miércoles, 16 de mayo de 2018




EL PEQUEÑO QUINQUÍN
(2015)

Bruno Dumont

  


Finalmente no hay mal, hay ser
G. D.



Apuntaba Carlos Losilla en uno de sus textos capitales: "[...] ahora se ve más allá del cine y de su relato, más allá del melodrama y de su ausencia, se observa la materia minuciosamente, lo cuál lleva a encontrar formas monstruosas". La cuestión no es irrelevante, de hecho es angustiosa: el acto de ver se convierte, en medio de la modernidad, en un largo viaje hacia el horror. Hoy, ciertos cineastas han decidido usar el cinematógrafo a modo de telescopio invertido, con la finalidad de acercarse al átomo de los rostros, al abismo del mal. Lo que en apariencia es simple materia organizada en formas mansas y familiares, se convierte -ante la insistencia de ahondar en ese fetiche humano denominado "maldad"- en presencias inimaginables y terroríficas, obcecadas en una mirada desafiante y burlona ante el asombro de un público indefenso. Tal vez la aventura de la visión estaba condenada, de antemano, a encallarse en este universo coralino y mortal del que en un futuro, habrá que ingeniárselas para zafarse y volver a navegar; quizás es uno de los sinos del arte de observar.
Cuando Bruno Dumont estrena un nuevo trabajo, el ágil espectador se ve tentado a hincarle el diente -casi como si fuera una tentación carnal- esperando toparse con aquello bautizado como lo real. Las películas de Dumont habitan un extraño mundo del mal, un infierno telúrico lleno de criaturas caprichosas y deseantes, desesperadas por el aburrimiento y el vacío. Películas como La vida de Jesus (1997), ya advertían esa original brecha que atravesaba la voluntad del cineasta francés, influido en gran medida por su admiración a la obra de Robert Bresson. Dumont imita en su cine la tendencia a  la rigurosidad de la puesta en escena que ha acabado configurado su estilo y sus temas. Las obsesiones del autor de Pickpocket (1959), encuentran un hábitat perfecto en los films de Dumont, de hecho funcionan como un continuum de la obra de su maestro. Ambos instalan su obra en eso que se ha venido llamando la ficción materialista, en la cuál el ojo de la cámara transita por las superficie de los átomos de las piedras y los rostros, esperando pillar desprevenida a la realidad. Dicha hazaña, no es empresa baladí, ni mucho menos. Abordar la realidad para desentrañar sus tesoros es más que ardua tarea y por supuesto, complejo objetivo de altas miras. Todo cineasta sabe que no hay fórmula aplicable para cazar un gramo de revelación. La cosa aparece sin más esculpiendo el tiempo, encajonándolo en el microscopio del cine, montándolo de mil y una maneras, hasta que sin saber muy bien la razón, la vida se manifiesta y se convierte en arte.
En 1999, Dumont lo consiguió en su más logrado -e insuperable- film: La humanidad, esa película que camina entre el pensamiento y la poesía de forma bestial y dulce al mismo tiempo, configura sin querer, la síntesis de la idea de Dumont sobre el cine o lo que es lo mismo, sobre el lado oscuro de la existencia. El cine de Dumont es una gran alegoría sobre el estado de las cuestiones humanas, una especie de Divina Comedia del siglo XXI, que avanza por las esferas metafísicas de la carne. No es gratuito que La humanidad se estrenase a las puertas de una centuria en la que el individuo carece de referentes y sentido alguno y que, por otra parte, clausurara otro siglo lleno de mentiras y terror. El mundo ha sido vaciado de sensibilidad y civilización y ahora deambula sin ton ni son, como un zombi, entreteniéndose en atrocidades varias, obnubilado con la violencia y el pánico. El cine de Dumont parece convencernos de que la existencia de hoy posee un signo netamente demoníaco, haciendo cada vez más verosímil ficciones como Night of the Demon (1957) de Jacques Torneur, donde el hombre se ve perseguido por sus propios demonios, abocándolo a un pavor y angustia incurables.
Así, aunque pueda parecer una paradoja, Dumont refunda una especie de cine medievalista, afrontado en épocas pasadas por Dreyer o Bresson -incluso Bergman-, aportando un toque contemporáneo y codificado para embaucar a los ojos efectistas del público actual. Su cine es en sí mismo una tentación que busca milagros entre la podredumbre. Las más bajas pasiones humanas se pasean de manera irresponsable por sus imágenes, provocando una serie de sensaciones contradictorias, hurgando con insistencia en la duda humana y las trampas de la fe. Películas como Hadewijch (2009) o Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017), circundan dilemas religiosos y por tanto espirituales, desde el ojo oscuro del diablo. Por momentos su cine parece poseído por una extraña fuerza, arrastránndolo hacia una serie de lugares donde habita ese ser que quiere jugar con los vivos por puro y simple placer; alguien nos imagina sin poder evitarlo. En sus films, Dumont plantea misterios que nunca se resuelven, vulgaridades que nunca se olvidan, destellos que nos ciegan los ojos para abrirnos la mente. Además de medievalista, su cine es una especie de práctica zen que enseña las virtudes de la iluminación a partir de las oscuridad. Y esa noche desgasta a los hombres, pues los misterios no están hechos de materia humana; él mismo ha tenido que claudicar y desde 2013, ha tomado una deriva distinta, tal vez por pura supervivencia, tal vez por un poder oculto. El mal quema a cualquiera y no se puede estar cerca de él mucho tiempo, pues representa una ficción que puede tomarse como verdadera, cuando es solo una idea. Una idea más, como las otras: el bien, el mal, el zoroastrismo, el budismo, el cristianismo... sólo son formas ineficaces de ordenar el caos o las energías que someten al mundo, que juegan con las almas. Asi como la moral es una compleja leyenda que los hombres se han creído para justificar sus acciones.

Los filmes Camille Claudel 1915 (2013) y La alta sociedad (2016) muestran la fórmula evasiva que ha elegido el cineasta francés para apartarse de ese mundo cruel que había creado y que estaba a punto de destruirle. Si antes su cine era un universo de libertad donde el mal andaba suelto y sin dueño, ahora Dumont se ha encerrado en un pequeño teatro de marionetas -a lo Jean Renoir- y ha histrionizando a todos sus personajes, frivolizando y empobreciendo, en consecuencia, a todos los habitantes de su mente, abandonando lo real y en definitiva, la emocionante aventura. Tras su magnífica Hors Satan (2011) -trasunto afín a un limbo o purgatorio pavoroso-, se ha entregado a un paraíso de marionetas artificiosas dirigidas por hilos invisibles que no dejan moverse con naturalidad a las almas que habitan sus fotogramas. Da la impresión, al ver sus últimas producciones, que Dumont sufre de una parálisis o una maligna posesión -que ha pasado de su cine a su cuerpo- y  que le está obligando a mostrarse como un ser ridículo y banal, un ser que ha pasado de usar el cine como un telescopio existencial a emplearlo como un mero artefacto de distensión.
En medio de dicha crisis, Dumont estrenó en 2014, una curiosa miniserie -en realidad una película larga- que parece ser un intento de síntesis de toda su estética; una especie de posibilidad de retorno al origen, como si se pudiese hacer papiroflexia con el siglo XXI y doblar una esquina del tiempo para volver a 1999. El título de la miniserie es El pequeño Quinquín, una historia minimalista sobre una serie de asesinatos investigados por el extraño comisario Van der Weyden, en las inmediaciones de un pueblo perdido en algún lugar de la Normandía francesa. Un grupo de niños, seguirá secretamente los pasos del comisario y serán testigos de pequeños oasis de horror en medio de la nada. Poco a poco, esta obra de corte paisajista y humorístico, plantea una serie de itinerarios a través de campos impolutos y verdes que irán transformando el gesto de los personajes, consiguiendo, en definitiva, desenmascarar a las metáforas andantes y revelarnos ciertas miradas que recuerdan los mejores momentos del cine de Dumont. A pesar de la innecesaria teatralidad de ciertos personajes, el film avanza con eficacia y muestra cómo la indiferencia de la naturaleza condena las cuitas humanas a la ridiculez. La figura del hombre en medio del paisaje es una broma de mal gusto en comparación con la belleza del horizonte o el misterio del viento. En El pequeño Quinquin, los chistes no funcionan y el espasmódico comisario no acaba de fraguar en la emoción del espectador. La historia,  no tiene la menor importancia y de hecho se presenta al espectador como una simple anécdota.  ¿Para qué entonces? 
La única respuesta posible parece centrarse en un alucinante personaje llamado Quinquin, un niño digno de un cuadro de George Grosz, de alarmante parecido a Aleksandr Kaydanovskiy, o lo que es lo mismo, al inquietante Stalker que Tarkovski creó en su homónima y brillante película. De hecho, invito a cualquiera a analizar la primera secuencia de la serie, donde el curioso niño lleva en la parte trasera de su bici, a una silenciosa niña; la escena es un claro homenaje a la última secuencia de la metafísica película del artista ruso. 
La geometría a la que somete Dumont a su ficción está basada, en este caso, en una serie de referencias culturales algo anecdóticas, pero que sirven de extrañamiento general, dentro de un ambiente rural donde todo se sume en el silencio y la animalidad. El hombre, parece decirnos Dumont, es un animal más, un tonto que rumia en una esquina mientras alguien se ríe de él. Así, El pequeño Quinquin funciona como una especie de Vértigo hitchconiano, como una persecución infantil, casi naif, donde las tornas se han cambiado: el mundo adulto es una absurda farsa de vodevil y la infancia, un mundo maduro donde el amor es el único alivio. Dumont se entretiene en esta película, jugando con sus nuevas marionetas, regalando secuencias hilarantes (es inolvidable la escena del teniente Carpentier -ayudante del comisario- conduciendo un coche a dos ruedas) y fundando intrigas tangenciales que una y otra vez desembocan en el rostro del niño, el paisaje humano de Quinquin, el cual, va generando un aura a su alrededor que absorberá la luz del film hasta concentrarla en sus ojos con un poder de atracción poco usual. Lo real se hace vivo en este personaje que es más que un personaje; es toda una película. Al igual que el inolvidable inspector de policía Pharaon de Winter de La humanidad, Quinquin seduce por sorpresa a un público desconcertado por la confusión y desconcierto del comisario Van der Weyden. Esta irregularidad fortuita, tal vez sea el motivo del casual acierto de Dumont al arriesgarse a filmar de una forma tan desequilibrada, usando varios tonos y varias tonalidades, en principio contradictorias; de hecho, al final, todo se convierte en un tremendo no sense
La cuestión última es definir quién es Quinquin y qué hace en la película. El enigma de los asesinatos pasa a un segundo plano frente a su presencia y por un momento, el espectador siente haber caído en una trampa que ni siquiera el propio Dumont habría calculado. Al final, cuando todo el pescado está vendido y parte del público ha tirado la toalla, Quinquin nos mira desde ese teatro de marionetas que ha montado Dumont, transmitiendo con la mirada un turbador mensaje, casi indescifrable para la mente humana. En un momento todo desaparece y una sensación de pánico recorre nuestra piel cuando, en realidad, nos damos cuenta que quizás el extraño Quinquin no sólo sea un niño, sino otra cosa más enigmática aún; tal vez un demonio, tal vez un dios enfermo que nos imagina sin razón y que no conoce la noción humana del mal.




martes, 17 de abril de 2018



FRANKENSTEIN

(1818 - 1931)




[...] no hace falta tu muerte, ni la de ningún otro hombre, 
para que concluya la serie de crímenes y se cumpla 
lo que se debe cumplir, pero sí hace falta la mía.

