jueves, 17 de diciembre de 2015

BUKOWSKI TAPES



THE BUKOWSKI TAPES
(1987)

Barbet Schroeder






En un pequeño jardín de Santa Rosa, se esconde un hombre que decide hablar por la noches delante de una cámara. Es un tipo sencillo. Nunca ha tenido nada: un hogar, un descanso o una oportunidad. De niño temía a su padre porque le pegaba; de él aprendió una de las cosas más importantes de la vida: el aguante. Su padre le azotaba con el cinturón diariamente, con el único objetivo de humillarle. La mayor parte de su adolescencia no fue más que una tentativa de demostrarse a sí mismo que podía contener el dolor. Todo está en la mente aunque se quede en el cuerpo. La cara de este hombre se ha curtido en la pura serenidad, combatiendo la salvaje naturaleza de la existencia. El mundo es temible y violento y es imposible oponerse a este hecho. Tal vez por eso, se aficionó a las sencillas historias que se publicaban en las páginas de los periódicos, relatos anónimos que describían la vida palpitante y latente del día a día de gente de carne y hueso. A pesar de ir convirtiéndose en una especie de Buda, este niño-hombre sabía que era más que nada carne y huesos. Decía Marx que la historia la construyen los hombres, así, cada relato que leía, iba construyendo en su mente un mundo y una idea que en el futuro se convertiría en un revolucionario y original mecanismo caleidoscópico de ficciones. A este feo adolescente le gustaban las cosas sencillas: escaparse por la ventana, vomitar, pegarse en la escuela y mirar a las chicas. Él decía que de joven era un chico peligroso que se vengaba de su mala suerte. Le gustaba leer a Dostoievski, a James Thurber, a Jack Kerouac, incluso al viejo Heminway. Su madre le advirtió que ni se le ocurriera intentar ser como ellos y que si lo hacía, sin duda se moriría de hambre y acabaría siendo un marginal o un loco solitario. Él le respondió diciendo que no quería ser como ellos sino uno de ellos y que si llegase el momento de morirse de hambre, volvería a leerlos para comprobar que la literatura no es ninguna quimera, sino un hecho contante y sonante. 
La vida es difícil, sobre todo para gente que se aparta del flujo de las norias y las hipnóticas inercias. El hombre de Santa Rosa nunca quiso saber nada de eso: nunca quiso vivir con una mujer, nunca quiso tener una familia, sólo se propuso asentarse en una ciudad barata, tener un pequeño trabajo y tiempo necesario para beber. En su madurez siguió siendo una persona sencilla con gustos sencillos. Beber fue su utopía, su país, su forma de decirle al mundo que no quería saber nada del mundo. Soplar eran sus matemáticas, la lógica idónea para resistir lo absurdo. Beber fue su excusa para no exponerse nunca del todo, para recogerse como un caracol y gruñir en la oscuridad mientras otros sacaban pecho. Beber mantuvo tranquila a la bestia que llevaba en su interior, una bestia que a lo largo de los años se transformó en palabras.
Nunca se podrá saber cuánto hay de leyenda épica y cuánto de hechos reales en su biografía. Decía que vendía sus máquinas de escribir para tomar unos tragos y que luego iba a casa cogía un lápiz y escribía una pequeña historia en el margen de un periódico y que luego se dormía y la olvidaba, buscando el siguiente paso, el siguiente paraíso, alquilado en una pútrida pensión, soñando poder cepillarse a la propietaria. Este tipo de rostro místico y ojos como ranuras de tragaperras, confiesa ser como una vulgar araña deambulando por su propia tela sin saber ni tener más que hacer. Su mente de insecto acepta la ley universal de los acontecimientos de una manera directa; asume las causas y sus efectos y nunca se queja, pues dice que el que se queja, no es más que un miserable. También cuenta que vivió en un yate con tres putas y que trabajó en mataderos infernales colgando piezas de buey en un garfio espeluznante. Allí comprendió: elegir ser un escritor es querer con todas tus fuerzas arrastrar un fiambre de buey congelado sobre tus hombros mientras te mueres de hambre. Antes, otros muchos también habían sentido lo mismo: Rembrandt, Bacon, Goya o Salinger. Después de hacer su trabajo se fue sin cobrar porque el aguante le había hecho comprender que tenía que saltar al siguiente hecho. La conclusión es que lo que sea alejarse de las fábricas ayuda, a todo en general, no solo a escribir. Cuando lleva un rato largo hablando de su mente, de repente la niega, pues se da cuenta que es demasiado abstracto hablar de algo que nunca podremos entender, algo tan complejo que funciona por sí mismo; no le gusta hablar de filosofía y estrellas. Él quiere funcionar por sí mismo y por eso confiesa no poseer mente de ninguna clase para no ser más que un esqueleto paciente como Celine o Dos Passos. No considera ser nada, aunque ahora todos le llamen escritor. Nota ser famoso como Henry Miller, pero no cree en Henry Miller; dice que se va demasiado por los cerros de Úbeda. Además, todo el mundo sabe que todo lo que escribe Miller es pura mentira, puro vómito edulcorado. Realmente se parece mucho a lo que él escribe, pero al menos a él le suena a mentirijilla. Dice que la literatura consiste en la simple acción de saber escribir una sencilla línea después de otra; todo el meollo está en la línea. Las teorías sobre este oficio no valen nada ante sus ebrias certezas, predicadas desde un patio hortera de la ciudad de Santa Rosa, mientras alguien le filma en silencio en medio de la noche. A veces los coches pasan y la luz le da en la cara; parece un dios cansado, uno de esos hindúes que devoran carne de vírgenes. Reflexiona sobre la creación y concluye que no es un acto tan serio como se cree, de hecho sin humor no funciona, pues la vida es fea y hermosa, triste y feliz. La salsa es la risa. Hay que mezclarlo todo como si fuera una sopa rica a las diez de la noche, un sopa que te haga recuperarte un poco después de haber estado trabajando un siglo recolectando piedras inútiles e infinitas. Ya lo dijo Bergson: el secreto está en la risa.
Después de un trago, dice que él nunca perdona, que es como un perro que ladra cuando huele el miedo y la injusticia, cuando huele el hedor de su padre en los demás y saca los colmillos y no se calla hasta que el extraño se retire y la luna se diluya en el alcohol. Proclama ser un perro que conduce su coche sobre cadáveres y que vuelve a beber cuando aparca en medio de una calle cualquiera. Luego se justifica diciendo que los escritores son personas que hacen cosas distintas de manera distinta y tiene razón. El arte, dice Hauser, está muy alejado de la repetición. Si un artista es algo, es él mismo, algo único e irrepetible, una singularidad dentro de la ecuación.
Dice que ama el dinero pues el dinero es mágico.
Dice que el amor es un perro del infierno.
Escribe relatos que son poemas y poemas que son relatos. También escribe novelas en dos semanas.
Dice que lo que siempre quiso fue encerrase y que alguien publicase sus historias.
Dice que la gente se asusta pero que la naturaleza es algo anormal: una bestia sin sentimientos.
Dice que casi todas las personas son o se hacen estúpidas.
Dice que, aparte de escribir, casi todo le da asco.
Termina diciendo que el mundo hoy está tan seco, que apenas puede filmarse nada.













martes, 15 de diciembre de 2015




URGENCIAS
(1988)

