lunes, 22 de diciembre de 2014



ADIÓS AL LENGUAJE
(2014)

Jean Luc- Godard




La verdadera vida es el cine; 
no el resultado, sino la participación.

J.S.T. Urruzola



Nadie puede negar que hoy es sumamente difícil visitar un cine que estrene películas de Godard, tan complicado es el asunto que parece tratarse de un hecho casi milagroso. Es curioso observar cómo, de la misma manera, es casi imposible encontrar un comentario o crítica -llamémosle como le llamemos a esas intervenciones frágiles y esporádicas tan habituales en este particular momento cultural- que no peque de denostar o ensalzar radicalmente las obras que el cineasta franco-suizo va dejando caer desde que se alejó de su relectura clásica de las formas cinematográficas. Parece que algunos aún están resentidos porque Godard ya no cuenta historias copiadas de Nicholas Ray, Rossellini, Fritz Lang, Jean Renoir, Fuller, Preminger o Aldrich. Las viejas formas que él renovó y que reutilizó con magnífico ingenio, eran parte de una deuda que el propio Godard siempre ha mantenido con sus padres fílmicos, con su juventud y con su lírica vivencia del amor. Pero no cesaré de repetir que un abismo ocurrió en Godard a finales de los 70´, un cambio que va más allá de lo conceptual o de la estética. Godard está vacío y pretende llenar ese espacio construyendo una idea crítica de la sociedad, intentando atajar sus problemas con imágenes activas y sesudas, procurando salvarse así mismo a través de una compulsiva apropiación de lo externo; Godard asume como propio el estado de las cosas que el mundo sufría intensamente en aquellos años de transición y revolución. Pero aquella década fulminó a Godard y le desgastó tanto que, ya en Numéro deux (1975), cae desfallecido y derrotado por un enorme desencanto. En 1980, Godard reinicia su verdadera etapa como cineasta autónomo, dejando a un lado la cinefilia y la política que marcaron sus dos interesantes y ricas etapas anteriores. Godard abandona todo y a todos para sumergirse de lleno en él mismo y así, Sauve qui peut (la vie), se erige como el gran punto de inflexión de toda su obra; una flamante huída hacia su verdadera identidad como cineasta, hacia un nuevo sonido que invadirá el porvenir. 
Sin alejarme del tema, al igual que existen legiones nostálgicas del antiguo Godard, también existen las que parece sólo valoran sus últimas etapas, lo cuál es un craso error de la misma naturaleza. El público o la crítica más joven se lía la manta a la cabeza, utilizando la última y más transgresora etapa de Godard (Elogio del amor, Nuestra Música, Film Socialism y Adiós al lenguaje) para defender el experimentalismo, el cine contemporáneo o cualquier otra bandera tan inexacta a la que se ponga nombre en pos de una idea equivocada sobre el futuro de la modernidad actual. Elogian a Godard con el título de maestro y de gurú, pero se olvidan de ver sus películas y no intentan comprender por qué este hombre sigue haciéndolas sin descanso. Visto lo visto, casi nadie parece querer captar lo que una y otra vez intenta mostrar insistente el cineasta franco-suizo, con su ímpetu inquebrantable y su ahora, voz temblorosa.
Adiós al lenguaje no son 70 minutejos sin historia como han dicho algunos, pero tampoco es una obra maestra como la han defendido otros; ni siquiera representa un frágil testamento, como también se ha comentado vanamente, como intentando enterrar al autor de Vivre sa vie; se nota una tendencia general a querer quitárselo de encima de una vez, pues sus enemigos siempre están nerviosos cuando una de sus películas toma la pantalla. Creo con firmeza que Godard nunca se rendirá, a pesar de su nostalgia, su voz ronca, su tono a lo Isidore Ducasse o su caprichoso 3D; algunos, incluso llegan a elogiar la adopción de esa técnica de variedades, como un triunfo visual en sus ingeniosas manos, pero el bosque les impide ver el árbol. Godard, a través de la sabiduría apache, nos recuerda en el film que el bosque, es una equivalencia del mundo, pero que bajo su punto de vista -o el de sus rotas imágenes sonoras- aquel bosque del que hablaban los antiguos, a estas alturas ha desaparecido de los ojos del espectador. La imprudencia del público de hoy es creer que Godard -en concreto- va a reinventar el cine de nuevo y va a imaginar qué forma tendrá la película del futuro, como si se tratase de un agorero que tuviera la obligación de explicar el futuro, mientras los demás esperan sentados a que lleguen las respuestas. Toda esta idea tiene un error de base, pues Godard ya abandonó esa intención en el pasado, demostrándolo en sus últimos suspiros de estilismo argumentado: la irregular For Ever Mozart (1996) o la magnífica e incompleta Hélas por moi (1993). Tras estos ejemplos, Godard concluye su introspección y su tentativa de film. A partir de aquí, ya nunca intentará algo parecido y se dedicará en cuerpo y alma a otros usos del cine -él, que ha usado tantos-, volcándose en sus impecables y abrumadoras Histoire(s), que le conducirán directamente a su última etapa, más sesuda, más fragmentaria, más oscura, un recorrido zigzagueante que llega precisamente hasta la irreverente Adiós al lenguaje
Preguntarse qué es lo que tenemos delante cuando la vemos es el primer paso para entender por qué Godard sigue haciendo cine y por qué lo hace de esta manera tan diferente, tan personal y tan controvertida. Toda la estética utilizada en el film no es nada novedosa con respecto a su obra anterior, de hecho, mantiene la condición de síntesis de sus últimos títulos, pero no como memorandum o popurri personal, sino como una demostración de que cada vez entiende mejor sus nuevas herramientas, esas que él ha inventado a partir de sus errores y sus aciertos. A partir de sus propios elementos, consigue hacer fluir los misteriosos textos con los que acostumbra a llenar sus películas, repletas cada vez más de oscuras voces y altisonantes melodías. Ya se sabe: no es nuevo en él lo de las citas, lo de la música clásica o, como se suele decir de forma más general, lo del palimpsesto cultural. En eso Godard no cambia y sigue siendo muy habilidoso, pues siempre ha protegido su esencia y la ha reivindicado como un valor y una función en sí misma. En los últimos veinte años, las películas de Godard funcionan como un espejo que multiplica la idea de la realidad y que radiografía una serie de controversias que siguen vapuleando a la belleza del mundo.
A pesar de la opinión popular, Godard sigue siendo un poeta enamorado de la existencia, un artista que sufre en sus entrañas la decadencia de un paradigma, de un entendimiento del mundo y de un alma que vuelve a estar en peligro, pues el sistema continúa erosionando las relaciones entre los hombres y las palabras. Nadie puede imaginar qué hubiese sido del hombre sin un lenguaje. Aún hoy, ni siquiera los expertos saben con exactitud cómo funciona dentro de nuestro cerebro algo tan sofisticado y complejo. La poetisa Emily Dickinson escribió una vez que el cerebro es más amplio que el cielo y que por tanto representa algo así como el peso de Dios. Godard, al igual que la famosa  escritora de Massachusetts, sabe que la Naturaleza es lo que vemos, es lo que oímos, es lo que sabemos, pero que ante tanta simplicidad, se nos hace imposible crear una palabra para hablar de ello; quizá el lenguaje común es algo demasiado complejo para hablar de algo tan insignificante como somos nosotros, tal vez no es suficiente para que nos podamos comprender. Somos partículas flotando en el aire, naves ardiendo más allá de Orión y nadie sabe por qué hemos llegado hasta un callejón sin salida. En Adiós al lenguaje, las únicas imágenes realmente felices son aquellas en las que aparece un perro vagabundo surcando un bosque o las vivas copas de los árboles vistas desde el suelo, entrecruzando sus ramas ante nosotros, reflejando los colores que capta en silencio, una pequeña cámara perdida en la inmensidad del universo. Si como afirma el escritor español J.S.T. Urruzola, la cámara es el aire y el aire que rodea una escena está bajo la mirada de Dios, Godard consigue que su mirada interrumpa la intimidad escondida de las cosas, el cartón cutre que todos ocultan sin saber, mostrando la desacralización que nosotros mismos hemos hecho de la vida -o que el mismo lenguaje ha hecho de lo existente-; así, el ojo de Dios no desacraliza, sino que muestra exactamente de qué trata la realidad que se manifiesta. Por eso en sus imágenes, Godard nos devuelve un cachito de honestidad y de silencio, un respiro verdadero ante la confusión que genera la huída del lenguaje, imaginando su desaparición como la catástrofe del porvenir.