El monstruo


La historia es bien conocida: un científico loco, obsesionado con la creación de la vida, roba cadáveres en los cementerios durante las noches ayudado por su criado. En su laboratorio, el científico descuartiza los cuerpos y elige los miembros más adecuados con el objeto de construir una nueva criatura. Cierta noche, el doctor encomienda una importante misión a su criado: conseguir un cerebro humano para completar la obra, pero el ayudante comete una grave equivocación al hurtar los sesos de un criminal. Sin advertirlo y tras colocar todo en su sitio, el doctor expone a su criatura a una poderosa tormenta que dotará de vida al nuevo ser mediante el milagro de la electricidad. El éxito del experimento será en sí mismo, el conflicto de la trama: la criatura, al despertar convertida en monstruo, se escapará del laboratorio y empezará a asesinar almas inocentes de forma indiscriminada, sembrando el horror a su paso. 
Como ya habrán adivinado, se trata del famoso argumento que inventó la escritora romántica Mary Shelley, en los inicios del siglo XIX o mejor dicho, el argumento que el público en general cree a pies juntillas que escribió la brillante londinense. Lo digo, no por meros rumores, sino por experiencias objetivas: en cierta enciclopedia popular, buscando en la sección F, la palabra Frankenstein se define como: “médico que consigue construir un cuerpo carente de alma”. El motivo de que esta definición y el argumento narrado en las líneas anteriores existan, procede de que la leyenda de Frankenstein más conocida fue escrita por los guionistas Garret Fort y Francis Edward Faragoh, apartándose de forma deliberada del texto original. El jefe del departamento literario de la Universal, Richard Schayer, era un gran aficionado a los cuentos de terror y admiraba películas como Metrópolis (1927) o El Golem (1915). Schayer, que conocía la novela de Frankenstein, convenció a Carl Laemmle de que la historia de Shelley poseía un gran potencial; creía que era un material digno de un memorable éxito. Así, Laemmle, encargó al director Robert Florey (Coconuts, 1929 o The beast with five fingers, 1946) una adaptación con Bela Lugosi que fue suspendida en las primeras pruebas a causa de la insoportable egolatría del actor húngaro. Para sustituirle, se contrató al inglés Boris Karloff (William Henry Pratt) y se completó el reparto con Colin Clive como científico loco y Dwight Fry como ayudante jorobado y perturbador, en un film envuelto de una lúgubre decoración neoexpresionista. Hasta aquí el mito, el mito que creó la Universal. El resultado: Frankenstein, the man who made a monster, estrenada en 1931, la cuál se convirtió en el modelo que ha pervivido hasta nuestros días. El método de adaptaciones de la industria hollywodiense siempre ha funcionado por el sistema de sustitución: fusilan las obras originales y las transforman en engendros tan irreconocibles que acaban siendo suyos. Una de las obsesiones norteamericanas es la de reescribir la historia; el trauma surgido a partir de una carencia suele desembocar en paranoia: el producto de la alucinación creada por EEUU desde el final de la 2º Guerra Mundial, es la actualidad misma. Su arma de propaganda más efectiva sigue siendo Hollywood y apoderarse de la cultura es uno de los métodos más maquiavélicos de conquistar el mundo (parafraseando: EEUU, the country who made a monster). El dilema comienza cuando la cultura invasora, o tergiversadora, es muy inferior -por no decir vacía- a la original y esto crea un desfase que sólo lleva a la confusión y por ende, a la indiferencia, a la pérdida del sentido, en definitiva, a una profunda crisis humana. Con dicha idea, volvemos a Mary Shelley y a la razón verdadera por la que escribió Frankenstein, o el moderno Prometeo -fíjense en la diferencia sustancial entre el subtítulo que eligió Whale y el de la autora romántica-, lo que aclarará muchas dudas sobre mi presente exposición.
Isaac Asimov, que sabía de casi todo, también sabía mucho sobre mitología, por eso es él quien explica con gran claridad la historia de Prometeo. Él, Epimeteo y Atlas eran titanes y hermanos, hijos a su vez, del titán Jápeto. Epimeteo y Prometeo eran dos caras de la misma moneda: el primero era alocado y muy poco previsor, el segundo, dotado de templanza y de una naturaleza sibilina, capaz de predecir ciertos acontecimientos. Durante la guerra entre los dioses olímpicos y los titanes, Prometeo vaticinó a su hermano la derrota y el futuro castigo de los titanes, por lo que ellos dos fueron los únicos que se salvaron de la condena eterna de los de su clase. Acabada la batalla, Zeus ordenó a Prometeo la difícil empresa de crear a los hombres. El resultado no convenció al soberbio dios tronante que decidió acabar con la humanidad mandando un enorme diluvio. Anticipándose, Prometeo ordenó a su hijo Decaulión que construyera un navío y se escapase con Pirra, la hija de Epimeteo; o lo que es lo mismo, Adán y Eva antes de Adán y Eva. Pasado el desastre, los dioses olímpicos dejaron a su suerte a los hombres, convirtiendo la vida terrenal en algo miserable y puramente salvaje. Prometeo acudió a los hombres y les enseñó ciertas artes y ciencias necesarias para sobrevivir y desarrollarse; como gesto sagrado les regaló el fuego, lo que representó una auténtica traición a la confianza divina. Como respuesta, Zeus y los dioses crearon a Pandora, la mujer más perfecta del mundo, que acabó casándose con Epimeteo a pesar de la desaprobación de su hermano, quien ya sospechaba las intenciones de Zeus. Para casarse con Pandora, Epimeteo estaba obligado a guardar una jarra regalada por los dioses que Pandora nunca podría abrir. Pero ya se sabe, la curiosidad mató al gato y un tiempo después, Pandora no pudo contenerse, destapó la jarra y de ella salieron todos los males que hoy siguen afligiendo a la humanidad. Lo único que no salió fue la esperanza. El final de la historia narra el castigo que sufrió Prometeo: vivir crucificado en lo más alto de las montañas del Cáucaso, herido y atacado eternamente por un águila. Aquel que viola los secretos sagrados de la naturaleza es castigado a sufrir un interminable infinito de dolor.
Me he extendido en la descripción del mito, pues me parece esencial entender los matices y desentrañar la ontología del mismo para vislumbrar de forma más sencilla dónde nace -culturalmente- la idea de Mary Shelley y en definitiva, comprender a la criatura del doctor Frankenstein. 
Mary Wollstonecraft Godwin, de naturaleza soñadora y evasiva, fue la hija de dos famosos escritores británicos del siglo XVIII -William y Mary-. En 1814, a los diecisiete años, se casó con el ilustre e indomable P. B. Shelley y con él se sumergió en la literatura y en el mundo de lo sobrenatural. La joven pareja vivió una existencia trágica y nómada, inmersa en la poesía y el láudano, en el exilio y la miseria, ocupados en celebrar la idea de la libertad del espíritu, hipnotizados por el ideal de la belleza del mundo. A pesar de ello, la ya Mary Shelley, tuvo demasiados abortos y demasiados hijos muertos para poder enfrentarse a la realidad; su madre también había muerto durante el parto y en 1820, su marido moriría ahogado en el lago italiano de La Spezia. En 1831, Mary Shelley escribió un prefacio a su obra Frankenstein o el moderno Prometeo, donde confesaba el misterioso preámbulo de la creación del texto. Parece ser que en en el verano de 1816, ella y su marido visitaron Suiza y conocieron a Lord Byron. A pesar de la temporada estival, el tiempo no acompañó y pasaron muchos días metidos en casa, lo que propició un tiempo idóneo para leer una extensa colección de cuentos de fantasmas que cayó en sus manos por casualidad. Ella, su marido Percy, Lord Byron y el también escritor gótico John Polidori, para distraer al aburrimiento climatológico y dar una salida al imaginario tormentoso que habían creado en sus mentes las historias de terror, propusieron entre todos un juego: escribir un cuento cada uno, con el objetivo de adentrarse en territorios vedados de ellos mismos, lo cuál, fue plasmado en la mareante película Gothic de Ken Russell, donde se muestra al grupo viviendo momentos de delirio, orgía y horror que distan de las fabulosas jornadas estivales que muchos biógrafos describen como meramente literarias. Según los recuerdos de la escritora, Byron y Percy acabaron componiendo piezas líricas siniestras, pero poco ajustadas a lo acordado; se deja traslucir que no se lo tomaron muy en serio. Por su parte, Polidori comenzó un relato que dejó inacabado sobre una mujer con cabeza de calavera y finalmente Mary, fue la última en entregar su cuento, pues no sabía muy bien qué escribir. Los demás la presionaban; su marido, como siempre, la estimulaba para que escribiera. En aquellos días, ella andaba preocupada por la nada, por el vacío que encontraba en su cabeza; quería inventar una historia totalmente original, sin apoyarse en ningún otro elemento, pero día tras día se desesperaba sin tener una sola idea. Entonces, una noche tuvo una pesadilla y todo cambió. Los cuentos de terror que había leído, sumados a los experimentos de Darwin, junto al galvanismo -hechos muy populares de su época-, dieron forma a la reveladora pesadilla, filtrada a través del mito prometeico y su personal concepción de la muerte (y de la vida). Así fue como Mary Shelley entendió lo básico de la creación: lo importante no es el vacío, sino el caos. El artista es aquel que vislumbra las posibilidades del azar y las combina con su propia experiencia, pues como afirmaba su marido: los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo. Por primera vez Shelley entendió lo que sentía su marido cuando escribió su poema Ozymandias (1918) o más tarde, el Epipsichidion (1821). En cierto momento del prefacio, imagino que ante las dudas de la autoría por parte de la crítica de su época, Shelley afirma que su marido no tocó ni un ápice de la historia, aunque sorprendentemente confiesa en una breve sentencia que el texto final fue escrito, en realidad, por Percy. Más de un siglo después no sabemos si dicha confesión nace de una falsa modestia inexplicable o de un intento de sublimar aún más la gloria de su marido. Lo que está claro es que Mary Shelley tuvo que optar entre la pena y la nada y que eligió la pena. Lo digo pues el mito real del doctor Frankenstein trata de eso, de la enorme tristeza que siente la escritora ante el hecho de la muerte. En la novela, el doctor Frankenstein es un prometedor estudiante de medicina nacido en una poderosa familia suiza en la que reina el amor. El destino se lleva a su madre y el joven se obsesionará con descubrir un método para devolver la vida a los hombres. Él solo, sin ayuda de ningún jorobado, construirá una criatura humana a la que someterá a aparatosos procesos galvánicos que en un momento dado, darán milagrosamente su fruto. La criatura resultante, fuera de su apariencia inhumana, no es un simple robot con pilas, sino un ser con un alma o lo que es lo mismo, un animal gradualmente consciente de la existencia y de su lugar en ella. Para la criatura, que Shelley nunca bautiza, el doctor Frankenstein es su creador, su padre, su único dios; aquel que le ha regalado la vida. La criatura va entendiendo la complejidad de la existencia y de su circunstancia concreta, pues él es distinto a todos los demás. Así, en un momento determinado, la criatura le pide a su creador que le invente una compañera, pues siente que el hecho de vivir con un alma semejante es el fenómeno único que ofrece sentido a una vida sembrada de soledad y vacío. El doctor Frankenstein se da cuenta de que ha fracasado: lo único que ha conseguido es traer al mundo más sufrimiento. Intenta acabar con la criatura, pero se escapa. A partir de ese momento, la criatura perseguirá a lo largo y ancho del mundo a su creador para recordarle su promesa y no le importará el medio para llegar a ver cumplido su deseo, aunque el camino conlleve dejar un largo rastro de dolor y crímenes.
La criatura simboliza la tristeza de Shelley. Todos los fragmentos de los que está compuesto el engendro, son los trozos de sus seres queridos, de esos sentimientos abandonados por culpa de la muerte. La criatura vaga por el mundo, tal que la melancolía eterna de Mary Shelley. El doctor Frankenstein simboliza sus deseos impotentes de equilibrar las fuerzas de la naturaleza, de buscar una solución humana a un fenómeno puramente existencial, sin duda, el único realmente eficaz. No existe en el mundo nadie que nunca haya muerto, no se conoce a nadie que haya atravesado la vida sin enfrentarse a su mortalidad. A través de la novela, Shelley entiende las limitaciones humanas y el significado de la hibris, concepto griego para definir las consecuencias ante el desafío a las leyes superiores que rigen el universo. La criatura, persiguiendo a su creador, se transforma en la metáfora más clara del arte y de la vida, convirtiéndose en un puente entre las dos. Mary Shelley nos traslada al mundo de las esencias (del amor, del horror, de la tristeza, de la alegría) a través de sus palabras, de sus imágenes y de sus delirios alucinógenos. Un mundo que tiene que ver mucho con el cine, con la resurrección de las presencias, de las sombras; con la conservación de la realidad.
El ‘monstruo’ de Mary Shelly no es un criminal, no es malo, no es un asesino, es un huérfano abandonado, apaleado y marginado. Un ser solitario que entiende que nunca podrá recibir el calor y el amor de los humanos simplemente porque le temen, nadie jamás le ha dado ni le dará la oportunidad de desplegar su amor. En su interior se encuentra, como en el corazón de todas las personas, un corazón dividido entre el amor por la belleza, innato y puro, que viene dado por la vida misma, y el odio, forjado a base de azotes y rechazo, que desemboca finalmente en una actitud de resignación y egoísmo.
Las adaptaciones cinematográficas en general, a partir de la obra de Whale, se ciñen generalmente al aspecto terrorífico del relato: el monstruo y sus abominables crímenes. Carne para Frankenstein (1973), The Prometheus Project (2010), Yo, Frankenstein (2014) o Victor Frankenstein (2015), son algunos ejemplos de la herencia que dejó Whale al cine del futuro, apartando la naturaleza crítica del relato, su profundo mensaje existencial y metafísico. Tal vez, sólo Kenneth Branagh con su Frankenstein de Mary Shelley (1994) recuperó una parte del poder original de la obra, dándole de nuevo una mínima dignidad, reivindicando el poder de sus sobrenaturales imágenes. Con todo esto, no se plantea el hecho de que una adaptación cinematográfica no pueda versionar un texto literario, sino si éticamente es lícito empobrecer un original y destruir su esencia por puros intereses comerciales. La criatura de Shelley no es un monstruo en sí, sino un hombre distinto, un ser humano hecho de fragmentos. El monstruo de Shelley no es aquel grandullón verde con zapatones de camionero, cabeza cuadrada y ojos de besugo que habita en nuestro imaginario actual. Es otra cosa muy diferente o lo que es lo mismo, una persona más. En realidad, cuando uno lee atentamente el libro, sentirá que el monstruo posee una forma que va surgiendo en algún lugar de la mente, mientras se van leyendo las gloriosas palabras de la novela. La criatura no es nada concreto, sólo una pena con patas, un sentimiento andante que se hace las mismas preguntas que nos hacemos cada día cualquiera de nosotros. La criatura ni si quiera es, como mucha gente identifica por error, el mismo Frankenstein. Es fácil encontrar, durante carnavales, a alguien disfrazado del grandullón con los electrodos en el cuello y el peinado aplastado, cubriendo la cicatriz de la frente, diciendo soy Frankenstein. Un error o mejor dos. Se equivoca de personaje y de versión. En todo caso, siempre será lamentable imponer al futuro un contenido superficial y espectacular, teniendo originales portentosos y eternos. Si seguimos haciendo caso a famosas boutades como la de John Ford -“si tienes que elegir entre la realidad o la leyenda: ¡publica la leyenda!”- mal vamos, amigos, pues a veces las leyendas escondes trampas y pandoras que sin mentes prometeicas prevalecerán para vaciarnos y hacernos más simples, más tontos aún de lo que somos.