Raymond Depardon






La inteligencia de un artista se mide por su sencillez. Hay que ser muy talentoso para darse cuenta de  que la realidad por sí misma, es una estructura compleja y estúpidamente simple al mismo tiempo; por suerte existen artistas con esa capacidad. Es sabido que toda la existencia funciona a partir de una mecánica absurda que nadie puede comprender en su totalidad, excepto cuando la partimos en trozos y alguien intenta ordenarla para aclarar algo sobre la cuestión. No es casual que Raymond Depardon sea uno de los cineastas más interesantes de todos los tiempos. A lo largo de los años, ha aprendido a la perfección a trocear sucesos y a ensamblarlos de una manera tan simple que llega a imitar a la misma naturaleza.
Uno de sus trucos más efectivos ha sido el de encerrarse en una ciudad y desde allí dentro, rascar la materia hasta hallar ciertas vetas que se prolongan profundamente en la existencia de las personas. No es un cineasta abstracto, va a lo concreto, como si fuera un fotógrafo del movimiento, empleando una mirada clásica ante hechos modernos; graba esto y aquello, concentrándose en un punto concreto. Sin saber muy bien de qué manera, Depardon se va infiltrando como una culebra ciega en todas y cada una de las instituciones, aquellas que Michel Foucoult denominó instituciones de control: las escuelas, las iglesias, los juzgados, los manicomios... en esta ocasión, se cuela en un centro de urgencias médicas donde todo tipo de casos llegan hasta sus consultas. Apartándose del puro morbo de los casos extremos o sensacionalistas, Depardon se coloca en un rincón y guarda silencio mientras su cámara va recogiendo desviaciones insólitas -pero reales- de personas de carne y hueso. Su cámara observa a gente que no puede dormir, a gente enferma de infelicidad, gente perdida y confusa que pasea por la nada y el abismo de lo cotidiano. Lo real es un laberinto sin salida, una jugada de ajedrez en la que nunca se sabe cuál será el siguiente movimiento. Empujados por la deriva de los acontecimientos, en las imágenes de Depardon van apareciendo personas atrapadas en su propio interior, psicópatas alucinados, alcohólicos, esquizos, hipocondríacos, neuróticos, paranoides... el maravilloso mundo de la mente en versión desquiciada y atormentada. Una mujer imbuída en un ataque de nervios le replica: ¿Qué es esto del cine? Esto es una mierda, quiero una botella de anís. 
El cineasta francés sabe que la materia habla por sí misma y que le provoca tanto más, cuanto más se acerca uno a aquello que representa la sustancia del meollo, la verdad de las causalidades. Todos escondemos los secretos hasta que algo nos hace abrir la caja mágica y empiezan a fluir todo tipo de pensamientos claros y contundentes, los cuáles van repitiendo principios básicos de nuestro misterio, proclamados por marginales y estúpidos a los que nadie escucha. Una de las mejores habilidades de este cineasta es la de escuchar atentamente a las perturbadas psiques de la calle, aquellas que cada día lamentan ser una piedra o un árbol; son individuos en la brecha de la vida, gente sin memoria que se ha extraviado sin retorno en ella misma, son flagrantes mentirosos compulsivos, jugadores de la extraña mente catódica del mundo, telépatas incongruentes, yonquis, traumatizados indelebles... son la fauna que quiere ser encerrada sin motivo, la solución que quiere suicidarse para no tener que volver a mirarse frente a frente en un espejo; son el paradigma de todos las ideas. Hay una señora que se pregunta constantemente por qué hay que seguir comiendo todos los días, si ella lo detesta con todas sus fuerzas, ¿qué significa comer? Sin saberlo, atacan a la semántica, a los ritos zulús, a la tradición de las culturas y al pacto social de la ley y el orden. En la mente no existen los reyes ni las leyes y cuando una de ellas se desata, el lenguaje se hace incontrolable y las personas se transforman en autómatas que repiten sus obsesiones sin darse cuenta, que se rascan, que se ponen a llorar, que se inventan su vida, que gritan por el pasillo, que se pelean, que bailan, que escapan, que duermen, que responden y preguntan sin ganas de respirar, buscando un refugio porque todos les han olvidado. Son delincuentes, rateros, chalados, tarumbas, pirados y obsesivos llenos de esa locura que es la soledad y la falta de memoria. Entre ansiolíticos y electroshocks se dice la verdad. Entre lavados de estómago y tests de personalidad, se fragua la certeza. Depardon es un experto en cazar todos esos detalles que nadie puede ni siquiera presenciar y nos los acerca para que los vivamos y saquemos de todo ello una enseñanza, una idea, una emoción que nos lleve a preguntarnos por qué estamos encerrados. Aunque nadie les quiere cerca, Depardon les escucha atentamente y ordena sus delirios, lo cuál también nos permite entenderles y estar cerca de ellos tal y como si fueran pesadillas o sueños andantes, sangrando por la nariz y esposados por la policía para que no sigan revelando todo aquello que cada uno lleva dentro, pero que sólo algunos desesperados se atreven a predicar.











sábado, 12 de diciembre de 2015




EYES WIDE SHUT
(1999)

Stanley Kubrick



Hay una chica que se desnuda para ti mientras tú puedes verla a través de la máscara que te oculta. La chica te seduce sin mirarte y ni siquiera puedes saber certeramente si tiene ojos. El deseo es uno de los motores más confusos de la psique, una política mental llena de peligros. Nuestro cerebro procesa colores y formas, luces y partículas que despiertan o apagan estímulos; en su última película, Stanley Kubrick quiso descontrolar nuestro cerebro y redirigirlo en una dirección ciertamente controvertida, pasmosa. La intimidad es uno de nuestros secretos mejor guardados, nuestra piel es nuestro tesoro más preciado, nuestro mensaje al otro. Antes de morir, Kubrick quiso que mirásemos la realidad desde el ojo de la cerradura, desde el trono del voyeaur insomne; permitió que fuésemos una curiosa Cabiria felliniana en modo perverso, un James Stewart desde una silla de ruedas motorizada. Apenas es necesario moverse cuando uno vigila desde un lugar privilegiado, un lugar milagroso, casi conceptual. Kubrick, con Eyes Wide Shut propuso sin duda, una subversión de la mirada, inventando un escondite perfecto para que el público contemplase la última historia de sus sueños.
No es ningún hallazgo afirmar que este film está construido a partir de materiales oníricos y sustancias alucinógenas, y no es extraño descubrir que dichos elementos no son gratuitos sino fundamentales en el transcurso del relato. Los personajes están obligados a salir de sí mismos y a olvidar su voluntad si quieren acceder a la verdad de las apariencias, a la destrucción de la convención. Aparentemente, la puesta en escena es simple y armónica y las relaciones entre los personajes son puramente rutinarias, pero la inyección de fuerzas inconscientes hace que los deseos cobren una potencia y un significado fuera de control. Nadie sabe quién es hasta que se atreve a descubrirlo, hasta cruzar el umbral de las mentiras y las identidades. Lean a Pirandello, lean a Jung. La banalidad y el aburrimiento pueden ser los motivos de que las conciencias exploten hacia direcciones poco conocidas y peligrosas para almas poco entrenadas en el azar y los abismos; el ser aburguesado y displicente está atontado, acurrucado en su caja de cerillas, creyendo que el mundo se resume a pagar un alquiler, tener una familia y morir con los gastos pagados del funeral, pero la existencia trata de otra cosa mucho más profunda y compleja. La cara oculta de las personas esconde mundos inimaginables e infinitos donde la moral o la justicia cobran nuevos significados o simplemente desaparecen. El territorio desconocido de los sueños nos lleva a lugares de nosotros mismos que nadie podría imaginar, lugares que ocultan sorpresas y miedos irresistibles, terrores y curiosidades ante los que sólo podemos abrir los ojos de par en par. Ojos como platos ante el asombro. La realidad está construida de apariencias falsas, de escaparates inofensivos, de mentiras gordas, piadosas o estúpidas, mezcladas con obviedades, redundancias y omisiones. El mundo capitalista hipervirtualizado nos ha hecho desconfiar de todo y de todos: el yo se repliega en sí mismo, acojonado por el exterior, perturbado por sus adentros. En Eyes Wide Shut el espectador es, más que nunca, el ser omnipotente que todo lo mira sin ser visto, el testigo mudo que todo lo conoce, que todo lo experimenta en silencio... nuestra curiosidad y nuestros deseos se deleitan en el misterio hasta que descubrimos que la película no es más que un espejo de nosotros mismos, un teatro de marionetas que representa símbolos de nuestra propia mente, arquetipos y lugares comunes; en ese preciso momento, el público empieza a entender que en realidad no somos más que una mente con patas llena de incertidumbre e ignorancia; sin duda, inocentes víctimas en manos de un demente que quiso hipnotizarnos en su último suspiro. Kubrick era un perfeccionista nato, un loco obsesionado con ordenar el mundo y mostrar sus vísceras en una feria de luces que, en la mayoría de las ocasiones se le iba de las manos pues él quería hacer trascender nuestra mirada hacia ese otro lugar más allá de las nubes donde la verdad flota de manera fantástica y eso no es fácil. No son muchos los críticos que se han atrevido a clasificar a Kubrick como un artista fantástico, pero se debería adoptar la costumbre de subrayarlo. Todo lo que ocurre en Eyes Wide Shut, ocurre sin que nos demos cuenta, sin percibir las diferentes dimensiones de realidad que el cineasta de Nueva York entremezcla ante nuetros ojos naifs, tranquilos ante un supuesto realismo que nunca es tal, ¿qué sucede en realidad en el film, en sus laberintos, en su noche, en su micénico argumento? Kubrick realiza en esta película su mejor trabajo, al conseguir una síntesis de muchos de sus proyectos frustrados. Para poner un ejemplo, la famosa secuencia de la orgía multitudinaria que tanto dio que hablar a finales del último siglo y que aún hoy, en medio de una sociedad pornografizada y conspiranoica mantiene cierta provocación original, no es un capricho lujoso de último momento y ni siquiera un intento de crítica de cualquier naturaleza, sino un inserto adaptado de su versión -nunca filmada- de lo que hubiera sido su gran película: Napoleón. Por extrañas circunstancias y después de más de un lustro trabajando en el proyecto, el film nunca se comenzó, como si una maldición controlase los grandes temas de la humanidad y una fuerza oculta del cosmos no permitiese materializar en obras maestras del cine, esencias de la naturaleza humana. Siguiendo la estela megalómana y ambiciosa de Abel Gance, Kubrick quiso ser el más épico de los épicos, una especie de Homero cantando la vida del más moderno de los hombres, del más desconocido símbolo del poder construido a partir de frustraciones, desengaños, complejos y miseria humana. Napoleón fue uno de los hombres más solitarios de su tiempo, el más extraño ser, el más alejado de lo humano. Pero esto es una historia mucho más larga que no se puede contar aquí.
Eyes Wide Shu esconde muchas más sorpresar como esta, motivos traidos de otras épocas, de rincones abandonados del director que en su último aliento quiso ofrecer unificados, en forma de gran misterio freudiano. Maquiavélico, susurrante, agudo, Stanley Kubrick caminó por la sombra de las tinieblas de la conciencia y acabó finiquitando su voluntad con una de las mejores películas de la segunda mitad del siglo XX que prologaba un nuevo siglo lleno de incógnitas que aún hoy no sabemos cómo resolver ni expresar, aún más, debido a la ausencia de ingeniosos mirones como él, de sensibilidades capaces de cruzar el umbral de la certeza y sonreir.