Habrá quien proteste por la fealdad estética que generan los fotogramas del Godard de los últimos veinte años, habrá quien se canse de esa estética quebrada, de ese interruptus continuo, de esa manía de no poner fácil las cosas a un ojo cada vez más seducido por una política de imágenes crecientemente despótica, venida de la publicidad y el showbusiness. ¿Cuántas películas contemporáneas se han realizado por un mero motivo estético? ¿Cuánta realidad se ha usurpado a las películas en pos del absurdo espectáculo? El público general parece haber desarrollado una necesidad de seducción en su ojo mainstream y parece ser que ya no se contenta si cada imagen de un film no es nítidamente hiperreal; Godard filma una pantalla plana emitiendo nieve, una pantalla tan común para el imaginario colectivo que da vergüenza sólo con pensarlo: una nieve que muestra el verdadero asunto que se propone. 
La filosofía superestética HD y la conquista que el hiperrealismo ha fraguado en nuestra cultura visual, impide ver el bosque del que hablaban los apaches y hace imposible el lenguaje. Godard quiere sacarnos por un momento de ese stand by y nos pone un espejo delante para que veamos el estado de las cosas, su verdadera apariencia, sin sublimar ni un solo fotograma (como hizo en antiguas películas como Le Mépris o Une femme Mariée, o no en tan antiguas como por ejemplo Passion) para acercarnos a nosotros mismos, utilizando el cine no como una máquina de producir films, sino como una revelación natural y necesaria, un encuentro fortuito con nosotros mismos; alguien al que no reconocemos y llamamos extraterrestre. Es curioso dicho efecto, y es fascinante pensar por un momento que lo que vemos está lejos de nosotros -como ya ocurre en 1967 con Loin du Vietnam- considerándolo algo ajeno e irreal, abandonando la sala de cine por una pura incomprensión de lo que nos ocurre realmente, por no tener las suficientes agallas de mirar cara a cara a la verdad y admitir que hay un error y una mentira que reside en nuestra época, un desafío que debemos afrontar y que sigue creciendo; se está librando una revolución interior donde lo que está en juego es, nada más y nada menos, que el destino de nuestra propia esencia. 
Uno de los personajes de Adiós al lenguaje afirma apesadumbrado: puedo adivinar lo que piensas, pero no puedo saber lo que pienso yo mismo. El film se presenta así como una luz de alarma que advierte de lo que nos amenaza constantemente, de lo que nos aterroriza todos los días, de una cotidianidad del error donde hacemos las cosas sin saber por qué; cuando preguntamos por ellas nos obligan a pensar que no hay porqués, que no hay causa donde reina la pesadilla, que todo es cosa del devenir y la naturaleza. Pero todo esto es falso y una mera falsificación de nuestro verdadero yo, de nuestro verdadero lenguaje, de nuestro verdadero destino. El sistema de pensamiento que establece Godard, contempla la metáfora, la historia, la imagen. Nunca, ninguna cultura como la actual había estado enfrentada a una montaña infinita de imágenes como la presente, unos bloques de realidad que pugnan por ser deseados, por ser contemplados, por penetrar en el cerebro del público para pasar a formar parte de la naturaleza; de ahí el riesgo y la responsabilidad de aquellos que tienen el privilegio de mostrar el mundo, de ahí, que hoy más que nunca, la ética del artista deba ser especialmente cuidadosa, especialmente sensible ante un mundo que está perdiendo su capacidad de compartir sentimientos y palabras. Ya es hora que las imágenes -al igual que pretendía Borges con la palabra- vuelvan a ser sagradas de alguna manera, y se conviertan de nuevo en lugares donde encontrarnos a nosotros mismos, islas donde reconfortarnos para seguir el largo viaje y crear películas como reflejos de una naturaleza que sigue intacta, films tan hermosos como puede ser un perro, del cuál Godard dice que es el único animal que ama más al otro que así mismo; un ser que va realmente desnudo porque siempre va desnudo, aquel que se sigue revolcándo en la hierba, buscando las flores, perdiéndose en el bosque. Nos encontramos cada vez más fuera de la naturaleza, sometidos por rutinas estúpidas e inservibles, hipnotizados por imágenes fascistas que sólo quieren volver a desintegrarnos en una ducha. De alguna forma, todo se repite, pero ahora más rápido y en mayor cantidad, por lo que el lenguaje parece diluirse en esta modernidad líquida -como dice Zygmunt Bauman-, marchándose en un barco de turistas que visitan un lago rodeado de otros muchos turistas -idénticos y desorientados- que apenas entienden la importancia del pasajero que se marcha. El público no confía en la Naturaleza y ya no cree en el peso de Dios, ni en el ojo de Dios y por tanto,  al igual que de él mismo, descree de una utilidad del cine que vaya más allá de pasar un innofensivo rato y olvidar un puñado de imágenes. Las personas se sienten traicionadas por la realidad, por el mero hecho de su condición efímera; se ha aceptado la muerte de una manera nihilista: creen que al igual que ellos, todo debe ser pasajero, por tanto la mente, el espíritu o la memoria también deben  serlo. Se olvidan de que la Naturaleza es más poderosa y eterna que nuestra diminuta y preciosa aportación y por eso, la venganza de los hombres hacia el mundo se ha materializado en una vuelta voluntaria a la más retrógrada racionalidad, rodeando al yo de interminables deseos que se funden unos en otros sin un objetivo concreto, con miras meramente narcisistas y ególatras. La pornografía ha destruido el sexo y la muerte ha sido sustituida por un escepticismo ante todo lo absoluto; nada puede ser fijo, todo debe transformarse, todo debe mezclarse para que nada tenga un significado justo,   pero han topado con Godard, uno de los creadores de la vieja modernidad, esa vieja dinámica que también mezclaba y fundía, pero no para diluir, sino para construir algo resistente al tiempo, algo para todos, hecho por amor; una imitación de la Naturaleza. Godard siempre habló de que su cine era un cine de resistencia, pero siempre se confundieron sus palabras, así el problema del lenguaje siempre ha consistido en que lo que uno dice no llega idéntico a la comprensión del otro y que malentendido tras malentendido, todo acaba formando un mensaje estropeado que nadie reconoce: somos producto de un error histórico, de un problema de lenguaje y de la mala interpretación de una simple metáfora. 
Godard es un hombre corriente que ve películas en una pantalla, que come, que bebe, que fuma, que ve un trueno, que pasea, que piensa y que -imaginamos- a veces sueña, pero Adiós al lenguaje no es precisamente un sueño, sino una forma de decir lo que no se puede decir, concretamente aquel árbol que se resiste tras el bosque que ya no podemos ver pues nuestros deseos han destruido el cielo de nuestra mente. Cómo volver a creer en ese bosque es el desafío del porvenir; cómo el cine puede ayudar a ello, es lo que Godard nos muestra con este uso inesperado del cine, junto a una pequeña representación de la vida, un teatrillo muy alejado del entertaiment o de la épica, del ensayo, la acción o la vanguardia. Adiós al lenguaje es un grito en el aire en un momento de máxima alarma, algo urgente que hay que decir para que no se nos pudra dentro y nos acabe matando, un despertador incombustible que debe seguir sonando hasta que nos despertemos de una puta vez y nos propongamos mirar adentro, en vez de afuera, para volver a ver el bosque y buscar al perro.






