EL PÁJARO SIN PIES DE LA INDIA
Un texto sobre Bande à part (1964)
Un texto sobre Bande à part (1964)
de J-L. Godard
Cuentan
los biógrafos que Anna Karina, tres días antes de comenzar el cuarto
rodaje junto a su marido, había estado internada en un centro
psiquiátrico. El motivo: su tercer intento de suicidio. Teniendo este
dato, se hace aún más significativa su interpretación en Bande á parte,
donde da vida a una adolescente inocente, aniñada y soñadora, ¿intentó
volver la actriz a la infancia como compensación a la pérdida del hijo
que había concebido años antes junto a Godard y que perdió fatalmente? Y
más aún, ¿no intentó Godard a modo de chamán, involucrarla en una
ficción fabulosa con la esperanza de volver a recuperar su mente
enferma? Sea así o no, la música de Michel Legrand suena en el aire y
suena para adentrarnos en una historieta pulp de Dolores
Hitchens, un argumento barato de finales de los cincuenta que Godard
aprovecha para dar rienda suelta a la barra libre de la imaginación. El
atronador sonido del tráfico cesa y la mente del público viaja en
melodías evanescentes que abren puertas inesperadas e invisibles,
transportando el espíritu hacia el alma y el alma hacia el cine. Godard,
como casi nadie, era capaz de evocar de la manera más simple, sus
ambiciosas intenciones de escanear el cerebro del espectador y generar
una página en blanco donde sellar ciertas ideas, ciertas palabras y
ciertos mensajes, pues no es ningún secreto a estas alturas que la obra
godardiana es una piñata de paradojas, ingenios y bromas cool, muy
adelantadas a una época aún encartonada en las viejas costumbres y los
polvorientos mitos. Godard fue una estrella fugaz, un cometa peculiar
que pasaba por el cielo cada cierto tiempo para arrasarlo todo. Sus
películas son hoy un testamento perenne de una voluntad privilegiada
llena de contradicciones y conocimiento. Bande á part es una de
sus joyas iniciales, un diamante en bruto que demasiadas veces pasa
desapercibida al estar muy cerca de hitos populares como El desprecio (1963) o Alphaville (1965), por no nombrar a la reina de bastos, Pierrot le fou (1965), de hecho, parece ser que Band á part
fue una de las películas con las que Godard se entretuvo mientras
conseguía dinero para filmar con Belmondo. Y menos mal que tardó en
reunir la pasta unos dos años, pues así hoy puede existir Band á part,
film milagroso que reunió el mejor reparto posible nunca imaginado:
Karina, Brasseur y Girard, tres actores complementarios que funcionan
como uno solo, emulando el triángulo amoroso de Truffaut (Jules y Jim,
1962), adaptando así por partida doble una historia que se vuelve
original por sí sola convirtiendo lo clásico en algo moderno, tratando
el amor prematuro desde tres aristas distintas que convergen en versos
de Shakespeare y aventuras de Thomas Hardy. La influencia de lo
anglosajón como elemento temático es una constante en el cine de Godard
hasta 1968. Juega con el icono de Hollywood y el imperialismo yanki,
retorciendo la idea de los mitos dorados del celuloide, sacando jugo a
su inutilidad, pues recordemos que a pesar de su cariño por el mundo
prebélico mostrado en las pantallas, Godard sabe que ya no puede ser,
que esa realidad cinematográfica se ha esfumado y que hay que andar por
otros caminos, quizás más ingeniosos y atrevidos, más, a fin de cuentas,
nuevos. Así, durante el metraje, juega con ideas dispares: una película
de un millón de dólares, la posibilidad de llegar a nada, envenenar a
una viuda rica y quedarse su dinero y mil disparates por el estilo.
