Un texto sobre Bande à part (1964)
THE MUSIC OF CHANCE
EL REBOOT Y LA PARANOIA
Crónicas de las cuatros esquinas
Empezaré aludiendo a una película muy menor, caricaturesca, llamada Jay and Silent Bob Reboot (2019) donde se aborda un tema peliagudo: en una sociedad de mentalidad pop, o sea, de repetición continua y originalidad cero, ¿cuántas décadas han de pasar para que no haya nada que copiar? ¿La abundancia del plagio ha llegado a un colpaso y está tomando conciencia de su propio absurdo? Así como la época del renacimiento se acabó por agotamiento crepuscular y estilización de formas rococó -hasta que el chicle se rompió-, la era pop en la que habitamos comienza a crepitar desde sus débiles andamios, sufriendo una crisis ridícula, mirandose el ombligo con cara de póker. Cohabitamos en una etapa cinematográfica donde los géneros de terror, los revival de mitos de los 80' (Samaritan, 2022; Top Gun Maverick, 2022; Jurassic World Dominion, 2022), las comedias absurdas (Me Time), los dibujos animados fabulosos (Superpets), las carreras de coches y las zonas muertas se expanden por el universo interestelar donde, de nuevo, el sistema ficcional ha insistido en ahondar en ese viejo sentimiento de abandonar un plantea que en realidad es demasiado grande para que la conciencia colectiva asuma que no conoce nada. Parece que es mejor autoconvencerse de que la Tierra es una esfera limitada donde ya no se puede hacer ni descubrir nada. Para eso están películas tan torpes como Moonfall (2022), Dune (2021) o la pretenciosidad propagandística de series como For all mankind (2019), las cuales transforman la distopía en peligrosas proyecciones sociales pagadas por aquellos gobiernos interesados en que dicha idea persista como si fuera una esperanza posible. La Guerra Fría ha vuelto en forma de remake. La conspiración ha vuelto. Los OVNIS han regresado. La juventud de hoy vive confundida por la falsa promesa del espacio y el apocalipsis del cambio climático. El terror y la mentira siempre funciona. La película The forgiven (2017) vuelve a reficcionalizar el fenómeno del apartheid; The Looming Tower (2018), The Comey Rule (2020), The Report (2019) o The mauritanian (2021) son un conjunto de ficciones que ahondan en el terrorífico devenir de la política estadounidense desde el 11-S, reficcionalizando los detalles de unos procesos corruptos y de unos gobiernos irresponsables que juegan al parchís con el mundo de la manera más banal, de la forma más deshumanizada. Actores como Jeff Daniels, Tahar Rahim o Adam Driver muestran su fuerte compromiso bordando unas historias que explican el desastre de Occidente y su efecto en el mundo. Así, quitando los viajes al cosmos y las políticas del terror, nos quedarían los superhéroes, los cuáles están a punto de implosionar al verse tan estrujados y expuestos, caducándose de la manera más terrible (Morbius, 2022), transformándose en videojuegos y copias de copias que dan como resultado a The Batman (2022), un engendro milenial con ínfulas de autoría, cuando sólo consigue ser un reboot más lleno de vacío e intenciones malogradas. Doctor Strange in the Multiverse of Madness (2022) se convierte en una desdibujada secuela en manos del agotado Sam Raimi, viéndose superadas por una auténtica rareza: Everything Everywhere All at Once (2022) de los prometedores Dan Kwan y Daniel Scheinert, quienes consiguen canalizar la paranoia y la parodia actuales en una versión de Matrix a lo loco, que pasa por encima a cualquier artefacto de los mermados y sepultados Wachowski y cuya desmesura, a pesar de su extrema originalidad y cinismo, se convierte en su mayor enemigo. El tiempo del juego ha terminado. Las cláusulas postmodernas del infantilismo y el peterpanismo ya no sirven para el nuevo espíritu que se acerca; algo que se debe construir a partir de lo humano y su emoción. Algo nuevo, algo esencial. Los videojuegos son una pesadilla sin fin, sin contenido, sin consecuencia. Todos los youtubers que se han enriquecido con dicha mentira son unos farsantes sin futuro; todas las empresas que quieren obligar al público a quedarse en casa y mirar una pantalla hasta convencerse de que el mundo es virtual y no real, arderán muy pronto en sus propias convicciones, pues la chorrada se hace inconsistente y la broma ya no es infinita. Se sabe, se huele. Las