STRAIGHT TIME
(1978)

Ulu Grosbard







WOODSTOCK
(1970)

Michael Wadleigh






YOU CAN'T TAKE IT WITH YOU
(1938)

Frank Capra



martes, 3 de noviembre de 2015







VÉRTIGO
(1958)

Alfred Hitchcock





Si actualmente rodase una película en Australia, 
presentaría a un policía que saltase en una bolsa 
de canguro y que diría: ¡Siga a ese coche!
A.H.


Una vez, Alfred Hitchcock compartió uno de sus sueños con Francois Truffaut: "me encontraba en Sunset Boulevard a la sombra de unos árboles, esperando un taxi amarillo para ir a almorzar, pero pronto me di cuenta de que todos los coches que pasaban eran viejos modelos de 1916. Como era imposible que llegara lo que buscaba, decidí darme un paseo hasta el restaurante". Este tipo de chistes siempre sirvieron al famoso director inglés para ocultar sus verdaderas intenciones y no dar pistas claras de sus más íntimos secretos, ni de sus miedos más vergonzosos. Su insistente manía por el control y la dominación de su vida, sus rigurosas disciplinas y sus maniáticas ordenaciones rutinarias, sólo eran la demostración del sofisticado disfraz de un amante de lo absurdo. Tal vez, ese irracional sentido de las cosas sea el genuino humor que hace brillar a muchos de sus títulos, aunque en gran parte, entremezclado en tramas de suspense, desenlaces decepcionantes o simplemente, pobres argumentos que justifican una pirueta estilística. Así, cuando uno se detiene a analizar su obra, la imagen que de su figura se ha querido inmortalizar parece no tener cabida en el personaje de carne y hueso que construía, insistente, relatos fantásticos con trozos de pastel. La religión de Hitchcock le obligaba a sentir un absoluto desprecio por lo verosímil y por el dinamismo lógico de las ideas, a pesar de las apariencias mecánicas y racionalistas de muchos de sus trabajos. Está demostrado en sus películas que, siempre que estuvo preparado para un verdadero desafío, se lanzó de cabeza -La ventana indiscreta, El problema de Harry, Family Plot, Frenesí, Rebeca, Crimen perfecto, La soga o Alarma en el expreso- y que mientras tanto, sólo ejerció un oficio lo mejor que pudo, de ahí sus continuas irregularidades y sus discontinuos aciertos. Vértigo es una de esas raras excepciones en su obra y en la historia del cine, una película que es el ejemplo claro de cómo un autor intenta dar un paso adelante, fuera de su propia filmografía. Se ha hablado mucho de esta película desde su estreno y siempre han intentado contagiarla con los clichés hitchconianos más manidos -el suspense, la culpabilidad, el engaño o el doble (doppelgänger)-, pero poco o nada se puede decir de ella si la comparamos con cualquiera de sus films. Otros, simplemente la han alabado e incluso rescatado del olvido hasta transformarla en un mito casi intocable. Los juegos del azar han hecho que en nuestros días lidere las más famosas listas fílmicas como la película más valorada de todos los tiempos, por encima de la también mítica y experimental Ciudadano Kane (1930).
La historia del cine va comprobando cómo las grandes obras cinematográficas van desligándose del corpus general y alzando el vuelo hasta conquistar esa privilegiada calificación de inclasificables. Todo lo que en el arte ha tenido una especial relevancia por su extremado talento o por su revolucionaria condición, siempre se ha constituido con reglas indeterminadas y altamente subjetivas. El engorro del clasicismo siempre nubló la estela constantemente vanguardista de la carrera Hitchcock y le encasilló hasta inmovilizarle en una idea falsa de su verdadero status. En su juventud, las productoras inglesas le tomaron por un joven talentoso que rodaba barato (El hombre que sabía demasiado, 1934), luego, en EEUU, se le tomó como una promesa europea abocada al género (Notorius, 1946) y finalmente, se le momificó como una vaca sagrada, en ocasiones, muy muy rentable (North by northwest, 1959); cuando en los 60’ intentó reivindicar su posición de artista (con la nunca rodada Kaleidoscope o con su taquillera Psycho), la industria del cine fue dándole la espalda gradualmente, hasta el punto de sólo rodar seis títulos en sus últimas dos décadas. El 29 de abril de 1980, viejo y desanimado, murió; así fue como consiguieron acabar con él. La historia de la creación es una historia en gran parte cruel. El artista vaga por un desierto de sufrimientos y soledad, donde ni la fama ni el dinero apagan la sed, de hecho, acaban siendo los principales culpables de un crimen perfecto. Así, Vértigo constituye un verdadero oasis dentro de su lucha por la originalidad y una verdadera singularidad en su repertorio: un ejemplo que podemos denominar positivamente como superclasicismo.

La crítica más visionaria siempre identificó Vértigo como uno de los pilares del cine moderno, pero aquellos primerizos 60´ estaban demasiado distraídos y entusiasmados con las nuevas olas de las jóvenes generaciones como para ver lo que tenían delante y mayoritariamente, sólo se quedaron con el sexapeel de Kim Novak y sus modelitos sin sujetador (cuyo papel realmente estaba destinado a una actriz mucho más apropiada como es Vera Miller). A pesar de ello, los cineastas noveles más despiertos, en realidad intuirían ante ese hermoso capricho del viejo Hitch que, en 1958, el pétreo clasicismo había tomado una ruta más que impredecible; todo lo excelso es tan difícil como raro. En todo caso, las  filmaciones al hombro y las cámaras de 16mm hicieron el resto del trabajo para velar el prodigio. Hoy, casi medio siglo después, podemos sentir los resultados de esa rara película que Hitch concibió como algo infinito: The Master, Interestellar o Zodiac, son tres ejemplos de la línea de este superclasicismo, superviviente hoy en día en unos pocos herederos con ganas de grandes desafíos narrativos. No hay que equivocarse, Vértigo no es una película moral ni filosófica, no es una película de aventuras o suspense, no es una historia de amor y mucho menos una tragedia o un melodrama. Por encima de todos los elementos del film -incluso de la historia- predomina el lenguaje, o sea, la narración en sí misma, como si fuera un animal salvaje en fuga, intentando no ser atrapado. Así son los grandes relatos -los antiguos y los modernos- y a eso se parecen los grandes gestos de los artistas: a formas irregulares, silenciosas, indeterminadas, llenas de brillos y sombras, de espectros, inestabilidad, revelación, magia e inquietud. Son obras, por lo pronto, sin eso a lo que se sigue llamando mensaje, pero no por una simple apreciación sino por su condición genuina de perversión y originalidad. Este tipo de obras sometidas, digamos, a un superestilo, son endogámicas y autárquicas, maquinarias autosuficientes que campan a sus anchas como caballeros andantes arrastrando la profundidad y la ironía de la vida. Dicha autonomía hace de Vértigo un mundo propio con tendencia al infinito. Vértigo es un relato fantástico que nos muestra aquello que nunca termina y que se repite a cada segundo, poniendo de relieve ese extraño mundo de los espejos y los pozos sin fondo, de los laberintos, las matemáticas, las espirales y los sueños. No somos más que imaginación, seres que dividen y duplican la realidad para generar la fantasía; para los escépticos, Vértigo es una excelente prueba de ello. Lo ilimitado se hace patente en nuestra mente a través de las ideas, pero en ocasiones, puede recrearse metafóricamente en la mirada. En Vértigo asistimos a una multiplicación de realidades tal que podríamos establecer paralelismos con la obra más exagerada y rocambolesca de la ciencia ficción: el espectador observa a James Stewart, Stewart observa a Kim Novak y Novak a un cuadro donde aparece una mujer que nos mira intensamente. El número de mundos que participan en la percepción de un mismo hecho es abrumador y más aún cuando cada nivel funciona narrativamente por su cuenta, multiplicando las significaciones, las contradicciones y las experiencias. En Vértigo también crecen enormes secuoyas (siempre vivas, siempre verdes), árboles que escupen coches, vestidos y mujeres, que crecen sin límite, viendo pasar la eternidad y la insignificancia de los hombres, manteniendo su silencio como única virtud a lo largo de los siglos. Podríamos decir que al contemplar Vértigo nos convertimos en moléculas de su propia materia, partículas incoherentes que van descubriendo un mundo que se sostiene bajo unas leyes desconocidas y poderosas que nos obligan a estar en varios lugares al mismo tiempo, incluso más allá de la muerte. Vértigo no es una película en sí misma, sino un color que funciona como una maquina del tiempo y del espacio, un artilugio estético tan sofisticado como Las mil y una noches, como un cuadro de Baselich o como una cantata de Bach, pero sintetizado todo en un solo movimiento donde alguien persigue incansable a lo desconocido.

