto. Sin duda, The sound of my voice es un ejemplo de eso que antes he bautizado como naturalismo fantástico. Su factura, su simplicidad, su complicada estructura contada de forma sencilla, el ambiente cotidiano, la luz, los rostros... dan como resultado una eficaz forma de misterio.
Para mi sorpresa, poco después, alguien me descubrió la serie The OA, que ya, empezando por su título, anuncia un mensaje cifrado. Desde el primer capítulo, entendí que la  historia era el resultado de aquella primera película de 2011, pues el director y la protagonista, eran los mismos: Zal Batmanglij y Brit Marling, además en esta ocasión, la actriz también forma parte de la dirección de la serie. The OA conserva todas las virtudes de su embrión, al que añade toda una serie de nuevos prodigios y ardides narrativos. A través de una resuelta sencillez y un guión brillante, la historia fragua en el espectador un enigma a resolver. Una chica desparecida durante siete años, una memoria confusa y una situación inquietante, plantea el desafío. Al estilo de Thomas Mann en La Montaña Mágica (1924), Prairie Johnson reúne a un grupo de hastiados y jóvenes curiosos a su alrededor, para contarles dónde estuvo en su desaparición, por qué ha vuelto y qué deben hacer si quieren ayudarla. Finalmente, The OA es un artefacto de sugestión, de creer lo increíble para acabar teniendo una fe, aunque sea fabulosa. The OA es una historia que el público debe imaginar junto a los demás personajes y que debe vivir intensamente hasta el punto final del relato. Así, The OA actualiza el formato del cuentacuentos, del storyteller explícito, naturalizando el mecanismo narrativo, casi haciéndolo metafísico, generando la ilusión de una escucha, del poder de las palabras, del poder de una historia, en definitiva, del poder del lenguaje. Todos los personajes van dejando sus problemas diarios y se van comprometiendo poco a poco con la joven visionaria que sólo puede salir una hora al día de la casa de sus padres. Así, The OA, de alguna manera, intenta dar la sensación de que respeta esa regla del teatro clásico de la unidad temporal, un poco a lo Molière, para fomentar el realismo del relato. El cuento de Prairie Johnson se extiende durante ocho capítulos de una hora cada uno y sólo es eficaz sobre el público, pues su pericia narrativa es algo inusual. El personaje es una encantadora de serpientes excepcional, un juglar misterioso venido de algún lugar desconocido del universo; alguien que simplemente, quiere contarnos una historia. Que sea verdad o mentira, no es el asunto -o no debería serlo- pues lo realmente importante de la serie, es que posee ese hipnotismo del que carece todo lo comercial hoy día, ese talento tan escaso entre los actores profesionales, ese compromiso artístico de la emoción y la sensibilidad que nos hace recuperar el mundo y olvidar el apocalipsis. 
Ojalá no hicieran más temporadas de The OA, pues la historia queda contada y el misterio se mantiene en el aire casi como un sueño. Hoy alargan las series debido al money y a la tendencia de la sobreabundancia, pero el 99% de ellas, no deberían pasar de la primera temporada, sean buenas o catastróficas.  No quieren dejarnos soñar, prefieren imponer sus sueños a base de bien. En la vida, hay una cosa que es mejor que el cine y sólo llega cuando uno cierra los ojos.