(1983)
Margaret Williams
CRACK VISIONS
(El Crack I y El Crack II)
1981 -1983
Breve reflexión sobre cierto cine de Jose Luis Garci
El cine posee una cualidad casi esotérica, ausente en las demás artes; me refiero al hecho documental. Cualquier película, desde las de Spielberg a las de Albert Serra, contiene en su materia esencial algo que con la virtualidad actual va perdiéndose y por tanto, empobreciendo el cine: la capacidad de sellar lo real es un milagro que nunca debería perderse. En toda ficción, por debajo del argumento y los personajes, se va escamoteando aquello que en un futuro -aunque la película no resista el paso del tiempo- acabará saliendo a flote hasta convertirse en un verdadero tesoro; se trata de aquello que como un monumento, pertenece a la vida y por lo tanto, a la memoria. Si volvemos cuarenta años atrás, nos encontraremos dos ficciones de Jose Luis Garci (El Crack I y El Crack II), propuestas sobrias de género negro que en su día mostraban unos acentos y unos donaires muy de la época postfranquista, llena de rituales lingüísticos y cotidianos desaparecidos hoy, que en el aquel momento, de seguro, se pasaron por alto al imitar los modos del pasado. Pero cuatro décadas después y al revisar esta nostálgica ficción garciana, basada en la vida de un oscuro y silencioso detective madrileño conocido como el Piojo -interpretado de forma brillante por Alfredo Landa-, los tintes casposos y cierta torpeza narrativa se ven transformados milagrosamente por el tiempo, reactualizándose por varios motivos. El primero se basa en un hecho lleno de voluntad por parte del cineasta que fue la decisión de incluir en la película numerosas postales de la vida urbana madrileña, sobre todo nocturnas y vacías o muy distantes, intentando deshumanizar lo común y mostar un Madrid mitificado lleno de brumas y nieblas, luces azules y callejones pestilentes más cercanos a la literatura de Chandler que al Madrid de los pichis. Garci intenta de forma naif, evocar en su ciudad y sus diálogos su Nueva York idealizado, la ciudad a la que le hubiera gustado pertenecer, ya que él, como es más que sabido, es un mitómano inconsolable adorador del Hollywood clásico. Por tanto, comparado con la apariencia de la capital española hoy, el Madrid de El Crack es un Madrid casi imaginario, fantástico, casi de Blade Runner, por momentos irreconocible, repleto de descontextualización y sombras chinescas. Los planos que realiza de la calle Santa Isabel, donde aparece un Cine Doré ennegrecido y abandonado -casi irreconocible- y otros donde encuadra al fondo los Cines Ideal, con apariencia de tugurio desolado, dan muestras perfectas de una idea de muerte y desencanto que sobrevuela a ambos films. Por otra parte, el segundo factor que parece redimir a la película de su estereotipo de obra casposa y reaccionaria es la de su austera estética y ritmo atemperado, similar -guardando las distancias- a la de un Kaurismaki o un Resnais. Soy consciente de que esta afirmación podría llegar a ser polémica, pero tampoco quiere decir que a partir de ahora, El Crack deba valorar como una obra resucitada de entre las cenizas para pasar directamente al parnaso, ni mucho menos, esto sólo es un pequeño apunte para advertir sobre un fenómeno que puede revertir muchas percepciones en otros muchos casos debido al aplatanamiento de la producción fílmica industrial de nuestros días. Cuando Garci realizó estas películas, ni era un novato ni un director independiente, sino un autor comercial que realizaba films personales o mejor dicho, obras llenas de gustos personales y mitomanías, eso sí, sin mucha ambición técnica, limitándose