Tal vez y volviendo al sueño inicial de Sunset Boulevard, Hitchcock no tuvo en cuenta -o no quiso revelar- que aquellos árboles bajo los que esperaba hambriento al taxi, eran en realidad secuoyas eternas, arquetipos repetidos a lo largo de una avenida sin fin, anunciando su inevitable destino: realizar un film infinito, ambiguo y de alguna manera, infranqueable.






sábado, 22 de agosto de 2015




10ª SALA. INSTANTES 
DE AUDIENCIA JUDICIAL
(2004)

Raymond Depardon



Ustedes no son libres. La conciencia aparente es una fachada lanzada contra ustedes por monos, por viejos y muy astutos titís. Eso no es serio, entonces demos vuelta a la página y miremos mejor lo que pasa. Vamos mal, muy mal, ¿por qué? Porque la vida tal y como la vemos no es verdadera, es una ilusión, que está en los libros, pero es filosofía. Y ahora, basta de bromas y de camelo y basta de mojigaterías, pero basta sobre todo de ¿de qué, burdel de dios? me falta aquí una palabra que me faltó toda la vida cada vez que quise denunciar algo [...] la sociedad puede cubrirse de religión, instituciones, órdenes, reglamentos e incluso de policía, pero no son más que una fachada adecuada para adormecer a los gogos, [...] la sociedad es una puta que no quiere que la dejen plantada.

 Antonin Artaud
 Historia vivida por Artaud-Momo (1948)


La Justicia en sí, se basa en una determinada opinión, en una sensibilidad concreta. Las leyes han devenido una excusa sagrada para acometer errores y someter a la vida en sus casos más concretos. No es esto una apología a la delincuencia, sino una apología en contra de la democracia y su sobreabuso. El hecho democrático es el único sistema político que ha conseguido disimular la injusticia y el sin sentido con la mayor naturalidad y potestad legítima. Las bases democráticas establecen una dinámica infinita de la moral como tabla de la ley suprema, pero sin duda, la Justicia es el mayor fraude que ha consentido una sociedad y aún más en la contemporánea; los jueces dominan el discurso con un lenguaje, un conocimiento y un poder ajeno a los denominados civiles. Al igual que los políticos, los jueces mantienen la representación de un papel teatral de gran calidad, sometiendo a su apreciación, a fin de cuentas, el destino de una sustancial vida. Según Aristóteles, para ejercer la Justicia se debe poseer la mayor virtud de todas, que es aplicar dicha virtud no sobre ti mismo, sino sobre los demás. Los jueces son sólo hombres masticando la Ley sin parar, practicando un oficio muy alejados del bien.
Depardon nos muestra qué ocurre en la práctica de ese fenómeno tan extraño de la imposición de la ley, columna vertebral y regidora de la democracia. A través de fragmentos de acusados de diversos delitos, va construyendo una imagen completa de la sin razón que domina dichos ritos. La selección de acusados nos alerta de que los focos principales se centran en burgueses aburridos y en emigrantes desesperados. En ambos casos, palpita una necesidad de escape del sistema, una necesidad de fractura con la realidad, como si la revolución del futuro sucediera individualmente y no en masa, en privado y no en público. En realidad, nadie acepta las normas y todos y cada uno intentan esquivarlas para poder vivir y sobrevivir. La ley somete al sentido común, a la falsa sensación de libertad, a la dignidad de los humillados animales metropolitanos. La ciudad es un problema que la democracia nunca tuvo en cuenta. En la época de los griegos (esa civilización tan sobrevalorada), cada ciudadano tenía la obligación y el derecho a defenderse así mismo. Para aprender a hacerlo, existían los sofistas, esos profesores freelance que enseñaban los trucos más audaces para conmover al jurado. Esa es la cuestión; antes, existía una posibilidad de bien, una oportunidad de ganarse el perdón a través de la palabra. Hoy la ley, sólo castiga y en el mejor de los casos, se jacta educando a sus siervos, predicando una moral muy dudosa. Hoy no existen los sofistas y el lenguaje es mucho más complicado por su mal uso, por la falta de referencias; el lenguaje es confuso y las partes no se pueden comunicar. Así, finalmente, un juicio actual no es más que un juego lingüístico en el que siempre gana aquel que hace lucir su mejor retórica, que en la mayoría de los casos, es la del tribunal. Los acusados, en ciertas ocasiones, son analfabetos, marginales, enfermos mentales, vagabundos... en definitiva, sujetos vulnerables ante el lenguaje y la ley, víctimas de la regularización de la vida burguesa. Los jueces son en general severos con este tipo de acusados, pero lo son más con personas que les proponen problemas dialécticos, pues se ven desafiados e intentan castigar con toda su fuerza. Es curioso advertir que ningún acusado pertenece a clases pudientes o milmillonarias; debe ser que en democracia, esta gente está santificada y exenta de errar. Habrá que volver a leerse El curso de lingüística general de Saussure, no vaya a ser que por una tontería como la de no dominar el lenguaje, acabemos en la trena.









sábado, 8 de agosto de 2015





IDIOTERNE
(1998)

Lars von Trier




Saca el idiota que hay en ti. No te preocupes por lo demás, sácalo y no te dejes atrapar por la normalidad. En 1998, von Trier inventa una de sus travesuras más divertidas. Con la excusa del movimiento Dogma 95 -un cebo comercial puro y duro que oficialmente consolidaba cierta estética danesa que facilitó la promoción y el éxito posteriores-, directores como Thomas Vintenberg y Lars von Trier, se precipitan al rodaje de una serie de películas que rompen, no ya sólo con las formas, sino con algo mucho más importante: los contenidos. Pero no es simplemente una revolución temática, sino moral y política. Moral a causa de su dinámica destructiva de tabúes, de estereotipos y de juicios, en definitiva: de la inasumible cotidianidad. Von Trier nos da un golpe mental e inaugura o materializa esa vieja idea de que en el cine tienes que hacer, por encima de todo, lo que quieras, inventarte lo que desees filmar de la manera que te venga en gana; si no no estarás siendo tú y eso se llama traición. En cuanto a la revolución política que atentan, es sin duda a la del cine, a su acomodamiento de las formas, a su temática pétrea. El mensaje de von Trier es claro: lo clásico ya no nos sirve y debemos fundar un nuevo reino para ser felices, una nueva revolución que vuelva a fracasar, pero que nos haga mover el culo y la mente. Así inventa su concepto de idiota, para dar vida a un experimento fílmico de lo más  sugerente.
Un idiota es una persona que padece una debilidad mental que hace que su comportamiento sea infantil. Un idiota es un tonto, una persona insuficientemente lista, un imbécil que dice y hace imbecilidades, un bobo que hace cosas sin sentido. Von Trier nos invita a que asumamos este concepto en nosotros mismos y que dejemos de protegernos en las apariencias; estamos obligados a sacar nuestro lado más ridículo y elegir el papel más marginal para poder contemplar las cosas más claras, para ver cómo se empieza a derretir todo aquello que creíamos correcto e inamovible. Idiotizar a las personas, a las cosas, a las ideas, para darles la vuelta y conseguir su asombro ante nuestro nuevo status: el absurdo. Como Pirandello, Beckett, Ionesco o Arrabal, Von Trier atenta contra nuestro inconsciente, desterrando los modales, lo políticamente correcto, la moral, la ley y el orden, incluso el gusto oficial, para dejar paso a lo extraño, sucediendo ante nuestros ojos sin que apenas podamos entender qué va a suceder dentro de nosotros. Idioterne o Los Idiotas, es un artefacto altamente corrosivo, una subversión de las reglas, un intento de gritar más fuerte. Von Trier nos dice que debemos ser más sencillos en nuestra mirada y más ingeniosos que los demás y que no nos debe importar lo que otros piensen sobre lo que hacemos, pues lo que hacemos es único. Al margen de la polémica que siempre ha suscitado este director, nadie puede negar que sus inicios no son otros que los de un valiente, los de un tipo con una idea fija en la cabeza, que nadie se la va a poder quitar. Terquedad y simpleza es lo que nos demuestra en sus imágenes, sarcasmo y crítica emergen del fondo de la luz. Dogma 95 fue un movimiento que agrupó a una serie de señores que se propusieron dinamitar la sociedad burguesa, aplicándole el feismo, lo grotesco, la exageración y la inverosimilitud como condiciones de una apariencia puramente realista y sucia. Para criticar a la burguesía danesa, Idioterne da un mazazo brutal a la sociedad, utilizando temas claramente delicados: el argumento trata de un grupo de amigos que deciden hacerse pasar por retrasados mentales en lugares públicos para pasárselo bien y para conseguir sacar de sí mismos aquello que llaman: su idiota interior.
Está claro que el título en sí mismo, es una concesión de von Trier al hecho comercial, ya que en función al contenido, la película debería llamarse, más bien, Los retrasados o Los Subnormales. Este último título sería ideal para entender esta performance danesa de dos horas, ya que creo que el concepto de normalidad y tedio es el que ataca realmente esta película, con especial saña. La tesis del film propone que debemos idiotizarnos para sentirnos felices, debemos autoenfermarnos para conseguir la verdadera salud mental, debemos destruirnos para volver a nacer. Esta es la cuestión inicial, la cosa es que a Von Trier la película se le desborda o la desborda por voluntad, y comienza a tratar de otras muchas cosas: del vacío, de la imaginación, del sexo, de la conciencia de realidad, de la mentira, la verdad y sobretodo de la identidad, pues la identidad no nace sino que se construye y von Trier parece exponer que, con demasiada facilidad, nos dejamos guiar en nuestras decisiones y que esto condiciona nuestra forma de ser hacia clichés preestablecidos por la propia sociedad: ¿está la sociedad por encima del individuo? Idioterne se centra en la recuperación de ese valor individual y en la práctica de esa libertad. Los idiotas buscan una felicidad que no existe en este mundo, por eso hay que inventarla. Von Trier se inventa todo un nuevo discurso para el cine y a finales de los 90´, funda un camino nuevo para explorar. Hoy día, él ha abandonado ese camino por el de la psicología barata y el goticismo. En todo caso, films como Idioterne fueron y son necesarios para volver a vivir una experiencia en el cine, para volver a sentir que podemos hacer lo que nos plazca y que esta es la única ley a seguir: ser un idiota puede llegar a ser una maravilla, una llave que abra las puertas de tu imaginación y te haga descubrir cosas que nunca pensaste que habitaban en tu interior.










