lunes, 8 de octubre de 2018



LO TENEBROSO Y LO FANTÁSTICO
EN EL SUR DE LA CONCIENCIA OCCIDENTAL


     




Si recorriésemos con atención el pútrido panorama que ha generado la paralítica y fantasmal industria del cine hecho en España, se podría comprobar con cierta facilidad cómo las escasas y más interesantes películas vertidas en su seno han sido también las más tenebrosas y grotescas. Será quizá una innata tendencia de los hispanos, potenciales conquistadores de la nada, el obsesionarse con la luz de la luna y las luces bajas de la terribilitá de los hombres. No hay duda de que los escasos títulos a los que uno puede referirse y con los que se puede encender una leve llama de satisfacción, nacen de la suma de una soledad enfermiza y una prodigiosa imaginación romántica. Tal vez, en la vieja península del fin del mundo, el tiempo se dignó en deternerse para los pocos a los que fue otorgada la virtud de sellar sueños en la oscuridad. Digo esto, pues la tiniebla que asola las imágenes goyescas o el sadismo riveriano, se traslada como una herencia congénita al mejor y más heterodoxo celuloide español, contradiciendo la imagen luminosa que se propaga desde siempre en el extranjero de este país conformado no sólo de áridas y desoladas estepas castellanas. Desde siempre, el gran arte hispánico fue el que se creó en las sombras, en el secreto silencio de una gruta perdida y donde nadie llega sino quizá, por la magia. Sin esoterismo alguno, a continuación enumeraré algunos ejemplos que ilustrarán esta idea que en un sentido recto destruirá aquella falacia bautizada como historia del cine español y por otro, instaurará una fisura en el concepto mismo donde esperems, se halle la pequeña verdad que la mayoría del público esconde aún sin conocer el motivo de su mentira.
Cuando en 1972 Víctor Erice realizó ese delicado filme titulado El espíritu de la colmena, no era la primera vez que en este país de ogros y traidores se realizaba una pieza de estas singulares características. Habría que consultar los manuales astrológicos para determinar cuáles son las exactas posiciones de los astros para poder predecir, con un mínimo error, la llegada de una de estas manifestaciones oníricas que tintan de una luz muy especial -y excepcional- los almanaques cinematográficos del sur europeo, contradiciendo la idea generalizada que se tiene de él; aunque en realidad, las ideas no importan si los hechos son sublimes.
A finales del franquismo -esa época lobotómica y cancerígena que esclavizó a tantas y tantas generaciones con su extrema vulgaridad y analfabetismo- Erice filmó su ópera prima -olvidando voluntariamente sus precedentes ejercicios menores- desligándose, o mejor dicho descolgándose en el interior de la gruta de los milagros, recuperando los ambientes de Tod Browning (Drácula) y su meticulosidad misteriosa, casi transformada en una ciencia patafísica. Como todo lo realmente artístico, la película no se entiende en su homogeneidad, sino más bien en su valiente fragmentación llena de caprichos y amor por la vida que se esfuerza en abrirse paso, por salir de la semilla. Al igual que en El Sur (1983), la posguerra es la base contextual de un mundo inventado y complejo, lleno de aristas imaginarias y sorpresas impredecibles. Cuando el cine se acerca a la forma del sueño, el sueño se convierte en realidad y la transferencia de la experiencia hace nacer la emoción, un asombro intravenoso que nos conecta con la gruta eterna de la que venimos, de aquella donde se cantaba y dibujaba para conectar la carne con las ánimas.
Consciente de la dificultad extrema que conllevan estas últimas palabras, no redundaré en ellas ni daré más explicaciones pues “que entienda quien pueda” como decían los viejos profetas que sintieron ser dioses. En un panorama mundial donde el cine se ha convertido en una bagatela efímera, comprendo que muchos no entiendan que el cine o es transcendente o no es. Hoy, todo es superficial por regla general, hoy todo es clónico por prudencia comercial, todo es apocalíptico por tendencia y neurótico por artificio. En el presente -que ya es decir- la película se ha transformado en un bit, o sea, en un dato más entre datos, en parte de una información que contiene un mensaje claro que nadie debe saber, pero sí consumir para ser digerido en el subconsciente hasta crear un tumor que desconecte el órgano de la sensibilidad, fruto de toda emoción, de toda experiencia vital. Alguien quiere que el público no sienta la potencia de la realidad y que en cambio crea que el cine es sólo un simple artilugio mecánico de feria para pasar las tardes medio dormidos ante una brutal máquina de hacer dinero. Sería triste y absurdo que yo escribiese lo anterior si no hubiesen existido manifestaciones que defendieran mis palabras con sus imágenes. Así, desde los inicios del siglo XX, Buñuel dio varios ejemplos al público de que el cine es posible incluso aún entre la podredumbre y aunque oscuro, puede respirar con tanta luz como el mismo sol de Saturno. Obras como Las Hurdes (1933), El ángel exterminador (1962) o Viridiana (1961) nos hablan de la supervivencia tenebrosa de la herencia romántica apuntada al inicio. La crueldad, la mentira y la perversidad son elementos naturales que la pérfida moral actual intenta maquillar con cortes de pelo y operaciones varias, con costosos lavados de estómago y de cerebro y demás fruslerías.
Todo eso palpita dentro y aparece en estos films en su forma reveladora, por eso películas como El extraño viaje (1964) de Fernán Gómez o Vida en sombras (1949) del desconocido cineasta Llobet Gracia, engrandecen la gloria de esta pequeña guerrilla que nos hace avanzar por el campo de la imaginación hasta praderas de expresión, donde la luz es distinta y distinto también, el corazón. En todas estas películas, además de las sombras terribles y sabias, aparece el cine como un personaje más, en el que la eternidad hace mella, como si fuese un animal herido que no dejase rastro, pero sí un contagioso hedor que nos obliga a abrir los ojos y esperar en la ventana a que ocurra un hecho extraordinario.
La caza (1966) y Cría cuervos (1976) de Carlos Saura, aunque en menor medida, apuntan hacia ese destino del cine sureño donde lo inverosimil se hace patente, convirtiéndose en la piedra angular de lo fantástico como género supremo del cinematógrafo. Películas como Feroz (1984) de Gutiérrez Aragón o Arrebato (1979) de Iván Zulueta, causan cierto estremecimiento similar, pues rozan ese oscuro sentimiento luminoso que despliega con auténtico esplendor el Chaplin de los primeros y gloriosos cortos de la Keystone, donde el vagabundo es menos sajón que sureño. Allí, el cine es aún inocente y tiene miedo cuando se hace de noche y aún así filma con pulso firme lo que ocurre cuando una niña se escapa de casa para tener la pesadilla más hermosa que se puede vivir en medio de una de esas llanuras castellanas, donde una vez se imaginó el oscuro libro más fantástico y tétrico de todos los tiempos y con seguridad, de los que están por venir. Aquel, también lo escribió un hombre que entre otras cosas, durmió encerrado durante años en una celda, que en definitiva es una gruta. Sus invenciones fueron así mismo grotescas y lúcidas como lo eran las palabras de los viejos eremitas, del moderno Eurípides o del poco leído Platón.
¿De dónde sacaría sus mejores historias el viejo jonio sino de gente secreta como Pitágoras?
Platón representa el inicio de la industria del pensamiento occidental, la salida de emergencia de aquel precioso lugar invadido de dudas donde las imágenes confundían a los hombres, pues todas eran sin duda ilusiones. Bellas ilusiones. Su ayuda fue tal vez errónea, pues arrancó nuestras mentes de la magia y las llevó hacia el idealismo, ese sofisticado racionalismo que acaba haciendo yermo al espíritu por mucho Hegel que se le quiera echar a la ensalada. El liberalismo que hoy gobierna a los intelectuales -por no hablar de los magnates- viene respaldado por esa tradición newtoniana-kantiana-hegeliana que parece consolar su conciencia y hacerles pensar que el mundo está en su mejor momento, simplemente porque ellos lo imaginan desde sus torres de marfil, envueltos en billetes de nácar. Platón dilapidó el pitagorismo para evitar la ambigua oscuridad que contiene en sí la vida, pero el cine, por su naturaleza cósmica y sus dotes infinitesimales, ha logrado resucitar esas imágenes que nos concilian con nuestra verdadera naturaleza imperfecta y contradictoria. De hecho, las historias nunca podrán ser perfectas si no son fantásticas. Lo fantástico es en realidad el género propio y único del cine, por lo que aquellos que se quejan de la falta de lógica y linealidad de ciertas películas estarán -o están- equivocados por un hecho que es más de perogrullo de lo que parece a primera vista. Si nos trasladamos al mundo de la literatura, podremos comprobar que también los autores más oscuros y fantásticos son, por regla general, los más talentosos e interesantes: ya sea Swift, Carrol, Hawthorne, Rulfo, Borges, Onetti, Gabriel Miró, Cansinos Assens, Gómez de la Serna, Guy de Maupasant, Oscar Wilde, Novalis, Poe, Isidore Ducase, De Quincey, Torrente Ballester, Juan Benet, Dante, Shakespeare o Cervantes. 
La literatura es una ola que fecundó y fecunda a todas las demás artes y que -por pura vanidad o ingenuidad- ellas siguen negando de forma infructuosa. El cine fue la última de las artes que tuvo el lance de digerir las palabras para crecer y transformarse en un ente autónomo. Cuando hablo de películas españolas como la buñuelesca Un perro andaluz (1929), La aldea maldita (1930) de Florián Rey, La torre de los siete jorobados (1944) de Edgar Neville o El verdugo (1963) de Berlanga, intento agrupar una constelación invisible de tentativas imperfectas, pero eternamente valiosas, que comparten esa noche sin luna donde aparece lo impensado, al igual que en los cuadros de Velázquez representan un lugar donde todo se hace intermitente e incierto, pues la materia vacila y se interrumpe en el ojo para introducirnos en el mundo de la emoción del movimiento. 
Películas como El desencanto (1976) de Michi Panero y el joven Chávarri, El encargo del cazador (1990) de Joaquín Jordá, Los motivos de Berta (1983) y Tren de sombras (1997) de Jose Luis Guerin persisten en la misma idea de ser meteoros aislados de lo colectico, puentes metafísicos de la imagen y del pensamiento cuando este se libera de la memoria y es libre para temblar sin cerrar los ojos. En 1983, Víctor Erice intentó rodar una película que aunaba todas estas ideas y que hubiera sido, si le hubieran dejado, la síntesis de esa idea romántica y mágica que solo nace en el sur de occidente por razones, imagino, inexplicables. La podredumbre y corrupción de la industria cinematográfica española impidió que Erice rodase la segunda parte de El Sur, un lugar donde la promesa de la luz y el péndulo iban a sellar un hito del arte fílmico que nunca fue y que tal vez, nunca será, pues el tiempo nunca es el mismo y los trenes desaparecen en la oscuridad. La película, a pesar de su grandiosidad, adolece de su estado incompleto y reclama, en el devenir de los créditos de despedida, una cura de su deformación pues la magia queda suspendida en el aire, hecha un engendro viviente que no sabe cómo seguir respirando; por ello El Sur es y seguirá siendo una película amputada, un fragmento inconcluso que no llega a sumirnos en el sueño total, como si alguien nos despertase en mitad de la noche y no supiéramos si estar contentos o llorar desconsolados. Menos mal que Erice tuvo la generosidad de explicar en una entrevista postrera, las esencias de esa segunda fantasmal parte que nadie nunca podrá ver y que morirá en su mente como un gusano revoltoso, como una luz amarilla que aún llena los huecos de la imaginación de esta tradición suicida que pervive en la mala España de siempre. Como si fuese una conjura de necios sin alma, en 1998, Erice se volvió a quedar varado por culpa de otro productor insensible y perdiguero, y su último gran proyecto -en el que había trabajado al menos más de cuatro años- La promesa de Shanghai, no llegó ni siquiera a iniciarse. Victor Erice, a pesar de su escasísima obra, ha seguido manteniendo vivo ese espíritu nocturno del cine sureño occidental a través de sus textos y sus entrevistas, convirtiéndose en una especie de iluminado de habla lenta y grave, muy parecida a la sintaxis de Benet -otro grande- con el que tanto comparte, tal vez sin saberlo.
Truculencias a parte y para corroborar mi teoría sobre ese cierto cine español que flota camino del horizonte, desperdigado pero firme -confirmando su fe en la balsa de lo fantástico-, apuntaré como ejemplo de la supervivencia de esta aún viva tradición Historia de mi muerte (2014) de Albert Serra, película que congrega todos los elementos y modernidades varias, para demostrar que en sur de Occidente aún pervive una raza obsesionada por la sombras, que cree en un género único que hace del cine un verdadero y necesario sueño.






