jueves, 3 de julio de 2025

JULIO

 

 
TOREAR LO INVISIBLE

Tardes de soledad 
(2024)

Albert Serra 
 

El cine, o es documental o no es cine. Dicho de otra manera: toda película que pretenda ser cine, debe ser, en su esencia, documental. Ya basta de seguir escondiendo el bulto. Los mejores films de la historia han sido marginados en ese género que, ante la mirada popular, siempre ha sido menor, pobre. La idea de trabajar directamente con la pura realidad -hecho que ocurre en toda película sin excepción- lleva al artista a profundizar en seguramente, el terreno más emocionante del milagro de la vida, a saber, la propia existencia. Por eso, tal vez, la industria comercial desdeña deliberadamente esta vía, por el riesgo de enseñar demasiado, de mostrar la verdadera potencia de un  fenómeno infinito llamado realidad. La honestidad de las apariencias, cuando se muestran desnudas, se liberan de toda censuro o autocensura y conducen al ojo a lugares imprevistos, al pozo de lo humano.


Si nos fijamos en Sirat, de Oliver Laxe, película que ha generado cierta polémica por cuestiones extracinematográficas -y que es comparable con la obra de Serra, al ser un film del mismo año y también un cineasta con sesgo de autor-, veremos fácilmente que la cinta del cineasta gallego adolece por excesiva intención narrativa y por centrarse en cuestiones meramente dramáticas en vez de distraerse, como hace Serra, con lo verdaderamente esencial y artístico. Eso no quita que sean inolvidables en la película de Laxe, las secuencias nocturnas del viaje de las caravanas por el desierto -a toda pastilla hacia la nada- o ciertos pasajes telúricos, llenos de una belleza singular. En resumen: Laxe, si quiere crecer, debe despegarse de lo dramático y abrazar lo invisible, lo cuál, aunque patente en su discurso, no se refleja claramente en sus películas.


Volviendo a Tardes de soledad, lo único que se puede decir, de primeras, es que se nos queda la lengua blanca del asombro y nos convertimos en toro a punto de claudicar en cada escena. Quizás, y de forma sorprendente, estemos ante la mejor película del cineasta catalán. Quizás la más fina, la más eficaz. Por encima de todas las polémicas sobre la tauromaquia, Serra nos ofrece una mirada silenciosa y solitaria, casi de espía, traducida en una visión en teleobjetivo, más cercana que nunca, ya de sus films, ya del hecho mismo. La tauromaquia es lo de menos en este poema de movimientos y fuego de colores, donde el aprovechamiento de la juventud favorece a un zoroastrismo ancestral que encierra la mirada de la muerte. 


El tema es un universal: la supervivencia, el cuerpo. Vemos un negocio convertido en baile de cadáveres: órganos mareados, cuerpos revueltos, estética cañí, casposismo, lujo y rollo drag queen. Lo femenino encerrado en un juego de machos, la incomprensión de la finitud llevado a un juego macabro. Serra se da cuenta de estas dicotomías desde un principio en el montaje y juega con los contrastes alucinatorios: de la mitología pasa a la carne y de la carne nos conduje al collage, al cromatismo, a la pintura. Se puede decir que el film recorre el mundo de las artes casi por completo: empezando por la literatura -que otorga contenido a todo este mundo (Cossío)-, pasando por la danza y el teatro (gestos, posturas), llegando a la música clásica (Sibelius, charangas), sintetizando en la pintura (texturas, pigmentos), hasta aterrizar en el cine como gran pegamento universal.
 

El humor vuelve a ser básico en la obra de Serra; sin él, la película cojearía, se haría pesada, quizás ilegible. El entorno de Andrés Roca, el torero peruano sobre el que se centra el film, no cesa de hablar, de articular palabras, expresiones exageradas y metafóricas que el propio Serra mima como joyas que va colocando en un traje fílmico que acaba brillando por su ingenio, por su luz propia. El montaje de audio es tan importante en Tardes de soledad, que de no haber existido, la película hubiera fracasado; el sonido en el cine siempre es, al menos, el 50%, ¿podría ser que el cine fuera un arte de oído, de tímpano, más que iris, de pupila?