cosas dejan de hacer gracia y la tecnología acabará convirtiéndose en una herramienta, pero no en un mundo. En relación a lo cual se puede evocar la película de ciencia ficción Swan Song (2021) que trata el tema de los clones y de cómo, en un futuro, un cuerpo enfermo podrá ser replicado materialmente e insuflado por una copia del alma del cliente sin que nadie pueda notarlo. La oveja Dolly. Este film simboliza el anhelo de las nuevas generaciones por ser inmortales, por no pensar en la muerte, por nunca llegar al Game Over. Vivimos en la sociedad del To Be Continued, ese fenómeno siempre alcanzable, siempre prorrogable (deudas, créditos, exámenes, trabajos, matrimonios...) que en realidad oculta una incapacidad absoluta para afrontar los obstáculos de la vida y nuestra esencia misma que es la de desaparecer. Cuando lo verdadero pierde su validez se genera un mundo de evasiones sin salida, reflejada en comedias como Swiss Army Man (2016), una historia absurda y delirante que recuerda a clásicos como Weekend at Bernie's (1989) donde, en parte, ocurre exactamente lo mismo, pero sin el factor escatológico. Hoy todo es más explícito, más asqueroso, más caduco. En la cabeza de los creadores norteamericanos sólo caben profecías, política, chorradas y delirios irracionales. Películas como Red Rocket (2021) o Ambulance (2022) quieren forzar la máquina y volver a lógicas ficcionales de los años 90', emulando a Speed (1994) o El gran Lebowski (1998), aplicando una nostalgia de historias lineales e historias carnales, sin multiversos, tramas políticas o promesas utópicas. Un cine realista lleno de naturalismo pero, ¿qué ocurre en el cine norteameicano que no es capaz de alcanzar lo Real, ni siquiera una partícula de este tesoro, objeto principal de este oficio defenestrado llamado Cine? Este año se ha estrenado una película de ciencia ficción llamado Nope (2022) que aborda literalmente este asunto: lo imposible, el milagro y lo sobrenatural no se puede filmar, está vedado a los ojos y a las cámaras. El director Jordan Peele, conocido por sus anteriores películas de terror creppy, ofrece en su nueva obra una reflexión sobre lo que vemos, sobre las apariencias e incluso sobre el concepto que tenemos de lo extraño y cuál es nuestra relación con ello. Pertenecemos a una civilización tan materialista que sólo podemos establecer un diálogo de rentabilidad con lo desconocido, intentando aprovecharnos de lo inédito para sacar provecho. Se trata de una película original, con correspondencias inevitables con The incident (2008) o Jurassic Park (1993). La malvada influencia de Spielberg se ha alargado casi 50 años, pero el tiburón colea. Sólo hay que ver su revival West Side Story (2022) o su reboot Ready Player One (2021) para darse cuenta de que él ha sido el más fiel a su propia fórmula: remake, reboot, politic film, dibujos animados, adaptaciones y versiones han sido su mina de oro sin tener que tirar de originalidades ni creaciones autónomas. Un verdadero falsificador que ha marcado el camino de una forma de hacer que hoy se disipa al llegar al vórtice de su pobreza. De estos últimos años quedará muy poco para la posteridad, un fenómeno incontrolable que se va haciendo solo, apartando el grano de la paja. Experimentos aún sin resolver como Licorizze Pizza (2021) de Thomas Anderson, la intensa y olvidada Mass (2021) de Fran Kranz o la misteriosa The lost Daugther (2021) de Maggie Gyllenhaal, dan un soplo de esperanza a la ficción norteamericana, embobada en el reboot y el videojuego, jugando con ella misma de una forma terrible hasta altas horas de la estupidez. Mientras los actores se enriquecen haciendo bodrios, sueñan en hacer películas como las que hacían Tsai Ming Liang o Abbas Kiarostami, Hitchcock o Cassavetes. Habrá que esperar a que muchos se mueran para que todo cambie, mientras tanto, podremos disfrutar muy de vez en cuando con documentales tan valientes como el de Val (2021), una de las grandes sorpresas documentales llena de honestidad y naturalismo, desmitificando la industria norteamericana, dando aliento al espíritu dentro del infierno de los negocios a través de un Val Kilmer enmudecido. La vuelta del cine mudo planea por encima de las salas. Los ciegos y los mudos heredarán la tierra del Cine y volveremos a vibrar delante de las imágenes.