jueves, 28 de junio de 2018




LA MATANZA DE UN CIERVO SAGRADO
(2017)

Yorgos Lanthimos




"Ya estamos más allá del final. Todo lo que había sido metaforizado, 
ya está materializado, sumido en la realidad".

J. B.



Llegó la hora de hincarle el diente: desde hace más de una década, el cineasta griego Yorgos Lanthimos ha estado mandando señales inequívocas de su firme intención de conquistar el arte cinematográfico, esa rara disciplina donde todo parece converger, compuesta por luz y tiempo; la luz, portadora de la vida de las sombras, el tiempo, padre del movimiento. A Lanthimos siempre le ha atraído la relación de las formas en el espacio y así, desde su primer film reseñable (Kinetta, 2005) ha intentado invertir las rutinas y convenciones de los cuerpos a través de varias formas de fuerza: la primera, a través de la fuerza física, utilizando como elementos básicos la carne y el lenguaje corporal. Así, en la enigmática Kinetta (topónimo de una ciudad costera a orillas del golfo de Mégara) se concentra en filmar misteriosas peleas fingidas, como si fueran ensayos de violencia deliberada dignos de una obra de teatro que se confundiese con la vida. En la película, el personaje principal es una especie de filmaker amateur que intenta captar dichas escenas (al estilo del apasionante personaje de la película The nightcrawler, 2014) con el único fin de acercarse a la perversidad de las relaciones entre las personas, llegando a un punto de crueldad artaudiano que metaforiza el dolor y el sin sentido a través de los gestos y el silencio. 
El otro tipo de fuerza utilizada en su obra es la del lenguaje. En 2009 realizará su película canónica Kynodontas, excéntrico cuadro familiar lleno de transgresión y absurdo con el que el autor consigue que el misterio se instale en el delirio con poderosa eficiencia, ofreciendo una imagen quimérica de la existencia cotidiana, la libertad y la conciencia de realidad. Al incluir las palabras como ejes de juego, su cine se revela como una suerte de sublime galimatías donde las percepciones se confunden en los significados, demostrando que, en gran medida, el mundo que conocemos no es más que un relato que nos hemos creído o que hemos asumido a través de un tipo determinado de educación y de entorno. Las versiones oficiales no sirven para explicar el mundo de Lanthimos, por eso el público se ve obligado a busca una deriva mental hasta despertarse en medio de una rara incertidumbre, buscando la salida de enigma imposible, repitiéndose sin parar; "¿qué estamos viendo?". 
El desvelamiento de las mentiras, la perversión y los bajos instintos nos hacen descubrir todo el pastel, un pastel que incide en la conciencia del espectador como una aguja afilada: las personas no somos más que animales salvajes. Claro que no es este un discurso exclusivo de Lanthimos; visiten si les parece las obras de Apichatpong Weerasethakul o Bruno Dumont y notarán dicho desenmascaramiento de las apariencias, muy típico en ciertas derivas del cine contemporáneo. La diferencia que ofrece Lanthimos ante el espiritualismo del tailandés o el jansenismo progre del francés, es que él hace circular sus mensajes a través de individuos trastornados y no alucinados, enfermos y no mesiánicos ni demoníacos o fantasmales, lo cuál mantiene una sensación más terrenal, más mundana, lo cuál hace de su cine una reinterpretación posfreudiana de las relaciones personales. Lo que ocurre por ejemplo con el cine de Bruno Dumont es que en demasiadas ocasiones, se convierte en simple fábula decadente o en el caso de Weerasethakul, en un misticismo algo frágil y evanescente. Con ello no quiero encumbrar a Lanthimos por encima de ellos. Los tres son magníficos ejemplos de ese cine manierista y subterráneo que anuncia un arte radicalmente nuevo en medio del adocenado status quo actual, lo cuál no impide apuntar ciertas debilidades que no siempre llegan a ser  satisfactorias. 
Kynodontas, al igual que su sucesora Alps (2011), trabajan a partir de desviaciones de la mente que provocan curiosas grietas en la realidad convencional y en el sentido común, consiguiendo situaciones surrealistas o definitivamente absurdas que marcan un estilo muy personal. De hecho, el  juego que establece entre las palabras y el lenguaje le hace digno heredero directo de cierto cine de Buñuel y también, por qué no, del de Otar Iosseliani. Dicha veta sádico-lingüistica llegará a su clímax cuatro años después con The lobster, un film donde Lanthimos abandona el minimalismo de la puesta en escena y los espacios reducidos, para lanzarse a crear una película de gran reparto donde, por vez primera, mezclará a sus ya conocidos y extraños personajes ionesquianos, junto a grandes estrellas de Hollywood (Colin Farrell), lo cuál provocará un gran choque de dimensiones que cortocircuitarán de golpe la red neuronal del público. The lobster es una película bisagra que nos transporta del indescifrable mundo de Lanthimos, a los misterios -aún mayores- del nuestro. Pues The lobster se presenta inicialmente como el último intento de curar los males mentales que perturban a los seres humanos en estos tiempos confusos donde ni siquiera el amor parece ser posible en medio de la neurosis y la depresión. Para regatear todo este quilombo, Lanthimos nos propone senderos oblícuos y escarpados, llenos de innumerables sendas que se bifurcan hacia jardines aparentemente hermosos; en realidad, paraísos que esconden esclavitudes de otro tipo y que sin poder evitarlo, provocan la parálisis del alma. Todo el cine de Lanthimos trata de eso, de una liberación (del cuerpo, de la mente, del lenguaje, de la educación, de la familia, del Estado...), de una lucha incansable por huir con un solo objetivo: encontrar a alguien que ofrezca un poco de amor. Los personajes del cineasta griego son seres deshabitados, vaciados de sentimientos; falsas caretas que esconden miedos inconfesables. El regreso a lo salvaje, a la exteriorización de la metáfora parece la única salida posible; hay que escapar del teatro social para reactivar la lívido que de nuevo nos haga auténticos. Así, parece ser que sólo en la clandestinidad de la Naturaleza volvemos a ser libres o mejor dicho, a ser nosotros mismos, o sea, lograr ser lo que somos y no lo que creemos ser o lo que hemos aprendido que somos. Ya lo dijo el poeta Heinrich Heine: "raramente me habéis comprendido y raramente yo os comprendí, sólo al encontrarnos juntos en el barro, nos hemos reconocido".

Toda la obra de Lanthimos es la puesta en duda de todo código, de toda ideología, de toda clase social. De hecho, todos sus films parecen experimentos sociológicos filmados en un laboratorio. Su ojo clínico intenta diseccionar los sentimientos y las emociones, alambicando el miedo que nos aleja del bosque, obteniendo cristalinas gotas de un bálsamo lleno de secretos. Su obra aparece regada con toda la fuerza de dichos secretos, como si el director poseyese un libro único e inédito donde se contase la historia de la humanidad, pero de manera distinta, con el cerebro dado la vuelta y los ojos cruzados; debemos cerrar los ojos para conocer la verdad. Los clichés, estereotipos o tópicos comunes están desterrados de sus imágenes y sus sonidos y con ello ha conseguido de forma gloriosa, que el espectador se asombre de nuevo al descubrir una mirada original ante un mundo que cada vez sentimos más viejo y roído. Lanthimos da la sensación de haber encontrado una veta áurea e ilimitada donde la sorpresa argumental se mezcla con la sensorial. Lo que en un principio parece caer en lo psicológico, sólo trata de un puñado de juegos de palabras que mantienen despierto a ese público adormecido por las memeces de las producciones comerciales. En su cine no aparecen gánsters ni pistolas, no existe el dinero, la ambición material o la venganza (el ojo por ojo) tan predicada por las producciones yanquis. 