La cuadrilla de Roca funciona como una conciencia colectiva que anima al inseguro torero que se plantea a cada segundo, si en realidad debería estar allí. Todo torero piensa lo mismo. Todo torero está construido a partir del miedo y el respeto a lo incontrolable, a la superioridad de la Naturaleza. Por eso, los miembros de la cuadrilla no cesan de disfrazar los hechos, infravalorando los pitidos del público, los toros difíciles se convierten en malos (van a cazar) y convierten el riesgo en algo defectuoso: para ellos la corrida siempre debe ser limpia con el triunfo intacto del torero. Pero el torero acaba por los suelos casi siempre y lleno de sangre, o sea, humillado por la propia realidad. El torero representa la idealización de una idea, el toro, la destrucción de esa construcción mental, o sea, la realidad en sí. A otro nivel: el torero es Hollywood y el toro, el cine en sí  mismo. 



La tauromaquia es una mezcla del espíritu heleno, vinculado a lo minoico, lleno de mitología y espiritualidad y de el negotium romano, vinculado a la opulencia, al oro. La contraposición de OTIUM (descanso) y NEGOTIUM (trabajo). Así, el extrañamiento producido al ver una corrida de toros, se basa en esa sensación de artificialidad mezclada con supuestos valores humanos que, en conjunto, crean una metáfora de la vida que deja clara la crueldad innata de la propia mecánica de la naturaleza. Forzar un teatro para simular una verdad antropológica. Un gran negocio se oculta tras un circo sangriento que unos apoyan por la poesía y otros por la pela. Lo bueno de Serra es que no se mete en estos entresijos y se queda mirando a los gestos del rostro de Andrés Roca, único ser, junto al toro, invadido por el terror y el error secreto, inconfesable.


La tauromaquia es paradójica porque es un mundo de paletos y eruditos, todos ellos perversos, todos ellos sedientos de un pálpito que la vida contemporánea no ofrece con facilidad. Hay que recordar que este formato del toreo nace en España en el siglo XVIII, de una manera bastante precaria, derivado de rituales arcanos de procedencias desconocidas. Los grabados de Goya dan fe de ello; un barbarismo popular lleno de claroscuros y locura desmedida que, en nuestros días, se ha convertido en costumbre privilegiada para ciertas elites, ansiosas de ver esclavos mordiendo el polvo.
Existe una cultura del morbo extremo, de la curiosidad sin ética, una multitud expectante ante una estética de Videos de Primera, convertida en algo justificado, en un barbarismo políticamente correcto, lo cual no lo invalida en medio de una sociedad insensible y virtual, altamente materialista, sedienta de realidad sin filtros. 


Pero no es la sociedad demandante la que lo hace posible, sino un círculo de interesados que se aprovecha de un favoritismo cultural (promovido con exaltación en el franquismo) y que consigue que se televise -como el futbol- un fenómeno que sólo debería interesar a ciertos iniciados o frikis del asunto. Pero a Serra -volvemos- no le interesa para nada nimguna de estas cuestiones subyacentes: se centra en Andrés Roca y en su encuentro con lo Real, ese choque entre Hume y Kant que genera la paradoja de la bestia, un proceso en el cual se ignora quién es el monstruo y quién la víctima. Esta película está más cerca de Cocteau que de Fiesta, de Hemingway. Se trata de una película que nos hace pensar hacia atrás y en concreto, en la filmografía de Serra, un cineasta controvertido cuya bandera es exclusivamente la del Arte. Su cine, a estas alturas, ya podemos definirlo como de la perversión: Cultural, Política, Sexual, Ficcional.


Marear a la Realidad para crear un Ilusión: la ilusión de la Muerte. Matar algo en el mundo es muy difícil y si no, vean la película del maestro Hitchcock, Torn Curtain (1966), donde Paul Newman tarda una larga secuencia entera en acabar con su enemigo. Los cuerpos tienden a vivir, no ha claudicar; nuestro instinto de supervivencia, es el más fuerte a pesar de nosotros mismos. Uno de los logros de Serra es mostrar cómo el torero no disfruta de su oficio y desea que todo acabe cuanto antes, como si su empleo fuese la tragedia, la ruina obligada. Para él es una pesadilla, un trauma, una ilusión aparentemente compensada con lujo y poder, ¿por qué nunca se ha hecho una película sobre toreros retirados?