Vale.
EUPHORIA O MEMORIA
Una panorámica de lo efímero
Todo parece suceder muy rápido en las pantallas actuales, una velocidad innecesaria que conduce, por su irreflexibilidad y pobreza, a una amnesia casi lobotómica. Necesitamos memoria. No es éste un texto apocalíptico: el milenarismo no va a llegar. Tranquilidad. Lo que sí ha llegado desde hace un par de décadas y se ha asentado gracias a las plataformas de contenidos, es una forma de drogadicción calculada por especialistas -los mismos que diseñaron los diabólicos mecanismos de las ilustres redes que hoy consumen el tiempo de todo ser viviente sin un poco de consciencia en forma de tragaperras portátiles- y promovida como la panacea popular de nuestros tiempos. Perder la vida es el objetivo, perder la realidad en favor de la ilusión de poder verlo todo a cambio de una suscripción. La Naturaleza se queda a un lado para adorar al litio. Sin tener que ponerse estupendo, fácilmente, cualquiera puede recordar aquel pasaje bíblico en el que el diablo tienta con aquello de todas estas cosas te daré si, postrándote delante de mí, me adoras. Hoy, el consumidor adora (compra) las imágenes y todos los becerros de oro que le echen. No hay filtro. No hay resistencia. Hay compulsión. Poseer la sensación de tener acceso a "todas" las posibilidades ficcionales (o a las que las plataformas estimen que son las pertinentes para un momento dado) es la ley de hierro. La mayoría pasa por el aro pues parece que es el signo de los tiempos, el ritual de hincharse a telenovelas y melodramas seriales de lo más repetitivo y engañoso; y pensar que en los años 90' se ridiculizaba a las telespectadoras afines a los más absurdos e infinitos dramas de bajo nivel venidos de latinoamérica... La opinión general se llena la boca con eso de que ya nadie ve la tele y mucho menos los niños y los jóvenes que ni siquiera entienden cómo funciona una parrilla de programación o un mando a distancia; a ellos se les ha enseñado a "elegir" el contenido deseado entre una oferta sobrehumana, organizada y distribuida por algoritmos maléficos que sólo buscan la eficencia y la rentabilidad abusiva, y por eso, las nuevas generaciones creen estar liberadas de los yugos de los grandes medios. Es muy triste notar la ignorancia mezclada con la inocencia. A pesar de ello, es inevitable notar una extraña euforia o éxtasis entre las generaciones milenials, alegres y despreocupadas, como si ellas no fueran las más esclavizadas por un sistema industrial de imágenes que las estudia para generar estrategias pavlovianas de condicionamientos clásicos. La masa saliva cuando suena la campanita o ve el corazón. Salivar es igual a gastar. Las grandes empresas se han dado cuenta de que la producción ficcional proyectada al infinito es una garantía para la anulación de la personalidad del público y por tanto, una manera de manejar grandes masas de mentes con billetes en los bolsillos: mi reino por un puñado de historias. A colación de ello, en la exitosa serie Euphoria (2019-2021) de Sam Levinson, su célebre protagonista, bautizada como Rue Bennet (que además es la productora ejecutiva de la serie, o sea, la que pone el monto de la pasta), una joven drogadicta que hace lo que sea por meterse una pastilla, sirve como ejemplo de lo que ocurre con el espectador actual: un ser que anda zombi entre nosotros sin poder generar emociones, pues su cerebro está secuestrado por un insistente deseo de satisfacción inmediata que uno: le roba los recuerdos y dos: le mutila la emotividad. La miseria inmensa que contrae el hecho de exponerse ante una avalancha de series nocivas es irremediable, por eso no hablaré de las miles de series que no deberían verse antes de sufrir un ictus, sino sólo de algunas que podríamos denominar decentes, pero que no le llegan ni a la suela del zapato de una buena película:
1- Los diarios de Andy Warhol (2022): adaptación audiovisual del legendario libro de Pat Hackett, convertida en una exagerada serie llena de contenidos sensacionalistas la cuál, siempre que se aparta de ellos, aporta mínimas perlas sobre las fases más oscuras de pionero pop. La necesidad de la serie es irrelevante pues es una redundancia del texto y la figura de Warhol queda definida como la de un egoísta insensible que sólo le interesaba mantenerse en una jetset de la que a su vez, él se aprovechaba de manera diabólica. También se le define como un obseso de jóvenes vitalistas, un vampiro de la juventud perdida. El mensaje de la serie es bastante terrible y la imagen de Warhol queda menoscabada a pesar de la intención contraria. Bastante propagandística.