sábado, 15 de noviembre de 2014





INTERESTELLAR
(2014)

Christopher Nolan





Los poetas siempre han perseguido a los pájaros a pesar de todo. Nacer con el don de desear el cielo es también una maldición. Algo te repite en el corazón que esta perpetua residencia en la tierra no es para siempre y así, el valor se transforma en fe y el destino en una aventura sin límites. ¿Quién no se ha tumbado bajo una noche estrellada y ha intentado imaginar qué esconde ese enorme suceso que gobierna la oscuridad? Ante los delirios de grandeza de los que aún persisten en sostener que la humanidad está destinada a habitar el cosmos, el hombre común tiene en su mano una herramienta mayor que cualquier otra máquina: su capacidad de generar una ilusión. Los contadores de historias tienen el poder de hablar de lo que no existe; lo que sólo puede ser imaginado. Ellos son los que instauraron la ficción como un estado mental donde suceden hechos inverosímiles y reales al mismo tiempo. La evolución del relato de ficción es enorme y parte desde la vieja epopeya del Gilgamesh hasta, por ejemplo, dado este caso, Interestellar. El arte de la ficción no depende de una progresión lineal, sino que corresponde a estados de conciencia del mundo y a ideas contradictorias sobre qué hay que contar y cómo. Por eso, Homero sigue siendo el gran poeta y Dante el gran alucinado. Por eso caben en el mismo saco D´Anunzio, Torrente Ballester, Thomas Pynchon, Virgilio, Montaigne, Rabelais, Rimbaud, Joyce, Carroll, Duchamp, Roussell, Marcial, Celine, Rilke, Bartholomeus Strobel, John Ashbery, Van Dick, Pisarro, Chagall, Goya, Velázquez o Borges. Todos ellos han intentado atravesar nuestra imaginación para despertar ese espejo que hace doble al universo y que pliega el pensamiento para llevarnos al otro lado, allí donde se esconden los tesoros que siempre buscamos, sin saber a qué se parecen, sin saber por qué los buscamos. Por eso, ahora Nolan consigue situarse en esa tradición de puros generadores de ilusión.
Interestellar no es una película sobre el espacio, ni un caprichoso ensayo sobre nuestras impensables posibilidades de conquistarlo. Nolan nos ofrece un sofisticado relato al estilo más borgiano posible. Es una historia que engaña y que oculta una verdad como todas las buenas historias. Es un cuento de tres horas lleno emoción y amor por el simple arte de contar. Todos y cada uno de los elementos que aparecen, son piezas meticulosamente ordenadas para llegar a hacer surgir una feliz anagnórisis del público. Esto no tiene nada que ver con la complacencia o la claudicación. Nolan es muy exigente con la materia que trata y entiende que cada frame del film -como cada palabra era en la Antigüedad- es de naturaleza sagrada y definitiva; todo está ordenado sin que se perciba, todo tiene un sentido secreto y lúcido. Por eso, su actitud y su talento le encauzan en el camino de aquellos que también contaron y que sacrificaron su vida por llevarnos mucho más allá de nuestras comunes expectativas. Interestellar casi no tiene fin y se diría que puede verse de seguido, incluso varias veces sin que apenas el espectador haga un amago por levantarse o pestañear; estamos frente a un acontecimiento grandioso, tan hipnótico como el mar o una rosa. Christopher Nolan es uno de los directores más valientes de su generación, adentrándose hasta lo más profundo de un cuento, utilizando un nivel de ficción casi inasumible, en un aparato tan complicado de utilizar como lo es del cinematógrafo. Cada imagen de Nolan parece una palabra, cada suceso es un capítulo de una brillante novela. Atrás queda una estela de películas irregulares como Contact (1997) o 2001: Odisea en el espacio (1968), un rastro que sobrevuela títulos como la apasionante Stargate (1994), la incompleta Dark City (1998) o el inigualable The Truman´s Show (1998). Extrañamente, permanece en el espectador la sensación anacrónica y paradójica de que en todas ellas hay algo de Interestellar, pero que dentro de Interestellar solo queda Interestellar
El film no trata de que el ingenioso piloto Cooper salga sano y salvo de esta nueva Odisea -si aparentemente llega a ser así, es un triunfo más para Nolan y un éxito mayor para su excepcional relato- pues el que tiene que llegar al final de la ilusión sin caer, es el propio Nolan. Para ello, el director inglés se ayuda de mundos fantásticos a lo Swift, de inteligentes virajes stevensionianos llenos de secretos, de paisajes maravillosos y de divertidísimos robots dignos de una colaboración entre Asimov y Groucho Marx. El encargado de ser el canal de todo ello, es un excelente Matthew McConaughey, uncido últimamente por la buena estrella del bienhacer y el entendimiento de un oficio.
En los últimos tiempos, películas como Europa Report (2013), Gravity (2013) o la curiosa Moon (2009), han intentado dar otro cariz a ese mito del espacio exterior, pero sin duda, Interestellar -gracias a sus múltiples virtudes- acaba siendo muy superior en todos los niveles, pues está centrada en algo invisible e irrepetible: el efecto de la pura ficción
Tal vez Nolan es como el profesor Brand, una especie de prestidigitador, que con la simple justificación de algo meramente racional, nos convence de que sigamos adelante, a pesar de que en su interior, sabe que todo lo imposible es también imposible en la realidad. Ya lo enunció el joven Rimbaud como uno de sus principios sagrados: ¿qué mentira debo mantener? Y es lícito, ya que Nolan es un artista con mayúsculas y conoce perfectamente el pacto tácito que existe entre la ficción y la realidad. Para realizar el film, Nolan ha intentado filmar la materia real de las cosas para expresar algo invisible. Puede parecer sorprendente en esta época de la dictatorial posproducción, que Nolan haya optado por decorados reales, paisajes reales y gente de carne y hueso con lágrimas en los ojos.; Interestellar es real porque el sueño consigue ser real. A Nolan no le interesa mostrarnos lo que comen los astronautas o cómo vuelan o cómo duermen o cómo funcionan esas máquinas que les hacen dormir durante años. Nolan decide pasar a la acción misma del relato, para arrastrar con fuerza su argumento sobre nuestra curiosidad, alimentándonos de inquietud y desasosiego, consiguiendo llenar nuestras pupilas de perplejidad y admiración. Los detalles rodean cada escena, pero lo importante es la escena misma, no los objetos ni las curiosidades ni las vanas explicaciones de las que están repletas otras películas.
Christopher Nolan ha ido muy lejos con esta película, aunque no por azar, pues finalmente, si se pone un poco de atención, se comprobará que ha construido su carrera como si se tratase de una conspiración estética que ha desembocado felizmente, en esta maravilla. Si revisamos su primera película, Following (1998), nos sorprenderá descubrir que el protagonista es un escritor que persigue obsesivamente a la gente para buscar historias en lo más profundo y oscuro de su intimidad; no explicaré la evidente metáfora, para no insultar la inteligencia del lector. Memento (2000) trata de una nueva e invertida búsqueda; una epopeya sin memoria hacia un yo sin identidad, un yo inmerso en un agujero negro sin salida posible. Pasando por The Prestige (2006) donde el interés de Nolan por los trucos mágicos es más que evidente, llegamos a The Dark Knight (2008), una vivencia que acontece en lo más oscuro de nosotros mismos, donde el bien y el mal se confunden y donde el espectador no sabe qué hacer. Nolan somete a Interestellar al mismo tipo de juicio, una inédita decisión que acaba proyectando la película hacia una solución prodigiosa e inteligente. El penúltimo invento de Nolan fue Inception (2010), un relato también muy borgiano -al menos el final-, aunque se acaba haciendo demasiado confuso y barroco en su desarrollo, pero que es igual de clarividente en cuanto a su carrera: en Inception se busca algo que está en lo más profundo de lo más profundo; un secreto inviolable. 
Esta es la razón por la cuál, en Interestellar, Nolan se embarca en el navío más ambicioso de sus viajes, tal y como Homero se aventuraba en las embarcaciones fenicias para recorrer el mediterráneo, él lo hace con un puñado de astronautas desesperados por arreglar los designios de un supuesto fatídico destino que concierne a la humanidad. Vuelve, como lo hacen los grandes artistas, a repetir sus obsesiones una y otra vez, como lo hacía el joven Van Dyck pintando una y otra vez sus famosos Jerónimos, para adentrarse de nuevo en lo más profundo de nuestra realidad, para quedarse ciego frente a la oscuridad. ¡Que se apaguen las máquinas por un momento! ¡Que el espectador se quede solo frente a la vida o frente a muerte, que es lo mismo! Que todo se pague por un segundo, para vernos reflejados en lo imposible.
Por estas razones apasionadas, Interestellar nunca podrá ser simplemente una película sobre el espacio y por eso no le debe nada a eso que llaman la ciencia ficción o el spectacular mainstream, que no cesan de alimentar torpemente, directores como Zemeckis, Spielberg, Soderberg, Lucas, Scorsese, James Cameron, Clint Eatwood, Ridley Scott u Oliver Stone, los cuales, durante varias décadas hicieron creer al público que las historias sólo se podían contar de una manera, con una apariencia determinada y un único fin. El cine como lenguaje tiene infinidad de usos y de funciones y, a diferencia de los anteriores directores mencionados, Nolan sí está al tanto de su oficio y de su corazón y por eso sus películas forman ya parte de la Historia de las historias
Como película, Interestellar se emparenta más a ilusiones como Solaris (1972), Aguirre, la cólera de Dios (1972)The Master (2012), Being there (1979), Love streams (1984), The night of the hunter (1955), Close-up (1990), Fargo (1996), Easy Rider (1969), Apocalipse now (1979), Adaptation (2002), Wild at heart (1990) o Andrei Rublev (1966) que a cualquier película de naves voladoras.
Al espectador medio le sorprendería conocer los verdaderos influjos que llevan a este director inglés a construir sus relatos y en especial este, tan literario como fílmico, tan total como ilusorio. Ya sea que este trabajo haga entender al público de una vez la potencia real de las ficciones y a valorar con más criterio aquello que ven sus ojos, pues lo que vemos, entra hasta nuestro interior y ahí se transforma en una cosa incontrolable que nunca sabremos identificar hasta que nos coloquemos ante un espejo y veamos en qué nos ha transformado. Que el espectador no se equivoque y que no busque falsa filosofía o espectacularidad, que no busque entretenimiento ni vacío, que no busque ciencia ni esperanzas; sólo hay en este film una satisfacción sublime, generada por una ilusión llena de amor. Quien busque algo más, está perdido; como diría Verlaine: et tout le reste est littérature.






martes, 28 de octubre de 2014







GRIZZLY MAN 
(2005)