martes, 14 de julio de 2015




HEARTS OF DARKNESS:
A FILMMAKER' S APOCALYPSE
(1991)

Fax Barh
George Hickenlooper
Eleanor Coppola




Espero que en el futuro, una niña gorda de Ohio logre ser la Mozart del cine moderno, haciendo películas con la cámara de su padre; es la única forma de que el cine se transforme en un arte y deje de ser un producto comercial. Las anteriores palabras de Coppola son, en todo caso, sinceras, aunque no creyó en ellas hasta un par de décadas después de terminar la gran obra de su vida: Apocalypsis Now. La megalómana aventura del director italoamericano no es, lamentablemente, una buena película o al menos no se acerca a lo que Coppola imaginó en los orígenes del proyecto; el cine siempre comienza siendo una cosa en la mente y acaba siendo otra muy distinta; no es este un ejercicio de falsa modestia, sino de autocrítica. Los hechos hablan por sí mismos: es cierto que la cinta comienza de una manera potente, anticipando una bomba de relojería fílmica que precipita al espectador prematuramente a crearse unas expectativas de vertiginosa altura. Un soldado enloquecido por la guerra con una misión secreta, generales de batalla obsesionados por el surf y el Séptimo de Caballería, chicas Playboy empapadas en ácido hablando de pájaros y espiritualismo... digamos que la primera parte promete un crescendo de alucinaciones y rutas oníricas que incuban una ruta visual, irracional, valiente e ingeniosa. En cambio, lo que podríamos llamar las partes posteriores del film, no se quedan más que en pobres ejercicios discursivos torpes y tontorrones compuestos de secuencias lánguidas e interpretaciones injustificadas y bobas (incluso de falso sensualismo) que estropean el film, desdibujándolo. 
En Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse, Coppola confiesa que a mitad de rodaje no sabía qué estaba haciendo en realidad y que perdió el control y se lanzó a una dinámica de improvisaciones; improvisar es magnífico, pero cuando has sido un director racionalista de estudio como Coppola y has estado respaldado desde siempre por producciones millonarias, aquello puede acabar siendo un circo de monos. Dennis Hopper estaba siempre drogado y no se aprendía los diálogos, a Martin Sheen le dio un ataque al corazón debido a su alcoholismo y estuvo tres semanas de baja y Marlon Brando exigió trabajar sólo y exclusivamente 21 días de los 268 que duró el rodaje en Filipinas, por la minucia de tres millones de dólares. Además de estos tres contundentes elementos, Coppola tuvo que afrontar también un tifón, al gobierno filipino, a la prensa estadounidense, al torpe de John Millius y al pretencioso George Lucas. El gran problema del cine es el dinero y la terca idea de que sin él el cine no puede existir. Apocalypse Now demuestra que cuanto más dinero tengas de presupuesto, más problemas tendrás que solventar para conseguir la imagen que sustente tu idea o en el mejor de los casos, tu espíritu. Coppola experimentó en sus carnes la gran  e ineludible mentira que atrapa al cine y la alimentó durante más de tres años, hasta conseguir odiarla, hasta admitir que hasta hoy arrastra una película fallida que envejece cada segundo y que acabará desapareciendo por completo en su apocalípsis personal, ocupando una línea diminuta y perdida dentro de una lista infinita de filmografías. Nadie sabe cómo nace el cine, cómo se hace, cómo se consigue. A diferencia de otras disciplinas, el cine se compone -de una forma más que esencial- de una materia tan curiosa como es la mismísima realidad, lo cual complica la cuestión más de lo esperado; en escultura -un arte sordomudo- puedes utilizar una silla, una tabla, una tela, pero en el cine -además de todo eso-, tienes que trabajar con los sucesos y el tiempo. Cuando a principios del XX, los hermanos Lumiere muestran sus primeras películas, la gente adopta una idea del cine muy simplificada y errónea. Según las apariencias, el cine no es más que un oficio en el que se trata simplemente, de colocar la cámara delante de un devenir cualquiera y de apretar el botón de filmar; la gente cree que las cosas suceden en el cine tal y como suceden en la pantalla pero, a decir verdad, la cosa funciona totalmente al contrario. Cuando se empezó a conocer más a fondo la historia de los orígenes del cine, se descubrió que los hermanos Lumiere y los demás, no sólo se ceñían a darle al botón, sino que a la vez, dirigían las acciones que se producían, seleccionaban específicamente los planos y hacían diferentes tomas hasta que conseguían su objetivo. El documental y la ficción es un tema inútil e infructuoso que les encanta discutir a las publicaciones especializadas y a los festivales de cine; todo eso es mentira, un sofisma à la mode. El íntimo trato que el autor mantenga con la realidad que trabaje será el aura que se imprimirá inevitablemente en la pantalla de una manera explícita e inevitable, dejando, a la vez, el rastro de su miseria y su talento. El cine revela la verdad que hay detrás de la mano y del ojo que nos hacen mirar aquello que vemos representado; el film es una huella dactilar inconfundible de la identidad del autor. Aunque pretenda maquillarse, el cine no puede funcionar como una máscara, sino como todo lo contrario: se establece como una especie diván visual donde aparecen los miedos y las virtudes de aquel que imagina y aprieta el botón; así,  los Lumiere hacían lo que hacían y Coppola hizo lo que hizo. Me explico: el cine es un lugar para dejarse llevar, para investigar el mundo de las apariencias, una radiografía que nos deja ver más allá de lo que creemos ver, un cañón que nos destruye en mil pedazos para generar un nuevo orden; un telescopio del azar que podemos aumentar tanto como podamos soportar, tanto como nuestro ser aguante. Así, el cine es como la mente de Nietzsche, cuando dice: mi verdadera unidad de medida ha ido siendo cada vez más qué grado de verdad soporta un espíritu, qué dosis de verdad se atreve a afrontar
Durante el rodaje de la película, Coppola se muestra ininterrumpidamente como un maniquí al que parece que le importa más la pose de director excéntrico y pintamonas que otra cosa; de hecho aparece en una escena del film, interpretando a un reportero de guerra, dirigiendo ficcionalmente a los soldados norteamericanos como si fueran extras: ¡No miréis a la cámara, es para la televisión! A parte de su vitalidad (que es mucha y admirable), Coppola siempre intenta aparecer en cámara como un actor más de su propio juego, un demiurgo orgulloso y fuerte ante sus hijos o como dice él mismo; yo en esa época era multimillonario y famoso por las películas de El Padrino y todo eso me hizo tomar una actitud de distancia ante todo y por eso, durante todo aquello, creí ser el mismísimo Kurt. Una de las teorías de Coppola durante el rodaje, fue que los actores debían ser los personajes, o sea, que debían ser ellos mismos, pues la película -entre otras cosas- hablaba del problema de la autenticidad, de la verdad, de una imagen irrecuperable de un enorme error. Siguiendo dicha regla, Marlon Brando es tanto Kurt como Kurtz es Marlon Brando y si Coppola llegó a creerse el general Kurtz, también de alguna manera, creyó ser Marlon Brando y, ¿quién era Marlon Brando al final de los 80´? Un obeso actor en decadencia, imbuido en su propio mito y que nunca más volvería a hacer una película respetable. 
Una de las cuestiones que emana del curioso documental Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse es verbigracia, por qué misteriosa razón Coppola no utilizó las improvisaciones delirantes ensayadas por Brando y en cambio utilizó aquellas más correctas y aburridas en las que Kurtz se limita a leer pretenciosamente poemas de T.S Eliot y noticias banales en la revista TIMES. La contradicción de Coppola se manifiesta profundamente en el interesante documental, que sinceramente se hace corto e incompleto, ya que se percibe una criba intencionada de material. En todo caso, su contenido hace manifiesta la enorme contradicción entre el querer y el poder, entre la industria y la poesía, entre el dinero y el espíritu... sobretodo en la última y agónica hora de film, sin duda, la más ansiada por la imaginación de cualquier espectador que se atreve a embarcarse en esta oscura aventura de las tinieblas de Coppola y que se le va deshaciendo en las manos hasta no ser más que un montoncito de napalm seco. Anteriormente he comentado el caso de Brando por ser uno de los obstáculos más llamativos, pero hay otros muchos elementos inconsistentes que debilitan el film: empezando por el frágil argumento principal, siguiendo por la insípida interpretación del protagonista, la profusa artificialidad de muchas secuencias o las innumerables falsas expectativas que no paran de sucederse y que agotan al ánimo del vidente. Se podrían exponer infinitos argumentos de por qué la película es fallida; en cambio, todas sus virtudes se resumen en la sublime canción de Jim Morrison, el sacrificio de un caribú y la hilarante interpretación de Robert Duvall dando vida al coronel Bill Killgore. Todos los premios y todo el dinero que consiguió la película, no  fueron más que un homenaje a aquel testarudo director que consiguió terminar y hacer triunfar uno de los fracasos más rotundos y caros del cine. Apocalypsis Now representa hoy un maravilloso ejemplo para entender que el dinero es sin duda, el gran enemigo del arte, un elemento que corrompe los espíritus más fuertes y que crea vanidades insuperables y bloqueos mentales muy difíciles de aceptar, que conducen a la confusión y a la decadencia. Muchos años después, Coppola entendió qué es lo que había perdido en realidad al hacer el film y por eso, imaginamos, se atrevió a desafiar a la industria con las valientes y proféticas palabras que abren este texto. Como siempre, el director parece convencernos de sus épicas intenciones y sus aspiraciones artísticas; el problema es que sus acciones demuestran que sigue existiendo una especie de traición que le puede, que le fustiga, como si se hubiera olvidado el alma en algún rincón de esas selvas filipinas y jamás hubiera podido recuperarla; todo tiene un precio.
Si algo nos aclara Hearts of Darkness: A Filmmaker's Apocalypse (mucho más interesante que la mítica película) es que Coppola estaba solo (aislado en medio de la muchedumbre) y tenía miedo, mucho miedo y no precisamente del dinero, sino de traicionar sus principios o sus ideas sobre la creación; el horror le pudo, el dinero le cegó. Coppola quiso ser un artista, pero siempre estuvo demasiado enganchado al cheque y a lo que viene dentro de ese cheque: una obsesión por controlar la realidad; en otros ámbitos se le llama simplemente, poder. Nadie puede someter la realidad y entre los cineastas, suele ocurrir que acontece a menudo dicho pecado. Le ocurrió a Herzog (Fitzcarraldo), a Welles (The Trial), a Cimino (Las puertas del cielo), a Chaplin (La quimera del oro), a Griffith (Intolerancia), a Tati (Playtime), a Renoir (Naná)... todos grandes autores que quisieron explorar sus propios caminos respaldados por la industria, pero que muchas de sus obras acabaron siendo altamente defectuosas por el simple problema del maniático dinero y la exigencia capitalista. Escucharéis de mucha gente la afirmación de que el cine es exclusivamente dinero y que sin él es imposible hacer una película; desconfiad de ellos, apartaos, que no os roben las ganas de hacerlo, pues el presente siglo es el flamante territorio para los nuevos cineastas, almas libres que no tendrán que sobornarse con el dollar ni la industria, que no estropearán sus obras por culpa de intereses económicos u opiniones ajenas. El cine ha logrado madurar hasta volver a ser un niño rebelde que hace lo que quiere y como quiere, al que no castigan por llegar tarde a casa o por llegar colocado, un cine valiente y claro donde la honestidad prima sobre lo falso del mundo de las apariencias, donde las tinieblas al menos, son más claras, más reales; un cine que reunirá a todo tipo de artistas, todo tipo de mentes que podrán explorar eso tan rico que es sin duda la materia de la realidad o como dijo otro, la carne de los sueños de una niña gorda de Ohio.