2- Tokio Vice (2022): una serie muy sorprendente si se tiene en cuenta su extrema simplicidad e inverosimilitud. Acaba de una forma muy extraña, casi evanescente.
3- Loki (2021): un cebo más para los maniacos de Marvel que comienza bastante bien y que acaba siendo una liendre bastarda de los clichés y el hartazgo sideral.
4- Devs (2020): quizás de lo mejor que uno puede ver en estos últimos años, a pesar de que acaba cayendo en la trampa de la psicología barata y las flipadas monumentales. Potable. Ciencia ficción.
5- The chair (2021): de temática original (un departamento de literatura), promete más de lo que desarrolla: acaba naufragando en cuestiones de género y corrupción. Flojeras.
6- Euphoria (2022): inicialmente una especie de American Pie serializado o lo que en España se conoció como Al salir de clase o Compañeros, pero en versión hardcore-porno, llena de imágenes explícitas que te borrarán el alma de un solo plumazo. Exagerada a más no poder, sigue la historia de un grupo de adolescentes problemáticos y pijos a más no poder, con conflictos familiares inimaginables e improbables a más no poder. Un delirio. Todos se desnudan y se amanceban como jabalíes menos Zendaya que es la jefa de la serie y por eso nadie la sopla el hombro. A la jefa ni mu. El director, que ya había trabajado con ella en la minimalista Malcom&Mary (2021), con resultados dispares, aunque ciertamente honestos y atrevidos, se salva. La serie está a punto de naufragar a la mitad del via crucis, pero la estética videoclip y la música atmosférica te llevan de la mano hasta el capítulo final, de estructura cervantina y por ende, compleja. Técnicamente interesante. Esperemos que no se convierta en modelo de futuras juventudes, ¿o sí? qué cojones.
Dejando a un lado el mundo maldito y sobrevalorado de las series y entrando en el de lo audiovisual-industrial, llegamos a Spiderman: No way Home (2022) de John Watts, donde se soluciona la contradicción de existencia de tres trilogías distintas con tres spidermans distintos. Guau. Como la anteiror, entra dentro de un planteamiento complejo y excéntrico, pero que en vez de derivar hacia lo cinematográfico, cae en la estética de videojuego. La mayor parte de los estrenos de cartelera de hoy se acercan más o menos, a ese tipo de ficciones lúdicas que a ficciones de creación cinematográfica strictu sensu. Cosas así son Uncharted, Encanto, La viuda negra, The tomorrow war, Muerte en el Nilo, Finch, Beeing the Ricardos, Madres paralelas, la mencionada Loki, Rise by Wolves o incluso Marry Me, todas ellas estrenadas entre el 2021 y el 2022. Después de estos pseudoproductos virtuales de pantalla, hay un grupo de ficciones decepcionantes y abrasivas como son El último duelo (potativa), The power of the dog (ridícula), Spencer (anecdótica), The french dispatch (imposible), Don't look up (terriblemente burguesa), París, distrito 13 (tendenciosa y oportunista) o The card counter (sólo para fanáticos religiosos del KKK).