Werner Herzog
 




Un samurai nunca tiene miedo y por eso es inmortal. 
El destino le negó ser una superestrella a lo Woody Harrelson y le ofreció, sin saberlo, la oportunidad de ser un héroe solitario, comparable al aventurero de Bocklin y al estrafalario Ignatius J. Reilly, de forma simultánea. Cabalgando sobre la muerte a la orilla del peligro y de la cruel naturaleza, desafió como un auténtico caballero andante, a la mismísima realidad. Como el más ingenioso de ellos, inventó su propio mundo y lo fundó recorriéndolo, apoderándose de él en su infinitud. Como los virtuosos guerreros artúricos, conocía los códigos del valor y la aventura y, con una lucidez digna del mejor de los aedos, narró su propia vida de la manera más hermosa. No es este un caso de martirio o de suicido desesperado, sino un hecho milagroso vivido con la felicidad de un dios. El rostro de Timothy Treadwell es el rostro de un animal indefenso que se abre paso a través del universo como el vibrante cometa Halley, alumbrando con su relato a toda la existencia que le acompaña, demostrando que de nuevo, la figura del excéntrico y del idiota es el único canal verdadero para inventar nuevas realidades que nos hagan seguir confiando en la alegre promesa de la vida. Como dice el título de un disco de Javier Krahe: Haz lo que quieras. Esa y no otra es la religión en la que comulga Treadwell, una dinámica de pensamiento y acción basada en un destierro absoluto de la duda y del límite. La palabra frontera no existe dentro de sus sueños y como ya lo hicieron en otro tiempo los bravos héroes de Sturlurson, él campa a sus anchas con un espíritu épico y flamante, luchando contra los terribles fantasmas que asolan el cutre y escéptico modus vivendi de Occidente; como Moliere, presenta al público un mágico espejo donde mirar y reconocer los hechos en sí mismos. Treadwell no tiene miedo y vive sin creer en las consecuencias y en el dogma materialista de la causa-efecto. Por un momento, parece descubrir un nuevo principio natural, como lo hizo en su momento Fibonacci. Así como el erudito italiano, descubrió su famosa serie matemática observando el crecimiento de las plantas, Treadwell desafía a la inteligentia común, demostrando que la gremialidad de las especies es sólo fruto del miedo a la diferencia. Somos animales como lo son el escarabajo o la ardilla. Somos tan asquerosos como un cerdo y tan hermosos como un pájaro del paraíso. Nada nos diferencia de un caballo o una hormiga y formamos con ellos un proceso de existencia y organización, que va más allá del egoísmo propio de nuestras sociedades. El hombre social es un invento sin arreglo, una idea sumergida en nuestra conciencia de la manera más vil, aparentemente inamovible. En el colegio nos enseñan que los humanos somos racionales y sociales por encima de todo, pero obvian que también somos solitarios y salvajes, y sobretodo, espirituales en una cuarta dimensión casi mágica, que nos hace emocionalmente verdaderos. Nuestro pensamiento y nuestra intuición son capaces de inventar rutas extinguidas en la conformidad y la comodidad, caminos casi imposibles para la mayoría, que son conquistados por las almas más valerosas e ingeniosas de esta frágil y torpe humanidad. 
Todos los personajes a los que siempre nos ha acercado Herzog, son guerreros del abismo resbalando en el filo de la existencia, buscando encuentros en el fin del mundo y abriendo los ojos a un público que vive dormido en una jaula de oro. Es cierto que toda la historia ha funcionado de esta manera tan establecida y siempre ha habido un poder que ha impuesto unas normas para su beneficio personal; el poder siempre ha configurado los acontecimientos según su conveniencia. Por esta razón, Herzog con sus películas, siempre ha representado una bella fuga al margen de lo ordinario, estableciendo una estética de lo extraordinario, guiándonos desde las selvas más asesinas, hasta llegar a los más profundos corazones de cristal. Nos ha hecho vibrar con vampiros y conquistadores, con enanos, monstruos y soldados salvajes. Nos ha permitido subir a las montañas en barcos y girar en la misma rueda del tiempo, encaramados a un globo digno de ser descrito por el imaginario Marco Polo. Pero lo que él nunca soñó, fue tener el privilegio de contar la historia de un verdadero samurai, la historia de un espíritu eterno que dejó filmada su proeza para que todos pudieran contemplar latu sensu, que ser un hombre es lo más parecido a un milagro, como dice Buda y que vivir tiene su justo precio cuando se hace de verdad, desde lo más profundo de los sueños.

Timothy Treadwell mantuvo su mentira hasta el final, como el mejor de los poetas, pues para devorar la realidad, hay que jugar a ser otro, simplemente para que los demás te sigan el juego y sin darse cuenta, construyan junto a ti, una nueva idea para habitar entre los vivos.

De profundis domine, ¡seré animal!


  



domingo, 26 de octubre de 2014





ADAPTATION 
(2002)

Spike Jonze




Escribir es muy difícil y sobretodo lo es cuando se hace de verdad. Hay cosas que pertenecen íntegramente al entendimiento y que deben ser efectuadas por la razón; la escritura en sí es una de ellas o al menos el automatismo que la hace real. Sin embargo, existe un tipo de escritura que no nace en el cerebro, sino más abajo, exactamente en la zona del estómago y del culo. Hay que mezclarse con las propias heces para saber quiénes somos o si verdaderamente somos cuando escribimos; sin duda, hay que escribir de lo que no sabemos, pues de lo que sabemos, ya han escrito otros. 
Escribir tiene que ver mucho con el trasero, con lo que no se ve, con el lugar donde aposentamos nuestro peso; para escribir debemos volver a amar lo más despreciable de nuestra intimidad y obviar la opinión que puede generar nuestro alrededor. Es tan difícil ser como escribir y el sacrificio que conlleva es equivalente a una vida de arriesgados intentos por sentirnos justos en las palabras y en los hechos. La humanidad es mezquina en su generalidad y generosa en su esencia, tan paradójica como sublime, no se mantiene a salvo de su doble naturaleza. Charlie Kaufman quiso hacer una película sobre la humanidad y le salió una película de flores. No es casualidad que esto ocurra; el universo debe sintetizarse en una sola cosa para permitirse una simple palabra. Nuestra limitada capacidad de conocimiento nos impide comprender realidades puramente abstractas o asumir dimensiones infinitas e irracionales. Por eso la escritura es necesaria, pues lleva al alma del hombre por un camino vagabundo lleno de trampas, tendente a desviarse por el abundante cauce de las casualidades y las coincidencias. Decía el abigarrado Joyce que él apenas tenía talento para escribir y que lo hacía muy lentamente. Parece ser que sólo confiaba en la suerte; confesó que en esencia era lo único que le proporcionaba aquello necesario para seguir adelante. Joyce se consideraba a sí mismo como un simple paseante que tropieza y da una patada a algo minúsculo que prodigiosamente coincide con lo que busca. En la octava entrega de la serie The South Bank Show (1985), David Hinton dirige un documental sobre Francis Bacon, el cuál, en el último momento del film, concluye como Joyce, que la suerte es su único dios verdadero. La creación funciona de esa manera, al menos funciona así cuando el artista se entrega sin excusa al misterio de la vida y ahonda en sus venas, embriagándose de su caos y su belleza, de su laberinto y su crueldad. El escritor se aísla de la realidad común para penetrar en el túnel que atraviesan los sueños, aquella abertura que nos traspasa como una espada hasta dejarnos vacíos y renovados, envueltos de nuevas imágenes y extrañas realidades. Aquel que se acerque tanto a dicha zona prohibida, debe saber que está próximo a la brecha, a la ardiente cicatriz que contiene el éxtasis más poderoso, aquel veneno necesario que nos une al movimiento del universo y que nos transforma al fin, en una criatura etérea y fuerte; un animal con la posibilidad de comprender ciertos secretos de la manera más simple. Así, siguiendo esa misma idea, Charlie Kaufman no sabe que está cerca de tropezarse con su suerte particular; está a punto de transformarse en algo tan poderoso como una flor. Sobre su pétalo se escribe todo el universo. Toda la mínima historia de nuestra pobre humanidad cabe en el ligero filo de sus hojas, pues ellas han estado siempre aquí, respirando y han visto todo lo que fuimos antes de ser.
Charlie Kaufman es un hombre y una flor que tiene que luchar por construir un mundo donde quepa un film. Kaufman manosea su film de la misma manera que Will More lo hace con su enorme chicle en Arrebato (1979). Los dos son almas perdidas que buscan la esencia del cine y la esencia misma del relato de la imagen, dando vueltas y vueltas a un mismo fluido incomprensible e inquietante. La aventura del film, lleva a Kaufman a revelarse a sí mismo, a incluirse de manera duplicada y diversa, consiguiendo mostrar las dos caras de un mismo sentimiento. Pero no se queda ahí, ya que también se atreve a plegar en dos la propia película, curvándola a modo de lámina luminiscente, doblando así todos los sentidos y significados, haciendo que la ficción y la realidad formen parte de una nueva dimensión, consiguiendo conducirlos hacia un agujero negro que atrapa todo lo que existe y lo que no existe, aunándolos en su interior. Para llegar a estar frente a esa cicatriz de los sueños, se necesita tener algo más que valor, pues requiere de una fe especial y de una creencia casi estúpida, casi exclusiva, casi absurda, de la que no avergonzarse bajo ningún concepto, aunque te tachen de idiota, aunque te sientas sojuzgado, inservible, incapaz. Lo más tonto de ti posee el secreto de todo este business y Kaufman nos lo recuerda de la manera más bella: eres lo que amas, no lo que te ama.






miércoles, 17 de septiembre de 2014





KING LEAR
(1987)

Jean-Luc Godard




"No veo por qué razón no puedo hacer una cinta con los norteamericanos, si me conceden la misma libertad que otros productores. Propuse El Rey Lear y se me aceptó la idea. Por supuesto, nunca me propuse hacer una adaptación, sino una aproximación personal. Norman Mailer se limitó a recopilar sencillamente los textos de Shakespeare por los que llegó a cobrar 200 mil dólares. He tenido que hacerlo yo solo... y es trabajando en libertad cuando se te ocurren las mejores ideas, las más originales... Había visto todas las versiones que se habían hecho: Welles, Polanski, Kozintzev... de momento sólo tenía la vaga idea de realizar una aproximación etnológica de El rey Lear en forma de documental. Se me había ocurrido al querer explorar otra tierra por intermedio del lenguaje, una lengua diferente a la mía. He rodado la película en doce días, más doce de montaje y otros tantos de laboratorio... la copia que acabo de presentar en Cannes precisa de no pocos retoques".
J.L.G.


