LARRY JORDAN, ED EMSHWILLER Y PETER HUTTON
Otro cine
Sunstone (1979)
https://www.dailymotion.com/video/x89bq8v
Duo concertantes (1964)
https://www.youtube.com/watch?v=pJlnb13atnA
At Sea (2007)
https://www.youtube.com/watch?v=rM4V7lAy74M
LARRY JORDAN, ED EMSHWILLER Y PETER HUTTON
Otro cine
Sunstone (1979)
https://www.dailymotion.com/video/x89bq8v
Duo concertantes (1964)
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At Sea (2007)
https://www.youtube.com/watch?v=rM4V7lAy74M
Tras una revisión detenida de los últimos veinte años de cine, el ojo avispado se da cuenta de que algo horroroso sucede en dentro de él. La voluntad de una parte de los cineastas de infantilizar y banalizar la realidad, es un fenómeno pasmoso. Por otro lado, el afán incesante de la otra línea, la de enfatizar la violencia de la existencia, se hace algo terrible y aburrido al mismo tiempo. La cuestión de la dignidad artística del cine siempre ha sido un elefante blanco dentro del oficio pues, ¿quién se corrompe? ¿quién se vende? ¿es el cine sólo un producto, un panfleto o un chiste? La cuestión del estilo recogería en forma de embudo muchas de estas cuestiones, pues hoy, la mayor parte de las producciones utilizan géneros y formatos estandarizados, archiconocidos, a fin de cuentas, efectivos y rentables. Si el cine se sigue realizando como una fórmula, el cine morirá, no porque alguien lo destruya sino porque simplemente dejará de ser útil. Aunque muchos no lo crean, el Arte es una de las cosas más necesarias para la supervivencia de la especie humana, de hecho, pertenece a un tipo de fenomenología metafísica, mistérica, abstracta que fundamenta la estadía en el mundo. Los secretos de la vida nos envuelven y los cineastas -funcionando como médiums- deberían advertirlos y sellarlos en la pantalla para el asombro del público. La mirada original, la mirada honesta, el talento, la voluntad, la fe artística deben de ser las herramientas que lleven a una persona a emprender el largo y crudo viaje de realizar un film. Dejando a un lado el desastroso panorama actual -salvando excepciones gloriosas- habría que volver hacia atrás, al menos medio siglo hasta encontrarnos a magníficos seres como Marguerite Durás, la gran gurú del cine de los 70', con todo lo que eso conlleva. Durás es hoy una cineasta olvidada injustamente, de cuya obra apenas se puede acceder con facilidad a menos de la mitad de su rica filmografía. No conocer extrañas películas como Jaune le soleil (1971) o Días enteros en los árboles (1977) crea un vacío en la hermosa cadena del cine, interrumpiendo en el ojo del espectador el fluir de las vanguardias, dejando cabos sueltos sin solucionar, lagunas enormes de comprensión. Sin en estas películas, sin Durás, no existiría Fassbinder, Kaurismaki, Serra y mucho menos el mejor Rivette, Godard o el aclamado Resnais. Los vasos comunicantes que despliega un cine como el de Durás, abarcan enormes campos magnéticos donde la energía fílmica fluye en forma de sabiduría, de luz. Para muchos, Durás representa un existencialismo depresivo y un sentimentalismo frustrado, materializado en obras incomprensibles, para otros, para los que hemos tenido el privilegio de ver esas películas abandonadas, Durás es una poeta asombrosa, una narradora brillante, dotada de un humor muy fino y de un drama muy particular. Quien no ría en una de sus películas, carece de sensibilidad, quien no quede pasmado ante las anormales experiencias planteadas, está clínicamente muerto. Su mundo está expuesto en sus películas, su interior se hace exterior cuando los viejos proyectores comienzan a girar y sus fotogramas rayados deslumbran al espectador debido a su fragilidad, a sus manchas, a sus cálidos errores, a sus silencios llenos de cine, a su imprevista lucidez, en definitiva, en su eterna generosidad al donar al público toda esa austera magia llena de carne y sueños, que conservará por siempre el secreto del cine, aquella cosa que hoy se va olvidando, deseando ser borrada por un ejército de vulgaridad. Sus películas son presencias alucinadas dentro de un mundo sin sentido, lugares donde la inmortalidad se muere de hambre y se emborracha para perder la razón que le queda, o sueña en bosques o con perros iluminados por soles que se repiten hasta descubrir el color, ¿¿qué color?? Aquel pigmento que cualquiera necesita para seguir adelante, una pintura que limpia los ojos, depurando la basura que se viene encima cada día, respaldada por una industria que le hace un flaco favor al corazón de un oficio sagrado.