Para finalizar este paneo cinelándico, acabaremos con una polémica en torno a la película de Hamaguchi basada en una novela de Murakami: Drive my car, la cuál ha despertado un inesperado furor entre la mayor parte de los críticos oficialistas y de autoría sin entenderse el motivo. Las novelas de Murakami no llegan a ser literatura y por eso nunca le darán el premio nobel: las películas de Hamaguchi son muy fieles a sus textos originales, por lo que por pura lógica, es difícil que viniendo de donde vienen, accedan al reino sagrado del cine. Abajo Murakami, ya. Es inentendible la pasión levantada a modo de viagra en el colectivo crítico especializado profesionalizado omnipotente, como si se tratase de pura viagra o éxtasis. Tal vez la euforia se está extendiendo por el universo en forma de detritus mental. Quién sabe. La película de Hamaguchi es ñoña, como todas las páginas del escritor japonés, artificiosa, fácil, pobre, posturera, dramatizante, depresiva y realmente inútil. Un desastre, ¿le darían algo a los críticos antes de la premier? ¿serán los programadores de festivales los culpables de las falsas percepciones?
Como coda, decir que nadie puede perderse Anette, lo mejor del año pasado, el nuevo milagro de Leos Carax, quien vuelve a reinventarse aunque sin Denis Lavant; Los diarios de Otsoga de Miguel Gomes, una auténtica delicia-experience; Mr. Bachmann y su clase, un documental sensacional en la línea de Ser y Tener (2002); C'mon C'mon de Mike Mills, un inesperado experimento junto a Joaquim Phoenix; Memoria, el gran pelotazo de Apichatpong Werasethakul; y por último, Licorizze Pizza, la última extraña película de Thomas Anderson que aún nadie ha conseguido descifrar, ¿por qué esto y por qué ahora y por qué así? Una especie de American Graffiti (1973) y The wonder years (1988) al mismo tiempo.
Recomendación clásica: la película de Jean Delannoy, Maigret tend un piège (1958), un auténtico antídoto contra lo banal y lo decadente. Una pura delicia llena de sensibilidad y misterio.
Para incrédulos y desorientados, dejo al final dos perlas extraterrestres, una del 2021: A glitch in the matrix de Rodney Ascher y otra del 2012: Ai Wei wei: Never Sorry. Pura resistencia, pura desobediencia.
Viva el cine, abajo lo demás.
Antes de dormir, apagad el móvil.
Dulces sueños.
LARRY JORDAN, ED EMSHWILLER Y PETER HUTTON
Otro cine
Sunstone (1979)
https://www.dailymotion.com/video/x89bq8v
Duo concertantes (1964)
https://www.youtube.com/watch?v=pJlnb13atnA
At Sea (2007)
https://www.youtube.com/watch?v=rM4V7lAy74M
Tras una revisión detenida de los últimos veinte años de cine, el ojo avispado se da cuenta de que algo horroroso sucede en dentro de él. La voluntad de una parte de los cineastas de infantilizar y banalizar la realidad, es un fenómeno pasmoso. Por otro lado, el afán incesante de la otra línea, la de enfatizar la violencia de la existencia, se hace algo terrible y aburrido al mismo tiempo. La cuestión de la dignidad artística del cine siempre ha sido un elefante blanco dentro del oficio pues, ¿quién se corrompe? ¿quién se vende? ¿es el cine sólo un producto, un panfleto o un chiste? La cuestión del estilo recogería en forma de embudo muchas de estas cuestiones, pues hoy, la mayor parte de las producciones utilizan géneros y formatos estandarizados, archiconocidos, a fin de cuentas, efectivos y rentables. Si el cine se sigue realizando como una fórmula, el cine morirá, no porque alguien lo destruya sino porque simplemente dejará de ser útil. Aunque muchos no lo crean, el Arte es una de las cosas más necesarias para la supervivencia de la especie humana, de hecho, pertenece a un tipo de fenomenología metafísica, mistérica, abstracta que fundamenta la estadía en el mundo. Los secretos de la vida nos envuelven y los cineastas -funcionando como médiums- deberían advertirlos y sellarlos en la pantalla para el asombro del público. La mirada original, la mirada honesta, el talento, la voluntad, la fe artística deben de ser las herramientas que lleven a una persona a emprender el largo y crudo viaje de realizar un film. Dejando a un lado el desastroso panorama actual -salvando excepciones gloriosas- habría que volver hacia atrás, al menos medio siglo hasta encontrarnos a