En 2017, Lanthimos estrena no sólo una nueva película, sino que funda un nuevo sendero en su carrera. Es extraño que la crítica general no haya valorado positivamente su nueva propuesta: La matanza de un ciervo sagrado. Tal vez, se haga fácil menoscabar su valía por el hecho de que Lanthimos haya construido este último film de una forma más mainstream de lo acostumbrado, pero aviso para navegantes: no se dejen embaucar por las apariencias. Es cierto que la forma que el cineasta heleno ha elegido para su último trabajo es distinto, más parecido al de otros, pero eso no quiere decir que haya claudicado como tantos lo hicieron al acercarse a la estética hollywoodiense: eminentes cineastas como Kar-Wai Wong, Jean Renoir o Milos Forman, fracasaron en sus aventuras norteamericanas, devaluando su cine a fáciles fórmulas o estéticas blandas y tontas, hasta el punto -en muchos de esos casos- de acabar destruyendo carreras artísticas prometedoras. No es este el caso de Lanthimos, el cuál no sólo pega un salto estético sino conceptual en su cine, sacrificando de manera inusual su propio código, zambulléndose en uno nuevo, tan fascinante o más que el anterior. Para ello, abandona las paradojas lingüísticas, el teatro corporal y su tendencia performativa, para hacer de su película, entre otras cosas, un trasunto de la obra de Stanley Kubrick. Sé que esta afirmación es harto escandalosa, pero explicaré los motivos a continuación. 
La matanza de un ciervo sagrado no es una versión ni una adaptación de film alguno de Kubrick, sino que es una condensación de ciertas estéticas y obsesiones del director niuyorkino. Cuando el espectador ve la película apenas lo percibe, debido quizá a la hipnótica e inquietante trama del relato, digna de un cuento de Poe o Maupasant. Pero al final del visionado, cuando uno intenta entender por qué le resultan tan familiares ciertas escenas y movimientos de cámara, cae en la cuenta de inmediato de que se trata de un sucinto homenaje, al menos por partida triple, de la obra de Stanley Kubrick: los grandes angulares mezclados con interminables travellings por pasillos de hospitales nos llevan sin solución de continuidad hasta los pasillos de otros hospitales recorridos (veinte años antes) por Tom Cruise en Eyes Wide Shut (1999) o a los corredores de moqueta, surcados por el triciclo de Danni Lloyd, el niño telépata de El resplandor (1980), los cuáles siempre conducen a visiones terroríficas que nos hablan de otro mundo, de una existencia que estremece. El terror es uno de los nuevos elementos trabajados por Lanthimos -dejando a un lado su insistencia sobre la neurosis y la angustia-, pero no sólo procedente de la obra de Kubrick, sino también del ambiente de Carretera perdida de David Lynch o de la inquietante sensación de El ladrón de cuerpos (1945) de Robert Wise. La historia del cine está empezando a recorrer las venas de la obra de Lanthimos, lo cuál no le hace ser menos contemporáneo o menos original, sino al revés. En el pasado se encuentra la novedad, en el futuro, sólo existe el vacío, el cuál desde hace más de veinte años, ha paralizado las ricas vetas del arte cinematográfico. La inclusión del personaje de Nicole Kidman como esposa de Colin Farrell en el film, nos da más que una pista para que descubramos la imagen especular que Lanthimos propone con la obra kubrickiana, regresando a su vez a los problemas sexuales, confesionales y sentimentales que ya fueron abordados por el de Manhattan. Así como en Eyes wide shut la trama surge de este tipo de problemas, Lanthimos parece utilizarlo morbosamente (necrofilia) como una distracción, un anzuelo donde público pica sin problemas, sin advertir que la película marcha por otro lugar muy distinto.
En La matanza de un ciervo sagrado Lanthimos también se deja influir por una cierta violencia kubrickiana llegada directamente de la efectista La naranja mecánica (1971), donde los abusos y el uso de la violencia física como medio se instalan como predicado de una ecuación irresoluble. Lo que Lanthimos instala es una paradoja sin respuesta en la que el sacrificio mortal es una obligación para detener un demoledor devenir de acontecimientos. Al introducir un elemento mágico -como ya Kubrick lo hiciera en su magnífica Miedo y deseo (1953)- el relato queda condicionado por dicho elemento, el cuál se erigirá como soberano de la ficción, otorgando a lo fantástico la batuta de su mundo.
Por vez primera, Lanthimos se traslada del corrompido mundo de los adultos, al incierto e imaginativo reino de los niños. Estos, en La matanza de un ciervo sagrado, se establecen como la piedra angular del film, representando, de alguna manera, el elemento sobrenatural dentro de un extraño realismo que el cineasta griego comparte, por ejemplo, con la última entrega de Thomas Anderson, El hilo fantasma, también estrenada en 2017. Desde hace tiempo, se está forjando un tipo de películas fuera del formalismo puramente estético y se está entendiendo que la originalidad se basa en gran medida en la innovación de la narrativa y no tanto en la de la imagen. En un mundo hipervisual donde todo parece posible a nivel técnico y donde la industria progresista amenaza al cine con la invasión de un ejército de hologramas en sustitución a las sombras de la pantalla, las nuevas narrativas y no tanto las nuevas imágenes, son las que parecen estar abriendo un verdadero camino lleno de milagros y emociones a través de sugestiones y evocaciones que seducen a un público desacostumbrado a dichas delicias. Lo que está fuera de campo pasa a ser lo importante, lo invisible, vuelve a ser la clave del cinematógrafo. Ozu, Bresson, Cassavetes, Erice, Browning, Flaherty... en este caso Kubrick como punto de partida; el gran cine sólo puede resucitar a través de otro gran cine. Todo indica que la modernidad sigue viva, pero para ello, no queda otra que echar la vista atrás con fino criterio y encontrar las claves de este arte que parece -en demasiadas ocasiones- desvanecerse y encontrar a los verdaderos manieristas del pasado, experimentadores, no de tendencias, sino de palpitaciones personales e intransferibles que hicieron grande y eterno a la poesía de la pantalla. Cuando se acaba el espectáculo comienza el arte -y el espectáculo ya huele a podrido desde hace tiempo-, el arte con mayúsculas que hoy sigue sepultado por la banalidad, el infantilismo y el relativismo dominante, pero que respira y fluye por obras como la de Lanthimos, quien ha cambiado de dirección para demostrar que la riqueza del cine se basa en sus usos, no en sus convenciones. Abajo los géneros, arriba los autores.
Así, en La matanza de un ciervo sagrado, Lanthimos instala la fuerza de gravedad en un joven misterioso que funciona como una esfinge griega, con lo que también recoge materiales de la gran tradición clásica. La mitología cuenta cómo la esfinge solía detener a los viajeros y plantearles acertijos; si estos no los solucionaban, la esfinge los mataba. A partir de dicho ser mitológico, la palabra "esfinge" se utilizó para designar a las personas difíciles de entender o que hablan mediante enigmas. El personaje de Martin, es la esfinge de la película de Lanthimos y a través de él, se construye un relato fantástico de magia negra donde el tema de la muerte se abordará desde muy diferentes dimensiones, poniendo al público (y a Colin Farrell, de nuevo protagonista de un film de Lanthimos) contra la pared durante gran parte de la cinta, destruyendo sus códigos morales y haciendo desaparecer la líneas que delimitan los terrenos del mal y del bien. Es muy llamativa observar que el joven Martin posee una cierta similitud con el personaje de la serie El pequeño Quinquin, similitud que conlleva un hecho milagroso, ya que esos dos personajes representan lo extraordinario de una manera naturalista, lo cuál es muy poco común. Ambos son presencias maléficas y santas al mismo tiempo, seres habitados por energías sobrenaturales que nos revelan la contradicción humana y el sin sentido de la banalidad; como si desde el más allá alguien nos enviase un mensaje con solo mirarnos. El rostro de Martin -al igual que el de Quinquin- son presencias en sí mismas, enigmas estremecedores que sitúan al público ante frágiles cuestiones que nos convierten, por momentos, en malvados, de la misma manera que en Eyes wide shut se produce un instante en el que el espectador experimenta una curiosa catarsis, al darse cuenta de que se ha convertido en cómplice de un acontecimiento terrible, comparsa de una oscura crueldad, sabedor de un secreto nefasto o en todo caso, inconfesable. 
Después de todo, algún lector podrá concluir que en definitiva, Lanthimos no es más que un plagiador inmoderado y que su obra carece de un valor especial. Lo repito: son todo apariencias. Cuando uno profundiza mínimamente en este maravilloso universo y es capaz de detectar la riqueza que las referencias aportan a la obra, se entiende a la perfección que Yorgos Lanthimos es un artista de un talento inclasificable, un cineasta que se hace así mismo y que es agradecido con sus influencias, poniendo en duda incluso su personal sistema de representación para cambiarlo por otro distinto y a su vez, triunfar en él de manera rotunda. Alguien dijo una vez que la originalidad consiste en querer hacer lo mismo que los otros, sin lograrlo jamás. Eso es el estilo, eso es el estilo de autor.





viernes, 15 de junio de 2018





HOLLYWOOD II

De adormideras y opiáceos










"Recorrer todas las disciplinas para alcanzar el enigma de su objeto. 
Utilizarlo de un modo transversal, alusivo, metafórico, elíptico, irónico. 
No realista, ni objetivo, ni metódico, ni referencial. 
¿Acaso el análisis no es en sí mismo una parodia de su objeto? 
Pero éste tampoco es el soporte ciego de la interpretación. 
Aquello de lo que podríamos liberarnos una vez 
que hubiera desvelado su sentido. 
Algo en él se ríe de nosotros y nuestros análisis".