miércoles, 10 de junio de 2015




IL CASANOVA DI FEDERICO FELLINI
-STORIA DELLA MIA VITA-
(1976)

Federico Fellini






ANDREI RUBLEV
(1966)

Andrei Tarkovski



Con ayuda del cine se pueden tratar las cuestiones más complejas 
del presente a un nivel que durante siglos ha sido propio de la literatura, 
la música o la pintura. Pero una y otra vez hay que buscar de nuevo el
camino por el que tiene que ir el cine como arte. Estoy convencido de 
que el trabajo práctico en el cine será para cada uno de nosotros algo 
infructuoso y esperanzado, si no comprendemos con toda exactitud 
y claridad la especificidad de este arte, si no encontramos nosotros 
mismos la llave que tenemos para abrirla.

Contraportada de un libro sobre 
Tarkovski editado en España



PRÓLOGO

Biográficamente se dice que Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga. Fue hijo de poeta y estricto alumno encauzado en el humanismo. La música fue una de sus principales intereses, junto a la literatura, la pintura y la magia. A pesar de sus disciplinas predilectas, a principios de los 50', tras un viaje a Siberia, se decide por estudiar cinematografía, asistiendo a las clases de Mijail Romm, uno de los cineastas más conocidos de la revolución rusa junto a Eisenstein o Pudovkin. Una década después estrenará su ópera prima, La infancia de Iván, galardonada con el León de Oro de Venecia. La crítica aplaude su prematuro trabajo y ansía descubrir de qué es capaz este joven ruso desconocido y fascinante. Cuatro años después, estrenará Andrei Rublev, con la que experimentará  los primeros problemas con las instituciones de su país, que se alargarán durante toda su carrera y acabarán haciéndole abandonar la URSS definitivamente hacia 1983.
A pesar de los problemas, Andrei Rublev es seguramente la obra más completa de Tarkovski, aunque siempre es demasiado arriesgado afirmarlo, debido a la calidad y esencialidad de toda su obra. El llamado cine metafísico o lírico, se transforma en esta extensa pieza fílmica en un cantar épico y monumental a la maniera de Stroheim o del mejor Kurosawa. Es sorprendente y casi milagroso que siendo ésta su segunda película, el director ruso maneje tal cantidad de elementos y espacios con tal facilidad y gracia. Presentado como un encargo del gobierno soviético para ensalzar la figura de su más famoso pintor de iconos, Andrei Rublev, Tarkovski acepta animado con el ánimo de aprovechar las grandes posibilidades que le puede ofrecer el respaldo de una gran producción. Será ésta la única y última ocasión en la que pueda contar con la gran infraestructura del Mosfilm. A Tarkovski, como a cualquier otro artista, no le interesa ningún país, sólo anhela un espacio de libertad para liberar sus imágenes, para crear las formas que sólo él puede ver; de ahí su problemática: Tarkovski nos presenta la contraposición esencial de imágenes autónomas frente a las imágenes establecidas por la generalidad; es la pura contradicción entre la imagen del Andrei Rublev que ansía reivindicar el estado soviético y el Rublev que está dentro de la cabeza de Tarkovski. 
La película se extiende en siete capítulos, establecidos como fragmentos de una basta novela, comenzando con un prólogo bastante sui géneris que representa la parte más potente de toda la cinta a nivel poético: un hombre intentando despegar en un globo desde una catedral mientras le persiguen para matarle, isletas oníricas a vista de pájaro (plagiadas de forma idéntica por el cineasta Pere Portabella en su película Puente en Varsovia, 1989; ya lo dijo el escritor Josep Pla: los catalanes sólo saben copiar) pasando ante nuestros ojos como sueños líquidos, un caballo revolcándose en el polvo como si fuera un dios, figuras en la lejanía creando dibujos en la distancia, un grupo de cazadores surcando un río en piraguas; un cuadro de Brueguel, una película de Fellini, un cuento de Verne. Tarkovski echa mano de todos los materiales que le impresionan y coloca al principio del metraje sus versos más misteriosos y mudos, sus deseos más hondos sintetizados en cine: escapar y ser libre


I. EL BUFÓN (1400) 

En vez de hacer un biopic al uso o una americanada kitsch, Tarkovski opta tajantemente por no contar la vida de Rublev, a pesar del inicial encargo del gobierno soviet. Así, su decisión es acompañar a Rublev durante siete momentos particulares de su andanza a través de la Edad media rusa, siete momentos en los que Rublev no siempre funciona como el centro de la acción; elige determinados sucesos aislados para desarrollar un cine caprichosamente elíptico, fascinante y asombroso. Cada una de los capítulos constituye un pequeño film autónomo, y en conjunto, la obra se vislumbra como una serie de cortometrajes de muy diferente temática, aunque de idéntica factura. 
El personaje de Andrei Rublev no es más que una excusa que se utiliza como eje vertebrador de un historia latente de sueños y violencia; el film, no difiere en demasía de la estructura de obras como el Decamerón de Boccaccio o Los cuentos de Canterbury de Chaucer. 
Los caballos que ya aparecen en el prólogo -y que dominarán toda la cinta como dueños y señores del simbolismo del film- se mantienen en la pantalla como esculturas móviles, como totems sagrados que irán deviniendo en tres insignificantes figuras de monjes, entre los que se encuentra el atormentado  Rublev. La figura de los tres monjes taciturnos trae el silencio a la escena, purificando con su presencia un paisaje vulgar en medio de un prado, sacralizando los elementos sin querer, con el simple hecho de estar; la potencia de la imagen en Tarkovski representa la voluntad de ser, la necesidad catártica de afrontar la realidad en pos de la transformación. Sin apenas palabras, llegamos a una hospedería donde un bufón canta a la vulgaridad, a la carne e incluso nos muestra su culo, donde hay dibujada una enorme sonrisa. Tarkovski hace que lo ascético se encuentre con la materia, con lo soez, en una batalla sin armas, sin enemigos, estableciendo un equilibrio casi milagroso. El bufón hace música con un tambor y los huéspedes disfrutan con el circo de sus gestos; el entretenimiento siempre será sucio pues implica un interés, una debilidad, un secreto. Tarkovski lo celebra en sus imágenes, homenajeando a la cultura juglar, a la ficción oral de los cantantes y humoristas que traían la risa a una sociedad feudalista, sometida por la autoridad del pecado. Pero el contraste vuelve a irrumpir y unos guardias arrestan al payaso cantarín. El teatro se termina, la representación es amordazada y de nuevo la escena sale de la taberna: vemos los caballos en la lejanía llevándose al reo, creando casi una doble película, una doble narración como si una escena del Séptimo Sello de  Bergman, se insertara en un cuadro del Bosco y fuera contado por la princesa de Las mil y una noches. La injusticia y el sometimiento vuelven a aparecer en el imaginario tarkovskiano, como una obsesión repetitiva que siempre atormentó al ruso en su carrera y que definió sus prerrogativas al respecto.