magníficos seres como Marguerite Durás, la gran gurú del cine de los 70', con todo lo que eso conlleva. Durás es hoy una cineasta olvidada injustamente, de cuya obra apenas se puede acceder con facilidad a menos de la mitad de su rica filmografía. No conocer extrañas películas como Jaune le soleil (1971) o Días enteros en los árboles (1977) crea un vacío en la hermosa cadena del cine, interrumpiendo en el ojo del espectador el fluir de las vanguardias, dejando cabos sueltos sin solucionar, lagunas enormes de comprensión. Sin en estas películas, sin Durás, no existiría Fassbinder, Kaurismaki, Serra y mucho menos el mejor Rivette, Godard o el aclamado Resnais. Los vasos comunicantes que despliega un cine como el de Durás, abarcan enormes campos magnéticos donde la energía fílmica fluye en forma de sabiduría, de luz. Para muchos, Durás representa un existencialismo depresivo y un sentimentalismo frustrado, materializado en obras incomprensibles, para otros, para los que hemos tenido el privilegio de ver esas películas abandonadas, Durás es una poeta asombrosa, una narradora brillante, dotada de un humor muy fino y de un drama muy particular. Quien no ría en una de sus películas, carece de sensibilidad, quien no quede pasmado ante las anormales experiencias planteadas, está clínicamente muerto. Su mundo está expuesto en sus películas, su interior se hace exterior cuando los viejos proyectores comienzan a girar y sus fotogramas rayados deslumbran al espectador debido a su fragilidad, a sus manchas, a sus cálidos errores, a sus silencios llenos de cine, a su imprevista lucidez, en definitiva, en su eterna generosidad al donar al público toda esa austera magia llena de carne y sueños, que conservará por siempre el secreto del cine, aquella cosa que hoy se va olvidando, deseando ser borrada por un ejército de vulgaridad. Sus películas son presencias alucinadas dentro de un mundo sin sentido, lugares donde la inmortalidad se muere de hambre y se emborracha para perder la razón que le queda, o sueña en bosques o con perros iluminados por soles que se repiten hasta descubrir el color, ¿¿qué color?? Aquel pigmento que cualquiera necesita para seguir adelante, una pintura que limpia los ojos, depurando la basura que se viene encima cada día, respaldada por una industria que le hace un flaco favor al corazón de un oficio sagrado.
Revisión crítica (1):
Paul Schraeder, entre otras cuestiones
Es curioso cómo cambia la vida a su paso por el tiempo; no hace más de una década que ciertos críticos de este país mantenían posiciones radicales y originales ante los grandes poderes que espoleaban y espolean al cine. Pero no me refiero a discursos explícitos dirigidos a la industria, a la academia o a gestos inflexibles de resistencia, sino a análisis honestos e ingeniosos protectores de una esencia y una serenidad que para muchos cinéfilos y amantes de las cuatro esquinas de la transparencia, eran necesarios. La crítica de cualquier disciplina tiene como primera misión el mantener viva la llama de un idealismo, de una sensación, de un mundo creado y creciente dentro de lo humano a partir de lo humano. Cuando esto flaquea, debido a circunstancias pasajeras, un siglo puede enfermar de nihilismo, de pesimismo y tal vez de su grave consecuencia: la depresión. Gran parte de los artistas actuales sufren de este contagio, los cuales, o se regodean en la desesperación generando una estética del aburrimiento escéptico o se evaden en infantilismos liberales de poca monta. Todo siglo tiene su enfermedad pero también su cura; la honestidad crítica. El problema deviene aún más grave si la crítica de primera fila comienza a flaquear, ocultándose en nostalgias, falsos recuerdos, condescendencias y viejismos varios. La crítica siempre debe ser joven, siempre debe ser nueva. Y todo esto al respecto de los falsos nuevos horizontes de ciertas lineas editoriales que han decidido optar por una opción generalista y superflua en demérito del rigor y la sapiencia, de lo concreto, de la excelencia, del cine. El profesionalismo y el desgaste están hundiendo el pensamiento crítico de un puñado de especialistas respaldados por un sueldo y un gremio que como la mayoría, se defiende a sí mismo incluso en la debilidad.