J. B.


El cine de gran taquilla parece establecerse como una ingeniosa invención psicopolítica necesaria para hacer que el concepto de miseria humana se naturalice en la mente del público. Hoy, más que nunca, la industria yanqui juega el papel propagandístico más terrible de la historia de la humanidad y en seguida, explicaré por qué. Muy alejado de las escuelas del despertar socráticas, el sistema anglosajón de sometimiento cultural trabaja por adormecer todo lo posible al consumidor occidental a través de una serie de ficciones que llevan sorpresa. Se trata de algo parecido a la mecánica de un huevo kinder: lo abres con emoción, lo saboreas con prisa y montas el estúpido juguete que viene en el interior hasta quedar extasiado observándolo, sintiendo su alarmante y grave banalidad. El espectador común se traga hoy una cantidad de porquería angloparlante tan llena de mensajes y reglas de conducta subliminales de una toxicidad tan abrumadora que no comprendo cómo no instalan vomitorios en las salas de butacas. Nos están friendo los sesos a fuego lento, sin darnos cuenta. Claro, ellos juegan con lo fácil, con la técnica de copar las carteleras mundiales de mierda de la buena para que el público, elija lo que elija, se embriague del frasco del tío Sam y que así aprenda la maliciosa idea del mundo que aquel imperio de granjeros fanáticos y brokers sin escrúpulos desean perpetuar hasta tal punto que nos transformemos en lo que ellos quieren y no en lo que realmente somos. ¿Qué somos? Ahí está la verdadera pregunta de partida, una cuestión que debemos resolver y cuya respuesta no se parece nada a la representación de la realidad que ofrece la industria hollywodiense. Por eso, convencido de la eficacia del pensamiento como herramienta de inversión, me propongo absorber la negatividad y el escepticismo de este tipo de películas e intentar alentar una nueva resistencia ante la abrasadora barbarie que va acabando con las sensibilidades, agotando las neuronas y sobre todo, adormeciendo a la sala de butacas cada vez más acostumbrada a ver una y otra vez la misma chorrada, construida con la misma ideología ofensiva, obscena y pobre. 
Por ejemplo, Reservation Road (2007), un film que trata sobre un adulto que atropella a un niño y no es capaz de asumir el accidente, escondiéndose y mintiendo. Podríamos pensar que se trata de una historia de redención, pero bajo dicha apariencia, emerge el sucio mensaje del miedo, hasta tal punto que, el protagonista y culpable de la cinta, Mark Ruffalo, acaba suicidándose al no poder soportar la carga, ¿qué es lo que se transmite? Miedo puro. Un año después nos encontramos con Fools Gold (2008), un film tropical donde los haya con un Matthew McConaughey cachas y morenito que es un buscador de tesoros que está a punto de divorciarse de su mujer y que al mismo tiempo, está metido en un lío con unos mafiosos. Bomba de relojería: se presenta, una vez más, la idea del paraíso en el que el dinero es el único leit motiv posible y donde la falta de amor es tal que los personajes se transforman en neuróticos y mentirosos compulsivos por el único motivo de finalmente, pegar el pelotazo. Llegar a ser ricos y cachas son dos de las motivaciones que el cine norteamericano presenta a la psique moderna como sustitutos del bien, la belleza o el conocimiento. El sistema de sustitución de valores y de significados que desarrollan las técnicas de propaganda fílmica yanki no tienen fin, pese a su tosquedad y simplonismo. El "conócete a ti mismo" platónico, se transforma en un "enriquécete a ti mismo o muere” o en un “mira cómo se enriquece otro mientras tú te atragantas con las palomitas”. Para más inri, en 2016 Matthew McConaughey -que por otro lado es considerado en Haymmuvis como un gran intérprete- protagoniza un film llamado Gold, donde un buscador de vetas de oro realiza un enorme simulacro para cobrar un seguro. De nuevo la mentira encarnada en una misma alma, por no mencionar la insoportable El lobo de Wall Street (2013), donde el actor texano también realiza un papel relacionado con los negocios y el poder del dinero; ¿casualidad? No, Hollywood. Las películas en sí son aburridas y las tramas no tienen apenas interés, proyectando así una especie de humo lumínico que entra por los poros y que entumece el cerebro hasta paralizarlo. Uno de los objetivos hollywodienses es el de conseguir la parálisis interna de todos los sentidos a través de la mediocridad, no de la exaltación. 
La destrucción de la individualidad es una de las consecuencias de esta psicopolítica de la destrucción humana. No exagero, si no, vean A single Man (2009), una basura astronómica del diseñador Tom Ford de tal calibre que uno se pregunta dónde quedó la dignidad y el buen hacer de aquellos que en el pasado se colocaban detrás de una cámara. Es cierto que el intrusismo en el cine, de un tiempo a esta parte, se ha reproducido peligrosamente y que dirigir películas se ha transformado para el famoseo vario, en un capricho caro que no está del todo mal visto. Desde que la crítica cinematográfica no incide realmente en el séptimo arte -y por tanto nadie pone orden y gobierna un todo vale-, los monstruos de las tinieblas se han desatado y han desarrollado una filosofía superficial y una inutilidad artística que ha enraizado en el ejercicio de la visión, o mejor dicho, en el trampantojo de lo real. El arte es lo que hacen los artistas, si lo realizan otro tipo de sujetos, nacerá una cosa distinta. Por eso, aparecen películas como Thor. The dark world (2013), una historia épica y fantástica que se remonta a los dioses oscuros de las mitologías más antiguas de Europa y que desacraliza todo su poder, encauzándola a través del imaginario del cómic, hacia un torbellino de aventuras donde Thor no cesa de propinar mazazos a diestro y siniestro para defender el universo; fascinante. Esa es otra, el tema de lo apocalíptico, la idea del final de los tiempos, la popular destrucción total que, a su vez, imbuye otra idea en la mente: la vida es efímera, nada significa nada y por tanto, qué más da aburrirse en una sala oscura pagando un pastizal, si mañana todo se irá al carajo… yo me levanto cada día y abro la ventana. Mientras el sol me ilumina la cara, pienso en cómo ese inocente hecho demuestra la imbecilidad de la falsa idea del fin, de la supuesta tragedia humana. Seguro que la vida en la Tierra no es eterna pero, ¿en realidad alguien se puede tragar que en dos días todo va a saltar por los aires? Peores cosas se han vivido en los cuatro mil años que llevamos de civilización y muchos peores dramas habrán ocurrido en las olvidadas y desconocidas civilizaciones que nos precedieron. Y aquí seguimos, con la entrada del cine en la mano, dispuestos a ver pavadas como She’s funny that way (2014), una película de Peter Bogdanovich -que podría ser del último Woody Allen- donde demuestra que no sólo una aguda cinefilia puede hacer a un cineasta y que a pesar de una vida haciendo cine, un director no tiene por qué aprender cuál es la esencia de su oficio y ni siquiera, rozar el arte de lo real. La película es para vomitar: frívola, sosa, sin talento, sin ritmo, sin gracia… los yankis, desde los hermanos Marx, no tienen ni idea de lo cómico y no es una exageración, y si no miren las agonizantes películas de Jerry Lewis, quien en sus mejores momentos (The bellboy, 1960) no es más que un simulacro de lo risible. El cine norteamericano ha perdido la cabeza y se parodia a sí mismo, como el dictador que se burla de sus propios defectos para compensar el hecho de que él mismo no permite que nadie más lo haga. La autoparodia de la representación yanki da pena y sueño, sueño del malo, del bostezo frente a los clichés y el infantilismo desbordante. Pero esperen, cuando se ponen serios, son peores aún, pues como he dicho al principio, tienen la fea manía de inventar películas sobre el miedo, para infundirlo, para generar una mecánica de imitación en la que el público o parte de él acaba viéndose reflejado. En Secret in their eyes (2015) se habla de un asesinato realizado por un personaje inmiscuido en tramas terroristas. Coctel molotov; dos pájaros de un tiro. Violación, asesinato y terrorismo. Quién da más. Además nos sacan a Julia Roberts entremedias y nos distraen con su amable presencia para dulcificar la cosa. Por otra parte, el protagonista es Chiwetel Ejiofor, actor afroamericano que compensa la eterna maldad de los caucásicos. Estrategia fatal. Al final de la cinta, la santa Roberts acabará haciendo lo que la venganza le dictó desde el primer día, tras descubrirse al asesino de su hija. La película no nos muestra ningún misterio, sólo un petulante rodeo para justificar el famoso y descerebrado ojo por ojo bíblico. Hoy, por otro lado, me resistiré a comentar la vena fanático-religiosa que predica Hollywood, pues es tema para extensas reflexiones; sólo un apunte: el miedo, de toda la vida, lo inventaron las religiones. 
Hollywood es una secta a la que el público paga encantado, creyendo inocentemente que consume entretenimiento. Para que nos entendamos: ir a ver una de sus películas, equivale a entrar voluntariamente en una iglesia evangélica de predicadores gitanos o de quien fuere donde la gente, entre otras cosas, se considera un rebaño de borregos. Dentro de dicha secta existen secciones y últimamente, por no decir ya casi dos décadas, se ha puesto muy de moda el mundo de los cómics y su parnaso de semidioses tecnológicos. A lo largo de los años, los capos del negocio han comprendido que rodeando de tecnología al consumidor, consiguen esclavizar a la masa y conducir sus deseos dictando sus criterios. Pues no todos los semidioses son puros: la mayoría son engendros experimentales o casualidades científicas. La otra parte son robots o máquinas humanoides, lo cuál explica que el Cronos y la Gea modernos son los laboratorios; los creadores de estos dioses ficticios son científicos que intentan crear seres sobrenaturales para combatir fuerzas oscuras. Así, Fantastic Four (2015) -y todas sus secuelas-, El Capitán América: el primer vengador (2011) -y todas sus secuelas- o Los vengadores (2012) -y todas sus secuelas- no son más que la consecución infinita de una falsa promesa: al igual que la idea del apocalipsis, hacen convivir la idea de ser cualquier cosa, de la exageración de la habilidades humanas, del poder ilimitado de los seres, en definitiva, en mostrar una ilusión que se perpetúa film a film, alimentando un no sé qué, que a larga llena de ideas esquizofrénicas las mentes adocenadas de un público que además de convertirse en un ente insulso y paralizado, se somete a dioses de madera que sólo piensan en la destrucción, semidioses que son fuertes y ágiles pero en el fondo bobos y frívolos, víctimas de su propio juego; miserables humanos en cuestión. 
Así, derivando de esta vena fantasiosa e infantilizada, dirigida a las generaciones que consumieron dibujos animados en toneladas y que hoy desean revivir dichas emociones en carne y hueso, nacen absolutas patrañas como The dark tower (2017) o Ghost in the shell (2017), dos de las memeces más grandes y caras que se han visto en una sala. Por un lado tenemos otra chorrada más del nefasto escritor Stephen King, de quien es sabido que leen millones de adeptos y que yo aún no he comprendido el motivo de tal admiración. Al llevar sus historias a la pantalla, lo cutre se hace visible y lo blando se derrite en ronquidos de opio, profundos y desmemoriados. En segundo lugar, Ghost in the shell nos trae la famosa historia de anime de los 90’ llena de violencia y sexo, pero sin violencia ni sexo. El poco erotismo que poseía la original animación, brilla por su ausencia en una cinta donde la sobrevalorada Scarlett Johansson interpreta el papel insulso de una mercenaria ciborg desmemoriada que lo pasa muy mal porque no sabe de dónde viene; ¿no le sucederá al público un poco lo mismo?. La película es un desastre y no se entiende el sopor nauseabundo. La cosa es que la historia original también tiene su lado de culpa, pues no es más que una mezcla de Akira (1988), Blade Runner (1982) y Matrix (1999), realimentándose unas de otras en un eterno canibalismo sin sentido alguno. Pues finalmente, ¿no es Akira un film sobre el apocalipsis o Blade Runner un film sobre la memoria o Matrix un film sobre la figura de Jesucfristo? 
Paradójicamente, el infinito surtido de pelos norteamericanas no permite en realidad ir al cine más que en contadas ocasiones cada año: Zodiac (2007), Take Shelter (2011), The Foxcatcher (2014), Interestellar (2014), Inherent Vice (2014), The lobster (2015), Phantom Thread (2017), Dunkerke (2017), Lucky (2017) o El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) por dibujar el boceto del panorama de los escasos ejemplos que han aparecido en la última década. 
Cada año que pasa, uno se da cuenta de que ir a la gran cartelera es un acto estúpido e improductivo: no se aprende nada, no se goza, no se divierte uno, sino que se avergüenza. La cuestión sería plantearse si en realidad cuando se visita una gran sala de proyección se acude a un lugar de ocio o a un templo privado. Piénsenlo un momento. Tal vez, el público de hoy no se distinga tanto de los pobres fieles atormentados de la Edad Media, contemplando terroríficos via crucis, claudicando bajo el yugo de un pantócrator recubierto de pan de oro. 


Dulces sueños.







sábado, 19 de mayo de 2018




EL TRIUNFO DE LA VOLUNTAD
(1935)

Leni Riefenstahl




"...es evidente que el verdadero artista de un pueblo, es aquel que extrae su creación del imperativo de la sangre; también puede ser en sus creaciones, parecido a las obras producidas por la vitalidad de razas unidas por los vínculos del parentesco, alejándose así a las producciones artísticas resultantes de una infección ideológicamente extraña a su propio pueblo. ¿Qué significan dos o tres mil años para la Humanidad? Vienen y van los pueblos, pero subsisten las grandes ramas raciales. Quienes hablan de arte oficial, se han mostrado unánimes tan solo en sembrar  la confusión, en borrar las huellas del origen común y elevar murallas entre aquellos creados por la naturaleza, a lo largo de milenios, de un único espíritu y una sola materia... Todo el arte y seudoarte de cubistas, futuristas, dadaístas... carece de raíz racial y tampoco se asienta sobre una base popular. Hay que considerarlo, como mucho, como expresión de una ideología que se afirma a sí misma, cuyo objetivo principal parece ser la mezcolanza de todos los conceptos, de todos los pueblos y todas las razas, para su mejor negación".