martes, 10 de abril de 2018




ANDRÉ BAZIN
(1918 - 2018)

El siglo momificado




Hoy es fácil apreciar cómo el pensamiento baziniano sigue muy vivo en cierto sector de la crítica, sobretodo, en el seno de la crítica menos adocenada en convencionalismos o estancada en aburridos pensamientos débiles, conmocionados con la falsa ilusión de la técnica. Los análisis más interesantes del oficio de la exégesis fílmica redundan una y otra vez en los tesoros que Bazin inventó a mediados del siglo XX, para dotar al espectador de un cierto tipo de mirada. Los referentes utilizados por los especialistas actuales se cuentan con los dedos de la mano: Walter Benjamin, Robert Bresson, Theodor Adorno, Noel Burch, Jean-Luc Godard, Gilles Deleuze e incluso Manny Farber, pero eso sí, el que no falla es Bazin. A modo de poderosos mantras, críticos muy distintos despliegan sus ideas y citan sus palabras en cientos de artículos y reportajes, unas veces con acierto, otras, de forma algo ligera. De hecho, en ocasiones da la sensación de que el nombre del angerino ha tomado un prestigio equivalente a lo que en filosofía sería hoy citar a Hegel o a Kant. La cuestión es la siguiente: dicha práctica, ¿es un acto sincero por parte del crítico de turno, una herramienta eficaz para llegar a nuevos puertos? o, ¿sólo se trata de enmascarar un vacío crítico ante una alarmante falta de ingeniosas soluciones? Sea como fuere, la sensación general es que el público lector desconoce las teorías más esenciales de Bazin y se queda descolgado en gran medida en los análisis, al ser desconocedor de la peculiar catarsis que se produce al entrar en contacto con su originalísimo pensamiento. Si hoy, como demuestran a diario los críticos más avezados, se hace tan necesaria la muleta baziniana, qué menos que acercar al pequeño cinéfilo o al disperso cinémano, una pequeña dosis del personaje y su pensamiento, justo en este preciso instante del tiempo en el que Bazin habría cumplido nada más y nada menos que cien años. 
Antes de la guerra del 39', a Bazin le gustaba leer las críticas cinematográficas de la revista Esprit. Admiraba a su fundador, Emmanuel Mounier y en especial, a uno de sus colaboradores más estimulantes, Roger Leenhardt. De este último -a quién una década después dedicaría reseñas en su famosa revista Cahiers du Cinemá- aprendió lo que, poco a poco se transformaría en una de sus obsesiones: educar al público y formar en él un criterio sólido sobre ciertas nociones del cine. Leenhardt aprendió a filmar escribiendo sobre películas, teorizando e imaginando qué podría ser el cine a través de las palabras. En aquella época, la literatura era el arte que Bazin adoraba; el cine aún no era la obsesión de Bazin. Tras su paso por la escuela Nacional Superior de de Saint-Claude, Bazin había desarrollado el gusto por la escritura, la estética y la política. Después de la I Guerra Mundial, la labor docente había una importancia trascendental para la nación gala y la mayoría de los estudiantes más brillantes asumieron la responsabilidad de reeducar a su país en nuevos principios, a través de la profunda y bulliciosa cultura humanista. En 1939, Bazin fue movilizado por el ejército francés a Burdeos, ciudad donde el joven soldado conoció a Guy Léger, un joven cinéfilo cuyos padres regentaban salas de proyección. Allí, Bazin tuvo la bella oportunidad de amar por primera vez el cine. No se sabe cómo ocurre en realidad, pero en general, sucede así: uno empieza a ir a ver películas y de forma gradual, dicha costumbre acaba transformándose en una droga adictiva sin cura. Todo aquel que ha sido bendecido por dicha maldición de la pantalla, es alguien que necesariamente se pierde durante largo tiempo en el interior de una sala oscura invadida de fascinantes imágenes, olvidando el tiempo y la realidad exterior. La idea de Antonin Artaud de entender el cine como ritual ("la época en que vivimos es bella para los brujos y para los santos, más bella que nunca. Toda una sustancia insensible toma cuerpo, trata de alcanzar la luz"), no es ninguna tontería, ninguna exageración, ningún delirio: gracias a Guy Léger, Bazin pudo ver más películas que cualquiera durante la guerra y sin duda, dicha experiencia, fue lo que en verdad le transformó en un auténtico cinéfilo. En esa época, el cine se había visto devaluado debido a la crisis que provocó la llegada del sonoro -desalentando a muchos intelectuales y artistas- aunque, el mayor cinéfilo de todos los tiempos, Henri Langlois, unos años antes acababa de estrenar lo que sería la primera sede de la legendaria Cinematheque
En 1941, el estado francés anuncia su derrota ante los alemanes y la confianza general de las tropas galas -y del país entero-, desaparece. Bazin se siente traicionado y nace en su interior una curiosa idea de salvación: si la vida no se salva por la realidad, la realidad deberá ser salvada por el cine, aunque ese cine aún esté por descubrirse. En 1942 se une al grupo Maison des lettres en la Sorbona -fundado por Pierre-Almé Touchard-, donde muy pronto, pone en marcha un cineclub clandestino. Entre los asistentes conocerá a futuros cineastas como Pierre Kast (Je sème à tous vents, 1952) y Alain Resnais, quien le prestará su proyector y su colección de films expresionistas alemanes, con tal de poder ser miembro de aquellas reuniones para poder escuchar a aquel joven escuálido tan elocuente e ingenioso, rebosante de nuevas ideas. Si algo distingue el pensamiento de Bazin de otros teóricos, es su frescura y versatilidad en el lenguaje, su extrema claridad y su estilo humorístico que dota a sus palabras de una ligereza naturalista. En cuanto alguien lee uno de sus artículos, algo cambia en la percepción crítica y las ideas preconcebidas saltan por los aires; rápidamente, el lector entiende que hay que exiliar a la seriedad y al academicismo y adoptar a la inteligencia y al lirismo como armas propias de la crítica cinematográfica. Imaginemos que el cine fuese una jungla donde enormes bestias crueles persiguieran ágiles momias; si así fuera, Bazin sería la más veloz, la más elegante, la más sencilla; una estatua evanescente imposible de atrapar que lanza su mensaje sin miedo. Cuando uno se sumerge en sus textos, siente que todo se mueve a una velocidad distinta. André Bazin sería aquella momia capaz de atravesar las corrientes más adversas de la manera más sencilla que uno pueda imaginar. A través de un sutil método inductivo, Bazin empieza a desarrollar una teorética que fascinará a generaciones y generaciones de cineastas. De esta manera, Alain Resnais descubre por primera vez a alguien que aborda el séptimo arte de una manera moderna, extrayendo planteamientos novedosos sobre filmes manidos, dejando a un lado la objetividad expositiva y enfrentándose sin miedo a las imágenes, dándoles una nueva vida, un nuevo significado; una idea inédita del cine. 
Tras la ocupación nazi, Bazin se une al grupo Esprit, donde se le encarga escribir artículos cinematográficos en sustitución de Roger Lennhardt, el cuál está centrado en el rodaje de su film Naissance du Cinema (1946). En la revista del grupo, Bazin publicará su famoso ensayo: Ontología del arte cinematográfico, texto que desarrolla novedosas ideas sobre el realismo y el tiempo en el cine. En ese mismo año, Bazin es contratado como crítico cinematográfico por el periódico Le Parisien libéré, cargo que mantendrá hasta su muerte. En 1946 colabora asiduamente con La Revúe du Cinema, fundada por su amigo Jean-Georges Auriol, donde además de él, también empezará a publicar Eric Rohmer. También colabora con el I.D.H.E.C y funda las Jeunesses Cinématographiques, a partir de las cuáles comienza a viajar por toda Europa, promocionando todo tipo de iniciativas cinematográficas, de hecho, como ejemplo, impulsará la revista Objetiv 49, liderada por Cocteau y un nutrido grupo de cineastas. Todo esto lo desarrolla a partir de la organización Trabajo y Cultura -asociación militante al Partido Comunista Francés-, en la cuál dirige el departamento de cine y donde consigue una gran audiencia de público con sus famosos cineclubs, dando charlas de cine a trabajadores y clases humildes, organizando todo tipo de eventos en relación al séptimo arte. Bazin tiene fe en la transformación a través de las imágenes, a través de la realidad sellada. También será allí, en el entorno de Trabajo y Cultura, donde conocerá a Janine Kirsch, quien se convertirá en su esposa en 1949 y la que a partir de los años 60', prolongará su legado al crear la serie documental Cineastas de nuestros tiempos junto a André S. Labarthe para la cadena de televisión ORTF y después para ARTE. También en esos años, Bazin conoce a un adolescente muy especial, Francois Truffaut, el cuál le pide una serie de favores para desarrollar su propio cineclub. Sólo tiene dieciséis años, pero su precocidaz cinéfila y literaria es exagerada. Pronto entablan una fuerte relación de amistad, hasta tal punto que en 1948, junto a Janine, Bazin consigue sacarle de un correccional en el que había ingresado por orden de su padrastro, a causa de que el joven estaba involucrado en los círculos indecentes del cine; quien diría que el cine podía considerarse una enfermedad…
En todas sus intervenciones públicas y artículos de prensa, Bazin sigue desarrollando su innovadora idea del realismo: todo lo que aparece en la pantalla del cine es real y por tanto, se trata de una victoria frente a la muerte, una salvación a través de las apariencias, a la luz de las sombras. Así, Bazin funda la idea del cine como arte objetivo de la realidad, lo cuál hoy sigue pareciendo una mera obviedad -a pesar de que el cine actual tienda vertiginosamente a lo contrario-, una bella tautología que necesariamente debía ser definida para poder entender la esencia del nuevo arte, el alma del cine. La capacidad de la cámara para poder atrapar el presente y conquistar el tiempo, casaba a la perfección con la constitución enfermiza de Bazin, quien sentía de cerca la vacuidad de su vida, la cuál, a final de los cuarenta, le sumiría en una grave tuberculosis. 
La llegada de la Guerra Fría a la psique social, divide al mundo en dos ideologías irreconciliables: Capitalismo y Comunismo. Frente a estas dos enormes mentiras polarizadas, Bazin deberá inventar un nuevo camino para conseguir enfrentarse a estos grandes equívocos que sumirán al mundo entero en una profunda confusión, en una psicosis social inoculada por los monstruos de la pasada guerra. Bazin, al ser un católico de izquierdas, es rechazado por los círculos reaccionarios y a su vez, al defender autores norteamericanos como Howard Hawks, es atacado por los círculos marxistas. Pero no sólo es marginado por ser el defensor de cierto cine industrial yanki, sino también por ridiculizar las producciones soviéticas, desvelando las intenciones puramente propagandísticas de dichos films. Hacia el final de la guerra, Bazin crea un nuevo cineclub destinado en concreto a intelectuales, abandonando para siempre la pedagogía fílmica del pueblo, centrándose de forma obsesiva en la pasión como único leitmotiv del cine: ilustrar a la elite para cambiar el mundo. El cine debe nacer del placer de hacer cine, alejado de ideologías o tesis previas. El cine es un reino autárquico únicamente posible a partir de la pasión. Así, sólo deberían existir las películas nacidas de ese amor, de esa íntima necesidad. En 1949 Bazin crea el festival de películas malditas de Biarritz, donde conseguirá reunir a importantes personajes como Welles o Cocteau junto a los desconocidos jóvenes turcos: Godard, Rivette y Truffaut. Muy pronto, ese grupo de adolescentes bohemios -junto a Chabrol y Bitsch- formarán el círculo que, con la ayuda de Bazin, renovará la crítica francesa y pondrá patas arriba la cultura fílmica mundial. En 1950, Bazin publica un artículo en Esprit comparando a Stalin con Tarzán; el escándalo es tan sonado que Bazin es expulsado de toda organización o publicación de izquierdas. 