Revisión crítica (1):
Paul Schraeder, entre otras cuestiones
Es curioso cómo cambia la vida a su paso por el tiempo; no hace más de una década que ciertos críticos de este país mantenían posiciones radicales y originales ante los grandes poderes que espoleaban y espolean al cine. Pero no me refiero a discursos explícitos dirigidos a la industria, a la academia o a gestos inflexibles de resistencia, sino a análisis honestos e ingeniosos protectores de una esencia y una serenidad que para muchos cinéfilos y amantes de las cuatro esquinas de la transparencia, eran necesarios. La crítica de cualquier disciplina tiene como primera misión el mantener viva la llama de un idealismo, de una sensación, de un mundo creado y creciente dentro de lo humano a partir de lo humano. Cuando esto flaquea, debido a circunstancias pasajeras, un siglo puede enfermar de nihilismo, de pesimismo y tal vez de su grave consecuencia: la depresión. Gran parte de los artistas actuales sufren de este contagio, los cuales, o se regodean en la desesperación generando una estética del aburrimiento escéptico o se evaden en infantlismos liberales de poca monta. Todo siglo tiene su enfermedad pero también su cura; la honestidad crítica. El problema deviene aún más grave si la crítica de primera fila comienza a flaquear, ocultándose en nostalgias, falsos recuerdos, condescendencias y viejismos varios. La crítica siempre debe ser joven, siempre debe ser nueva. Y todo esto al respecto de los falsos nuevos horizontes de ciertas lineas editoriales que han decidido optar por una opción generalista y superflua en demérito del rigor y la sapiencia, de lo concreto, de la excelencia, del cine. El profesionalismo y el desgaste están hundiendo el pensamiento crítico de un puñado de especialistas respaldados por un sueldo y un gremio que como la mayoría, se defiende a sí mismo incluso en la debilidad.
Para poner un primer ejemplo me referiré a la defensa y alabanza de Paul Schrader a cuenta del lúcido crítico Carlos Losilla, escribano fijo de la plantilla de la famosa publicación Caimán. Cuadernos de cine, que se hace en el número de enero, dedicado a El contador de cartas. Allí, el crítico desarrolla su fundada opinión sobre el guionista de Michigan, unas palabras que al tiempo que engrosan la columna van siendo, ellas mismas, víctimas de un cliché tras otro y de una sobrevaloración innecesaria hacia una figura que, de forma más que palpable, ya no es más que un cadaver artístico. El señor Schrader, desde hace ya mucho tiempo, pongamos veinte años por decir algo, está más que listo para sentencia, repitiendo su eterna frustración de una manera paralítica y pobre. Ahí están las películas para verlas y juzgar: es curioso como un fracaso tras otro no han podido derrivar a esta figura mítica fundada en los años setenta a partir de la más que caducada Taxidriver (1976): film esclerótico y obtuso. Pero la culpa no es de Schrader, sino de la crítica que le ha encumbrado y le ha mantenido en vilo, sostenido por las frágiles pinzas de sus films. No diré que es cosa sencilla pero, ¿a quién favorece esto? ¿al crítico? ¿al autor? ¿al cine? ¿o a los millones de espectadores que una vez tras otra deben experimentar la falta de talento de un ser acomplejado y pretencioso como Schrader? Losilla -sin ningún tipo de vergüenza- lo hace heredero directo de Bresson, le bautiza como cineasta trascendental, demoniza películas comerciales bastante potables como La costa de los mosquitos (1986) o City Hall (1996) por el simple hecho de ser guiones filmados por otros -ni que Schrader lo pudiera haber hecho mejor-, le hace legítimo autor ligado a la leyenda del cine moderno, creada por la crítica francesa desde los años 50' y lo que ocurre al final es que uno se queda de piedra al ver El contador de cartas (2021) o El reverendo (2017) sin poder aplicar todas esas supuestas virtudes atribuidas con calzador, sintetizadas en un último párrafo digno de ser enmarcado para colgar en una peluquería de barrio.