(Adolph Hitler. Rühle, II, pag. 311)




Nadie diría que todo empezó en las montañas, aunque antes de nada, hubo que bailar. La joven Leni Riefenstahl fue una guapa vedette de película durante los años 20'. Narcisista e impulsiva, como la juventud misma, disfrutó los primeros años de su carrera, danzando entre bambalinas y escenarios de cartón piedra. En 1925, el productor Nicolas Kaufmann le dio un papel en El camino de la fuerza y de la belleza, donde un peculiar orgullo e idolatría estética de las formas teutonas, comenzaba a manifestarse en la ficción germana. Los cuadros del pintor Adolf Ziegler o las construcciones de los arquitectos Troost y Speer, y una serie de películas racistas (El Joven Hitleriano Quex, 1933, de Hans Steinhoff), mantenían en el confuso imaginario del pueblo alemán, la esperanza de un nuevo orgullo de su raza y su destino. Por otro lado, las leyendas nórdicas, los cuentos de E.T.A. Hoffmann y un fuerte sentimiento telúrico, dotaron a otras producciones germanas de un espíritu muy distinto. Robert Wiene, Pabst, Murnau, Stenberg o Fritz Lang, crearon, en las primeras décadas del siglo pasado, una mirada fantástica de la realidad que se oponía a las ideas políticas emergentes en el país. En ese ambiente expresionista y de alguna manera, esotérico, la joven Riefenstahl, debido a su delicada belleza, encajó a la perfección. En 1926, a las órdenes de Arnold Fanck, Leni protagoniza  una película de corte mistérico titulada La montaña sagrada. En ella, Riefenstahl se obsesiona por primera vez con los riscos y las cordilleras de la región de los Dolomitas, en los Alpes orientales,
donde da sus primeros pasos como alpinista; ¿qué tipo de relación tendrán los artistas alemanes con las montañas: Thomas Mann, Heidegger, los alpinistas de Herzog en su film de 1985, Gasherbrum - Der leuchtende Berg? Descalza y sonriente, Leni aprende con facilidad a escalar todo tipo de estructuras, desplazándose como un gato entre arduos bloques de caliza. Pronto se convertirá en una especialista en el arte de trepar naturalezas y así, acabará convirtiéndose, en la industria germana, en una de las pocas actrices que se atreven a rodar a miles de metros de altura. De hecho, en algunos de sus siguientes films como Die weiße Hölle vom Piz Palü (1929), Tempestad en el Mont-Blanc (1930) o Der weiße Rausch - Neue Wunder des Schneeschuhs (1931), estará a punto de morir en una serie de avalanchas de nieve acaecidas en medio de los rodajes.
Su pasión combinada de cine, naturaleza y fantasía (muy similar a la de cineastas posteriores como el ya citado Werner Herzog) se sintetizará en su primer trabajo tras la cámara: La luz azul (1932), un enigmático film donde una bruja, interpretada por ella misma, escala los abismos de las montañas para conseguir unas mágicas piedras azules que brillan en las noches de luna llena. La película, llena de lirismo y rigurosa fantasía, obtuvo un gran éxito entre el joven público alemán que ya conocía a la valerosa actriz por su inolvidable papel en La montaña sagrada. En aquella película, Leni realizaba un sensual y espectacular baile sobre las rocas, imagen que nunca olvidarían dos jóvenes amigos entre la multitud: Adolph Hitler y Joseph Goebbels.
Cuando estos dos megalómanos llegan al poder en 1933, su primer objetivo fue construir una imagen de su poder que perdurase en el tiempo, que emocionase a las almas. Pues no se equivoquen: toda ideología es una religión y viceversa, y el nazismo fue sin duda las dos a la vez y quiso perpetuarse como tal. Los faraones utilizaron las pirámides ¿quién las construiría?, los romanos, los arcos de triunfo ¿pasaban en realidad por debajo sus ejércitos? y el cristianismo las catedrales, ¿existieron en realidad los masones?. Hitler y Goebbels eran conscientes de la urgencia con que debían construir su propio monumento, su propio icono de la gloria, pero, ¿qué es la gloria?. 
Hasta el momento Goebbels había utilizado la prensa y la radio como eficaces medios propagandísticos, pero al llegar al poder, quiso ir más lejos. No había tiempo que perder, así que ya en 1933, eligen a la joven Leni para rodar el primer film de propaganda nazi: La victoria de la fe, alejado de las artificiosas ficciones de Gustav Ucicky, Carl Froelich o Franz Seitz, ¿alguien conoce a estos tipos hoy? ¿alguien puede ver sus películas sin vomitar? Es casi como ver cine comercial norteamericano. Mucho chantaje. Sea como fuere, poco o nada se ha podido saber del primer documental de Leni hasta hace relativamente poco tiempo, pues la cineasta nunca estuvo contenta con el resultado final, achacando la culpa a la falta de medios y a la primitiva organización que aún gobernaba los primeros años del nazismo. En esa primera película, Leni se da cuenta de que los alemanes se enamoran por naturaleza del primero que sea capaz de moldearlos. Concluye que sus compatriotas son pura arcilla, un pueblo profundamente idólatra y entregado a un nuevo destino. El vacío, la frustración, los complejos... el idealismo, la soberbia, el romanticismo mal digerido... Goethe el exagerado, Hegel el mentiroso... todo al final hace efecto y si no, díganme ¿qué se incuba en la película de Haneke, La cinta blanca (2009)?
Por otra parte, Leni empieza a tener problemas con Goebbels, quien parece estar enamorado perdidamente de ella y quien la acosa en repetidas ocasiones. Según Leni, nunca ocurrió nada entre ellos dos pues Goebbels le daba asco. Por otro lado, el trato con Hitler es de una comprensión absoluta. Durante su juventud, el líder nazi intentó ingresar en la Academia de bellas Artes de Viena, pero fue rechazado. A pesar del fracaso, Hitler aprendió a pintar y estuvo un tiempo vendiendo postales que él mismo realizaba. Estas experiencias de juventud, explican el respeto del dictador por los artistas y el poder del arte. Hitler confía en que Leni filme una película que sea una obra maestra, una victoria de Samotracia con brazos que puedan envolver toda Alemania. Pero ella, aún en 1934 y tras el primer rodaje, no ve claro el film, pues ciertos miembros del partido pugnaban por el control del mismo, y la realidad que Leni encuentra es aún algo confusa, algo amateur. Al año siguiente, la cosa cambia: Hitler, obsesionado con el talento de Leni (aunque parece que nunca nadie podrá explicar las verdaderas razones que llevaron a Hitler a contratarla), vuelve a encargarle una nueva película, un film artístico, no informativo ni propagandístico. Es curioso pensar qué tipo de deforme sensibilidad recorría el interior de ese alucinado dictador del que Leni afirmaba que, con seguridad, sufría de brotes esquizoides. Sólo un alucinado, un místico o un predicador podría desviar el designio de Alemania hacia horizontes tan fanáticos y delirantes como él hizo. Muchos son los que hoy se han dado cuenta de que en realidad, Hitler no sólo quiso ser el nuevo gran emperador del mundo, sino que se enfrentó al sistema establecido (el capitalista) con idea de darle la vuelta para siempre y cambiar así la historia. En 1935, Riefenstahl intenta de nuevo filmar su visión del nazismo y esta vez sí encuentra lo que busca: a Hitler, transformado en ídolo, en dios, en nación, en mensaje, en profeta, en victoria... (una mezcla entre Moisés y Freud inventando un YO trascendente), a los miembros principales de su partido convertidos en un reparto de Hollywood, desplegados a su alrededor como si fuesen una panda de psicópatas recién salidos del manicomio y finalmente, una coreografía militar inimaginable, infinita y estrecha como una serpiente fantasmal y perfecta, la cuál recorre Nuremberg transformándose en masa, o lo que es lo mismo, en un objeto puro. Leni Riefenstahl filma esa masa, una masa que se mueve al unísono de las palabras de Hitler, una masa que ya es el rehén del dictador, que sufre el chantaje de lo falso, de una simulación que pasa por realidad. Cuando el sujeto se transforma en masa, su voluntad se anula y esta se hace maleable y entusiasta. Hitler devolvió el orgullo a los alemanes y por eso los alemanes lucharon por él, o lo que es lo mismo, Hitler inoculó una idea falsa que se fue haciendo realidad poco a poco, hasta transformarse en un hecho irracional. Por eso podemos afirmar que  Hitler tuvo la virtud de actuar como un verdadero artista, pues consiguió transfigurar las ideas y las emociones en acciones y votos. Como un viejo dios asirio (¿Baal?), supo brillar en medio del desierto germano para despertar un sueño imperial en su país. Dice Jean Baudrillard que "la sin razón vence en todos los sentidos: ahí está el principio del mal". Los discursos del líder nazi filmados por Riefenstahl, muestran ese principio irracional que infecta la mente del público, aunque según la cineasta, ella nunca quiso lanzar ningún mensaje con esas imágenes, sino sólo mostrar al hombre con sus miserias y sus dones. Pero el mal estaba implícito, aunque Spinoza diga que tal cosa sólo es un invención humana y vulgar. El sudor de su frente, sus tics, sus extravagantes gestos, su personalidad ciclotímica... Ella sostiene que en la película sólo existen dos elementos: Hitler y la gente, y que su objetivo fue encontrar una sensibilidad entre esas dos imágenes, entre esas dos realidades.
Después de cinco meses de montaje, a finales de 1935 se estrenó El triunfo de la voluntad en toda Alemania, dejando anonadados a todos en el panorama del cine mundial. La cineasta había conseguido construir una contundente película sin narración explícita, sólo basándose en el ritmo y movimiento de las imágenes: planos aéreos, travellings sobre coches, carros, banderas, estandartes, torres, edificios, tomas entre, sobre, bajo y encima de la multitud. A veces no se comenta que el film fue premiado en grandes festivales de su tiempo, y considerado como obra artística canónica por grandes cineastas, de hecho Rossellini y De Sica confesaron, años después, que tomaron de Riefenstahl sus bases para construir el futuro y prestigioso movimiento neorrealista: ¿qué es El triunfo de la voluntad, sino el gen de una nueva realidad?.
Dice también Baudrillard, hablando de la mentira, que lo más falso de lo falso es el simulacro y la ilusión. Riefenstahl filmó un material tan excepcional -no por su maniera, sino por la potencia innata del hecho que observaba tras la cámara- que pudo hacer su sueño realidad: transformar a un tipo como Hitler en una auténtica vedette del espectáculo. De alguna manera es como si, en el film, Hitler estuviese tratado como Marilin Monroe. Los carteles luminosos donde puede leerse HIEL HITLER, parecen los neones de cualquier cine de Manhattan. Los desfiles parecen cabalgatas de reyes magos y las caras sonrientes y asombradas del pueblo, transmiten inquietud y curiosidad al mismo tiempo, mascullando una pregunta: ¿quién es mi líder? ¿a qué se parece? ¿qué quiere de nosotros? Campamentos juveniles, enormes hornos industriales, trenes, juegos y buen ambiente; todo ya se prefiguraba, aunque de una manera naif. Una sociedad sana y repeinada desfila ante las lentes de la cineasta berlinesa, que goza intensamente de la experiencia, desplegando su propio ejercito de filmadores por todo Nuremberg. En medio de todo ello, la obscenidad del rostro de Hitler llega a la pornografía porque ¿qué es en realidad la pornografía sino un mundo de fantasmas que hace supérfluas las verdades más intensas de la vida?. Hitler se inventa todo lo que dice, sus discursos son dignos de artistas dadá, por eso él los rechaza. En sus palabras hay más patafísica que dogma, más surrealismo que política. La impureza que imprime Riefenstahl al rodaje, aportó una frescura desenfocada que aún hoy se siente como una de sus mayores virtudes. Su valiente actitud ante la complejidad de lo real, le hace llegar a un nivel de composición y hallazgo que sienta las bases de, por ejemplo, la fotografía callejera de mitad de siglo XX, realizada por virtuosos como Cartier Bresson, Robert Frank, William Klein o la mismísima Vivian Maier. 
El sudor en la frente de los predicadores nazis, las palas y tambores de las juventudes, las trompetas, las vengalas, las águilas de chapa que inundan las calles... el circo es un espectáculo sin igual y Nuremberg se transformó en un circo muy peculiar. La representación y la realidad se confunden en las calles. El asombro y la fe se diluyen en las miradas de una sola mirada. Viendo la película, dudamos si lo que vemos es a través del ojo de Hitler o del de su adorada cineasta. El chantaje social comienza a olerse de lejos. Los enormes y largos batallones parecen bosques infinitos y estrechos, compactos, casi monstruosos. Aunque para el espectador actual, el verdadero monstruo es Hitler, la vedette más luminosa del horror; los deliberados cortes en sus discursos nos indican una censura o manipulación por parte de la cineasta o del partido, ¿está Riefenstahl cumpliendo órdenes o esculpiendo su propio personaje? ¿le importan más los movimientos o los mensajes que se cuelan como el agua entre las imágenes? ¿cómo hubiera sido este documental si no lo hubiera hecho Leni? ¿hubiera podido existir o nos enfrentamos a una realidad tan poderosa que difícilmente podría haber pervivido de otra manera? ¿es posible filmar una realidad como el fascismo? ¿es una realidad filmable? 
Los planos cortos del dictador muestran unos ojos sin pestañeo, inyectados en puro éxtasis, lanzando cañonazos de confesión con la mirada, conjugados con movimientos epilécticos, ¿era Hitler bipolar? ¿era Hitler un actor inconmensurable? ¿se mostraba como era en realidad? Según la cineasta, Hitler era, al menos, dos personas totalmente opuestas. Una pública y una privada. La conocida era exacerbada y pasional, la íntima, sensible y generosa. Entonces ¿quién gobernaba el partido nazi, un loco o un farsante? y más aún, ¿qué era en realidad el nazismo: una estratagema, un complot, una secta o simplemente un grupo de exaltados a los que les salieron las cuentas de chiripa? 
Los gestos de Hitler dominan a las palabras y tensan las imágenes de una manera irrepetible; Hitler se manifiesta como un clown superior, un especialista en dejar que el cuerpo transmita lo subliminal y la mente haga el resto. Sus discursos son conjuros, rituales primitivos, prácticas vudú. Mientras, desde las ventanas, las viejas mujeres miran las montañas y ciertos soldados detienen su atención en la cámara de Riefenstahl, apartándose unos segundos de la ilusión por la que caminan, como volviendo a la vida, intentando detener su pensamiento por un instante para dárselo al espectador. Por un momento, alguno de los soldados parece querer hacernos un gesto, ofrecernos un guiño de complicidad, advirtiendo la broma, el simulacro, el futuro que se avecina. La sensación es de seminconsciencia, de hipnosis colectiva. Otros desfilan distraídos, sus piernas avanzan como un mecanismo perfecto, su rectitud sorprende al mismo furher; sólo piensan en volver al campamento y ser lanzados al aire en volandas. El paraíso ya está organizado y muchos se mienten pensando que su destino es habitarlo.  Por momentos, da la impresión de que Hitler no se cree lo que ocurre, lo que ve, como si estuviera viviendo un sueño, un sueño que se está filmando y que perdurará como un fantasma a lo largo de la historia. Hitler, entre otras cosas, quería apoderarse de la historia y comenzarla de nuevo, para glorificarse, para no volver a sentirse un fracasado ¿fue el III Reich una terapia para Adolph Hitler, algún tipo de psicoanálisis necesario después de haber sido un marginal encarcelado y un incomprendido lleno de frustraciones? ¿tendrá algo que ver que su padre fuese aduanero? Quién sabe. 
A los muchachos de las SS, el brazo derecho les duele de forma insoportable de tanto levantarlo y empiezan a sufrir pequeños ataques epilépticos debido a la paranoia, mientras la familia de Hitler (su madre, su mujer y su hijo), apoyada en el marco de una ventana, contempla en qué se ha convertido el delirio de éste y los saluda al pasar, ¿qué pensaban sus congéneres? ¿estarían en desacuerdo con las decisiones políticas del cabeza de familia? ¿se sintieron quizás huérfanos al ser sustituidos por Hitler, al transformarse él en el Estado y por tanto, en el padre de una nueva familia: Alemania? Si Alemania era un país ¿qué eran ellos en realidad? Si Hitler mentía a Alemania ¿también les mentía a ellos? ¿algún día les contaría la verdad? 
Hago estas preguntas pues las imágenes de Riefenstahl son infinitamente ambiguas y sugerentes. Aunque unos mantengan que ella fue claramente una colaboracionista y otros digan lo contrario, si se observa la película con detenimiento y sensibilidad, se notarán una serie de anomalías y singularidades que nunca aparecerían en una película de propaganda al uso. Empezando por el hecho de que no hay narración (voz en off), o sea, no hay un discurso explícito, y siguiendo por la cantidad de anécdotas visuales que hacen de Riefenstahl una pionera del cinema verité, el free cinema y todos los cines de vanguardia a partir de los 60', se podría dar el beneficio de la duda a una mujer que, tal vez, jugó a dos bandas con el único objetivo de filmar algo irrepetible, eliminando la obscenidad y lo falso, dejando en el metraje sólo al personaje y no a la persona, al pueblo y no a la masa, al rostro y no al estereotipo. Tal vez la temeridad de Leni Riefenstahl rebasó los límites para mostrar la fuerza del cine, ese lugar donde la verdad y la mentira se conjuran para inventar nuevos significados o simplemente, mostrar pequeñas imágenes exclusivas y fantásticas, imposibles de poder ser vistas de otra manera. En el film, la party es Hitler, Alemania es Hitler, la victoria es Hitler. El show es Hitler, el film es devorado por él, pero no por completo. Existe un secreto en esta película, un secreto sólo revelado en sus imágenes: por primera vez la historia no es real, sino que es reconstruida en la luz. Tal vez Leni venció de otra manera, una manera que quizá sólo ella pudo gozar, pero la historia le hizo pagar el precio de robar el fuego a los dioses, por acercarse demasiado a lo real, por tocar sin permiso el éxtasis de lo vivo y por filmar el mal que, en realidad, no existe ni existirá, solo es -como siempre ha sido- en nuestra imaginación.