Una noche, Chris Marker, que conocía a Truffaut de frecuentar Trabajo y Cultura, se encuentra con el joven por la calle. Truffaut le dice que se ha escapado del ejército y que su única salida es vivir la vida a lo Jean Genet. Poco después y gracias al providencial aviso de Marker, Bazin y Janine acaban encontrando a Truffaut encerrado en una prisión militar. Consegirán sacarle y le adoptarán como sus nuevos padres; Truffaut vivirá con ellos a partir de 1952. Así, simbólicamente, se fragua el motor de lo que una década después sería la llamada Nouvelle Vague. Por una parte, Bazin representó el corazón de dicho movimiento, por la otra Truffaut fue aquel que mostró por primera vez el poder de esa pasión sobre la pantalla. Se cuenta que Bazin también intentó filmar, pero los resultados siempre fueron secretos y él nunca quiso desvelarlos, admitiendo que su debilitada naturaleza le hacía inútil con una cámara entre las manos.
La realidad es impredecible: aunque 1951 es el año en el que parece que Bazin va a tener menos oportunidades para desarrollar sus teorías y proyectos -debido a los múltiples enfrentamientos bilaterales con las grandes ideologías y sobretodo, por la muerte de su amigo Auriol y la desaparición de La Revue du Cinemá-, sin que nadie lo espere, el 1 de abril de 1951 se funda Cahiers du Cinemá, por la iniciativa de Jaques-Doniol Valcroze y Léonide Keigel, bajo la dirección del propio Valcroze, junto a Bazin y Lo Duca. Se trata de una revista singular y de poca tirada, de sesgo humanista, antiestado, anticomunista y de hondos principios ontológicos y criterios radicales en la que Bazin será nombrado redactor jefe. Alrededor de él, trabajarán los jóvenes turcos. Hasta 1958, Bazin y su prole, defenderán un cine de autor en contraposición del supuesto cine de calidad predominante. Gracias a sus irreverentes artículos, muy dominados por los criterios bazinianos, los jóvenes turcos recuperaron la idolatría hacia viejas glorias hollywodienses y establecieron una nueva filosofía para hacer cine. Pronto, estos jóvenes comenzaron a realizar cortometrajes donde intentaban demostrar sus principios. Bajo la tutela de Bazin, publicaron heterodoxos artículos llenos de futuro y revolución, llenos de amor y pasión por el cine, de rabia y profunda insolencia por los antiguos regímenes culturales. La consecuencia de todo esto, todo el mundo lo conoce: de aquello surgió la Nouvelle Vague y el cine entró de lleno en la modernidad. 
El primer día de rodaje de Los 400 golpes (1958), Bazin murió de una leucemia que le había ido matando en los últimos años. Truffaut abandonó el rodaje y corrió al hospital para darle el último adiós. Más tarde diría: “era buena la vida antes de su muerte”. En aquel año, como homenaje a su padre espiritual y emocional y ayudado por Janine, Truffaut seleccionó los mejores artículos entre sus diecisiete mil páginas y los ordenó por temas o similitudes conceptuales. De aquello nació ¿Qué es el cine? (1959) o lo que para muchos representa la Biblia del cine. Habrá quien piense, en cambio, que a estas alturas, decir lo anterior es sumamente exagerado y que el mundo fílmico ha cambiado mucho sesenta años después, lo cuál parece presuponer para ciertas mentes poco juiciosas, que el material baziniano es ya objeto museístico, ineficaz para explicar la complejidad del abigarrado plantel actual. Entrando en materia, citaré a Woody Allen: “Creo que el cine ha ido por muy mal camino. Era más saludable cuando los estudios hacían cien películas en lugar de un par de ellas. Y los blockbusters son una pérdida de tiempo, no los veo, son películas muy ruidosas. El cine que importaba era el cine de los años 30' y los 40' ”. Hoy, la mayoría de revistas y críticos ignoran por activa y por pasiva las grandes ideas del cine y no construyen ni destruyen nada, sólo promocionan o describen. Hoy, esa enfermedad llamada internet ha heredado las viejas costumbres publicitarias y se ha convertido en un medio puramente promocional y sensacionalista; de hecho, las revistas del corazón y gran parte de las publicaciones culturales, siguen estrategias editoriales sospechosamente similares, convirtiendo disciplinas como el cinematógrafo en una factoría de productos o para decirlo más claramente: en supermercados dutty free. Ante eso, cito al cineasta Pedro Costa: “El mundo del cine es indecente”. Los medios, las mayors y las distribuidoras han aprovechado el vacío crítico de los últimos cuarenta años para justificar su supuesta legitimidad de hacer del cine un espectáculo vacuo, perverso y banal. Cuando gente como Bazin escribía sobre las películas, no sólo luchaba por conquistar un territorio de respeto para el nuevo arte, sino que intentaba infundir eso que hoy no está ni mucho menos en boga: la pasión por el conocimiento, la pasión por la vida. El cine es el último intento romántico que le queda a nuestra civilización para hacer pervivir el espíritu humano. No me pongo místico, no, sólo pretendo ser justo ante una macabra situación que envenena al público actual. Sin nadie al volante, el mundo del cine es hoy un destructor fulminante de neuronas y un arma de propaganda yanki, mil veces superior a la soviética. La mayor parte del cine actual -al menos el más accesible y visible- se hace en inglés y se ve en inglés. Hoy, espectadores de todos los rincones del mundo se tragan bodrios multimillonarios sobre antiguos presidentes norteamericanos o versiones de nuevas guerras de Vietnam edulcoradas con chistes y costumbres dignas de granjeros paletos y racistas megalómanos. Temas tan graves como este serían combatidos con ingeniosas propuestas y soluciones brillantes por parte de Bazin; hoy hubiera cumplido un siglo. Él no lo ha podido hacer, pero sí su pensamiento que, en fin, encarna ese espíritu lleno de pasión y entusiasmo que hoy le falta al mundo y por consecuencia, al cine. Hoy, por pura paradoja, no se cree en los poderes de la realidad, mientras se vive en un mundo con niveles de materialismo y escepticismo nunca conocidos. Si estuviera vivo, Bazin nos hablaría de la muerte, pues a él le gustaba mucho hablar de ella, pero no con un objetivo apocalíptico o pesimista, sino para reconciliarnos con la realidad perdida y devolvernos, a través de la ontología y el lenguaje, la pasión de vivir. Nos hablaría de la cuarta dimensión, del significado de los rostros, de las cosas y de su duración. Nos recordaría que no debemos tener miedo al tiempo, pues tenemos la capacidad de atraparlo para poder entenderlo y por fin conquistarlo. Destruiría el mito actual en el que vive la ciencia y refundaría las vías idealistas abandonadas a la incredulidad. Destronaría sin compasión a los supuestos reyes del mambo del negocio peliculero y santificaría a los nuevos fanáticos, maníacos y pioneros desinteresados que intentasen hacer retornar al cine a su infancia, a ese lugar sin moral donde todo se produce sin estructura previa, de una manera algo absurda, pero siempre hermosa. Bazin hablaría de la Historia y nos devolvería los conceptos de la Naturaleza y el Azar como si fuesen lanzas de luz. Fundaría una nueva memoria llena de peligros y misterios y destruiría, mediante la inteligencia del humor, todo lo accesorio. Destruiría el presente para lanzarnos a una nueva modernidad donde las posibilidades siguen vivas, danzando en el caos. Hace más de medio siglo, Bazin vaticinó: “llegará un día en el que nos habremos hastiado de estas cosechas de imágenes desconocidas”. Estoy seguro que sabría qué hacer con el desmadre que vive la producción actual y sabría leer los nuevos tiempos para adecuarlos a lo real. Hoy la nueva crítica vive ese desafío y de ahí la necesidad de mentes revolucionarias en el acto de escribir sobre las imágenes. Si Bazin viviera, sin pelos en la lengua, señalaría con el dedo acusador a las cuchipandis del mundo del cine y pondría en jaque a importantes festivales por venderse al dollar o a la chorrada matutina. Estoy seguro que hablaría del cine del amor, del cine de la dulce crueldad, en definitiva, del lado oscuro e inconsciente de las películas ("El cine es esencialmente revelador de toda una vida oculta con la que nos pone directamente en relación", A. Artaud). Volvería a los problemas de estilo, a las relaciones de las imágenes con la literatura y las artes. Volvería, sin duda, a refundar la noción del erotismo que hoy tan olvidado se tiene en pos de la pornografía; habría que volver a todo eso, replanteándolo a partir de los códigos actuales. Galopando en su grupa, volveríamos a entender con claridad los mundos oníricos y la verdadera significación de lo fantástico, de lo orgiástico, de lo amoroso. Viajaríamos por los paraísos de la fatalidad y nos sumergiríamos en la armonía de la decadencia. Todos los clichés serían revisados y el cine volvería a ser leído, al menos, con pasión.
Aún habrá quienes nada de esto compartan y sigan creyendo que los axiomas bazinianos son poco más que polvo del pasado y un puñado de hojas secas. A mi entender, el pensamiento baziniano nunca ha sido tan necesario como hoy lo es, tan actual como estas mismas líneas. La excelsa modernidad de sus escritos, no sólo es directamente aplicable a los problemas más importantes del cine actual, sino que forma un canon de ideas que rigen las filmografías más brillantes de nuestro tiempo: piensen en Serra o en Thomas Anderson, en Kaurismaki o David Lynch. Piensen en Pedro Costa o en Tsai Ming-liag, en Danielle Huillet y en todos aquellos cineastas anónimos que hoy hacen cine con aquella pasión que reivindicaba Bazin hace más de medio siglo. Tal vez, como se dice de la literatura de Homero, acabará diciéndose de él: "todo el cine posterior a Bazin ha sido una nota al pie de su obra". Habrá quien piense que dicha afirmación es falsa o exagerada, pero me ciño a lo dicho por la objetividad de lo sublime. Habrá que dejar de tener prejuicios y mirar al pasado más de vez en cuando para plantearse de nuevo, ¿qué es el cine ahora? o  mejor dicho ¿qué ha sido siempre el cine? Quizás sólo estamos atrapados en un bucle hasta que la momia vuelva a despertar.