Los pitidos hablan del fracaso que la cuadrilla intenta paliar con comentarios ingeniosos: Nos hemos ganao una manzanilla, En este rudo hay mucho payaso, Nos vamos a tomar una cerveza más fría que sus muertos. El anecdotario es infinito y el humor se hace muy particular. Ells saben que hay que forzar la muerte, echar el capote encima del torero si este flaquea, aparentar fortaleza, triunfo. Cadenas, arena, espadas, vasos de plata, monteras, caramelos, golpes en la puerta y ascensores de oro. Los engaños múltiples del teatro taurino funcionan con eficacia en una celebración mutante, compuesta de misa fúnebre, inquisición, prisión, recreo infantil y feria de Sevilla. Serra nos hace viajar en el tiempo, hacia un franquismo metaforizado en un puñado de rostros obsesionados por algo inútil. Es la imagen terrible de una cultura decadente. Todo se hace dionisíaco; el torero es un títere de lo demás.



La solución de continuidad de la película produce una percepción absurda del propio absurdo, desembocando en un metabsurdo donde la sangre mancha y se limpia por pura magia. Serra, a partir de la mitad del metraje, elimina el tiempo cronológico, la correlación de los hechos y acelera la vida, de forma natural. Sólo se nos muestra la acción, el hecho aislado, encadenado en fragmentos reales unidos sin coherencia para hallar la esencia, la ausencia de drama, el distanciamiento del prejuicio. Serra consigue atravesar la Ilusión y mostrarnos el fenómeno, fuera de lo cultural. Todo un éxito artístico. El teatro, el rezo, la experiencia del suelo, la deliberada ausencia del público, la soledad del idiota, la ausencia de lo espectacular, el borrado de la estética televisiva; acercarse a lo invisible y llegar a verlo.


Andres Roca a veces nos mira, pero no sabe qué decir. Se la juega. Sabe que le están haciendo un documental, sabe que está siendo un personaje, pero hay algo que no encaja: él puede desaparecer. Él va de la mano de una verdad que todos solemos obviar: hoy puede ser mi último día en la Tierra. Por eso el temor al peligro, a ese entorno de la palabra, frívolo, a la servesita, a la mansanilla, pero sabe que debe jugársela para imponer un control ilusorio. Sus gestos brabucones dan como resultado una expresión compulsiva que supera el mismo instinto y que le hace sobrevivir en la frontera de lo imposible. Por eso Serra también triunfa a la hora de elegir a este torero de mirada humana y no a otro, que hubiera sido antipático y vacío. Andres Roca es el gran protagonista de este film milagroso.



Así, esta película de límites esconde una verdad enorme, donde un maniquí autómata es sacrificado en pos del aplauso y el negicio. El torero no está viviendo, actúa. Es un actor metido en un callejón sin salida. Un ser que persigue el final en todas sus dimensiones. Su chulería acobardada es su mejor disfraz; la ilusión de su uniforme, un convencimiento de lo inaceptable. Por eso todos lo tratan con delicadeza, como a una virgen. Por eso hay una admiración por la violencia, un gusto por la burla. La tauromaquia es un juego infantil convertido en negocio, copado de una necesidad constante de reconocimiento. Honor. Transcendencia. Todo regado con un sentimiento de superioridad hinchado por comentarios constantes. Una secta que convence a un tonto lleno de adrenalina e inocencia. Andrés Roca es verdadero porque muestra su inseguridad, su incertidumbre, su complejo. Por eso funciona la película.  


Andrés Roca tal vez se pregunta: ¿puede existir la muerte perfecta? Hitchcock también se lo preguntó durante toda su vida. Serra nos lo muestra sin tapujos. Un mundo de desfallecimiento imbuido, donde el asesinato es una fiesta aliñada con música clásica. Una fiesta ritual de caníbales donde al final suena una suite de Bach. El teatro de la Crueldad. Artaud. Mantequilla y mermelada. Sibelius. Barroco. Lo que mejor se nos da en este país. La tauromaquia como un canon estético español. En los créditos finales, Serra advierte que el film sólo un reflejo de la celebración popular, sin advertir que todo reflejo se duplica en un otro que mira. Una superstición, un espejo. El cine, cuando es de verdad, es un espejo de nosotros mismos.












 

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