Para poner un primer ejemplo me referiré a la defensa y alabanza de Paul Schrader a cuenta del lúcido crítico Carlos Losilla, escribano fijo de la plantilla de la famosa publicación Caimán. Cuadernos de cine, que se hace en el número de enero, dedicado a El contador de cartas. Allí, el crítico desarrolla su fundada opinión sobre el guionista de Michigan, unas palabras que al tiempo que engrosan la columna van siendo, ellas mismas, víctimas de un cliché tras otro y de una sobrevaloración innecesaria hacia una figura que, de forma más que palpable, ya no es más que un cadaver artístico. El señor Schrader, desde hace ya mucho tiempo, pongamos veinte años por decir algo, está más que listo para sentencia, repitiendo su eterna frustración de una manera paralítica y pobre. Ahí están las películas para verlas y juzgar: es curioso como un fracaso tras otro no han podido derrivar a esta figura mítica fundada en los años setenta a partir de la más que caducada Taxidriver (1976): film esclerótico y obtuso. Pero la culpa no es de Schrader, sino de la crítica que le ha encumbrado y le ha mantenido en vilo, sostenido por las frágiles pinzas de sus films. No diré que es cosa sencilla pero, ¿a quién favorece esto? ¿al crítico? ¿al autor? ¿al cine? ¿o a los millones de espectadores que una vez tras otra deben experimentar la falta de talento de un ser acomplejado y pretencioso como Schrader? Losilla -sin ningún tipo de vergüenza- lo hace heredero directo de Bresson, le bautiza como cineasta trascendental, demoniza películas comerciales bastante potables como La costa de los mosquitos (1986) o City Hall (1996) por el simple hecho de ser guiones filmados por otros -ni que Schrader lo pudiera haber hecho mejor-, le hace legítimo autor ligado a la leyenda del cine moderno, creada por la crítica francesa desde los años 50' y lo que ocurre al final es que uno se queda de piedra al ver El contador de cartas (2021) o El reverendo (2017) sin poder aplicar todas esas supuestas virtudes atribuidas con calzador, sintetizadas en un último párrafo digno de ser enmarcado para colgar en una peluquería de barrio.
El segundo ejemplo viene algo más adelante del mismo número, firmado por el sobreinformado Ángel Quintana, un crítico embebido de datos que tanto puede defender una película cuasidesconocida filmada en la cochinchina como puede relamer el trono spilberiano gustosamente, lo cuál no es principio mala práctica, no, hasta que uno lee panfletos como el que escribe (Renacer entre las ruinas) donde se lía a justificar a capa y espada todo ejercicio de adaptación-copia-plagio-versión -llámenle ustedes como quieran- como opción legítima, ensalzando el valor de ciertos coreógrafos que poco o nada aportan al discurso, desarrollando esa crítica sociológica que tanto les gusta a los escritores postmodernos contagiados con aquello que se bautizó como el Resentimiento. Todo menos hablar de cine, todo menos desarrollar pensamiento, todo menos cine. Datos, datos y datos como si lo menos importante fuese ver una película e investigar sobre los poderes emocionales, sobre su necesidad, sobre el valor de un objeto cultural dentro de un panorama concreto, etc. Quintana se pierde en defensas absurdas y tricornios estróficos que dejan muy poco espacio al cine y a la fe en el cine, utilizando las páginas de la revista para hacer propaganda de los popes del negocio, como si al señor Spielberg aún le hiciera falta que alguien le defendiese. Terrible.
La crítica debe cambiar o morirá, se deshará en un mar de alabanzas e informaciones biográficas sin elaboración, se ahogará en polémicas abstrusas sobre lo viejo y lo nuevo, se asfixiará dentro de la montaña infinita de las nuevas producciones intentando abarcar algo inasible, algo intransitable por la capacidad humana, en vez de centrarse en la esencia, en la búsqueda de lo perdurable, siguiendo el olor de lo artístico, de lo genuíno, del cinematógrafo.