sábado, 31 de marzo de 2018



AKI KAURISMAKI

El perro milagroso





El cineasta camina por su estudio Villealpha y piensa en lo importante que fue Godard y todo aquello a lo que se denominó Nouvelle Vague. Se acruerda de cuando lavaba platos, cuando trabajaba de estibador en los puertos de Helsinki y no puede evitar sentir esa intensidad, esa pasión que le llevó a decidir sumergirse en el cine. Entonces sale dele estudio y dice: "Llevo 20 años siendo joven, ya no seré joven nunca más, ni quiero volver a serlo'. Aún tiene en la mente vivas imágenes de sus últimas películas y algo le arde en el estómago. Sigue andando hasta un bar cercano y pronto sacia su sed con vino blanco. El camarero, que le conoce desde hace décadas, le pregunta si algún día hará una película que pueda ver en familia. Aki le responde: "Mi cine no es familiar, no me gusta el concepto familia. Mi abuelo se suicidó y yo también me mataré algún día". Luego le reprocha que hace películas con los mismo actores desconocidos de siempre, a lo que él replica: "¿Le preguntaban a John Ford por qué siempre trabajó con John Wayne? ¿Por qué cambiar de actores si son buenos? Me gustan mis actores, con ellos sólo me basta silbar". Sale del antro y camina por callejones, intentando perderse en su eterno presente hasta que se observa en un espejo tirado y roto en el suelo. Al verse reflejado se acuerda de M, el protagonista de su film El hombre sin pasado (2002). "Yo lo hice una vez. Me saqué de encima mi pasado. Sería algo bueno para todos. El pasado es una losa en los hombres, una losa terrible que nos ahoga". Al doblar la esquina entra en una galería de arte donde estrenan una retrospectiva del pintor español Eduardo Arroyo: sus colores le son familiares, sus elementos, sus figuras. Le gustan sus collages y siente una atracción hacia esa tendencia artesanal de sus cuadros. Pronto, un círculo de personas le rodea y alguien pregunta cuándo estrenará su próxima película: "Estoy trabajando en ello, y sólo puedo garantizarles una cosa: será, como siempre, una catástrofe. He hecho cine durante veintitres años y ninguna de mis películas me parece aceptable. Tenía mucha ambición, pero sólo he encontrado una respuesta: no soy lo bastante bueno. Cualquier película de los sesenta es mejor que cualquiera mía. Sin talento, la vida pierde gran parte de su sentido". Antes de irse de la galería, un joven entusiasta le alcanza para preguntarle qué películas actuales valen la pena: "No me interesa el cine que se hace. Sólo veo películas antiguas. Antes, el 99% de las películas de Hollywood eran malas. Pero había un 1% genial. Ahora sólo hay 100 malas. Yo quiero entretener a la gente sin violencia. Antes, la gente iba al cine para descansar. Henry Miller dijo que si pudiéramos frenar los periódicos, daríamos un gran paso adelante. Eso mismo pienso yo de la digitalización del cine. Destruye nuestras mentes y nuestra inteligencia, si es que tenemos aún inteligencia".
Aki camina hasta una zona de las afueras y se interna en un bosque. Allí, varias ideas le rondan: se pregunta dónde habrá quedado la maravillosa impureza del cine, la lentitud, la oscuridad de las salas de cine, los ojos que antes quedaban seducidos por los dones de las películas... y sobretodo, ¿dónde se habrá metido el silencio? y más aún, ¿por qué hoy nadie lo entiende? No entiende por qué en la actualidad, la mayoría de las películas son iguales y más grave aún, por qué razón el público acepta dicha barbaridad. Llega a un río y se agacha en su orilla. Mete su mano en el agua y saca una bolsa que el guarda en secreto para momentos como este. De la bolsa saca una botella de vino blanco y un vaso de cristal. Se sienta bajo un enorme roble y se pone a beber. En seguida se siente bien, experimentando esa sensación de libertad y asombro que solo se vive en la infancia: “Cuando yo tenía cuatro años y veía una cerilla tirada en el suelo la recogía para enterrarla. Yo era así. ¿Qué profesiones importan de verdad? A mí me interesan los que limpian las calles, ellos importan de verdad. El dinero siempre está del lado de los idiotas. Hago cine de perdedores porque me siento un perdedor. Cuando yo era joven, el surrealismo era mi religión, llegó antes que el cine. Con 16 años me apunté a un cineclub que ponía La edad de oro. Pero llegué tarde, siempre llego tarde, y me metí en el cine cuando ya estaba a oscuras. La película empezó y para mi sorpresa era lo contrario a lo que yo había leído. Pero me quedé allí, absorto. Había esquimales. ¡Esquimales! No podía ser. Era Nanuk el esquimal, de Flaherty. ¿Se imagina lo que ocurrió en mi cabeza? Creo que entre Nanuk y La edad de oro, dos de los puntos más alejados de la historia del cine, nació mi propia idea del surrealismo. Y además, con esa doble sesión, descubrí los límites del cine. Aún hoy sigo llegando tarde a todo. Lo haré a mi propio funeral y no importará, porque no habrá nadie. Yo mismo cavaré mi tumba. En los ochenta, en Finlandia, la gente quería hacer películas, pero yo quería hacer cine. Y para hacer cine hay que tener una razón. Pero el cine no es un arma política. Los espectadores no quieren lecciones. El cine te puede consolar, te puede hacer reír y llorar, pero nadie quiere lecciones. Yo intento reflejar el mundo en el que vivimos, y sin mucha suerte, intento hacerlo con risas o con lágrimas. En esto, Chaplin sigue siendo el mejor. El mayor genio del cine, no el único, pero sí el mayor”. 
Habla con un pescador que le invita a acompañarle. Durante la travesía no hablan y se dedican a escuchar los sonidos del agua. En cierto tramo, pasa cerca de grandes y humeantes fábricas llenos de extraños ruidos. Aki se acuerda de Iris Rukka, la protagonista de La chica de la fábrica de cerillas (1990). Se emociona. El pescador le confiesa que hace décadas leía sus críticas en la prensa y le pregunta si sigue haciéndolo: “Sí, sí, a veces vuelvo a escribir de cine. Fui crítico durante una temporada, pero lo dejé, las películas o me parecían una obra maestra o una porquería. No sabía apreciar nada en medio. Claramente no era buen crítico”. El pescador le dice que se divierte mucho con sus películas.Antes de despedirse en el puerto le pregunta: "¿Le parece irónico que la esperanza exista solo en las películas y no en la vida?", a lo que él responde: "Si la vida le parece decepcionante tendrá que preguntarle a ella, no a mí". 
Aki pasea por la lonja, los almacenes y se encuentra con mendigos, basureros, prostitutas y obreros saliendo de las fábricas. Muchos cuentan chistes y se ríen exageradamente. A él le parece un milagro todo aquello. Un grupo de niños juegan con una pelota en la puerta de un garaje y en un momento determinado la pelota llega a sus pies. Antes de devolverla, piensa en cómo el cine se está separando cada vez más de esa realidad cotidiana de las calles y las industrias sólo tienden a financiar evasiones tecnológicas y pobres quimeras parecidas cada vez más a videojuegos. Los juegos reales están en la calle, en el atardecer, en los gritos repentinos de la vida con las puertas abiertas. Hoy el cine tiene las puertas cerradas. Alguien las ha cerrado con un candado y ha tirado la llave a una alcantarilla. Los niños le dicen que les pase rápido el esférico, pues queda poco para que llegue la noche: "¿me estáis diciendo en serio que quedan pocos minutos de luz? Llevo 30 años estudiando precisamente eso, ¿no sabéis que no me podéis engañar? Igual parece romántico el tipo de vida que llevo, pero no lo es. Un perro callejero, que es lo que soy, es muy romántico, pero solo recibe patadas. Bueno, yo las devuelvo... Aunque estoy pensando que los perros no dan patadas, los caballos sí… Y las mulas. Como dicen los hombres antiguos, un hombre debe hacer lo que un hombre debe hacer" y le da una patada a la bola. El juego continúa. “Hay optimismo porque se lo debo al planeta y no es una broma. La humanidad ha fallado a todos los niveles. Excepto en un nivel: el humano. El de la calle. En esta calle no hemos fallado. La humanidad ha fallado, pero nosotros, los seres humanos, no. Y eso es lo único que nos queda. Más que los refugiados, somos nosotros los parias de la tierra, porque no lo sabemos, y está fatal morir siendo idiotas, incluso un perro callejero tiene más orgullo”.
Aki sale de la zona portuaria y atraviesa el barrio rico de Helsinki, observando el cielo. A veces le da envidia ver cómo pasa todo por allí arriba y recuerda a Lajunen, el personaje de su film Nubes pasajeras (1996), mientras se divierte con un papelito del suelo. Observa los suntuosos y fríos edificios del barrio, los coches relucientes, los verdes jardines cortados al milímetro. Una familia de estirados sale a pasear con su chiwawa y Aki les mira. Ellos, al verle, se dan la vuelta y toman la otra dirección: “suelo ver la falta de honestidad y la deshonestidad no la aguanto. Además, la gente rica es aburrida. Cómo vas a escribir diálogos de esa gente, preocupada por ‘qué nos vamos a poner esta noche para salir’. Si solo tienes un par de pantalones, no es problema. Y si no tienes ni uno, menos aún, aunque si has de aparecer en público, sí se plantearía el problema. Porque el sistema automáticamente reaccionará ante la falta de pantalones. Eso es una señal de la sociedad civilizada: hay que llevar pantalones. Excepto en Dinamarca, claro, porque es la cuna del nudismo. Lars Von Trier sólo se pone pantalones cuando sale al extranjero”.
Piensa en Rompiendo las olas (1996), Los idiotas (1998), en Dogville (2001), en Las cinco condiciones (2003)y en El jefe de todo esto (2006). Le parecen muy buenas. De ello deduce que los que hablan sobre la muerte del cine, en realidad no saben nada. Aki ha visto cómo el cine cambió en los 70', en los 80', en los 90' y ahora en el nuevo siglo, más radicalmente aún. “He aprendido viendo cine, bueno y malo. ¿Sabe cuál es mi película mala favorita? This is the spinal tap (1984) del comercialoide Rob Reiner. Ahora, hasta tengo nostalgia del cine americano de los setenta. La última película americana que me ha gustado la vi hace poco en la tele, 16 calles, de Richard Donner, con Bruce Willis. Me pareció una obra maestra”. Siempre ha habido crisis en el cine desde que se rechazó el clasicismo de las formas. A pesar de ello, él sabe que el secreto de lo nuevo está en lo viejo y por eso él intenta no cambiar demasiado sus formas, llevar una vida espartana y marginal, pues el reino de lo marginal es la garantía de la supervivencia y el futuro del arte. "Gracias a seres humanos y a pequeñas instituciones, aún tenemos esperanza. No vivimos en el mejor de los mundos posibles, así que depende de cada uno de nosotros que haya ese punto de esperanza. Cada uno decide si damos patadas o matamos a los que no tienen nada o a nuestros vecinos o les ayudamos con un poco de pan y vino tinto. Yo prefiero la segunda opción. Quien da, recibe, y así eres más feliz. O por lo menos se está más feliz en el último momento. El poder está en manos del capital, que está conducido por idiotas. El mundo está en las peores manos posibles. Voy a ponerme serio, aunque esto conlleve caer en la tristeza. El problema de los refugiados no ha hecho más que empezar. Cuando era niño confiaba en Europa. Hoy es una vergüenza para este continente que no se haga caso a este drama. Las potencias prueban sus armas en Siria y Putin así lo ha confirmado. Este planeta nunca tuvo tantos sociópatas e idiotas en el poder. El presidente Eisenhower dijo que había que evitar la unión entre el capital y la industria armamentística, que es exactamente lo que hoy ocurre. El principal problema es el Consejo de Seguridad de la ONU y el poder del veto allí de EE UU. Porque el resto son unos payasos. El 90% de la población quiere vivir, plantar su huerto, criar a sus hijos, y no puede. El 10% restante, son esos sociópatas que tienen el poder. La UE también tiene la culpa por priorizar la economía y por cerrar la puerta a esta gente, convirtiendo a Siria en un campo de concentración. Hay que hacer una revolución, echar a China, Rusia y EE UU del Consejo y que el resto tome las decisiones y deje claro que hasta aquí ha llegado la guerra. Esa y cualquier otra. En cuanto tengan la tecnología para enviar en cohetes a ese 10% a Marte, yo estaré encantado de pagar mi parte. Es una pena que los yanquis que tenían esta gran tradición de asesinar a sus presidentes la hayan perdido. Lo hacían con los buenos y no lo hacen ahora con los malos. Prefieren matar bombardeando a la gente de calle que está, por ejemplo comprando en un mercado de Oriente Medio. Pero esto no es motivo para rendirnos. La esperanza mueve montañas y sin la esperanza solo nos quedan los bares. Vamos a un bar. En mi vida y en mi cine no tengo esperanza. Por ello, imito a los mejores -es de tonto imitar a los peores-, por eso siempre quiero volver a Ozu, Chaplin, Bresson, Buñuel, Buster Keaton, Raoul Walsh... Sin embargo, por mi falta de talento nadie se da cuenta. Yo quiero dejar de hacer cine, pero el cine no me deja. Analizar mi trabajo es complicado, No hay nada que analizar. Hago lo que puedo y así se queda. Ruedo ensayos y ya está. Hago lo contrario que Hitchcock en el lado opuesto. Lo crean o no, una vez fui joven. Y tenía entusiasmo. Me fijaba en el surrealismo de Buñuel, o en la Nouvelle Vague y con el tiempo me hice más serio. En su conversación con Truffaut, Hitchcock decía que solo había un libro que jamás tocaría: Crimen y castigo. Yo era un joven ambicioso y prepotente, así que me pareció una buena idea llevarle la contraria. Sinceramente es una película de la que hoy me avergüenzo. Me equivoqué: la vida humana se tiene que transmitir con el humor. Rodé la versión de Crimen y castigo en 1983 sin una gota de humor, un error que no volví a cometer. Sin humor, de la sala se van los espectadores y yo mismo".
Aquí entra en una sala de cine y sale a las dos horas fumando un cigarrillo. Mira a los dos lados de la calle: ya es media noche. En ese momento recuerda su película de 1986: "Yo le copio a Jarmush y él me copia, y al final nadie copia a nadie. Somos muy viejos amigos. Incluso dos de nuestras primeras películas se llamaban de manera parecida -Extraños en el paraíso, de Jarmush y Sombras en el paraíso la mía-, por casualidad, o también porque un perro siempre reconoce a otro perro. Si pudiera hacer una película muda, la haría con perros, pero la audiencia quiere sonido. En los perros podemos confiar. No tanto en dios. El cine es un hobby caro y a los perros no se les paga, Además, mi esposa les dirige y ese día les da más besos. El mundo sería mejor si lo gobernaran los perros, incluso las serpientes. Gracias al pulgar, no somos animales. Los dejamos atrás, cierto, pero tampoco hemos llegado a humanos. Ni siquiera tenemos buen sabor, no servimos de alimento a nadie. Me pregunto qué hacemos en la punta de la pirámide alimenticia. En fin, espero que mi próxima película se titule Lassie, vuelve".
Aki entra en un bar que lleva una vieja de ochenta años. La anciana se ha visto todas sus películas. Lee libros de Macedonio Fernández y de Faulkner. Aki piensa que el cine, en el futuro, debería verse y hacerse como se leen y escriben los grandes los libros. "En Finlandia mi público normalmente está formado por mujeres muy civilizadas de más de 60 años, que ya han leído muchos libros, y algunos jóvenes, pero no hay nada en el medio. La cultura finesa depende solo de las señoras mayores, que son las que van al teatro, al cine, escuchan música… Y sin embargo, no se las respeta”. La anciana pone algo de rock&roll en la radio y los sentimientos de Aki se trasladan muy lejos de ese bar, hasta una época en la que él empezó a hacer cine como un loco, filmando los conciertos de sus amigos rockeros en El gesto The Saïma (1981) o Leningrand Cowboys (1987). Mucho ha soplado el aire desde aquello, pero él sigue sintiéndolo en las venas. "Hay que perseguir el instinto y nunca abandonarlo". A la vez, revisa una crítica que un crítico extranjero ha hecho de su último film. En él se alaba su rebeldía humanista, su bella heterodoxia, su permanente humor, su precisión, su esencialidad; su clasicismo. El articulo destaca su naturaleza innata a saltarse por la torera todas las leyes y los dogmas sobre la vida y el arte y desafiar a todo lo injusto, feo y mentiroso que habita en el mundo. Aki levanta la vista y mira cómo la anciana llena de nuevo su vaso de vino. Ella, con media sonrisa en la cara, le pregunta, como todos los miércoles, cuándo se acabará el mundo. a lo que él, sin inmutarse, contesta: "Será en 2027, porque mi carnet de conducir caduca ese año".