a sus talentos exclusivamente, a su territorio conocido y sobre todo, a la influencia de cierto cine localista que se hacía en España por aquella época. Pues así y aunque parezca una exageración, el tiempo a otrogado a El crack el don que sintetiza una idea simple de hacer cine que muchos siguieron en la época y que tiene diversas conexiones con cines aparentemente tan alejados del suyo como el de Almodovar, Carlos Saura o Antonioni (¿o es que no es idéntico el ambiente de El Crack al de Crónica de un amor (1950)?). Soy consciente de que es una idea exraña, pero al visionar estas películas de los 80', uno ve perfectamente cómo era un mundo que se acababa y que no sabía cómo resucitar, lo cuál es un fenómeno extrafílmico que se rebela como el gran protagonista cuarenta años después; la realidad se convierte en algo sublime cuando se transforma. Jose Luis Garci representaba por aquellos tiempos, a esa ola nueva de lo español que en realidad soñaba con ser norteamericana -al igual que lo quiso durante los 60' y en gran medida, la Nouvelle Vague-, cargada aún de complejos y callejones sin salida. Así, el mundo noir, el mundo de las películas de gansters de los años 50' (La jungla de asfalto de John Huston) y las ficciones de detectives de los años 30' (Sangre Española de Raymond Chandler) crearon la idea de esta película que rescata a su protagonista de los clichés cómicos y bobalicones del cine basura que adquirió Landa durante décadas anteriores (Un curita cañón, 1974), transportándolo a otro nivel, otorgándole una somera beatitud. Miguel Rellán (el Moro) es la otra alegría del film: un personaje moderno, divertido y liviano, un Sancho Panza que habla de una España joven, pícara y bohemia abocada al fracaso. En cambio, el Piojo es serio, triste y escéptico, pero siempre triunfa porque es como Humphrey Bogart: un ser poderoso e instintivo que nunca falla. Un superhéroe. Todos estos factores empujan al ávido espectador a pensar de nuevo ciertas películas en apariencia muertas ya por olvido, ya por mitología. Cuando uno se detiene hoy a observar estas obras tan poco revisitadas y mencionadas, tan faltas de promoción, tan llenas de polvo al considerarlas inútiles, se descubre otra cosa, un extraño paso del tiempo, un momento civilizatorio perdido en la memoria, una fantasía de la oscuridad casi inverosimil: un milagro del cine. El eterno presente al que parecen obligar las redes al mundo actual, deja improcedente a la verdad de las cosas, a las antiguas apariencias, al mundo de ayer; otras sensibilidades. Parece haberse instalado una guerra contra el pasado, un estigma contra el hecho de mirar atrás para comprender dónde estamos y dónde vivimos. Es cierto que la cultura norteamericana recoge hoy los frutos de más de setenta años de imperalismo salvaje y aunque es paradójico, es muchísimo más sencillo revisitar obras estadounidenses que españolas, lo cuál desfigura la percepción que cualquiera puede tener de una tradición fílmica como la española. El crack es una ficción más, un pequeño palimpsesto de atmósferas y una simple historia de detectives, pero también una obra que contiene una latencia especial sólo apta para aquellos que sepan ver más allá del aburrimiento y el aburguesamiento de los que hoy consta el mundo. Como hace el Piojo en la película, descubriendo la clave de sus investigaciones al descubrir que una foto está invertida -o sea, que la realidad está invertida- miremos a contraluz el panorama general e intentemos darle la vuelta para encontrar una respuesta que nunca es explícita, que nunca es obvia, pero que nos haga disfrutar de otra manera a la establecida.