El segundo ejemplo viene algo más adelante del mismo número, firmado por el sobreinformado Ángel Quintana, un crítico embebido de datos que tanto puede defender una película cuasidesconocida filmada en la cochinchina como puede relamer el trono spilberiano gustosamente, lo cuál no es principio mala práctica, no, hasta que uno lee panfletos como el que escribe (Renacer entre las ruinas) donde se lía a justificar a capa y espada todo ejercicio de adaptación-copia-plagio-versión -llámenle ustedes como quieran- como opción legítima, ensalzando el valor de ciertos coreógrafos que poco o nada aportan al discurso, desarrollando esa crítica sociológica que tanto les gusta a los escritores postmodernos contagiados con aquello que se bautizó como el Resentimiento. Todo menos hablar de cine, todo menos desarrollar pensamiento, todo menos cine. Datos, datos y datos como si lo menos importante fuese ver una película e investigar sobre los poderes emocionales, sobre su necesidad, sobre el valor de un objeto cultural dentro de un panorama concreto, etc. Quintana se pierde en defensas absurdas y tricornios estróficos que dejan muy poco espacio al cine y a la fe en el cine, utilizando las páginas de la revista para hacer propaganda de los popes del negocio, como si al señor Spielberg aún le hiciera falta que alguien le defendiese. Terrible.
La crítica debe cambiar o morirá, se deshará en un mar de alabanzas e informaciones biográficas sin elaboración, se ahogará en polémicas abstrusas sobre lo viejo y lo nuevo, se asfixiará dentro de la montaña infinita de las nuevas producciones intentando abarcar algo inasible, algo intransitable por la capacidad humana, en vez de centrarse en la esencia, en la búsqueda de lo perdurable, siguiendo el olor de lo artístico, de lo genuíno, del cinematógrafo.
No hace tantos años, estos mismo críticos -junto a todo su equipo- construían números geniales como el dedicado a Rohmer en Febrero del 2010, siendo más valientes, arriesgados y honestos. El tiempo pasa su rodillo sobre todo y sólo unas pocas cosas florecen, lo demás, queda sepultado.
Vale.
Una pequeña reflexión: ¿no es suficiente ya? Desde 1962 que Terence Young estrenó su Dr. No dando vida al personaje de la mano de Sean Connery han pasado por la gran pantalla otros veinticuatro filmes sobre las aventuras y desventuras de James Bond. Todo esto ha generado un género en sí mismo, un tono, un prejuicio, un dogma. Existe un público fanático, imbuido por la banda sonora, las persecuciones de coches y las chicas Bond y otro eventual, que percibe estas macroproducciones como momentos de regresión, tal que objetos nostálgicos de un personaje mutante. A recordar: ha habido seis Bonds distintos, cada uno con una jeta y ademanes distintos, mas con una chulería y snobismo similares. Tal vez eso es lo que hizo famoso al personaje inventado por el escritor Ian Fleming, hijo d emillonarios que fue periodista y miembro del cuerpo de la Inteligencia Británica. O sea, los fans de James Bond engullen ficciones escritas por un pijo que además, trabajó de espía durante la Segunda Guerra Mundial, al que le encantaba la ginegra y fumar en pipa. Esto no es ni mucho menos una crítica sino un esclarecimiento del origen de las ficciones masivas: ¿quién construye lo que millones degustan como una imaginería fantástica? Habría que escribir varios libros sobre ello. Uno se queda pensando y se pregunta: ¿no estará entreteniéndose con diabluras aristocráticas una sociedad cínica y pop que sólo disfruta con la repetición de lo conocido? El problema de las eternas sagas como la de Bond (El señor de los anillos, Los Vengadores, Harry Potter, etc.) no es su fascinante germinación por esporas, sino el hecho de si es necesario prolongar las historias o ilustrar cada episodio de una serie de ficciones, por general, vacuas, infatiles y a mi entender, poco interesantes. Es cierto que todo este tipo de megapelículas abordan el género épico de alguna manera, encarnando el espíritu de La Ilíada homérica. Es bien conocida el dilema entre ésta y su hermana, La Odisea, y tal vez -si el público actual las leyese- se podría apreciar qué es más grato para el público: lo épico o lo poético. Me