miércoles, 16 de mayo de 2018




EL PEQUEÑO QUINQUÍN
(2015)

Bruno Dumont

  


Finalmente no hay mal, hay ser
G. D.



Apuntaba Carlos Losilla en uno de sus textos capitales: "[...] ahora se ve más allá del cine y de su relato, más allá del melodrama y de su ausencia, se observa la materia minuciosamente, lo cuál lleva a encontrar formas monstruosas". La cuestión no es irrelevante, de hecho es angustiosa: el acto de ver se convierte, en medio de la modernidad, en un largo viaje hacia el horror. Hoy, ciertos cineastas han decidido usar el cinematógrafo a modo de telescopio invertido, con la finalidad de acercarse al átomo de los rostros, al abismo del mal. Lo que en apariencia es simple materia organizada en formas mansas y familiares, se convierte -ante la insistencia de ahondar en ese fetiche humano denominado "maldad"- en presencias inimaginables y terroríficas, obcecadas en una mirada desafiante y burlona ante el asombro de un público indefenso. Tal vez la aventura de la visión estaba condenada, de antemano, a encallarse en este universo coralino y mortal del que en un futuro, habrá que ingeniárselas para zafarse y volver a navegar; quizás es uno de los sinos del arte de observar.
Cuando Bruno Dumont estrena un nuevo trabajo, el ágil espectador se ve tentado a hincarle el diente -casi como si fuera una tentación carnal- esperando toparse con aquello bautizado como lo real. Las películas de Dumont habitan un extraño mundo del mal, un infierno telúrico lleno de criaturas caprichosas y deseantes, desesperadas por el aburrimiento y el vacío. Películas como La vida de Jesus (1997), ya advertían esa original brecha que atravesaba la voluntad del cineasta francés, influido en gran medida por su admiración a la obra de Robert Bresson. Dumont imita en su cine la tendencia a  la rigurosidad de la puesta en escena que ha acabado configurado su estilo y sus temas. Las obsesiones del autor de Pickpocket (1959), encuentran un hábitat perfecto en los films de Dumont, de hecho funcionan como un continuum de la obra de su maestro. Ambos instalan su obra en eso que se ha venido llamando la ficción materialista, en la cuál el ojo de la cámara transita por las superficie de los átomos de las piedras y los rostros, esperando pillar desprevenida a la realidad. Dicha hazaña, no es empresa baladí, ni mucho menos. Abordar la realidad para desentrañar sus tesoros es más que ardua tarea y por supuesto, complejo objetivo de altas miras. Todo cineasta sabe que no hay fórmula aplicable para cazar un gramo de revelación. La cosa aparece sin más esculpiendo el tiempo, encajonándolo en el microscopio del cine, montándolo de mil y una maneras, hasta que sin saber muy bien la razón, la vida se manifiesta y se convierte en arte.
En 1999, Dumont lo consiguió en su más logrado -e insuperable- film: La humanidad, esa película que camina entre el pensamiento y la poesía de forma bestial y dulce al mismo tiempo, configura sin querer, la síntesis de la idea de Dumont sobre el cine o lo que es lo mismo, sobre el lado oscuro de la existencia. El cine de Dumont es una gran alegoría sobre el estado de las cuestiones humanas, una especie de Divina Comedia del siglo XXI, que avanza por las esferas metafísicas de la carne. No es gratuito que La humanidad se estrenase a las puertas de una centuria en la que el individuo carece de referentes y sentido alguno y que, por otra parte, clausurara otro siglo lleno de mentiras y terror. El mundo ha sido vaciado de sensibilidad y civilización y ahora deambula sin ton ni son, como un zombi, entreteniéndose en atrocidades varias, obnubilado con la violencia y el pánico. El cine de Dumont parece convencernos de que la existencia de hoy posee un signo netamente demoníaco, haciendo cada vez más verosímil ficciones como Night of the Demon (1957) de Jacques Torneur, donde el hombre se ve perseguido por sus propios demonios, abocándolo a un pavor y angustia incurables.
Así, aunque pueda parecer una paradoja, Dumont refunda una especie de cine medievalista, afrontado en épocas pasadas por Dreyer o Bresson -incluso Bergman-, aportando un toque contemporáneo y codificado para embaucar a los ojos efectistas del público actual. Su cine es en sí mismo una tentación que busca milagros entre la podredumbre. Las más bajas pasiones humanas se pasean de manera irresponsable por sus imágenes, provocando una serie de sensaciones contradictorias, hurgando con insistencia en la duda humana y las trampas de la fe. Películas como Hadewijch (2009) o Jeannette. La infancia de Juana de Arco (2017), circundan dilemas religiosos y por tanto espirituales, desde el ojo oscuro del diablo. Por momentos su cine parece poseído por una extraña fuerza, arrastránndolo hacia una serie de lugares donde habita ese ser que quiere jugar con los vivos por puro y simple placer; alguien nos imagina sin poder evitarlo. En sus films, Dumont plantea misterios que nunca se resuelven, vulgaridades que nunca se olvidan, destellos que nos ciegan los ojos para abrirnos la mente. Además de medievalista, su cine es una especie de práctica zen que enseña las virtudes de la iluminación a partir de las oscuridad. Y esa noche desgasta a los hombres, pues los misterios no están hechos de materia humana; él mismo ha tenido que claudicar y desde 2013, ha tomado una deriva distinta, tal vez por pura supervivencia, tal vez por un poder oculto. El mal quema a cualquiera y no se puede estar cerca de él mucho tiempo, pues representa una ficción que puede tomarse como verdadera, cuando es solo una idea. Una idea más, como las otras: el bien, el mal, el zoroastrismo, el budismo, el cristianismo... sólo son formas ineficaces de ordenar el caos o las energías que someten al mundo, que juegan con las almas. Asi como la moral es una compleja leyenda que los hombres se han creído para justificar sus acciones.