LA STRADA
(1954)

Federico Fellini




"Pensaba que no daba la medida de lo que debe ser un director de cine. Me faltaba el gusto por el engaño tiránico, la coherencia la pedantería, la capacidad para poder rendir y tantas otras cosas, pero sobretodo me faltaba autoridad. Todo esto estaba ausente de mi temperamento. Desde niño fui alguien cerrado, solitario, alguien al que fácilmente se le puede herir, vulnerable hasta el desmayo. Y sigo permaneciendo, a pesar de lo que la gente piense, muy tímido. Todo esto, ¿como se podía combinar con las botas de montar, el megáfono, los gritos... armas tradicionales del cine?"

F.F.


Gelsomina, Gelsomina, suena en el pueblo del corazón cuando el circo llega y ofrece una posibilidad de escapar del infierno de lo humano. Durante los años 20', un niño italiano de Rímini, sueña en salir de la ciudad y llegar a Roma; para él, el gran circo de su mente. Mientras tanto, escribe y dibuja sus anhelos y espera impaciente visitar el circo que se está instalando a las afueras del pueblo. Allí, dentro de la carpa de los sueños, la vida llega a ser una canción. Es hermosa porque le libera de la jaula y el niño, se va corriendo por la playa con un ramillete de sueños atados a la espalda. Gelsomina, Gelsomina: escúchala siempre que estés triste o perdido, me dice ese niño, pues eso es lo que aprendió de memoria en su infancia, una melodía para poder sobrevivir sobre las olas, cuando viene el frío y todo desaparece. Lejos de la playa, lejos de la orilla, donde no te dejan ser más un niño, es terrible respirar y allí es imposible sobrevivir sin acordarse de esta canción. Pero el niño sabe que Gelsomina sobrevive en el aire aún cuando acaba el espectáculo, allí donde transcurre todo lo demás. En el cine de Fellini, cuando el circo pasa, la infancia regresa, la esperanza se renueva, la ilusión crece. Y no sólo le ocurre a él, sino a otros cineastas como Alexander Kluge (Artistas en el circo: perplejos. 1968), a Elia Kazan (Man on a Tighrope. 1953) o a Frank Capra (Rain or Shine. 1930). No es fácil vivir esperando una nueva función, ya que todo se empeña en ser brutal y zafio y se va olvidando la canción; dentro de la carpa habitan los milagros y los días más bellos. Por eso, La strada es un milagro prodigioso, un gesto dirigido hacia la sensibilidad de la arena, del aire, del suelo, de la vida del amor: "Son distancias astronómicas las que separan a los hombres; unos y otros viven juntos sin darse cuenta de su estado de soledad, sin que jamás entre ellos se entablen verdaderas relaciones". La strada no es una película común, sino un silbido vagabundo que lucha por ser escuchado, una mirada sincera que te llena la boca de tesoros incalculables. La strada suena como ninguna otra cosa en el mundo, porque en sí, Gelsomina es la vida; escuchar su trompeta, es escuchar a un ángel hablando de la belleza. Así, Fellini reinventa el argumento de J. M. Barrie o digamos que lo versiona (pues Peter Pan también es un ángel), ensalzando sus dos elementos más importantes: la inocencia y la oscuridad de la vida: "Todas mis películas giran alrededor de esa idea. Muestran un mundo sin amor, en el que un ser insignificante quiere dar amor y vive para el amor". 
Fellini coloca un sueño en medio de la nada, le azota con una rama para que despierte y entonces, empieza el espectáculo. Federico Fellini posee un látigo invisible que en realidad es una sinuosa serpiente que inocula una poderosa imaginación a los seres que acaricia. El látigo de Fellini es un arma de ternura y de locura al mismo tiempo, es un canal donde se sostienen ciertas ilusiones dotadas de una peculiar naturaleza. En La strada, Fellini nos abre una de ellas, desnudándola de par en par, mostrando un fragmento de su más preciado secreto: un ser llamado Gelsomina. Ocurre algo similar con la película de Chaplin, El circo (1928) la cuál le sirvió al londinense para no suicidarse en un momento crítico de su carrera. Al igual que Fellini, Chaplin recurre al circo para rescatar al amor de las garras corruptas del mundo. A través de este film, Charlie Chaplin nos mostrará por primera vez su amargura, su oscuridad, pero también recobrará su titánico ánimo por proteger la esencia del cine. 
"Gelsomina, Gelsomina"; repetir ese nombre es como invocar la felicidad de ver algo vivo, de sentir a un corazón palpitar; un animal prodigioso bailando sin más, dando cuerda al infinito tiovivo del mundo. No hay nada igual que La strada en todos sus niveles, ni siquiera dentro de la propia obra de Fellini se puede hallar algo tan puro. De hecho, años después, estrena Las noches de Cabiria (1957) una fábula alquímica sobre una hipotética Gelsomina más basta, más escéptica, pero igual de hermosa, igual de sorprendente, con momentos líricos dignos del mejor film imaginado; pero en ella el circo ya ha pasado y su vida se ve envuelta de una dolorosa pesadilla. Por su parte, La strada se presenta como un oasis infinito en medio de aquel desierto que comenzó a ser la estética neorrealista: "El neorrealismo representó un enorme impulso, una indicación verdaderamente sagrada y santa para todos. Pero trajo consigo una confusión muy grave. Si su humildad ante la vida debía continuarse también ante la cámara, entonces ya no se necesitaban directores. Y, sin embargo, para mí el cine se parece mucho al circo". El neorrealismo nació y murió en Rossellini como Gelsomina nace y muere en La strada, nace y muere en Fellini. No hay más que hablar, sólo escuchar la melodía que también sedujo a Bergman (Noche de circo. 1953), Allen (Sombras y niebla, 1991) o Todd Browning (Freaks. 1932) donde la oscuridad y la inocencia vuelven a confluir para ofrecer un brillante secreto. Cuando contemplamos un cometa en el cielo, no nos da tiempo a verlo y anunciarlo a la vez y así, sin duda, es como ocurre con la La strada, ese ser invisible y mudo parecido a la música (Fellini filmaba como un compositor), efímero y sobrecogedor que devuelve a la humanidad su sentido, su olvidado significado; asombrados por sus imágenes, no podemos articular palabra. Gelsomina es una luz que nunca más se repetiría, a no ser por los extraños dones del cine, donde los fantasmas vuelven a la vida y las canciones regresan del silencio. Por eso tal vez, Fellini rodó Los Clowns (1970), para que últimos circenses vivieran para siempre. No hay nada como La strada, no hay nada como ese solo de trompeta que nos lleva al otro lado de la galaxia para que nos veamos temblando ante lo puro, ante lo humilde, ante el aire actuando solo para nosotros, devolviéndonos aquello que la vida real nos roba. Joris Ivens quiso filmar aquello que vive en el viento (Une histoire de vent, 1988), porque sabía que el aire se llamaba Gelsomina, sinónimo de la existencia, de la elevada vida de los espíritus nobles. Si hubiera podido, Marcel Duchamp hubiera convertido a Gelsomina en un tierno ready-made al que hubiera bautizado como "Respirar, nada más". 