temo que vivimos en una época en la que la masa necesita sentirse parte de algo más grande que su precaria vida y por eso proliferan tantos ismos, tan peligrosos, tan dogmáticos. Diluir los problemas en un personaje como el de Bond es quizá una cura superficial, un lavado de cara ante una realidad compleja y confusa llena de obstáculos pero, ¿cuándo no fue así? De ahí, los autores de toda la tradición occidental que encontraron en las ficciones el canal para llevar a la catársis al espectador y al lector. Toda cultura es un amasijo de influencias, todo el arte es un dominó de copias fantasmales pero, a parte de eso, nuestro tiempo se ha pervertido de una manera curiosa: replicándose en sí mismo, volviéndose endogámico, reduccionista, pobre. Tal vez en eso se ha ido convirtiendo un fenómeno como el de James Bond, un tipo de ficción con normas insalbables llenos de tics manoseados, planos idénticos, paisajes similares, tramas reiterativas donde un cierto público parece apoyarse para aliviarse, como cuando un miembro vuelve a su familia cada cierto tiempo y respira como si aquello fuera un descanso de la realidad, una relajación del Infierno, cuando no es más que un espejismo, una sensación nostálgica de lo que una vez fue y nunca más será. Nunca somos los mismos, ni siquiera James Bond. Ójala todo se acabase en esta última entrega y se pasase página, dejando al espía petrificado en el museo del cine comercial para que otras generaciones lo vean y curioseen, pues tendrán material para rato, ya que el cine nunca muere: él es el verdadero espía.
Hitchcock / Lynch
Suspicion (1941) / Twin Peaks Fire Walk with Me (1992)
¿Estamos en el pasado o en el futuro?
Jim & Andy: The Great Beyond
Featuring a Very Special, Contractually
Obligated Mention of Tony Clifton
(2017)
Chris Smith
En el año 2009, Chris Smith -uno de los mejores cineastas del siglo XXI, en la línea de Errol Morris o Raymond Depardon- estrenó una joya inigualable y exótica: Collapse. El testimonio de Michael Ruppert, un antiguo agente de policía convertido en sociólogo-profeta, quien se metió de lleno en el análisis exhaustivo del mundo socioeconómico contemporáneo -hasta el punto de dejar todo para difundir el mensaje de su causa- construye todo el film: un aviso sobre las consecuencias del obtuso mundo capitalista y la sociedad industrial. Así, Ruppert se convirtió en una especie de mártir silencioso de la verdad; después de muchos años dando austeras conferencias universitarias sobre sus terribles teorías del futuro, decepcionado y arruinado, acabó siendo un ser marginal que decidió suicidarse en el año 2014, triste y frustrado, considerado un enfermo, un paria, un exagerado. Se trata de un ejemplo más de un discurso lúcido saboteado por un sistema escéptico y una sociedad frívola, ignorante y reprimida, aterrorizada. Parece haber llegado un momento en la existencia en la que los individuos globalizados de la actualidad no son capaces de digerir hechos claros, aunque los tengan delante de sus narices. Ven lo que les dicen, saben lo que les dicen, dicen lo que les dicen. El cerco está echado. El sentido común, ha sido entregado a los Medios, que -sin piedad alguna, desde la superioridad moral de una entelequia denominada “responsabilidad social de la información”- deforman y construyen una realidad que se acaba imponiendo al pueblo, beneficiando a los intereses del Poder ¿Qué es el Poder? Un grupo de psicópatas forrados de billetes verdes que quieren seguir dirigiendo el “juego” ¿Qué juego? El juego al que siempre han jugado los bancos desde el Renacimiento, interpretando su papel de usureros impunes y el de los políticos, más que nunca, convertidos en marionetas de un sistema que se mueve desde los mismos bancos, impotentes ante un mecanismo institucional que los trata como poleas, tuercas y tornillos de una máquina que baila sola al son de las “monedas invisibles”. La Bolsa. Los Bitcoin. Los drones. Los móviles de última generación. El mito de la Tecnología. El mito de la Ciencia -Ciencia = Religión-. Abstracciones incomprensibles. Siempre lo mismo. Las apariencias se han convertido en una superficie resbaladiza que va y viene, como un péndulo, como la