Los filmes Camille Claudel 1915 (2013) y La alta sociedad (2016) muestran la fórmula evasiva que ha elegido el cineasta francés para apartarse de ese mundo cruel que había creado y que estaba a punto de destruirle. Si antes su cine era un universo de libertad donde el mal andaba suelto y sin dueño, ahora Dumont se ha encerrado en un pequeño teatro de marionetas -a lo Jean Renoir- y ha histrionizando a todos sus personajes, frivolizando y empobreciendo, en consecuencia, a todos los habitantes de su mente, abandonando lo real y en definitiva, la emocionante aventura. Tras su magnífica Hors Satan (2011) -trasunto afín a un limbo o purgatorio pavoroso-, se ha entregado a un paraíso de marionetas artificiosas dirigidas por hilos invisibles que no dejan moverse con naturalidad a las almas que habitan sus fotogramas. Da la impresión, al ver sus últimas producciones, que Dumont sufre de una parálisis o una maligna posesión -que ha pasado de su cine a su cuerpo- y  que le está obligando a mostrarse como un ser ridículo y banal, un ser que ha pasado de usar el cine como un telescopio existencial a emplearlo como un mero artefacto de distensión.
En medio de dicha crisis, Dumont estrenó en 2014, una curiosa miniserie -en realidad una película larga- que parece ser un intento de síntesis de toda su estética; una especie de posibilidad de retorno al origen, como si se pudiese hacer papiroflexia con el siglo XXI y doblar una esquina del tiempo para volver a 1999. El título de la miniserie es El pequeño Quinquín, una historia minimalista sobre una serie de asesinatos investigados por el extraño comisario Van der Weyden, en las inmediaciones de un pueblo perdido en algún lugar de la Normandía francesa. Un grupo de niños, seguirá secretamente los pasos del comisario y serán testigos de pequeños oasis de horror en medio de la nada. Poco a poco, esta obra de corte paisajista y humorístico, plantea una serie de itinerarios a través de campos impolutos y verdes que irán transformando el gesto de los personajes, consiguiendo, en definitiva, desenmascarar a las metáforas andantes y revelarnos ciertas miradas que recuerdan los mejores momentos del cine de Dumont. A pesar de la innecesaria teatralidad de ciertos personajes, el film avanza con eficacia y muestra cómo la indiferencia de la naturaleza condena las cuitas humanas a la ridiculez. La figura del hombre en medio del paisaje es una broma de mal gusto en comparación con la belleza del horizonte o el misterio del viento. En El pequeño Quinquin, los chistes no funcionan y el espasmódico comisario no acaba de fraguar en la emoción del espectador. La historia,  no tiene la menor importancia y de hecho se presenta al espectador como una simple anécdota.  ¿Para qué entonces? 
La única respuesta posible parece centrarse en un alucinante personaje llamado Quinquin, un niño digno de un cuadro de George Grosz, de alarmante parecido a Aleksandr Kaydanovskiy, o lo que es lo mismo, al inquietante Stalker que Tarkovski creó en su homónima y brillante película. De hecho, invito a cualquiera a analizar la primera secuencia de la serie, donde el curioso niño lleva en la parte trasera de su bici, a una silenciosa niña; la escena es un claro homenaje a la última secuencia de la metafísica película del artista ruso. 
La geometría a la que somete Dumont a su ficción está basada, en este caso, en una serie de referencias culturales algo anecdóticas, pero que sirven de extrañamiento general, dentro de un ambiente rural donde todo se sume en el silencio y la animalidad. El hombre, parece decirnos Dumont, es un animal más, un tonto que rumia en una esquina mientras alguien se ríe de él. Así, El pequeño Quinquin funciona como una especie de Vértigo hitchconiano, como una persecución infantil, casi naif, donde las tornas se han cambiado: el mundo adulto es una absurda farsa de vodevil y la infancia, un mundo maduro donde el amor es el único alivio. Dumont se entretiene en esta película, jugando con sus nuevas marionetas, regalando secuencias hilarantes (es inolvidable la escena del teniente Carpentier -ayudante del comisario- conduciendo un coche a dos ruedas) y fundando intrigas tangenciales que una y otra vez desembocan en el rostro del niño, el paisaje humano de Quinquin, el cual, va generando un aura a su alrededor que absorberá la luz del film hasta concentrarla en sus ojos con un poder de atracción poco usual. Lo real se hace vivo en este personaje que es más que un personaje; es toda una película. Al igual que el inolvidable inspector de policía Pharaon de Winter de La humanidad, Quinquin seduce por sorpresa a un público desconcertado por la confusión y desconcierto del comisario Van der Weyden. Esta irregularidad fortuita, tal vez sea el motivo del casual acierto de Dumont al arriesgarse a filmar de una forma tan desequilibrada, usando varios tonos y varias tonalidades, en principio contradictorias; de hecho, al final, todo se convierte en un tremendo no sense
La cuestión última es definir quién es Quinquin y qué hace en la película. El enigma de los asesinatos pasa a un segundo plano frente a su presencia y por un momento, el espectador siente haber caído en una trampa que ni siquiera el propio Dumont habría calculado. Al final, cuando todo el pescado está vendido y parte del público ha tirado la toalla, Quinquin nos mira desde ese teatro de marionetas que ha montado Dumont, transmitiendo con la mirada un turbador mensaje, casi indescifrable para la mente humana. En un momento todo desaparece y una sensación de pánico recorre nuestra piel cuando, en realidad, nos damos cuenta que quizás el extraño Quinquin no sólo sea un niño, sino otra cosa más enigmática aún; tal vez un demonio, tal vez un dios enfermo que nos imagina sin razón y que no conoce la noción humana del mal.




martes, 17 de abril de 2018



FRANKENSTEIN

(1818 - 1931)




[...] no hace falta tu muerte, ni la de ningún otro hombre, 
para que concluya la serie de crímenes y se cumpla 
lo que se debe cumplir, pero sí hace falta la mía.