miércoles, 28 de marzo de 2018




EL HILO FANTASMA
(2017)

Paul Thomas Anderson




Henry James escribió una vez: “terreno prohibido es la cuestión del regreso de los muertos en general y en particular, la de lo que sobrevive”. Yo añadiría que el destino de los grandes artistas, el de los valientes, el de los seres verdaderamente honestos, pasa por adentrarse en dichos terrenos, hoy lamentablemente desolados y abandonados por el miedo y la idiocia generalizada. El panorama fílmico mundial es en la actualidad, un bolo indigerible y en gran medida tóxico, destinado a anular los poderosos dones del cine. Uno de los héroes en esta batalla incierta del arte cinematográfico es el señor Thomas Anderson, noble caballero, docto en el oficio de despertar a las imágenes de una hibernación casi obligada por una cuestión ética. Su trayectoria, embobada en sus inicios en conceptos confusos e ineficaces, desde hace una década nos regala en cada nueva entrega una curiosa alegría, un respiro profundo que nos hace aguantar bajo el cieno, haciendo real la esperanza. Al igual que las obras de Christopher Nolan, las películas de Thomas Anderson funcionan desde hace años como bálsamos catárticos, píldoras alucinógenas, extraños conjuros. El halo de sus obras esconde trazas de materiales desconocidos que se nos revelan de formas insospechadas dejándonos asombrados ante lo que un mecanismo narrativo puede provocar en nuestro interior. Satisfacción, honor, generosidad, talento, belleza y alegría son algunas de las emanaciones que exhuman sus extravagantes e inesperadas pócimas, construidas a partir de una riqueza de elementos tal, que sólo su elaboración los supera en calidad. De hecho, todo lo que el señor Thomas Anderson toca, se transforma en un hermoso relato de curvas cerradas por las que hay que ascender si uno desea ver el paisaje total desde la cima.
Se ha hablado mucho sobre su película The phantom Thread, la cuál yo traduzco libremente como El hilo fantasma (en verdad, más exacta en todos sus niveles que el elegido para ser estrenado en las salas españolas) por un motivo de claridad y, por qué no decirlo, de justicia. Después de conocer los múltiples y variados análisis que se han hecho de la película en los medios, tengo que decir que la mayoría son insuficientes o innecesarios. También es cierto que una minoría (en concreto, cierta revista cinéfila), ilustra con acierto sus enormes virtudes y profundiza en el verdadero valor de una sofisticada pieza como la de Thomas Anderson. Tiendo a imaginar que siempre ocurre de forma parecida con las grandes obras en épocas tan trémulas como las actuales. Hoy la crítica, más que nunca, debe proteger estas obras para que no se hundan en el lodo del olvido, del masivo olvido que hoy infecta casi todo, por no decir todo. Obras como El hilo fantasma suelen pasar desapercibidas para el público inexperto y más aún, para un público insensibilizado por la violencia, la frivolidad y el infantilismo. Si no me creen, echen un vistazo a la última entrega de Steven Spielberg. La virtualidad, la fantasiosidad, la tecnología… son los mundos visuales (y conceptuales) hacia los que se está arrastrando a las nuevas generaciones (y a otras no tan nuevas que igualmente se dejan seducir), en vez de mostrar las verdaderas virtudes del cine, ese maravilloso invento donde aún es posible resistir. Thomas Anderson va totalmente a la contra de la tendencia e incluso de su propia inercia, pues se desvía en gran medida de su anterior trabajo (Inherent Vice, 2014) para embarcarse en una canoa distinta, aparentemente más sencilla pero de trayecto mucho más complejo, en definitiva, y a mi modo de entender, el más difícil de sus retos hasta la fecha. Y con esto no quiero decir que su portentosa Pozos de ambición (2007) y su más que prodigiosa The Master (2012) sean inferiores, sino al revés, pues el listón está tan alto que es difícil imaginar que el director californiano pueda rebasar los límites de dichos desafíos. La cuestión del nivel de complejidad de El hilo fantasma radica en que Thomas Anderson se lo ha puesto así mismo muy difícil y se ha batido en un duelo muy incómodo, rodeándose de formas rígidas y espacios muy limitados. En sus anteriores proyectos,  el espectador siente que Thomas Anderson es capaz de hacerle viajar por cualquier rincón de la tierra, a bordo del barco de sus imágenes, como si estas estuvieran dirigidas por el mismo Marco Polo y el tiempo fuese ilimitado e irrelevante. En cambio, en El hilo fantasma, el cineasta da un giro a sus planteamientos y se encierra en un cubo de cristal de margen mínimo, como si Houdinni intentase hacer su truco más complicado intentando escapar de una simple botella de cristal. De ahí la magia, de ahí la ilusión, de ahí el bello asombro de la hazaña. Los elementos son pocos y parcos; el ambiente es inquietante y antinaturalista. El ambiente elegido es el de la corrección y represión inglesas, el tema superficial, el de una historia de amor. Los pilares maestros son Reynols Woodcock (D. Day-Lewis) -modisto de alta costura- y Alma (Vicky Krieps) joven camarera de una cafetería. El idilio está servido y el film arranca en ese tono de película sentimental cercano a Las dos inglesas y el amor (1971) o a Sentido y Sensibilidad (1995). El ojo novato o impulsivo comete el error de prejuzgar la película colocándole la etiqueta de gótica, pues aunque la sensación inicial nos lleve a relacionar El hilo fantasma con una novela de Jane Austen o C.S. Lewis, la realidad es que su deriva nos arrastrará de cabeza hasta el género fantástico de un Guy de Maupassant o un Nathaniel Hawthorne. Así, El hilo fantasma no sólo nace de un trabajo de documentación sociológica sobre ciertos estratos y gremios de la sociedad inglesa, y tampoco exclusivamente de un estudio sobre la historia de la moda y ni siquiera de unas cuantas referencias clasicistas del cine, sino sobretodo y en gran medida, de una cosa llamada literatura, a la que por cierto, Thomas Anderson recurre muy asiduamente. 
El horror, los corazones oscuros, la ira, la venganza, la mentira, el miedo, el terror… son los ingredientes que se van añadiendo en dosis calculadas, para que el espectador entre en un  trance especial que desembocará en un ligero duermevela a través del que la mente viajará guiada por Thomas Anderson. El hilo fantasma es un secreto, un conjuro venenoso nunca mortal, pero sí eficaz en sus efectos, engañándonos hasta hacernos contemplar cosas que nunca pensamos poder contemplar, hasta hacernos vivir encerrados en lugares claustrofóbicos que nunca pensamos poder soportar, hasta el punto de conseguir amar a personajes egoístas y crueles. Por eso, quizás, por su entera ambigüedad y su hipnótico poder, muchos no han llegado a entender la verdadera naturaleza del film y se han quedado en la voluptuosidad de los sentimientos, en la ruptura de convenciones, en la anécdota final del relato. Cuando uno lee atentamente a escritores como Poe o Henry James, se da cuenta de que el final suele ser lo más pobre por muy efectista que resulte. Suele ser, de hecho, lo más decepcionante dentro de una relativa brillantez. Por esto y no por otra cosa, Thomas Anderson tiene un mérito desorbitado al haber abordado una de las verdades más complicadas a desarrollar en la obra de un artista: mostrar el proceso y la vida de la creación. De esto y no de otra cosa trata el film; esto y no otra cosa es lo que la eleva hasta la cima del arte que sólo los grandes y más valientes se atreven a explorar. Allí, en aquel terreno prohibido es donde se forja lo inmortal, lo eterno, la belleza, la verdad… Llámenlo como quieran: el cine.










lunes, 12 de marzo de 2018




RENALDO&CLARA
(1978)

Bob Dylan






I. "Al principio iba en una alfombra mágica"

Todo comienza en el pequeño pueblo de Duluth, Minnesota, donde un niño, hijo de comerciantes judíos, empieza a golpear las teclas de un piano. A los diez años, sus padres le regalan una guitarra y una armónica. Son sus primeros juguetes. Se pierde en los bosques de coníferas y escribe poemas en el aire; en las orillas del río Mississipi, sumerge su cabeza en el agua y disfruta de la música negra que llega desde el sur. A los dieciséis años se enamora de una chica llamada Echo; a ella le gusta verle tocar canciones en el instituto junto a sus amigos. Muchos años después dirá: “para ser un buen artista no hay que morirse de hambre, sólo hace falta amor, un penetrante punto de vista e intuición”. Dos de esos tres requisitos ya los poseía en la adolescencia. Aunque el amor con Echo solo dura un año, al igual que sus invisibles poesías, ella flota ya en su mundo imaginario en la frontera de Canadá. Un año también será más que suficiente para decidir que la universidad no es el camino. Se convertirá en un joven bohemio que toca la guitarra en cafés por cuatro duros. Ahora tiene una novia que se llama Bonnie, cierra los ojos y duerme donde le dejan. Mientras, se alimenta del parnaso de dioses yanquis como Hank Williams, Elvis, Dean o Brando, aunque después de un tiempo se obsesiona con una sola cosa: el cantante Woody Guthrie. De hecho, a Bonnie, a veces la llama Woody sin darse cuenta. Una noche, hace una hoguera en algún lugar de Madison y de la enorme columna de humo que asciende a las estrellas, se le aparece Woody y le dice que viaje a Nueva Jersey para hablar con él. Va a verle y se hacen amigos, cantan canciones. A los veinte años descubre el folk y lo toca en baretos llenos de chicas; una de ellas se llama Suze Rotollo, pero él aun no lo sabe. 1962 es un año muy especial para él: su nombre empieza a sonar Nueva York, conocerá a John Hammond (ejecutivo de la discográfica CBS), a Joan (quien de momento no le hará mucho caso pues ella, a pesar de su juventud, es un mito viviente del folk) y a Robert Shelton, el crítico más importante del New York Times, quien escribirá un artículo elogiando su música y abriéndole las futuras puertas del cielo. Le contrata la CBS por 80 dólares al mes y le montan un concierto en el pequeño local más famoso de la ciudad: el Carnegie Chapter Hall. El concierto es un fracaso y sólo Suze, que ya es su novia, brilla en medio del vacío. Años después él dirá: "Sé que si uno trata de ser uno mismo y nada más, fracasa y que si no es fiel al corazón y a lo que siente también fracasa”. A cualquiera le hubiera afectado el varapalo, pero él coge sus juguetes de la infancia y se va a vivir con Suze. Ella le dibuja en medio de la soledad, porque Suze dibuja muy bien. A él le gusta. Quiere que esté a su lado, pero Suze tiene otros sueños: quiere viajar a Italia y estudiar pintura. En una libreta dibuja cientos de viñetas profetizando su vida y cuando termina, Suze decide emprender ese viaje; hay algo que no le encaja o simplemente descubre que el destino de su novio es distinto que el suyo.
El joven cantante o promesa de cantante, se puso a caminar por la ciudad, quizás pensando en nada, quizás preguntándose por qué Suze se había ido. De repente alguien le reconoce por la calle y le saluda de lejos; él se le queda mirando en silencio. Cuando se quiere dar cuenta, se ve frente al famoso Chelsea Hotel y casualmente recuerda que en una de sus habitaciones murió el poeta Dylan Marlais Thomas durante su última gira poética a los 39 años -Parece ser que en aquella fatídica noche de 1953, Thomas se bebió, unas dieciocho copas de whisky de un trago. Trago largo. La leyenda cuenta que al terminar confesó "Creo que este es mi récord”. Y murió a los pocos días debido a un fallo renal. Visionario maldito, salvaje y borracho insufrible; Thomas murió como un artista eterno-. Entonces, en ese mismo instante, el joven de Duluth entendió que Thomas había intentado con la poesía, lo que él pretendía hacer con la música: encontrar una originalidad y un ritmo singular que le hiciera único. Poco después, el joven decide cambiar su apellido judío, Zimmermman, por el nombre de pila del obsesivo poeta galés, nace así Bob Dylan "Hasta que yo muera él estará a mi lado". 