llamada posverdad (creada para definir la inverosimilitud de toda información, vamos, la propaganda de toda la vida extendida a su mayor magnitud). La información se ha convertido en una maraña inasumible por la limitada mente humana, y los poderes especulativos lo saben bien: la usan de la manera más vil. Cuando aparece el dato, comienza el caos -el viejo Calímaco decía que un libro muy extenso era una enorme calamidad-. Hay muchos más datos sobre cualquier cosa de los que desearía cualquier persona si no estuviera alienada, pero hoy... ¿quién no lo está? Sólo el que se aparta, sólo el que aprende a diferenciar y asociar, sólo el que descubre las reglas del juego y decide por sí mismo. Fuera de la inercia. Pero eso conlleva un sacrificio de trabajo y tiempo muy exigente, lejos de las posibilidades de la gran mayoría distraída con la publicidad, la pornografía y las interrupciones infinitas. Juegos de niños. Niños que saben nada. Analfabetismo global: un paraíso para los señores feudales. Todo esto y más es analizado por Michael Ruppert y filmado por Chris Smith. El problema comienza por el hecho de que hoy existe un rechazo directo al conocimiento en general, y del propio en particular. Así, las dos máximas más importantes heredadas de Grecia: “Sólo sé que no sé nada” y “Conócete a ti mismo” siguen vigentes como el primer día de ser acuñadas. Asignaturas pendientes que conducen al suspenso. El suspenso de la vida. ¿Quién podría ser capaz hoy de distinguir entre lo falso y lo verdadero? La complejidad de la abundancia generada en las sociedades de la Información y la Bolsa, hacen muy difícil que el ciudadano de a pie pueda pensar o como mínimo, entender algo de lo que sucede a su alrededor. El individuo sólo percibe anuncios, estímulos vacíos, violencia, grosería y vulgaridad: todo ello lleva a la desvalorización de la realidad, al nihilismo más tóxico, al escepticismo, a la depresión, a la miseria y pobreza humanas. La técnica no es nueva y ya pasaron las épocas del secretismo: volcar todos los datos en cascada para abrumar a una colectividad débil y sin herramientas, hiperocupada en trabajos basura destinados a vidas miserables. Internet fue el tobogán. De todo ello habla Michael Ruppert con una serenidad pasmosa ante la fiel cámara de Chris Smith, el cual desarrolla ese maravilloso arte de la escucha, del respeto ante la revelación de la existencia. El cine recoge lo maravilloso contenido en una mente solitaria. Así, una entrevista común deviene en puro cine, en puro arte, en pura revelación, en una cicatriz abierta de la psique donde parece vislumbrarse cierta luz, cierta honestidad, cierta sabiduría: una rara avis en nuestros tiempos. Un mensaje humano.
Nada más y nada menos que ocho años después de Collapse, Smith aborda un proyecto muy especial, con el mismo objetivo: plasmar un testimonio original y sincero sobre la extraña vida del siglo XXI. El humorista y actor Jim Carrey -quien pone a su disposición un metraje personal del rodaje “Man on the moon", inédito durante veinte años- será el protagonista. Carrey, que entre 2016 y 2020 desaparece prácticamente del mapa del show business -con el consiguiente y absurdo revuelo mediático-, tan sólo realizará dos proyectos muy personales. El primero de los dos fue la fascinante miniserie “Kidding” -basada en el maravilloso pedagogo Fred Rogers, emitida en dos temporadas y creada por Dave Holstein, la cuál acalla los falsos rumores de la retirada definitiva de Carrey- y el segundo, el prodigioso film de Chris Smith. Este último revela curiosos secretos a partir de la experiencia de la vida de una superestrella de Hollywood. En 1998, Carrey rueda un film dirigido por Milos Forman, basado en el ídolo maldito de la comedia norteamericana: Andy Kaufman. Excéntrico, naif, brutal, impredecible, sutil, basto, dramático, zen… Kaufman (1949 – 1984) simboliza al artista perfecto, un marginal brillante al que todos aman y desprecian al mismo tiempo, una presencia “camp” llena de virtudes catárticas: el chamán occidental de final de siglo, redimiendo en directo a la sociedad más enfermiza del planeta mediante el humor. Debido a la radicalidad de sus propuestas, Kaufman tendrá