El monstruo


La historia es bien conocida: un científico loco, obsesionado con la creación de la vida, roba cadáveres en los cementerios durante las noches ayudado por su criado. En su laboratorio, el científico descuartiza los cuerpos y elige los miembros más adecuados con el objeto de construir una nueva criatura. Cierta noche, el doctor encomienda una importante misión a su criado: conseguir un cerebro humano para completar la obra, pero el ayudante comete una grave equivocación al hurtar los sesos de un criminal. Sin advertirlo y tras colocar todo en su sitio, el doctor expone a su criatura a una poderosa tormenta que dotará de vida al nuevo ser mediante el milagro de la electricidad. El éxito del experimento será en sí mismo, el conflicto de la trama: la criatura, al despertar convertida en monstruo, se escapará del laboratorio y empezará a asesinar almas inocentes de forma indiscriminada, sembrando el horror a su paso. 
Como ya habrán adivinado, se trata del famoso argumento que inventó la escritora romántica Mary Shelley, en los inicios del siglo XIX o mejor dicho, el argumento que el público en general cree a pies juntillas que escribió la brillante londinense. Lo digo, no por meros rumores, sino por experiencias objetivas: en cierta enciclopedia popular, buscando en la sección F, la palabra Frankenstein se define como: “médico que consigue construir un cuerpo carente de alma”. El motivo de que esta definición y el argumento narrado en las líneas anteriores existan, procede de que la leyenda de Frankenstein más conocida fue escrita por los guionistas Garret Fort y Francis Edward Faragoh, apartándose de forma deliberada del texto original. El jefe del departamento literario de la Universal, Richard Schayer, era un gran aficionado a los cuentos de terror y admiraba películas como Metrópolis (1927) o El Golem (1915). Schayer, que conocía la novela de Frankenstein, convenció a Carl Laemmle de que la historia de Shelley poseía un gran potencial; creía que era un material digno de un memorable éxito. Así, Laemmle, encargó al director Robert Florey (Coconuts, 1929 o The beast with five fingers, 1946) una adaptación con Bela Lugosi que fue suspendida en las primeras pruebas a causa de la insoportable egolatría del actor húngaro. Para sustituirle, se contrató al inglés Boris Karloff (William Henry Pratt) y se completó el reparto con Colin Clive como científico loco y Dwight Fry como ayudante jorobado y perturbador, en un film envuelto de una lúgubre decoración neoexpresionista. Hasta aquí el mito, el mito que creó la Universal. El resultado: Frankenstein, the man who made a monster, estrenada en 1931, la cuál se convirtió en el modelo que ha pervivido hasta nuestros días. El método de adaptaciones de la industria hollywodiense siempre ha funcionado por el sistema de sustitución: fusilan las obras originales y las transforman en engendros tan irreconocibles que acaban siendo suyos. Una de las obsesiones norteamericanas es la de reescribir la historia; el trauma surgido a partir de una carencia suele desembocar en paranoia: el producto de la alucinación creada por EEUU desde el final de la 2º Guerra Mundial, es la actualidad misma. Su arma de propaganda más efectiva sigue siendo Hollywood y apoderarse de la cultura es uno de los métodos más maquiavélicos de conquistar el mundo (parafraseando: EEUU, the country who made a monster). El dilema comienza cuando la cultura invasora, o tergiversadora, es muy inferior -por no decir vacía- a la original y esto crea un desfase que sólo lleva a la confusión y por ende, a la indiferencia, a la pérdida del sentido, en definitiva, a una profunda crisis humana. Con dicha idea, volvemos a Mary Shelley y a la razón verdadera por la que escribió Frankenstein, o el moderno Prometeo -fíjense en la diferencia sustancial entre el subtítulo que eligió Whale y el de la autora romántica-, lo que aclarará muchas dudas sobre mi presente exposición.
Isaac Asimov, que sabía de casi todo, también sabía mucho sobre mitología, por eso es él quien explica con gran claridad la historia de Prometeo. Él, Epimeteo y Atlas eran titanes y hermanos, hijos a su vez, del titán Jápeto. Epimeteo y Prometeo eran dos caras de la misma moneda: el primero era alocado y muy poco previsor, el segundo, dotado de templanza y de una naturaleza sibilina, capaz de predecir ciertos acontecimientos. Durante la guerra entre los dioses olímpicos y los titanes, Prometeo vaticinó a su hermano la derrota y el futuro castigo de los titanes, por lo que ellos dos fueron los únicos que se salvaron de la condena eterna de los de su clase. Acabada la batalla, Zeus ordenó a Prometeo la difícil empresa de crear a los hombres. El resultado no convenció al soberbio dios tronante que decidió acabar con la humanidad mandando un enorme diluvio. Anticipándose, Prometeo ordenó a su hijo Decaulión que construyera un navío y se escapase con Pirra, la hija de Epimeteo; o lo que es lo mismo, Adán y Eva antes de Adán y Eva. Pasado el desastre, los dioses olímpicos dejaron a su suerte a los hombres, convirtiendo la vida terrenal en algo miserable y puramente salvaje. Prometeo acudió a los hombres y les enseñó ciertas artes y ciencias necesarias para sobrevivir y desarrollarse; como gesto sagrado les regaló el fuego, lo que representó una auténtica traición a la confianza divina. Como respuesta, Zeus y los dioses crearon a Pandora, la mujer más perfecta del mundo, que acabó casándose con Epimeteo a pesar de la desaprobación de su hermano, quien ya sospechaba las intenciones de Zeus. Para casarse con Pandora, Epimeteo estaba obligado a guardar una jarra regalada por los dioses que Pandora nunca podría abrir. Pero ya se sabe, la curiosidad mató al gato y un tiempo después, Pandora no pudo contenerse, destapó la jarra y de ella salieron todos los males que hoy siguen afligiendo a la humanidad. Lo único que no salió fue la esperanza. El final de la historia narra el castigo que sufrió Prometeo: vivir crucificado en lo más alto de las montañas del Cáucaso, herido y atacado eternamente por un águila. Aquel que viola los secretos sagrados de la naturaleza es castigado a sufrir un interminable infinito de dolor.
Me he extendido en la descripción del mito, pues me parece esencial entender los matices y desentrañar la ontología del mismo para vislumbrar de forma más sencilla dónde nace -culturalmente- la idea de Mary Shelley y en definitiva, comprender a la criatura del doctor Frankenstein. 
Mary Wollstonecraft Godwin, de naturaleza soñadora y evasiva, fue la hija de dos famosos escritores británicos del siglo XVIII -William y Mary-. En 1814, a los diecisiete años, se casó con el ilustre e indomable P. B. Shelley y con él se sumergió en la literatura y en el mundo de lo sobrenatural. La joven pareja vivió una existencia trágica y nómada, inmersa en la poesía y el láudano, en el exilio y la miseria, ocupados en celebrar la idea de la libertad del espíritu, hipnotizados por el ideal de la belleza del mundo. A pesar de ello, la ya Mary Shelley, tuvo demasiados abortos y demasiados hijos muertos para poder enfrentarse a la realidad; su madre también había muerto durante el parto y en 1820, su marido moriría ahogado en el lago italiano de La Spezia. En 1831, Mary Shelley escribió un prefacio a su obra Frankenstein o el moderno Prometeo, donde confesaba el misterioso preámbulo de la creación del texto. Parece ser que en en el verano de 1816, ella y su marido visitaron Suiza y conocieron a Lord Byron. A pesar de la temporada estival, el tiempo no acompañó y pasaron muchos días metidos en casa, lo que propició un tiempo idóneo para leer una extensa colección de cuentos de fantasmas que cayó en sus manos por casualidad. Ella, su marido Percy, Lord Byron y el también escritor gótico John Polidori, para distraer al aburrimiento climatológico y dar una salida al imaginario tormentoso que habían creado en sus mentes las historias de terror, propusieron entre todos un juego: escribir un cuento cada uno, con el objetivo de adentrarse en territorios vedados de ellos mismos, lo cuál, fue plasmado en la mareante película Gothic de Ken Russell, donde se muestra al grupo viviendo momentos de delirio, orgía y horror que distan de las fabulosas jornadas estivales que muchos biógrafos describen como meramente literarias. Según los recuerdos de la escritora, Byron y Percy acabaron componiendo piezas líricas siniestras, pero poco ajustadas a lo acordado; se deja traslucir que no se lo tomaron muy en serio. Por su parte, Polidori comenzó un relato que dejó inacabado sobre una mujer con cabeza de calavera y finalmente Mary, fue la última en entregar su cuento, pues no sabía muy bien qué escribir. Los demás la presionaban; su marido, como siempre, la estimulaba para que escribiera. En aquellos días, ella andaba preocupada por la nada, por el vacío que encontraba en su cabeza; quería inventar una historia totalmente original, sin apoyarse en ningún otro elemento, pero día tras día se desesperaba sin tener una sola idea. Entonces, una noche tuvo una pesadilla y todo cambió. Los cuentos de terror que había leído, sumados a los experimentos de Darwin, junto al galvanismo -hechos muy populares de su época-, dieron forma a la reveladora pesadilla, filtrada a través del mito prometeico y su personal concepción de la muerte (y de la vida). Así fue como Mary Shelley entendió lo básico de la creación: lo importante no es el vacío, sino el caos. El artista es aquel que vislumbra las posibilidades del azar y las combina con su propia experiencia, pues como afirmaba su marido: los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo. Por primera vez Shelley entendió lo que sentía su marido cuando escribió su poema Ozymandias (1918) o más tarde, el Epipsichidion (1821). En cierto momento del prefacio, imagino que ante las dudas de la autoría por parte de la crítica de su época, Shelley afirma que su marido no tocó ni un ápice de la historia, aunque sorprendentemente confiesa en una breve sentencia que el texto final fue escrito, en realidad, por Percy. Más de un siglo después no sabemos si dicha confesión nace de una falsa modestia inexplicable o de un intento de sublimar aún más la gloria de su marido. Lo que está claro es que Mary Shelley tuvo que optar entre la pena y la nada y que eligió la pena. Lo digo pues el mito real del doctor Frankenstein trata de eso, de la enorme tristeza que siente la escritora ante el hecho de la muerte. En la novela, el doctor Frankenstein es un prometedor estudiante de medicina nacido en una poderosa familia suiza en la que reina el amor. El destino se lleva a su madre y el joven se obsesionará con descubrir un método para devolver la vida a los hombres. Él solo, sin ayuda de ningún jorobado, construirá una criatura humana a la que someterá a aparatosos procesos galvánicos que en un momento dado, darán milagrosamente su fruto. La criatura resultante, fuera de su apariencia inhumana, no es un simple robot con pilas, sino un ser con un alma o lo que es lo mismo, un animal gradualmente consciente de la existencia y de su lugar en ella. Para la criatura, que Shelley nunca bautiza, el doctor Frankenstein es su creador, su padre, su único dios; aquel que le ha regalado la vida. La criatura va entendiendo la complejidad de la existencia y de su circunstancia concreta, pues él es distinto a todos los demás. Así, en un momento determinado, la criatura le pide a su creador que le invente una compañera, pues siente que el hecho de vivir con un alma semejante es el fenómeno único que ofrece sentido a una vida sembrada de soledad y vacío. El doctor Frankenstein se da cuenta de que ha fracasado: lo único que ha conseguido es traer al mundo más sufrimiento. Intenta acabar con la criatura, pero se escapa. A partir de ese momento, la criatura perseguirá a lo largo y ancho del mundo a su creador para recordarle su promesa y no le importará el medio para llegar a ver cumplido su deseo, aunque el camino conlleve dejar un largo rastro de dolor y crímenes.
La criatura simboliza la tristeza de Shelley. Todos los fragmentos de los que está compuesto el engendro, son los trozos de sus seres queridos, de esos sentimientos abandonados por culpa de la muerte. La criatura vaga por el mundo, tal que la melancolía eterna de Mary Shelley. El doctor Frankenstein simboliza sus deseos impotentes de equilibrar las fuerzas de la naturaleza, de buscar una solución humana a un fenómeno puramente existencial, sin duda, el único realmente eficaz. No existe en el mundo nadie que nunca haya muerto, no se conoce a nadie que haya atravesado la vida sin enfrentarse a su mortalidad. A través de la novela, Shelley entiende las limitaciones humanas y el significado de la hibris, concepto griego para definir las consecuencias ante el desafío a las leyes superiores que rigen el universo. La criatura, persiguiendo a su creador, se transforma en la metáfora más clara del arte y de la vida, convirtiéndose en un puente entre las dos. Mary Shelley nos traslada al mundo de las esencias (del amor, del horror, de la tristeza, de la alegría) a través de sus palabras, de sus imágenes y de sus delirios alucinógenos. Un mundo que tiene que ver mucho con el cine, con la resurrección de las presencias, de las sombras; con la conservación de la realidad.
El ‘monstruo’ de Mary Shelly no es un criminal, no es malo, no es un asesino, es un huérfano abandonado, apaleado y marginado. Un ser solitario que entiende que nunca podrá recibir el calor y el amor de los humanos simplemente porque le temen, nadie jamás le ha dado ni le dará la oportunidad de desplegar su amor. En su interior se encuentra, como en el corazón de todas las personas, un corazón dividido entre el amor por la belleza, innato y puro, que viene dado por la vida misma, y el odio, forjado a base de azotes y rechazo, que desemboca finalmente en una actitud de resignación y egoísmo.
Las adaptaciones cinematográficas en general, a partir de la obra de Whale, se ciñen generalmente al aspecto terrorífico del relato: el monstruo y sus abominables crímenes. Carne para Frankenstein (1973), The Prometheus Project (2010), Yo, Frankenstein (2014) o Victor Frankenstein (2015), son algunos ejemplos de la herencia que dejó Whale al cine del futuro, apartando la naturaleza crítica del relato, su profundo mensaje existencial y metafísico. Tal vez, sólo Kenneth Branagh con su Frankenstein de Mary Shelley (1994) recuperó una parte del poder original de la obra, dándole de nuevo una mínima dignidad, reivindicando el poder de sus sobrenaturales imágenes. Con todo esto, no se plantea el hecho de que una adaptación cinematográfica no pueda versionar un texto literario, sino si éticamente es lícito empobrecer un original y destruir su esencia por puros intereses comerciales. La criatura de Shelley no es un monstruo en sí, sino un hombre distinto, un ser humano hecho de fragmentos. El monstruo de Shelley no es aquel grandullón verde con zapatones de camionero, cabeza cuadrada y ojos de besugo que habita en nuestro imaginario actual. Es otra cosa muy diferente o lo que es lo mismo, una persona más. En realidad, cuando uno lee atentamente el libro, sentirá que el monstruo posee una forma que va surgiendo en algún lugar de la mente, mientras se van leyendo las gloriosas palabras de la novela. La criatura no es nada concreto, sólo una pena con patas, un sentimiento andante que se hace las mismas preguntas que nos hacemos cada día cualquiera de nosotros. La criatura ni si quiera es, como mucha gente identifica por error, el mismo Frankenstein. Es fácil encontrar, durante carnavales, a alguien disfrazado del grandullón con los electrodos en el cuello y el peinado aplastado, cubriendo la cicatriz de la frente, diciendo soy Frankenstein. Un error o mejor dos. Se equivoca de personaje y de versión. En todo caso, siempre será lamentable imponer al futuro un contenido superficial y espectacular, teniendo originales portentosos y eternos. Si seguimos haciendo caso a famosas boutades como la de John Ford -“si tienes que elegir entre la realidad o la leyenda: ¡publica la leyenda!”- mal vamos, amigos, pues a veces las leyendas escondes trampas y pandoras que sin mentes prometeicas prevalecerán para vaciarnos y hacernos más simples, más tontos aún de lo que somos.