II. TEÓFANES EL GRIEGO (1405-1406)

A través de la voz de un personaje casi irreal, Tarkovski la aprovecha para volcar sus pensamientos más profundos, sus preocupaciones más ardientes, casi desplegando un decálogo artístico. Teófanes es el pintor de iconos más famoso del siglo XIV, una especie de Miguel Ángel de la iconografía rusa; en una conversación con Kirill -un compañero de Rublev- afirma: siempre hay que utilizar la simplicidad sin ostentación, pues eso es lo sagrado. En lo sencillo está la paz, la tranquilidad, el paraíso; quien aumenta su conocimiento, aumenta su dolor. Continúa: voy por un camino distinto al de los libros, una ruta desconocida guiada por mi corazón. Leer muchos libros no nos lleva a nada y el estudio excesivo es agotador para el cuerpo. Finalmente, después de su encuentro, Kirill se vuelve loco y deja el monasterio para entregarse a la vida mundana; ya no quiere pintar, no quiere representar, pierde la fe en la pintura, se siente engañado. Antes de irse, mata a un perro a palos, marcando su intención de regreso a la violencia de la naturaleza, retornando a la deriva de los días, abandonando la disciplina de lo ascético por lo banal; el mundo donde nada significa nada, donde lo literal adora el realismo. Rublev pierde a su compañero y amigo y contrata a Foma, un adolescente que le ayudará a pintar una catedral. Rublev desconfía inicialmente del chico, pues le acusa de inventar historias continuamente, aunque de alguna manera le envidia, pues le reprocha ser simple e ingenuo, al mismo tiempo que él añora dicho estado. Aparecen una serie de imágenes alegóricas: una serpiente, Teófanes resucitado cubierto de hormigas y un cisne muerto al que Foma levanta un ala, jugando con la idea del fénix; ya lo dijo Baudelaire: para mí todo se vuelve alegoría (Le cygne). Los versos pasan a ser metáforas y éstas, alegorías y oximorones sin término; la construcción bíblica de imágenes se irá haciendo mayor a lo largo de la cinta. Entonces todo vuelve a transfigurarse y la película toma una estética digna de Joris Ivens en su Pour le mistral (1965) y los brillos del agua acaban elevando el relato por encima del bosque, haciendo realidad el segundo vuelo de la película. El discurso fílmico se ve invadido de nuevo por los pensamientos del autor: todo es un círculo eterno que se repite y se repite. Los mercaderes siempre fueron los maestros del engaño; estudiaron para conseguir el poder y aprovecharse de la ignorancia del mundo. Más a menudo, debemos recordarle a la gente que son personas... dentro de la muchedumbre existe un destello de humanidad que purifica.


III. DÍA DE FIESTA (1408)

La imagen de unas algas bailando con la corriente del río, abren el tercer capítulo, uno de los más sensuales y eróticos. El contoneo de las plantas acuáticas se constituye aquí como una señal que anuncia el misterio del cine tarkovskiano, de tal manera que lo volverá a utilizar en su siguiente película, Solaris (1972), anticipando igualmente lo extraordinario y lo sobrenatural. 
Cae la noche y en la orilla de un río el paisaje se transforma en un cuadro de Jheronimus Bosch, concretamente en aquel cuadro del Museo del Prado tan conocido, titulado El Jardín de las Delicias, una obra donde todas las Evas y todos los Adanes confluyen en un mismo espacio, interpretando todos los movimientos, todas las acciones, todas las historias, todas las alegorías. A diferencia de aquella escena idealizada, Tarkovski recrea una noche de brujería y amor, donde cientos de jóvenes corretean a través de un bosque, entregándose al placer de los instintos naturales; como diría John Huston, un paseo por el amor y la muerte. La violencia del amor, la mirada de las tentaciones y el cuerpo de la mujer, concentran toda la atención de Tarkovski. Las palomas caen del cielo y el bosque se hace impenetrable. La noche está hecha para hacer el amor y los amantes abandonan el pensamiento para entregarse al instinto; el film se purifica por instantes y lo irracional domina la escena. Rublev teme caer en las redes de la lujuria y compadece a los pecadores, al dejarse arrastrar por los días como vulgares animales atrapados en la noria de la existencia, en la inercia cotidiana embrujada por la noche. Finalmente, los herejes de la vida son perseguidos por actuar de forma salvaje; sólo una mujer se salva, cruzando a nado el río.


IV. EL JUICIO FINAL (1408)

La parte cuarta es sin duda la más simbólica. Posee una hermosa primera sección donde Rublev y sus ayudantes se proponen pintar una catedral vacía y encalada, pero el pintor acaba convenciéndose de que no puede representar aquello que le piden. No quiere atemorizar a la gente con escenas del Apocalipsis, no quiere aterrorizar el espíritu pues, finalmente es pintar para el poder, ser siervo de una mentira fatal; Rublev sólo desea revelar el espíritu a los ojos, al alma, al universo. La catedral vacía nos confiere una idea del sentimiento profundo de Rublev, de su pureza y su honestidad.
Los meses pasan y aún no han pintado nada; Rublev se opone a la representación de cualquier figura. Su fe está embarcada en un dilema que va más allá de la pintura. El pintor no plasmará el Juicio Final; sabe que si lo hace, el Infierno existirá realmente y eso le hará cómplice de la corrupción del espíritu. En la segunda parte de este episodio, unos vándalos asaltan en un bosque a los monjes y les apuñalan los ojos; los pintores son ciegos, ya no podrán pintar más que en su mente.


V. EL ATAQUE (1408)

La segunda parte del film está compuesta por tres bloques más, de los cuáles el primero ilustra la famosa invasión tártara de Gengis Khan. Nadie hubiera imaginado que Tarkovski, el poeta de la imagen, pudiera haber sublimado de tal manera la representación del horror y la crueldad de la guerra; ciertas escenas son dignas de Ran, de Kurosawa. Siguiendo con sus influencias bruegelianas, nos muestra un vaca ardiendo, un caballo cayendo por una escaleras, gansos volando despavoridos ante la estupidez del poder, una hoguera inmensa... la fealdad y el ruido invaden el film y lo llenan de esqueletos imaginarios que aparecen en el famoso cuadro El triunfo de la muerte. Tarkovski contempla la muerte cara a cara, sin dar tregua a la ficción, sumergiéndonos en un callejón sin salida donde nos sentimos débiles e impotentes. Tras la masacre, nieva dentro de la catedral, en la que aparece un caballo perdido como si fuera el mismo Teófanes resucitado, proclamando: no tengo nada más que decirle a la gente. Todo vuelve a la calma y se cumple la teoría del contraste silencio/ruido, construcción/destrucción que Tarkovski impone en todas los capítulos; corrupción/purificación como estructura.


VI. CARIDAD (1412)

Rublev abandona la catedral, hace voto de silencio y vuelve al convento. Ahora sólo es un mudo que contempla peleas de perros por un trozo de carne. Allí vive una chica, también muda, que se deja seducir por los tártaros y sus señuelos. Rublev la intenta salvar, pero finalmente la engañan. Rublev vuelve a su trabajo: arrastrar enormes bloques de carbón incandescente con unas tenazas hasta bidones de agua. Acepta la ingenuidad y la futilidad de la humanidad y se emplea en lo único que le salva: su trabajo.


VII. LA CAMPANA (1423-1424)

El último capítulo es uno de los más autónomos. Trata la historia del hijo de un forjador de campanas que se ve obligado a ejercer de maestro sin tener experiencia previa. Todos los forjadores de campanas han muerto y el rey quiere una campana nueva para la catedral. La forja de la campana es toda una aventura: primero hay buscar un lugar especialmente arcilloso, luego, cavar un enorme agujero durante semanas, luego hay hacer el molde, enterrarlo y conducir el bronce líquido hacia el vaciado. El verdadero riesgo de la aventura es que si la campana no suena como debe, como castigo, la tradición manda matar al forjador. El niño es el héroe de la realidad, es el único espíritu que no tiene más que perder que su inocencia; es todo sueño, esperanza. Rublev llega y observa a aquel ser jugándose la vida por algo desconocido y frágil y descubre en él el gesto de la divinidad, de la voluntad, de la fe con mayúsculas. También aparece el bufón de la primera parte y Kirill el vagabundo, quien confiesa que él fue el culpable del arresto del juglar. Todo el universo medieval de Tarkovski confluye irremediable en este capítulo final, hasta que suena la campana y el barro y la lluvia purifican la escena por última vez. Entonces la película toma su tercer y último vuelo y vemos todo de nuevo, como si fuéramos pájaros sin pensamiento; libres por fin, escuchando el sonido de la campana. El milagro ha sucedido y sentimos que la película es en sí misma dicha campana que ha nacido de la tierra, algo extraordinario y eterno, engendrado por un sentimiento, por una creencia distinta. Finalmente, Tarkovski es el niño y el film es la campana.