una carrera insólita y fugaz, como si se tratase de un poeta calculando su leyenda. El fuego del éxtasis arde con tanta intensidad que suele durar un tiempo muy breve. Jim Carrey (1962, Newmarket, Ontario, Canada), hijo de un saxofonista venido a menos, adoró a Kaufman desde su juventud como a un dios por eso, su participación como protagonista en "Man on the moon", fue más que un sueño hecho realidad: la oportunidad de su vida para ser aquel quien podía ser todos, el desafío más enorme de la carrera de Carrey siendo él mismo un imitador nato. Un imitador imitando a otro, imitando a todos sus personajes en una película donde él mismo hace de él mismo imitando a su mayor ídolo, o sea, a una idealización de su propia persona. La identidad. El metraje cedido por el actor al cineasta Chris Smith, muestra los avatares sucedidos tras las cámaras durante el rodaje del biopic, donde se muestra a un Carrey-Kaufman enloquecido, histriónico -ante un Milos Forman asustado y avergonzado ante la actitud irreal del actor-, mutando de un personaje a otro como si se tratase de una cadena de exorcismos, de abducciones pasajeras y descontroladas, de un actor asumiendo su oficio hasta el límite de lo real, rodeado de decenas de atónitos técnicos de rodaje, asistiendo a aquello como si se tratase de una broma, lamentablemente. El metraje de Carrey es mucho más que lamentable, una prueba de cómo la estrella intentó forzar la realidad para que no sólo fuese él quien replicase al personaje sino que la realidad se repitiera ante sus ojos para clocar la existencia y resucitar el pasado. Pero no funciona: Carrey es demasiado evidente y su número, a pesar de ser llamativo, no llega a trasmitir más que la impotencia de un ser incapacitado para trastocar la realidad. Sus intenciones son tan hermosas como las de Don Quijote, como las de Ignatius Reilly, como las de Hamlet, pero la realidad siempre es más curte que la imaginación y al rodar ese choque de colosos, el resultado es ridículo y vergonzante. El espectador, en su interior, ansía creer todo aquello, exagerar el hecho y hacer de ello algo único y exuberante, pero en su confesionario interno sabe bien que está viendo un pobre simulacro sin sustancia alguna, un suceso artificial. Otra cosa es la otra parte del film, la entrevista a Carrey frente a frente, mirándole a los ojos, oyéndole hablar muy cerca, con el corazón, de forma muy generosa. Lo sagrado aparenta ser una broma en una sociedad sin fe en lo extraordinario. Hoy, aquello que se sitúa fuera de lo convencional parece percibirse como malo, perjudicial y peligroso. La mente global está tan corrompida por el miedo que no es capaz de abrirse a lo personal, a lo imperfecto, a lo irracional, a lo irreal integrado en lo real. Los trasvases son cada vez más complejos, por eso hay que saber distinguir. Smith combina el metraje con la entrevista en la que el paciente, Jim Carrey, desde una serenidad pasmosa -muy parecida a la de Michael Ruppert- hace una regresión a aquel momento tan importante y decisivo para su carrera (Man on the Moon), que le lleva a deducir ciertas conclusiones sobre su profesión, sobre las personas, sobre la vida: ¿qué puede sentir un hombre que en realidad ha logrado todos sus sueños? Carrey habla de la jaula de la existencia, del hecho imposible de escapar, de tocar un techo artificial bajo el que vivimos todos: la identidad. El show de Truman. ¿Quiénes somos en realidad y por qué vivimos como vivimos?, ¿qué queremos que los demás vean de nosotros?, ¿cuándo somos nosotros mismos?, ¿estamos encerrados en nosotros mismos o en un mundo falso? En el año 2013, Carrey sufrió el momento más polémico de su carrera cuando, por unas subversivas declaraciones en un talk show, fue vinculado a ciertas conspiraciones ideológicas. Es cierto que tras los incidentes y la ola de basura mediática, Carrey trabajó poco: cuatro películas menores, la miniserie y algunas colaboraciones para programas de comedia. Y la película-documental de Smith. Nada más. Ahora, la pregunta es la siguiente: en el caso de existir superpoderes mundanos y esferas de control, ¿fue castigado Carrey al ostracismo por su actitud rebelde o simplemente él mismo fue