Las flores vuelven a brillar ante la fe; la muerte vuelve a tener un sentido en las palabras. Pétalo a pétalo se va reconstruyendo el verso mayor de un poeta olvidado en el bosque. Los libros se abren y las imágenes quieren escapar para hacerse ver de nuevo, para transportar su herencia y su destino más allá de la realidad. Hay un hombre que se vale de una obra de Shakespeare para revelar un gesto, para anunciarnos que ha inventado algo así como la misma realidad. Las historias permanecen en un plato de sopa y hay que ir sorbiéndolas, mientras miramos la ola que pasa, embravecida o mansa. Nadie sabe qué esconde ese hombre que anuncia el porvenir, tirándose pedos en una cabaña perdida, donde el tataranieto de Shakespeare -que él mismo ha inventado- intenta recobrar los versos destruidos por el desastre de Chernobil. Como Pierre Menard, el tataranieto del famoso escritor recorre el filo de un vaso para mojarse en la orilla del mar, esperando ser salpicado por la fuerza del poeta anglosajón, infinito, lúcido, omnipresente. En el momento menos esperado, todo comienza a ser una aclaración, un boceto, un trazo ciego de lo que debería ser el film en realidad y entonces los jardines se bifurcan y todo se sucede como algo secreto. El relato se introduce en un mundo en el que las palabras ya no pueden regresar y en el que las imágenes se acaban de inventar por primera vez, sin ser conscientes aún de su poder. La historia, antes de la historia, va naciendo como una mota de polvo donde los duendes aparecen y desaparecen en una noche de verano o en un balcón acuático donde se firman contratos multimillonarios para contar historias. Pero lo que se ve no quiere saber de menudencias y sólo quiere revelarse en un sonido ronco y bestial; la luz habita en una caja de cartón donde saltan chispas que hacen arder los ojos. La luz siempre viene desde atrás para alumbrar el camino de las sombras presentes y por eso, la recuperación del pasado se torna en un novedoso invento capaz de contar lo mismo de otra manera, practicando la luz en vez de las palabras. Las huellas se quedan flotando en el aire para que un cazamariposas las recoja a tiempo y las imite otra vez; la naturaleza es la repetición del universo. Shakespeare lanzó una flecha llameante al cielo, esperando que otro valiente pudiese recogerla y volverla a lanzar con la misma milagrosa e impensable fuerza. Como algunos dicen, tal vez Shakespeare no es más que una invención de la cultura inglesa, por el único fin de demostrar una vez más su ego y su liberal soberbia; de todas formas, aunque el poeta de Stratford-upon-Avon nunca hubiera existido, lo que sí es seguro es que alguien -mucho después- lo ha vuelto a inventar, pero esta vez, no en pos del poder, sino en el nombre de la pura y hermosa libertad.




lunes, 8 de septiembre de 2014




LES 400 COUPS
(1959)

Francois Truffaut






En una esquina escribes tu destino como si fuese un conjuro de brujas que inventase el futuro. Tú, detrás de aquello que se obliga a escribir, donde todo está equivocado, escribes tu propia historia con la intención de construir en un sucio rincón, todo tu reino. Las sombras te rodean y no te dejan ser tú mismo, pues eres un niño y creen que saben lo que deben hacer contigo. Los que mandan sostienen que todo lo que serás, lo aprenderás de ellos, pero obvian el mundo que tú intuyes, el espacio donde intentarás escapar para siempre para ser tú mismo, Antoine Doinel, un chico inventado por un niño que quiso ser libre a pesar todo, un niño al que no le dejaron crecer ni conocer su verdadero destino, ese que escribió palabras sagradas en un rincón de castigo, demostrando ser el más valiente de los espíritus.
     Antoine Doinel fue el mayor invento de Francois Truffaut, una síntesis milagrosa de la más poderosa infancia -entre El Chico de Chaplin y los gamberros de Jean Vigo- que encierra en sí mismo la metáfora esencial del cine, esa disciplina limitada por el poder y la ambición, controlada por la moral y la adocenada educación civil; por eso el cinematógrafo siempre quiso ser un niño. Antoine mira a través de las rejas, sin entender qué hace allí, metido en una jaula de hierro sin saber por qué ni para qué existe el mundo, si realmente no lo puedes vivir como lo sientes; el mundo es una emoción. La vida trata de ser vivida y él no se va conformar con la simple ley y el estúpido orden de la gente que tiene el cerebro del revés. Cuando pierdes todo, puedes ser libre por fin y a él, desde muy pronto, se lo quitaron todo sin preguntarle cuáles eran sus sueños, cuál su aventura, así que no pudieron advertir lo que sin querer habían creado: un superniño con la fuerza de una huracán.
       A Doinel no le importa dormir entre máquinas, beber leche en la calle junto a los gatos, sonreír, poner la mesa, dormir en un camastro de pasillo, tirar la basura o mentir, si finalmente puede correr mucho más rápido que cualquiera para lograr engañar a la norma y salirse con la suya, que no es otra que la de vivir, la de sentirse libre en un mundo de tinieblas donde las ostias vienen de cualquier parte con la simple excusa del poder, por el simple hecho de ser un niño sin más. Truffaut sabía que los niños saben todo lo que hay que saber del Universo y que su mirada y sus acciones nos hablan de la profundidad de la existencia, de esa imbatible vitalidad, esa inocencia pura y salvaje del superviviente, del poeta, del que imagina el mundo que le rodea leyendo a Balzac a escondidas, repitiendo: la búsqueda de lo absoluto, la búsqueda de lo absoluto. Ahora Antoine está girando en una espiral sin retorno, dentro de un cilindro de hojalata que le hace volar y que le atrapa poderosamente, sin soltarlo. Asciende emocionado ante la invencible gravedad, y por un momento siente que en la vida todo es posible si te lo dice el corazón y que sentirse bien es un paraíso digno por el que luchar contra quien sea y hacia el cuál fugarse sin miedo una y otra vez, pues los que se quedan, caen confundidos al suelo, aburridos y egoístas, creándose problemas inexistentes llenos de ambición y mentira, de narcisismo y mala soledad.
La ciudad pasa a su lado mirando hacia arriba, girando alrededor de la torre Eiffel, esa montaña de hierros que representó la promesa de los nuevos tiempos que nunca llegó a buen cauce. Sus oídos sólo reciben una canción mágica que sale de las calles y que las recorre dictando sus pasos, sus pequeños pasitos de gigante invisible, de hermosa pulga saltarina. Él es un canal, un profeta que predica con los actos, el rumbo de la aventura del espíritu; no hay nada más. El horizonte nace en su imaginación para destruir los muros que le encierran. Antoine es un animal salvaje perdido en el delirio de Occidente, surcando el laberinto del complicado sufrimiento de ser por naturaleza un auténtico respirateur. Al único que no miente es a él mismo, pues él se dice la verdad y se la cree, no como los demás, a los que hace tanto daño y vagan escépticos. Entonces, el conjuro que escribiste se hará realidad y dirás que tu madre ha muerto para poder ser libre y correrás por las calles de Paris como los viejos poetas, esos locos que desgastaron su vida de la manera más hermosa, hacia lo absoluto, hacia una idea personal y contradictoria sobre por qué y cómo habitar este mundo. Inventarás el juego de tus días y no permitirás que nadie te los robe. Robarás tus imágenes preferidas, echándote a la fuga, guardando en tu pecho lo más valioso de tus sueños, corriendo sin mirar atrás, olvidando incluso a tu creador, Francois Truffaut, el único que te siguió hasta esa playa desierta a la que escapaste y donde mojaste tus pies con el misterioso mar que a todos oculta el mismo enigma; allí le miraste como no miraste a nadie en toda tu vida, y por primera vez el cine nos hizo un gesto de verdad, imitando a la muerte y a la vida en una sola mirada, encerrada en un niño.












martes, 19 de agosto de 2014



HISTORIA DE MI MUERTE
(2013)