Prometía ser algo mejor, pero de todas maneras lo tenía muy difícil. Cuando un cineasta o realizador audiovisual decide versionar o crear una variación de una obra canónica, la mayoría de las veces, fracasa. Esto no justifica la macedonia tónica y genérica que plantea Flanagan, en su aparentemente flamante film. El gancho de Ewan McGregor y el prestigio de la obra de The shining (1980), parecían bastar para que la película saliera a flote, a pesar de su muerte anunciada, pero la pretensión y la falta de ingenio del director consiguen un naufragio seguro. En el presente parecen abundar una especie de cineastas mitómanos, adoradores de la vaga idea de que con la ayuda de un voluminoso presupuesto y un equipo de técnicos a la última, todo puede ser realidad y el talento se puede suplir con imitaciones. Se está transformando en una superstición enfermiza el hecho del remake, del copypaste, del plagio... en la industria parece haberse extendido la creencia de que todo tiempo pasado fue mejor y que si hubo un éxito hace medio siglo, ¿por qué no lo será hoy? Todo esto para explicar la carencia de riesgo y riqueza artística. Gran parte de los cineastas se agarran a un clavo ardiendo, intentando garantizar a sus productores fáciles dividendos, empleando supuestas viejas fórmulas y temas, como si fuesen la piedra filosofal. La industria del cine se ha convertido en un bucle que se replica a sí mismo una y otra vez sin solución de continuidad. Nadie sabe hasta cuándo aguantará un público fiel a sagas interminables, a películas que se convierten en series inagotables, en trilogías que se multiplican como un virus. Además, todo deviene enfermizo: gran parte de la ficción mundial se basa en el macarrismo y la cultura pop (la ley del mínimo esfuerzo y el mínimo pensamiento), sentando las bases de un mundo materialista, superficial, sin ningún tipo de sentido más allá del dinero y la fama. Pistolas, violencia, accidentes de coche. Volviendo a Doctor Sleep, no se puede negar de que se trata de un wannabi de primera categoría, un producto hinchado con estrellas, dobles de estrellas, escenas robadas, plagiadas, mezclado con largas secuencias dignas de Buffy, cazavampiros (1997) y una apariencia de serie televisiva que en ciertos momentos echa para atrás. No es este un comentario de un defensor de la obra de Kubrick, pero sí de un defensor de la dignidad y de las cosas bien hechas. A Kubrick se le pueden echar muchas cosas en cara -pues, aunque se ha quedado con el san Benito de mr. Perfecto, su obra, vista hoy, adolece de encorsetamiento-, pero nadie puede negar que amaba el cine y practicaba su artesanía como el mejor. Hoy todo parece pasar por la virtualidad y el simulacro, mundo de falsedad y ruina emocional que amargan y estropean lo más valioso del séptimo arte: la realidad. Esto no contradice a géneros como el fantástico, al contrario: lo real ensalza lo irracional, lo imaginativo y el que esté en desacuerdo, que lea libros de Todorov. Hay que leer más y pasar menos horas ante la pantalla para amar el cine. Hay que vivir. Hay que respirar. Hay que correr aventuras. La mayor parte de los cineastas de la actualidad son unos analfabetos vitales que sólo piensan en la técnica y en la postproducción. Snobs culturales. El cine hay que hacerlo insitu para captar su esencia, para tocar sus imágenes, para recibir sorpresas. El cine es un arte táctil a pesar de su transparencia, un arte palpable a pesar de su fantasmagoría: todo lo que vemos debería existir, tener su duplicado en la realidad. Por eso, el desalmado de Flanagan se explaya en una cinta de dos horas y media creyendo efectuar una especie de obra maestra que no pasa de caca de vaca exprimida en un vaso con gaseosa. El problema de este tipo de ficciones pseudo-fantásticas que juegan con el terror efectista -a lo Miquel Barceló-, las persecuciones detectivescas y las conjuras demoníacas no hacen más que vaciar de humanidad al espectador, introduciéndole en un mundo infatiloide lleno de caprichos y guiños idiotas que nada significan y que acaban ofendiendo al público en general, perdido y confuso. Otros dirán que es difícil trabajar con niños y que tiene su mérito hasta cierto punto, ante lo cuál se podrían confrontar numerosos films dignos y modestos que demuestran un uso efectivo de la infancia para llegar a cotas mucho más altas, a cotas dignas del arte. Para no andarnos por las ramas, podemos comparar Doctor Sleep con la poco conocida Searching For Bobby Fischer (1993) de Steven Zaillian, una ficción hija de los temibles años 90', que poco a poco van valorándose mejor, debido a la montaña de basura en la que se está convirtiendo la gran producción industrial del siglo XXI, por culpa de directores bluff como Flanagan. Vean la película de Zaillian: no se arrepentirán. Si una cosa tuvieron los 90', fue que crearon un fórmula mainstream tan perfecta, tan hitchconiana, que a veces, les salía bien. Además Zaillian, como director, es el responsable de maravillas como The Night of (2016) con el mejor John Turturro de todos los tiempos.