el que se apartó del negocio después de haber sido la estrella mejor pagada de Hollywood durante años? La respuesta sólo la sabe Jim Carrey, un artista que decide ponerse delante de las cámaras de Smith para confesar su desencanto y manifestar su verdad, hablar de su singular experiencia, de su visión sobre la existencia mundana y sus aspiraciones de fundirse en el universo, bailando sobre placas tectónicas o en un planeta lejano a la farsa de la civilización. Carrey quiere volver a ser salvaje. Civilización o barbarie. Su mensaje es directo, pero hay que descifrarlo levemente: la vida es un juego hermoso donde hay que seguir los instintos; todo lo que te haga separarte de eso, es terrible. Una pesadilla en vida. Su tratamiento: intentar encontrar quién eres dentro de otra persona, del otro; salir del egocentrismo, del cascarón y abrirse al mundo: descubrir quién eres para dárselo a los demás. Nunca hacer caso a los demás, ser fiel a ti mismo. Dignidad como Libertad. Ya lo dijo el Tao: abrazar a la Hembra Negra, al Universo. Entregarse. Conseguir ser lo que cada uno es, hace que todo se cumpla, que las cosas ocurran por sí mismas. Carrey no es un gurú ni un coach última generación, simplemente es una víctima del espectáculo, un alma sensible que ha vivido una circunstancia particular: la fama y el éxito social. Money. Cómo redirigir ambas realidades y hacerlas coincidir en equilibrio parece ser un ejercicio tan complicado como entender las noticias del periódico y sacar algo en claro. Michael Ruppert y Jim Carrey son las dos caras de una misma moneda, dos seres que han desarrollado el pensamiento crítico y han liberado su sentido común ante la barbarie, al llegar al cartón del escenario. La burbuja no es real, no es verdadera. La fotografías mienten. La superficie nos engaña y hay que ir más allá. Abrir la puerta y caminar sin destino. Muy lejos. Distanciarse para ver el paisaje. Para ver toda la película, no sólo fragmentos de Instagram o Tiktok, celdas de castigo en miniatura, cubículos de banalidad masiva y perversión fugaz; hay que dar valor al tiempo para ver suceder las cosas a su ritmo. La película de Chris Smith excava en ese sentido, escuchando a la persona, al personaje, buscando la emoción en la palabra, manteniendo la distancia del oyente, la dignidad humana, tratando a Carrey como lo que es: un ser herido y valeroso en un mundo incomprensible. Carrey envidia a Kaufman, pues confiesa que cuando deja de ser él -y todos sus avatares- se siente vacío y su existencia carece de sentido. Kaufman fue el símbolo de un inconsciente colectivo en forma de delirio idealizado, Carrey, aquel que intentó resucitar el espíritu de aquella maravillosa demencia. Copia certificada, nunca auténtica. Jim Carrey es Jim Carrey. En un momento especial del film, narra con detalle el día en que se dio cuenta del estúpido carrusel en el que había vivido durante décadas y optó por el silencio: allí encontró la verdad, su verdad. La verdad de todos. Se hace emocionante poder ver algo así, aunque tal vez sólo sea una ilusión permitida por Netflix o por las esferas demoniacas. La fisura se abre y la ficción resulta ser así la única cura en un mundo donde la verdad ha sido desterrada y más aún, frivolizada, extirpada y mutilada hasta ser irreconocible. Sólo hay que parar, detenerse, apagar el televisor, desconectar el móvil, olvidar internet y quedarse en silencio sin hacer nada más. Alejarse de las hipotecas, los coches, los deseos, las inversiones y los negocios. Ya lo dijo Epicuro: “aléjate de los negocios, feliz en el presente”. Todo llega sólo si uno lo permite, si se olvida la discusión y el reproche y uno se centra en ser. Solamente en ser. En trabajar con el corazón. No hay más. Hay que empezar a tomarse las cosas en serio y a volver a confiar en lo desconocido, en lo extraordinario, en lo impredecible, en lo incierto. No es que nadie crea, es que nadie parece estar preparado para creer y esta es la situación actual que a partir de una trémula experiencia entre bambalinas nos ofrece Jim&Andy, una creación necesaria y verdadera en estos tiempos inciertos que Chaplin definió como modernos, pero que debió bautizar como abyectos.