Albert Serra




Escribir es muy complicado y Serra lo sabe a la perfección. Más de una vez ha confesado sin pudor que le hubiera gustado ser escritor, pero que dicha disciplina requiere de una voluntad y una naturaleza muy determinada. Pero, ¿dónde meter todo aquello que palpita dentro de su cabeza, ansiosa de creación? Su opción fue el medio cinematográfico, un lugar donde las cosas se ven sin necesidad de inventarlas. En el cine no hay que escribir las cosas para que existan, están allí para nosotros, para que las veamos y las utilicemos a nuestro gusto. Eso es precisamente lo que hace Serra con el cine: invocar su derecho y su deber de libertad estética -tan castrada en el cine actual- sin tener en cuenta si su obra tiene un valor mayor o un valor menor. Viendo sus imágenes recorremos su gusto y sus formas, al igual que en una pinacoteca paseamos cerca de los cuadros y de las esculturas. De sus cuerpos pensantes (El canto de los pájaros, 2008) ha pasado a cuerpos parlantes, figuras que expresan su opinión en vez de sugerirla e invocan la palabra para provocar una sensación-pensamiento, pues sin duda, toda la obra de Serra es la eterna provocación ante un panorama cultural dormido y pasivo, condescendiente con la vulgaridad y el conformismo. Serra es un revolucionario de esos que van por su cuenta, muy alejados de movimientos y tendencias. Él es su propia tendencia, él y su amor por el cine de Warhol y esa casi olvidada herencia que dejó para esta disciplina tan maltratada, tan inexperta. Warhol utilizó el cine como una meditación sobre el mundo objetivo. Al igual que el cineasta norteamericano, Serra se tira de cabeza hacia un cine de la felicidad, cuando se entiende este término como una forma de ser libre para expresar una visión virgen de la existencia.            
     Aparentemente, el cine de Serra puede vincularse a los cines contemplativos y silenciosos de Europa del este y Oriente, pero bajo esa estética rotunda y objetiva, se esconde una perpetua pretensión experimental de abrirse por dentro, una intención de liberar su propio cine de una manera bella y salvaje. Es muy difícil romper con las ideas fijadas por la malvada cultura occidental, la cuál ha configurado nuestro imaginario de una manera inflexible y rotunda. Serra pide a gritos que se destruya esa tendencia tan común de satisfacer al público y por el contrario, imponer el propio mundo del artista como artífice y responsable absoluto de lo que se ve. Serra está convencido de que tenemos que imaginar por encima de todo y dejarnos llevar por las rutas más extrañas, pues son la única revolución ante un mundo inmóvil y dormido. Debemos destruir la historia que nos oprime, olvidar la política, desmitificar la religión, invertir las ideas y sobretodo, intentar ser libres con nuestras acciones y nuestras palabras.
       En los años 60, ya dijo Duchamp que en el futuro el arte se produciría de una forma más natural y no sólo por artistas. Warhol ya lo sabía porque admiraba al de Rouen y porque fue uno de los únicos que entendió rectamente sus ambiguas sentencias. En esa línea, Serra intenta naturalizar al máximo sus escenas, persiguiendo lo orgánico en cada instante para hacerlo vivo y emocional. En esta película, llega a despreciar la luz artificial y la imagen intacta, al igual que Kubrick ya lo hizo en su ambiciosa Barry Lyndon (1975). Opta por el grano rugoso y las atmósferas pobres y naturalistas en espacios cerrados o abiertos indistintamente. Continúa con la tradición warholiana de no utilizar actores profesionales, intentando alejarse del estereotipo y del amaneramiento del gesto. El gesto es algo religioso para Serra, en él se sintetiza el pacto ficcional de la sensación vital de sus imágenes; sin ello, nada funcionaría. Utiliza el tan apreciado azar de las palabras y las cosas, combinándolo en tomas únicas, donde va apareciendo la realidad muy poco a poco entre chistes y paisajes, a través de pasillos, retretes portátiles, novelas, gansos y jarras de vino; pero un mundo nuevo se abre ante nosotros. 
Como advierte Drácula en la película, después de morder a su primera víctima: ahora te sientes diferente, ahora te abres por dentro. Serra quiere que nos abramos por dentro junto a él, de la misma manera que se despieza a un enorme buey en los Cárpatos, recordándonos imágenes rituales parecidas a la famosa castración de Viva la muerte (1971) de Fernando arrabal. Dichas reminiscencias no son copias o guiños, sino una forma de vivir el cine como una felicidad de creación, como un privilegio estético (Arrabal hacía cine con la misma idea de felicidad, pero él la llamaba confusión). Toda luz que aparece en Serra, incluso las tinieblas, es una celebración de esa persecución intensa de la imagen bella y breve que sucede y muere continuamente. Esto ya es una constante en su cine desde Honor de cavallería (2006), ese rol de cazador luminoso que recorre una sola vida en busca de los hechos. Casanova, el gran eje interpretativo del film, quiere escribir unas memorias donde quepa todo lo que ha sido el mundo hasta su conciencia del mismo. Quiere escribirlo todo y vivirlo todo, pero sabe que no puede. Serra quiere filmar todo lo que tiene en su cabeza, pero sabe que es imposible; así transforma su imagen en discurso.      
       Serra habla por la boca de sus personajes más que nunca y de forma explícita: desarrolla la idea de la dificultad de la escritura y de su práctica como una forma de pensar. Desde los labios de Casanova, lanza la siguiente máxima: la escritura nace al moverse, ella va por fuera, nunca por dentro; hay que buscarla. Casanova habla de escribir pero nunca aparece haciéndolo, en vez de eso, no para de leer, llenando su mente de la aventura del pensamiento escéptico creado por Montaigne o Voltaire, o lo que es lo mismo, el desmantelamiento de las teorías preconcebidas de la realidad. Dice que hay que escuchar a las mentes abiertas, pues ellas saben que va a llegar la revolución, pero mientras tanto, Casanova prometerá centrarse sólo en los hechos donde cada semilla será una única  idea y donde cada idea será un capítulo de su propia vida, que ya anuncia en decadencia. Casanova ya es un zombie con peluca de noble italiano que vaga por el espacio de una época, imaginando la siguiente.
       Serra utiliza al excéntrico personaje de Giaccomo Casanova para dejar patente que el autor piensa siempre a través de sus personajes (como en una novela) y que cada palabra de la película tiene su referente gemelo en una idea de su creador, aunque ésta sea contradictoria o incomprensible. Por eso mismo, Historia de mi muerte es una película puramente confesional, casi de principios (aunque no lo parezca, en la linea de 8½ de Fellini, quien también hizo una curiosísima película sobre Casanova), donde planea el constante dilema que recorre al cineasta desde su decisión de ser cineasta: filmar o escribir, Casanova o Drácula. No es arriesgado pensar que estos dos símbolos universales que representan ideas tan distintas y crean mundos tan lejanos, viven dentro de Serra siendo él mismo. Casanova representa al individuo nutrido de cultura que ve la realidad con ironía; en cambio, Drácula es ese personaje entre tinieblas lleno de secretos que nadie podrá conocer, pues pertenece al mundo de los milagros. Dentro del cuerpo de Serra hay un Casanova que quiere ser Drácula, y un Drácula que no puede acabar con ese Casanova que se resiste a morir devorado por los lobos; Serra aún sigue buscando esa identidad en su cine, sin pensar, sin juzgar, entregado al puro movimiento, a la acción y a la aventura de la pura felicidad de la creación.
     En un momento determinado, Serra quiere eliminar todas las distracciones y los chistes, así la película, que en su primera parte es más ligera y circense, llena de escatología, erotismo burgués y cinismo materialista, se va convirtiendo en una sombra que viaja hacia el este de Europa en un carro donde el comer y el cagar al ritmo de Bach, se va diluyendo en un bosque donde los árboles están llenos de mermelada. Casanova cambia el palacio y el hambre por el viaje hacia el mundo de la magia, donde los palos se convierten en serpientes y la mierda en oro puro. Entonces, cuando todo ese nuevo mundo se avecina, la iluminación a lo Fantin Latour se va disipando y empiezan a aparecer las luces -más monstruosas- de Rembrandt, de Goya o de Vermeer. Entonces aparece Drácula al lado de un río y empieza a abrir la mente a todos de cuajo, pues su misterio es más potente que el de los libros, pues los libros acaban diciendo mentiras, porque todo está inventado y nadie sabe nada en realidad. Drácula rompe su silencio en medio del bosque y grita todo lo que tiene que decir. Lo único real es lo que aparece entre el pasto, susurrándote promesas ante las que podrás resistirte o dejarte llevar para siempre.








martes, 12 de agosto de 2014




EL ACTO DE MATAR
(2013)

Joshua Oppenheimer







(13 anotaciones sobre la película)



1.
Cuando vivió en Sumatra del Norte, Joshua Oppenheimer tuvo un vecino muy especial del que descubrió por casualidad, una historia más que estremecedora. Antes de saber nada, en 2003, el director texano viajaba por Indonesia rodando la reivindicativa The Globalisation Tapes, cuando empezó a escuchar las terribles historias que se contaban en los pueblos sumatrinos, sobre las sangrientas matanzas anticomunistas que se sucedieron en el país en los años 60. Josh quiso saber quiénes habían sido los verdaderos verdugos de aquel holocaust y así, acabó persiguiendo con su cámara, a más de cuarenta gánsters anónimos, con la esperanza de encontrar una historia que aclarase este terrorífico suceso, promovido secretamente por la CIA. Pocos saben que en Sumatra se halla la más grande mina de oro y la tercera de cobre de todo el mundo, además de ocupar un lugar estratégico con respecto a potencias como Japón o Rusia. EEUU financió millonariamente durante los años 50 indistintamente, al gobierno y a las guerrillas de Sumatra, provocando una guerra civil inevitable que desestabilizó el país hasta imponer una autocracia disfrazada de efectiva normalidad. EEUU no podía permitir que Sumatra se hiciera comunista, pues la Guerra Fría se encontraba en uno de los momentos más tensos de su proceso histórico. Muchos jóvenes sin porvenir que trabajan en las plantaciones, se dejaban seducir por el dollar norteamericano y se convertían así, del día a la mañana, en auténticos gánsters de cine negro que asolaron el país matando chinos a diestro y siniestro. EEUU inició unas campañas de propaganda anticomunista para lavar el cerebro a la población e instalar su propia versión del estado de las cosas; aquí comienza el horror en sí mismo, basado en un método de sustitución del lenguaje como arma letal a base de manipulaciones culturales y espionaje barato.


2.
Aunque en la película se le nombra cientos veces, en este texto no se utilizará el nombre real del protagonista, por una cuestión de lenguaje y de poder; simplemente se le mencionará como el horror, para que su nombre no ascienda al imaginario colectivo fácilmente. Ya uno mismo se siente demasiado partícipe de la barbarie del film, como para colaborar en esta problemática película en todos sus niveles, tan contradictoria ética como estéticamente.
Aparentemente, el vecino de Joshua es un hombre mayor, elegante y educado. Una vez le contó al cineasta que él empezó a ser gánster cuando sus patronos del campo vieron que era el único capaz de matar a sangre fría a cuantos se resistieran a su autoridad; les ahogaba en las albercas, cerca del maíz.  Josh todavía no sabía qué estaba buscando entre los gánsters hasta que conoció a este vecino suyo que vivía a unos metros de su casa. Un día lo acompañó hasta una pequeña terraza, donde le confesó sin pudor que allí mismo había ahorcado a miles de personas con un simple cable. Después de la explicación, el horror se puso a bailar sobre la terraza como si fuera Fred Astaire y esa danza macabra inició la chispa de THE ACT OF KILLING.