No hace tantos años, estos mismo críticos -junto a todo su equipo- construían números geniales como el dedicado a Rohmer en Febrero del 2010, siendo más valientes, arriesgados y honestos. El tiempo pasa su rodillo sobre todo y sólo unas pocas cosas florecen, lo demás, queda sepultado.
Vale.
Una pequeña reflexión: ¿no es suficiente ya? Desde 1962 que Terence Young estrenó su Dr. No dando vida al personaje de la mano de Sean Connery han pasado por la gran pantalla otros veinticuatro filmes sobre las aventuras y desventuras de James Bond. Todo esto ha generado un género en sí mismo, un tono, un prejuicio, un dogma. Existe un público fanático, imbuido por la banda sonora, las persecuciones de coches y las chicas Bond y otro eventual, que percibe estas macroproducciones como momentos de regresión, tal que objetos nostálgicos de un personaje mutante. A recordar: ha habido seis Bonds distintos, cada uno con una jeta y ademanes distintos, mas con una chulería y snobismo similares. Tal vez eso es lo que hizo famoso al personaje inventado por el escritor Ian Fleming, hijo d emillonarios que fue periodista y miembro del cuerpo de la Inteligencia Británica. O sea, los fans de James Bond engullen ficciones escritas por un pijo que además, trabajó de espía durante la Segunda Guerra Mundial, al que le encantaba la ginegra y fumar en pipa. Esto no es ni mucho menos una crítica sino un esclarecimiento del origen de las ficciones masivas: ¿quién construye lo que millones degustan como una imaginería fantástica? Habría que escribir varios libros sobre ello. Uno se queda pensando y se pregunta: ¿no estará entreteniéndose con diabluras aristocráticas una sociedad cínica y pop que sólo disfruta con la repetición de lo conocido? El problema de las eternas sagas como la de Bond (El señor de los anillos, Los Vengadores, Harry Potter, etc.) no es su fascinante germinación por esporas, sino el hecho de si es necesario prolongar las historias o ilustrar cada episodio de una serie de ficciones, por general, vacuas, infatiles y a mi entender, poco interesantes. Es cierto que todo este tipo de megapelículas abordan el género épico de alguna manera, encarnando el espíritu de La Ilíada homérica. Es bien conocida el dilema entre ésta y su hermana, La Odisea, y tal vez -si el público actual las leyese- se podría apreciar qué es más grato para el público: lo épico o lo poético. Me temo que vivimos en una época en la que la masa necesita sentirse parte de algo más grande que su precaria vida y por eso proliferan tantos ismos, tan peligrosos, tan dogmáticos. Diluir los problemas en un personaje como el de Bond es quizá una cura superficial, un lavado de cara ante una realidad compleja y confusa llena de obstáculos pero, ¿cuándo no fue así? De ahí, los autores de toda la tradición occidental que encontraron en las ficciones el canal para llevar a la catársis al espectador y al lector. Toda cultura es un amasijo de influencias, todo el arte es un dominó de copias fantasmales pero, a parte de eso, nuestro tiempo se ha pervertido de una manera curiosa: replicándose en sí mismo, volviéndose endogámico, reduccionista, pobre. Tal vez en eso se ha ido convirtiendo un fenómeno como el de James Bond, un tipo de ficción con normas insalbables llenos de tics manoseados, planos idénticos, paisajes similares, tramas reiterativas donde un cierto público parece apoyarse para aliviarse, como cuando un miembro vuelve a su familia cada cierto tiempo y respira como si aquello fuera un descanso de la realidad, una relajación del Infierno, cuando no es más que un espejismo, una sensación nostálgica de lo que una vez fue y nunca más será. Nunca somos los mismos, ni siquiera James Bond. Ójala todo se acabase en esta última entrega y se pasase página, dejando al espía petrificado en el museo del cine comercial para que otras generaciones lo vean y curioseen, pues tendrán material para rato, ya que el cine nunca muere: él es el verdadero espía.