II. "Yo veo belleza donde otros no la ven, esa es mi idea"

El hombrecillo (como le llama la revista Times) ha cambiado de nombre y también de productor, Albert Grossman. Empieza a dar más conciertos, escribe más canciones y saca un nuevo disco; parece otro. Ahora Joan sí le presta atención y se enamora de su música. El chico tiene veintidós años y ya gana 2.500 al mes. Para los años 60’ es el sueldo de una superestrella. El hombrecillo pasa con Joan un tiempo en la playa. Nadie sabe qué ocurre en realidad entre los dos, pero todo el mundo dice que son pareja. Suze, que hacía un tiempo se había vuelto a reencontrar con él, abandona; lo dejarán al año siguiente. Ya nadie podrá dibujarle sinceramente y el chico lo sabe: la persigue por todo Nueva York para pedirle que se case con él, pero ella no puede más. Demasiados secretos para ser tan jóvenes. Toca en el Carnegie Hall y disfraza a sus padres para que nadie les relacione -más máscaras-; nadie debe saber quiénes son los Zimmerman. Su pasado debe permanecer en el pasado. Compra un Ford Ranchera y se va de gira con sus amigos en plan desfase. El folk, dentro de él, está mutando en rock&roll. Las drogas, la psicodelia y el nuevo pop inglés, seducen su alma hacia nuevas tierras. Viajando una noche con la ventana abierta, cuenta las estrellas mientras se olvida del mundo en el que está metido, y decide bandonar las reivindicaciones folkies, la pureza, el compromiso con cualquier cosa que no sean él mismo y su música… siente que está a punto de cambiar de piel: "Puede decirse que has de morir para cambiar y que por la fuerza de tu deseo puedes volver a tu mismo cuerpo”. El conjuro está hecho. El cielo le escucha. Un día de frío, Grossman le presenta a una chica llamada Sarah, una chica zen a la que no le gustan el barullo ni las cámaras; Sarah es perfecta para guardar sus secretos. Al besarla, nace el rock en sus venas y se compra unas gafas y un par de trajes negros, una chupa y unas botas de cuero. Nadie le entiende. Su dulzura se evapora y se compra una guitarra eléctrica; sus juguetes de la infancia ya no le sirven. Joan discute con él, pero al hombrecillo que se acaba de convertir en relámpago puro, parece no importarle. Todo se viene abajo, pero él continúa y aún canta en algunos conciertos con Joan, como despedida. Tocando en Inglaterra sus nuevos temas, los puristas le llaman Judas, pero su éxito sube como la espuma en cuanto a las ventas. El rock es pura electricidad, pura energía. Un cineasta comienza a filmarle. Tiene 24 años y ya gana 80.000 dólares al mes. En noviembre del 65’ se casa con Sarah -en secreto- y estarán juntos doce años más, de los cuáles se conservan muy pocas fotos; Sarah es un búnker. En 1966, el joven relámpago ya ha vendido diez millones de discos en todo el mundo. Un par de amigos suyos se suicidan y la idea de la muerte le visita. Recuerda a Dylan Thomas. Piensa en el agonizante Woody Guthrie al que le queda poco. Joan y otros amigos le acusan de ser un interesado. Él se defiende diciendo que sólo es un artista. En verano, dando una vuelta con su moto por los alrededores Woodstock, se estrella con una valla y está a punto de morir. Desaparece durante un año, mientras tanto se estrena la película dirigida por D.A. Pennebaker, el hombre que le persiguió con una cámara desde 1965: ”Cuando vi la película Don´t look back me di cuenta de que era una película sobre alguien que no era yo. Fue un contrato con una casa de cine pero yo no formé parte de ello. Me filmaron. Cuando la vi me frustré mucho. Era pura propaganda, un panfleto deshonesto.” Tras su reaparición en 1966, firma un contrato millonario con la CBS. Ahora para "ser un buen artista" ya no bastaban el amor, un penetrante punto de vista y la intuición..., el poder del dinero era esencial. Tiene tan solo veinticinco años. 


III. "Estar vivo es ya algo importante y se fracasa solo cuando cualquiera 
deja que la muerte se apodere de él"


Su experiencia cercana a la muerte le ha espiritualizado. Se refugia en la religión, el dinero y su familia. Apartado del mundo con sus cuatro hijos y su mujer, publica álbumes como Nashville Skyline (1969) donde canta al amor de toda índole  desde la serenidad y la calma. 
Después su talento parece desaparecer y graba sus peores discos, o al menos los más vapuleados por la crtítica, como Self Portrait (1970) o Dylan (1973). A los treinta años termina su novela "Tarántula", donde queda atrapado en su propia red. El día de su publicación, miles de fans se acercan a su casa para conseguir un autógrafo, sin embargo Dylan no aparece; se dice que se ha marchado a Israel en secreto para, supuestamente, apoyar la causa israelí. Los periódicos confirman el rumor publicando una imagen del artista en el Muro de la Lamentaciones. 
Ya es un mito pero su obra está resultando un fracaso estos últimos años lejos de la CBS después de un tiempo al margen de la discográfica y tratando de producirse él mismo, en el año 1975 retoma con Blood on the tracks, el contacto con la CBS, donde también se palpa la ruptura con Sarah. Filman una película sobre una de sus actuaciones, se titula Eat the document: “Miles de metros de basura en los que yo volví a ser la víctima. Sin embargo, viendo toda esa porquería fue cuando nació en mí la idea de hacer cine, auténtico cine según mis ideas. Mi concepto cinematográfico se formó en aquellos días, aunque tardé mucho en plasmarlo y desarrollarlo”. 
A los 33 años, el chico que ya no es tan chico, empieza a tener problemas graves con Sarah. Su arte no funciona, su matrimonio tampoco. Está paralizado aunque sus discos cada vez dan más dinero. Entonces se junta con sus amigos más locos y graba el disco de su resurrección: Desire, que será el disco más vendido del artista. En 1976 se embarca en una gira hippie-piscodélica con treinta músicos (entre los que estará invitada Joan) y que bautizará como Rolling Thunder Revue, en honor a un famoso médico cherokee. Esta gira simboliza una nueva reencarnación de Dylan y esta vez, decide filmarla él mismo: “Comencé a trabajar a diferentes niveles, aunque no sabía hacer lo que quería, porque el cine era un campo nuevo para mí. Una película la entiendo como una serie de acciones y reacciones. Juegas con ilusiones. Cuando voy al cine espero que lo que estoy viendo me mueva, me sacuda, porque eso es lo que el arte se supone que es y si no se consigue, es un fracaso para el artista."


IV. "El éxito no es una búsqueda ni una meta"

¿Es Renaldo y Clara un fracaso? Originalmente la película tenía un metraje de 292 min. y supuestamente era un collage fílmico donde se mezclaban secuencias musicales de la pintoresca gira Rolling Thunder Reveu, con momentos reivindicativos sobre el proceso del boxeador Hurricain Carter, junto a secuencias dispersas protagonizadas por personajes beat y gags que podríamos definir como "chistes caprichosos del Sr. Dylan". ¿Es esto el cine para Dylan?. La película que acabamos de describir, en realidad no existe, pues esta larga versión que se estrenó en 1978, fue brutalmente aplastada por la crítica cinematográfica y ni siquiera se distribuyó, porque Dylan se vio absolutamente condicionado por la negativa acogida y, de alguna manera, se forzó a re-editar el material y dejarlo en el actual metraje de 122 minutos, en el cual, todo de lo que hemos hablado, no existe: nbeats, ni boxeador encarcelado. Nuestra imaginación juega con creer que todo esto era lo más interesante de la película, pues los restos del naufragio no llegan a sintetizar, ni por asomo, lo que potencialmente pudo ser alguna vez esta cinta. 
Desde un principio el título despista, pues Renaldo y Clara, al igual que la película de Jodorowski Fando y Lis, nos sugiere una historia sentimental de dos personajes, en cambio, esto no ocurre. Lo que vemos son una veintena de actuaciones en las que Dylan se enmascara, o se pinta como un mimo, y en las que demuestra sus dotes sobre el escenario; entre gig y gig ensambla pequeños chistes, que imaginamos restos de historias más desarrolladas en la peli original, y un pobre psicodrama protagonizado por Sarah y Joan. Fuera de las interpretaciones de los fanáticos Dylanianos, sobre que esta película es una obra maestra, solo podemos decir, siendo honestos, que lo que vemos no es más que un cuerpo mutilado que todos quieren describir con halagos y cumplidos, pero esas virtudes que se empeñan en ensalzar, no existen y no son más que producto de la mitomanía. Dylan es como sus fans: un mitómano compulsivo y, esta manía paranoide le lleva a desarrollar su  propio mito a través del nuevo montaje,  centrándolo en el psicodrama de su relación con su futura ex-mujer y su pasado amor platónico. La crítica en general se centrs en el melodrama del metraje, para justificar su contenido y por ende el título. 


V. "Renaldo&Clara trata de la esencia del hombre alienado por sí mismo 
y de cómo se sale de sí mismo buscando renacer" 


Renaldo&Clara trata sobre el amor que Bob Zimmermann siente por Bob Dylan.
La relación con Sarah estaba prácticamente terminada y los papeles del divorcio preparándose. Joan es solo una excusa de su pasado para lanzarse hacia el futuro, lo arriesgado de esta peli es que él lo filma.
Dylan ha vivido la vida de mil artistas a la vez, todos los fracasos y todos los éxitos, ha dado la vuelta al mundo tantas veces que sabe cuántas estrellas hay en el cielo pero aún así se niega a resignarse, a aceptar que su vida se ha parado "todo el mundo está encarrilado y yo sigo dando vueltas"; como artista cree poder encontrar respuestas en disciplinas fuera de la música,  así se entrega al cine cual suicida o, mejor dicho, como un niño caprichoso, ansioso por cambiar la imagen que dan las películas que otros han hecho sobre él, y que el público ha asumido, o sea, desea destruir su mito para reconstruirlo, para volver a ser invisible, pero Dylan ya no tiene secretos y el cine no miente: no comprende que a pesar de todas sus máscaras, en el cine, la verdad se revela y, sin querer, el cine nos muestra como es él.
Mientras que en la primera sequencia lleva puesta una máscara que le hace irreconocible, en el última, en la que aparece tumbado sobre la alfombra, en silencio tras el último concierto, mirando de reojo a la cámara, no existe ninguna máscara, es solo el artista, es solo el personaje, es solo el hombre, es todo a la vez. "El espíritu le habla a la carne y la carne le habla al espíritu. Pero nunca sabes bien cuál es cual. No busco la verdad; nunca la he buscado".