3.
La vida es una farsa que incluye a la tragedia, al holocausto y al infierno al mismo tiempo y eso Joshua lo sabía perfectamente, pues había visto las películas que rodaron directores como Jean Rouch (Les maîtres fous, 1955), Claude Lanzmann (Shoah, 1985), Jean-Luc Godard (Ici et ailleurs, 1976) o Jirí Menzel (Ostre sledované vlaky, 1966). El cine ya había hablado de ello, pero una forma nueva de lo mismo estaba a punto de emerger de la realidad; el infierno es un teatro de variedades, una multitud aburrida representando un papel dentro del vacío. El horror, como el mismo hombre, esta poseído por el ego y desea hacerse famoso a toda costa, para buscar su propia salvación y poder controlar las palabras del porvenir; todo es una cuestión de lenguaje. Si eres un asesino y quieres que tu nombre perdure en la historia, deberás manipular los hechos; tendrás que salir en la televisión y mostrar lo que eres o lo que crees que eres, pues el horror posee el don de contar historias muy sencillas y la historia de la muerte es el acto más sencillo y rápido. 
Josh se dio cuenta de eso y de que -instintivamente-, la forma de actuar del horror, siempre había sido la del acto de matar. Concebía el asesinato como un gesto sin consecuencia, como bailar, cantar, beber, fumar marihuana, tomar éxtasis... algo que empieza y acaba rápido hasta la siguiente vez. Para hacerlo soportable, el acto de matar puede sublimarse hasta el sadismo y transformarse en un juego o un ritual mecánico que va perfeccionándose con la práctica. Ya lo dijo DeQuincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes (1827) donde el horror toma un valor estético y donde la sustitución semántica vuelve a tener su efecto ineludible. 
El vecino de Josh es muy narcisista y muy coqueto. Se tiñe el pelo y viste trajes horteras de segunda, combinados al azar. Le gustan las chaquetas amarillas y los sombreros fuxias; se pone gafas de rastrillo para parecerse a Al Capone y tiene una dentadura de Drácula para salir guapo en las fotos. Todo es un disfraz para él, pues toda su vida a representado un papel de ficción, una ficción de la que no puede salir, porque no sabe cómo; vive una irrealidad rodeada de vulgaridad, pues la muerte es cutre en sí misma y adopta esa manera miserable y ridícula para manifestarla. El horror necesita volar para sentirse feliz y cuando lo consigue, aparece en escena como un viejo que baila por la calle acompañado de un gordo retrasado mental que ha matado a tantos chinos como él y que se lava los dientes como si fuera un jabalí emparrillado. Se viste de mujer porque ya no sabe qué hacer con esta vida en la que nada le divierte. En el pasado, el horror crió a un niño que hoy es el rey de Sumatra y que bromea constantemente con apuñalarle por la espalda; este niño es un putero y un traidor, pero todos le pagan sus diezmos sin rechistar. Ese pestilente rey dice: en este país tenemos gánsters y eso es bueno, porque la palabra gánster significa hombre libre. En ese instante, Josh empieza a entender que todo aquel entramado, se trata de algo más sofisticado de lo que realmente parece; alguien a sustituido las ideas comunes y ha trucado el lenguaje para que la realidad coincida con el absurdo. Entonces Josh entiende que vive en medio de una dictadura criminal. Pero, ¿cuál ha sido el motor que ha cambiado las palabras para ajustar la realidad a una pesadilla tan imaginaria como la de Sumatra?



4.
En los años 60, el horror trabajaba en un cine revendiendo entradas y matando a cualquiera en su tiempo libre para ganarse un plus y comprarse las chaquetas amarillas más cantosas de Indonesia; nos gustaban las películas porque nos enseñaban a vivir, pero cuando llegaron los comunistas, nos las quisieron quitar: nos robaron a Elvis, a John Wayne, a Al Pacino, a Robert de Niro, a Sidney Poitier y entonces nadie venía al cine y nosotros no podíamos vender entradas ni aprender cómo hacer las cosas. Cuando me hice gánster, mataba a tanta gente, que el cine era lo único que me hacía olvidarlo, porque necesitaba sentirme bien.
El cine le enseñó a actuar y su forma de actuar fue la de matar.
El horror y sus compinches están alienados por una mentira de la CIA que aún hoy, ignoran. Gracias a Hollywood, la misma CIA parece algo irreal, un elemento de pura ficción y película de sobremesa que alguien ha inventado para un guión de la Paramount, pero si se analizan los hechos históricos detenidamente, se descubrirá la terrible sorpresa de que el caso de Sumatra fue uno de los primeros experimentos del espionaje norteamericano liderados por Kissinger, en la lucha por la supremacía mundial durante la Guerra Fría (un germen que, poco después, se aplicó por ejemplo, en el caso Pinochet). Parece conspiratorio pensar que el lugar que ocupa hoy EEUU, es debido en su mayor parte, a dichas astucias imperialistas y secretas, y no, como se sigue obligando a pensar, a su cínico patriotismo y a su leyenda de pacotilla. EEUU ya inventó a través de John Ford, una parte de su historia, o mejor dicho, el origen de su mito como nación dominadora, luchando contra los indígenas americanos a base de séptimos de caballería. Esto Josh lo sabe porque nació en Texas aunque ahora vive en Copenhague, pero el horror no sabía ni sabrá nada, pues igual que EEUU, la identidad del horror también fue inventada, de alguna manera, en el cine. El asesinato cotidiano acabó siendo normal para sus manos, junto a unos tipos que acabaron cantando canciones de Louisiana en medio de las calles de Sumatra, sin saber muy bien qué decían o por qué cantaban aquello en aquel idioma tan extraño donde death significaba muerte y love, amor; pero esto ellos tampoco lo sabían. Los amigos del horror se creen cantantes folk, estrellas de cine, gánsters de New York, de Atlantic City o de Chicago. Se creen Al Capone, visten camisetas de Transformers, fuman tabaco norteamericano...
Eso es alienación.
McDonald es alienación.
Kennedy es alienación.
Nike es alienación. 
Las películas de gánsters son alienación
Starbucks es alienación.
Vietnam es alienación.
Afganistan es alienación.
Obama es alienación.



5.
EEUU ha conseguido alienar al mundo entero en su beneficio personal y a día de hoy, millones de muertos duermen perdidos sin saber por qué les mataron. Al igual que EEUU, el horror inventa su forma de actuar y normaliza la muerte para creer en la cotidianidad de los gestos, pero el horror siempre ha sabido de dónde vienen las pesadillas; el vecino de Josh mató una vez a un hombre, pero se le olvidó cerrarle los ojos, desde ese día, aquella mirada le perturba las noches que entretiene jugando con patitos de plástico. A ellos sí que les cuenta la verdad y les susurra que realmente, cuando era joven, tuvo mucho miedo y que por eso mataba chinos sin pensar como si fueran cucarachas y que por eso se drogaba como un mono de feria cada día; matar es fácil, lo difícil es encontrar un motivo que calme la culpa.



6.
El jefe del horror confiesa: ¿para qué hablar de él si no fue sólo uno, sino cientos de ellos que son lo mismo? Pero él engaña, pues oculta que era él, el gran verdugo que seleccionaba a las víctimas. Mentía para ofrecer un motivo real de castigo; la palabra vuelve a mostrar su poder. Él era otro tipo de horror, un horror de palabra. El jefe de los gánsters no se considera un gánster, sino el editor de un periódico: un hombre libre que dirige a hombres libres. Pero en Sumatra todo está corrupto hasta el nivel de lo cutre. Los militares dicen que hay demasiada democracia y que a los gánsters hay que dejarlos en paz, porque han de vivir su vida: RELAX/ROLEX o el american way of life. Necesitamos hombres libres que corran riesgos en los negocios, que usen sus músculos, que dirijan el país.



7.
Los hombres libres no cesan de hacer juegos de palabras con todo, pues la realidad se les ha hecho un lío en la cabeza y todo su lenguaje está enfermo y mutado para que el status quo se mantenga; pero eso, ni siquiera ellos lo saben. Finalmente, todo el problema reside en una cuestión de lenguaje; el horror ha conseguido por ejemplo, sustituir la palabra muerte por la de ley, enemigo, comunista o chino. Ha instituido el término hombre libre y ha eliminado el de asesino; dice democracia en vez de dictadura, periódico en vez de matadero, terraza en vez de sala de torturas, vida en vez de parodia... lo sádico es sinónimo de lo cruel, de lo violento, de la tortura, de la danza de la muerte; los ejemplos son incontables y la realidad está dada la vuelta en favor de la oscuridad. La sustitución de las palabras por falsas ideas, el trastoque de imágenes culturales y significados comunes o la imposición de nuevos símbolos sociales, representan el fatídico a, b, c de cualquier sistema dictatorial. A diferencia de la esvástica nazi, el águila franquista, las barras norteamericanas o la estrella marroquí, el horror en Sumatra no se representa por nada más que por el vacío. La verdad y la mentira, a nivel semántico, se alteran hasta construir un discurso digno de un Ionesco enloquecido, una verdad relativa donde el horror tiene mucho miedo. Fuera de allí, el país de Sumatra sólo se conoce por su belleza natural y por sus centros comerciales; el sueño de Kissinger se ha hecho realidad. La identidad de Sumatra está oculta bajo el poder del horror, pues nadie quiere contar que pasó en el año 1965. Josh está preocupado pues se da cuenta de que todo es absurdo en Sumatra hasta el punto en que los asesinos creen ser héroes sin pelos en la lengua que merecen ser glorificados por sus hazañas. Ante su falsa percepción, ellos son los nuevos Aquiles, Teseos, Ulises, Agamenones, Menelaos y Orestes de su país a los que se les debería venerar. Josh se ha ganado su confianza y por eso los gánsters le hablan de la muerte como si le hablasen del fútbol, relatando su pasado como si se tratase de un tiempo verdaderamente épico y glorioso. Entre ellos se llaman amigos, pero no son más que matones a sueldo, ratas sin estómago que se rindieron al oro norteamericano.