Todas las ideas proceden del cine y se quedan en el cine. La obsesión de
Godard en muchas de estas películas iniciales es la dificultad por
financiarlas, miles de films imaginados en su cabeza que no tenían
salida más que en el olvido. Por eso, él intenta construir una memoria, a
estas primeras alturas, de sentimientos y emociones. Así, construye un
teatro: Godard es un creador de personajes típicos de Bruegel: un orondo
alumno que esconde una botella de licor
en una caja en forma de librería, una profesora de inglés que les
enseña el idioma a través de la literatura, un chico que su único sueño
es conducir en la carrera de Indianápolis, otro que se llama Arthur
Rimbaud o una chica que vive con una condesa en una mansión a las
afueras de París. El crisol es deslumbrante y a la vez mínimal; parece
un teatro de marionetas que Godard va moviendo a su antojo, mezclando
estos espíritus irreales en medio de un montón de imágenes cotidianas y
antropológicas del movimiento de la ciudad, de su caos inevitable, del
desorden y el riesgo que conlleva habitar entre humanos atrapados dentro
del laberinto. Vuelve a sonar la música de Michel Legrand, como si se
pasase a una página nueva o al capítulo siguiente donde lo continuo y lo
discontinuo van de la mano, donde los planos secuencia, los pasajes
banales y las brillantes escenas van generando una psicología nueva,
fresca, original, emparentada con la de Los carabineros (1963)
donde el humor y la tragedia se hunden en la misma fosa. Ambas películas
son de las más humildes y austeras de toda esta época inicial: a los
personajes les gusta la Naturaleza no la cultura, la cuál odian con todo
su alma. Son outsiders, personajes sin identidad social, sin futuro,
con la cabeza llena de jazz y noticias leídas en un bosque. Durante el
film se habla sobre 20 mil cadáveres ahogados en un río, sobre la
inercia del mal, sobre un cuento de Poe, otro de un indio mentiroso y
por último, de un pájaro sin pies procedente de la India. Las mil y una
noches, ideas baudelerianas, sociología, poesía, filosofía y todo tipo
de referencias pop se entrelazan en esta sopa de ajo que sabe a manjar,
pues en ella hay muy poca ampulosidad y mucho existencialismo: los tres
protagonistas viven el dilema del aburrimiento (¿qué hacer?, ¿qué
hacer?) entre billares, cigarrillos y licores, cambios de posición y
bailes de moda en modo bucle hasta conseguir la ácida presencia de la
repetición. Godard, a partir de un punto de Bande à part incide
en esta idea absoluta de la Nada, de habitar la nada, el vacío y la
desesperación de vivir hasta preguntarse, ¿el sueño se está convirtiendo
en mundo o viceversa? La única solución que Godard encuentra es la
imaginación, la coreografía, el juego. El amor se convierte en un
chantaje, en una frivolidad, en un pasatiempo pero entonces, ¿dónde van
los sentimientos? Montados en la Nouvelle Vague, un ola que en realidad
sólo fue surfeada por muy pocos -aunque otros muchos se apuntasen-, un
tsunami donde resuena la voz de Godard, un personaje más, un narrador
que ayuda a la historia a que avance, a que no se enquiste en
nimiedades, en rollos, en clichés. Bande à parte es una de las
películas de Godard más literarias en el aspecto de que él filma o
intenta filmar como un novelista, de hecho, en un momento de la
película, uno de los personajes se detiene en un puesto de libros del
Sena y compra la novela Odile de Raymond Queneau, con lo cuál
introduce el efecto de la la metaliteratura en el cine, pues la novela
de Queneau es un sátira sobre los surrealistas, una burla que trata los
temas de la vaciedad, la juventud perdida y el primer amor de una manera
ligera, gamberra. Así, la adaptación se vuelve triple, pero suena la
música de Michel Legrand y todo se vuelve único, sin igual, perfecto. De
hecho, todo cuadra: la madre de Godard se llama también Odile, por lo
cuál, por arte de birlibirloque, el cineasta ha coronado como madre a
Karina que en la película también se llama Odile. La desconsolada Karina
se ha curado a través de su personaje sin apenas advertirlo. Magia. Y
entonces ella pregunta al espectador, ¿por qué necesitamos un plan? Sus
dos compañeros quieren atracar a la condesa convirtiéndola a ella en una
traidora, en una ladrona y a pesar de la bondad y el miedo de Odile,
sus dos amigos acaban convenciéndola con la maravillosa técnica de ser
felices, matando el tiempo de la mejor manera posible: corriendo por los
pasillos del Louvre, deslizándose por los museos, cantando en el metro,
conduciendo por el barro como locos, perdiendo la cabeza, enamorándose,
mintiéndose unos a otros, robándose los sentimientos hasta hacerse
daño; el daño de la juventud, ese falso estado de la vida donde todo
vale y donde nada parece tener término. Suena jazz y ellos le piden las
medias a Odile: se acabó el juego, se acabó la infancia. La escalera más
larga del mundo sirve para alcanzar las pesadillas, para matar a la
condesa y terminar la novela de una vez, pues la ficción se ha agotado y
ya no hay más que decir. Godard, en esta fastuosa impostura, en este
entremés de rastrillo, en este capricho para no sentirse del todo solo,
consigue lo que ya no volverá a conseguir jamás: un sueño de entusiasmo,
una verdadera revolución, un amor para siempre.
Y suena la música de Michel Legrand
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