EPÍLOGO

El epílogo de la película consta de una imagen doble: la toma fija de las pinturas en color de Andrei Rublev y una misteriosa secuencia de cuatro caballos, también en color, pastando en paz sobre una isleta, invadida por un río. La película concluye con ese curioso poema que va devorando la imagen y que nos va desintegrando también a nosotros mismos, como en aquel cuadro de Bruegel titulado: El pez grande se come al pequeño.





domingo, 24 de mayo de 2015





KLASSEN VERHÄLTNISSE
(1984)

Straub & Huillet




Danièlle Huillet y Jean-Marie Straub son un tándem difícil, tan complicado de imaginar como sus películas. Todo lo que ellos fueron e hicieron, es distinto a todo lo demás pues se marcaron esa meta y no otra: hacer lo opuesto a lo establecido. La propuesta iba en serio desde 1963, cuando filmaron su primera pieza, Machorka-Muff. Veinte años después, en 1984, presentan una película llamada Condiciones de clase, basada en la póstuma novela de Kafka, Amérika (1927). El texto, como la obra de Straub-Huillet, es una pieza incompleta, perdida en los apuntes de un escritor que intentaba hablar de la sensación de estar perdido, sin referencia, en medio de una época confusa y extraña. De hecho, a partir de 1982, la novela se reeditó con el título El desaparecido, pues según los biógrafos, este era realmente el título pensado para la novela en cuestión. No es casual que la versión que proponen los dos cineastas franceses sea de la misma naturaleza; una obra incompleta, perdida, casi invisible. Straub se reafirma en su idea de que él como cineasta y persona, es un exiliado voluntario, alguien que ha rechazado pertenecer a cualquier sitio, simplemente para intentar ser libre. A Straub le gusta recordar que sus películas no las subvenciona nadie, que vive de aquí para allá, sin hogar fijo, sin seguridad social, tarjeta de residencia o jubilación; representa un individuo sin referencia. Straub es un pequeño burgués que se ayuda de la condición educativa que le ha dado su clase social para independizarse, para lanzarse al vagabundeo vital; en cambio, dice que un campesino nunca tiene esa posibilidad, por el simple hecho de que su condición social no le ha permitido plantearse esa posibilidad de abandonar todo y e intentar ser autónomo. Mientras Straub dice aquello, Danièlle Huillet cierra los ojos y duerme o hace que duerme, escuchando a su marido, al que conoció en la adolescencia, con el se casó y con el que se tiraría toda una vida apostando por una idea concreta del cine. Huillet sueña mientras Straub habla sin parar; así es su vida. La relación entre los dos es única; existe un respeto y una lucha entre ellos, un odio y un amor inconfesable (Pedro Costa y Harum Farocki les filmaron durante sus procesos creativos, con un resultado magistral que muestra de forma indiscutible, que lo mejor de su obra son los procesos de sus proyectos, la lucha interna que libran el uno contra el otro, su exigencia alucinada, su delirio constante, su silencio, sus provocaciones, su humor sin límites).
Straub justifica su película y su cine diciendo que son un símbolo del devenir de su vida, algo hecho a partir de la experiencia de estar desplazado; el exilio constante es su paraíso. Pero Straub no es un renegado, ni siquiera un pesimista. A muchos les sorprenderá descubrir que en su juventud fue íntimo amigo de Truffaut y ayudante de realización de Renoir, Bresson, Abel gance o Jacques Rivette. Sólo así se puede comprender la propuesta de su cine y la novedad de sus imágenes. No se repite y no imita; esa es su ley. Hace la película que le viene en gana, sin influencias de ningún tipo, de la manera más honesta que conoce; ser él mismo. A Straub no le gusta que se juzguen sus películas; dice que él sólo filma para un público de mente abierta, un público humilde que vea a cada uno como su igual. Lo bueno y lo malo no tienen significado para él. Dice que su trabajo junto a Huillet, es esencialmente humilde, no como la perspectiva de Godard; el cineasta todopoderoso que sermonea. Yo vivo en el exilio y trabajo nadando en el exilio y esa es la única razón de que mi trabajo tenga esa forma y ese contenido; no queremos formar parte de lo que se hace generalmente con el cine; es el problema de crear imágenes de la realidad, cuando intentas hacer algo distinto y por dicha causa, empiezan a no tomarte en serio, como si fueras un farsante, dice Straub. Su cine es un territorio de pura resistencia, de personajes aislados en el paisaje y de palabras resonando en el vacío. En sus películas (Chronik der Anna Magdalena Bach, 1968, Dalla nube alla resistenza, 1979 o Trop tot, trop tard, 1982) no hay ruido ni elementos gratuitos; su cine es una mirada conceptual de la materia en movimiento y los discursos dominantes en la sombra. Sus imágenes son un gesto milagroso de independencia y de gloriosa autarquía. Por eso, a lo largo de su carrera, han construido sus películas a partir de textos, pues al fin y al cabo, los escritores son también fantasmas solitarios que trabajan en la oscuridad. A pesar de esta prominente influencia literaria, su cine no es nada prosaico. De hecho, Straub siempre recuerda que él no hace una interpretación de los argumentos, sino una conceptualización de las formas, en definitiva, una película ante todo. No esperes forma antes del pensamiento, pues la libertad no existe en lo abstracto. La forma del cuerpo hace nacer el alma; las cosas no existen sino encuentran un ritmo, una forma, asegura Straub. 
Mientras, Huillet sigue durmiendo. Straub se enciende su puro eterno.
Cuando adaptan Amérika, Straub deja muy claro que él no se identifica literalmente con el personaje. Él no es Karl Rossman, él es Jean-Marie Straub. Lo que dice el protagonista es cosa del protagonista, lo que ve el espectador es lo que ve Karl Rossman, pero el espectador no está en la mente de Karl Rossman, sólo ve las presencias que abordan al personaje. Por tanto, Straub-Huiellet plantean un cine de distanciamiento, de lejanía, de extrañamiento, de acumulación de objetividades, en definitiva, de objetos. Utilizan las palabras para crear una musicalidad, una sensación. Dicen que eligieron la obra de Kafka por ser el único poeta de la civilización industrial, una civilización que a su entender, ya ni siquiera existe como tal. Por tanto adaptan una novela sobre un desaparecido, rodeada de un sistema que hace desaparecer la realidad. Straub habla del capitalismo diciendo que se ha transformado en un estado vital que provoca que todo el mundo viva en un estado de dependencia: las personas tienen miedo de su jefe a causa de conservar su puesto de trabajo, les da miedo estar lejos del dinero (el gobierno debería quemar el dinero y a quien lo defiende), de la seguridad, de su clase; a la gente le da miedo salir de casa y relacionarse con los demás, no confían, no creen, han olvidado. Por eso, el título de la película no es Amérika sino Condiciones de clase; una provocación en sí misma. Entonces, Huillet se despierta y aún sonámbula, le corrige: no es una provocación, es una referencia.
Straub asiente moviendo su puro y completa: una referencia provocadora, ¿no?
Una película no es una herramienta ilustrativa o descriptiva; todos los cineastas que utilizan el cine como la literatura acaban errando. Así Orson Welles y su fallida adaptación de The Trial (1962). Según Straub, Welles hace un trabajo de minucioso detallismo que busca la monumentalidad sin conseguirla; el único que la logró fue Stroheim, pero ese tipo de cine ya no es posible, por eso hay que hacer lo contrario. Una película no está hecha para contar una historia en imágenes, ni para demostrar algo; hay que destruir todas las tentaciones de la expresión. Straub-Huillet siempre hablan de la esencia y la intentar llevar a sus austeras imágenes, casi irreales y oníricas por su vaciado, por su limpieza, por su carencia de ideología o discurso. Una nube es igual que una palabra, la hierba, un coche. Sus planos se estructuran bajo una estricta ordenación de los materiales. Muchos cineastas son capaces de mostrarte miles y miles de árboles, pero son incapaces de mostrarte uno sólo. Straub-Huillet intentan aislar el mundo, trasladarnos esa sensación de aislamiento que ellos mismos experimentan, esa soledad voluntaria y ascética convertida en imagen; ante la imposibilidad de lo monumental, hay que sugerir con lo mínimo. Ante lo popular y establecido, lanzarnos a lo opuesto. Straub dice: tienes que construir imágenes y las cosas tienen que existir sin ellas, imágenes lo más complejas y amplias posibles. Hay que tender hacia lo opuesto del terror o de la crueldad del capitalismo: esa realidad que nos han hecho creer. En realidad sólo hay que celebrar el camino de la ternura.
Con este especial y sólido carácter, Straub-Huillet han construido una obra poderosísima, gobernada por dos magníficos y monumentales personajes: ellos mismos. La bella durmiente y la bestia charlatana. Straub no ha parado de hablar inconteniblemente a lo largo de toda su vida, de derivar su pensamiento eternamente, de encenderse un puro, encadenando palabras que casi siempre acaban en versos propios que hablan del cine y la realidad. Huillet no ha parado de cerrar los ojos y filmar ese sueño que siempre tiene cuando Straub habla. Se podría decir que son dos cineastas idealistas y revolucionarios, dignos del mayor respeto, cubiertos de un talento y un aguante inigualables. Son artistas de principios llenos de valor, que decidieron enfrentarse a aquello que nos rodea, a aquello que no se ve pero que se siente. En sus bellas películas intentaron captar ese infraleve que abraza el estado de las cosas y que nos hace dependientes e débiles. Danièle Huillet murió en el 2006; Jean-Marié Straub aún da guerra a sus 88 años, arrastrando su peculiar sabiduría por filmotecas suizas. Aún sigue repitiendo: que tu vejez sea como tu juventud; haz siempre lo opuesto.