8.
Josh le muestra al horror lo que filmó junto él en la terraza, la primera vez que se conocieron y cuando parece que la catarsis del cine va hacer su efecto en la conciencia del malvado, todo se hace aún más sorprendente: el horror se pone a explicar el acto que acaban de ver y se queja de que no ha sido una buena interpretación, pues en realidad todo es más violento, más rápido, menos racional; no se puede matar a alguien vestido de picnic, se reprocha seriamente. Sólo puede ver su ficción, no su realidad. La significación de los hechos ha sido borrada de su sentido y por eso el horror es un ambiguo monstruo que ríe sin saber por qué tiene pesadillas por las noches. Para él, ver pasar la vida es como asistir a una película donde él siempre gana, donde él aplasta el cuello de un hombre bajo una mesa, ese lugar donde todos le respetan simplemente porque le temen y porque saben que en sus manos murieron miles de chinos en los años 60, supuestos comunistas que él liquidaba a sangre fría  porque se lo ordenaba su jefe, el tipo del periódico. Los llevaba a un portal frente del cine donde él trabajaba vendiendo boletos para ver The Searchers, y allí los liquidaba. 



9.
EEUU pagó la realización de una película de propaganda anticomunista en los años 50 en Indonesia. Esa película se reponía anualmente a todos los niños en las escuelas. El horror trabajaba en el cine donde se proyectaba aquel panfleto gore y el horror confiesa que los niños salían traumatizados, llorando, sin saber muy bien por qué debían odiar a los comunistas: yo fui más allá de lo que se ve en esa película, le dijo su vecino a Josh, y por eso dicha película es lo único que me hace sentir inocente a día de hoy. Esa es la única razón por la cuál el horror quiere hacer su propia película; nunca ha entendido la vida sino a través de un film, una ficción sellada en el tiempo, una forma fija que explica las cosas claramente en su cabeza. Josh comprende que la ficción cinematográfica es la metadona de este pistolero insomne sin escrúpulos y por eso se ha comprometido con él para hacer una película sobre la muerte, un film que baila dentro de la imaginación de un gánster sin escrúpulos. Josh utiliza esta argucia voluntaria -pues los gánsters son los que en realidad necesitan realizar el film para salvar sus enfermizas almas- para adentrarse en la oscuridad de su relato. Ellos le abren las puertas de la verdad; la historia se queda desnuda en sus palabras y los ojos del espectador permanecen atónitos ante su recreación de las hechos. El horror puede llegar a relativizarlo todo, barajando posibilidades fatídicas para dar respuestas contradictorias. La justificación de sus acciones se basa en un argumento infantil: yo no soy culpable, pues los demás también lo han hecho; las cosas cambian con el tiempo, lo que antes estaba bien ahora está mal y viceversa. Los gánsters relativizan una moral que ellos mismos se inventan y someten todo a ella en ese teatrito de muñequitos destripados e inocentes. Repiten sin cesar: hasta dios tiene secretos, casi como haciendo partícipe a un ser divino, de la barbarie que ellos mismos crearon. Mistifican cualquier elemento, con tal de proteger su mente del secreto pasado. Los gánsters son los ganadores oficiales de esta historia y por eso, según ellos, pueden inventar su propia versión de los hechos y controlar el lenguaje a su gusto, subidos a su coche amarillo, recordando lo buenos que eran asesinando a diestro y siniestro a todos los chinos que encontraban. No todo lo cierto es bueno, algunas verdades no son buenas



10.
Uno de ellos dice: si quieres empezar a condenar, ¿por qué te centras en las matanzas comunistas? ¿por qué no empiezas con las matanzas de indios americanos?
¿por qué la gente ve a James Bond?
buscan acción
¿por qué ven películas sobre los nazis?
 buscan poder y sadismo



11.
El horror sostiene que puede hacer una película que supere todo producto americano de violencia, ya que él considera que su horror es el más verdadero. Sin duda, confiesa, nunca jamás ninguna película usó nuestro método. El horror dice representar la verdad pues confiesa ser un artista. Aquí, el método de sustitución del que vengo hablando, llega a su clímax, pues torna la palabra holocausto por la de arte y así transforma al asesino en un artista mayor; paradójicamente llega a la misma conclusión que DeQuincey, aunque por una ruta muy diferente. El horror definitivamente, se ha apoderado del lenguaje y lo asume y lo controla naturalmente.
El horror exige que en esta nueva película, todo debería ser verdad y por eso son ellos los que dirigen y hacen sufrir a los actores, son ellos los que miran por detrás de la cámara, son ellos los que hablan confesando la verdad sin darse cuenta; quieren, sin saberlo, que el film se parezca a la muerte tal y como ellos la conocieron, escenificándola en su detalles, disfrazando inconscientemente a lo protagonistas, recreando los hechos de una manera inverosímil y alucinada. Sin darse cuenta, reconstruyen el curioso pasado que contiene el secreto de sus vidas y la verdadera razón por la cuál no duermen por las noches; una cajita donde aún está vivo el origen de su terror. Su percepción de las cosas está tan distorsionada, que las escenas de la película acaban siendo una especie de circo estrafalario donde se mezcla la estética de Humor Amarillo y las películas de Laurel y Hardy, con la hiperrealidad de La caída de los dioses de Visconti, Saló o los 120 días de Sodoma, La cinta blanca de Haneke o Blue Velvet de David Lynch, todo a un mismo tiempo.



12.
El vecino de Josh dice: somos actores de telenovela que interpretamos nuestra propia muerte y cuando lo hacen, se dan cuenta de que la muerte es de otra manera muy distinta a lo que ellos habían imaginado durante toda su vida. La imagen que se cierne sobre ellos, habla por sí misma y les hace comprender la verdad, porque la imagen no usa palabras que ellos puedan sustituir, sino sensaciones reales que se les meten por dentro. El horror confiesa apesadumbrado: no pensé que la muerte fuera a verse tan terrible; de repente veo esa oscuridad y es como si viviéramos el fin del mundo. Por fin sé que esto sólo es una película, pero ahora todo está volviendo sobre mí de una manera muy diferente; el terror, el miedo, el silencio me invaden. La verdad siempre vuelve porque es verdad y ahora ha regresado en forma de pura imagen, una imagen que habla del pasado sobre lo que ocurrió y sobre lo que ocurrirá. El film de Joshua, construye una imagen prodigiosa de un particular uso del cine que sólo puede conseguirse a través de una coincidencia entre un millón, pues la relación que se establece entre el director y los asesinos, es tan explícita y tan especial que parece mentira. Seguramente Josh se sintió de alguna manera como Leni Riefenstahl filmando El triunfo de la voluntad en 1934. Así, imaginar la posibilidad de que existiera una película donde personajes tan repugnantes como Rudolph Hess, Amon Göth, Oskar Dirlewanger, Ilse Köhler, Mengelle, Irma Grese o el sádico Martin Sommerque -donde contasen en vivo y en directo la técnica de sus torturas durante los años 40 y luego decidieran representarlas para demostrar su belleza y eficacia-, sería una auténtica paranoia de oscuridad fílmica y una opción poco probable de realizar. Por eso, esta película tiene una doble cara, ya que su eficacia es tan perfecta como la de sus protagonistas y el nivel de realidad que se maneja es de tal calibre, que asusta darse cuenta de repente, de que lo que vemos en la pantalla es totalmente real. Por un momento se llega a pensar de que no se trata más que de una pantomima muy sofisticada, un fake a la siglo XXI, donde al final, la sorpresa es que todo era una broma sin más; pero aquí nada parece ser un chiste y ni siquiera las escenas más excéntricas causan una carcajada en el abrumado espectador; la niebla del mal que cubre todo el film, recuerda la famosa y olvidada película de Resnais, Nuit et Brouillard (1955), un film que inició una nueva actitud frente a la historia, haciéndonos responsables de ella a los que la vivimos en el presente. Así, la película que acaba filmando Joshua Oppenheimer, cruza el umbral de la ficción de la manera más estrambótica, transformándose en un film nada común, pues el palimpsesto que consigue -a partir del carrusel de películas que van apareciendo en Act of Killing-, resulta ser una experiencia tan misteriosa y perturbadora, que acaba transformándose en un arma de doble filo, donde nadie gana ni pierde y donde se esclarece una verdad oculta de la manera más sorprendente. Finalmente, el film se nos  muestra como una pequeña historia que nos revuelve por dentro sin saber muy bien por qué, una sencilla historia contada sencillamente, que nos produce un sentimiento contradictorio, de la misma manera que nos sucede cuando visionamos La sangre de las bestias (1934) de Georges Franju, una historia cotidiana y tremenda, donde lo que vemos no es exactamente lo que se muestra. 



13.
Tal vez, los gánsters han conseguido en el film, inventar un sustituto de la realidad para encubrir un horror al que llaman vida y una culpa a la que llaman bendición, con el macabro objetivo de obviar a millones de víctimas, inventando un cementerio surreal, donde los muertos danzan sonrientes y felices junto a ellos, casi pidiéndoles perdón, esperando que nosotros mismos -los que vemos el film-, nos hagamos sus compinches también de alguna manera y les compadezcamos, participando con nuestras risas y nuestra curiosidad, en la sangrienta historia que han inventado exclusivamente para nosotros, sin saber nunca que realmente ellos mismos, han sido, son y serán pequeñas máquinas que otros -más listos y crueles-, inventaron en algún lugar de Norteamérica para dominar el mundo.