miércoles, 2 de abril de 2025

ABRIL 25 RELECTURAS



Discurso sobre el plano-secuencia 
o el cine como semiología de la realidad
 
PIER PAOLO PASSOLINI 
 
 
 

1
 
Observemos el film de 16 mm. que un espectador, entre la multitud, rodó sobre la muerte de Kennedy. Se trata de un plano-secuencia; y es el más característico plano-secuencia. El espectador-operador, en efecto, no eligió ángulos visuales: filmó simplemente desde donde se encontraba, encuadrando lo que su ojo –mejor su objetivo– veía. El plano-secuencia característico es, por lo tanto, una toma «subjetiva». En un posible film sobre la muerte de Kennedy faltan todos los demás ángulos visuales: desde el del mismo Kennedy al de Jacqueline, desde el del asesino que disparaba al de los cómplices, desde el de los restantes presentes más afortunadamente situados al de los policías de la escolta, etc. .
Suponiendo que tuviésemos films rodados desde todos estos ángulos visuales, ¿de qué dispondríamos? De una serie de planos-secuencia que reproducirían las cosas y las acciones reales de aquel momento, contemporáneamente vistas desde diferentes ángulos visuales: es decir, a través de una serie de tomas «subjetivas». Por lo tanto, la toma «subjetiva» es el máximo límite realista de toda técnica audiovisual. No se puede concebir «ver y oír» la realidad en su transcurrir más que desde un solo ángulo visual: y este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto es un sujeto de carne y hueso, porque si nosotros, en un film de acción, también elegimos un punto de vista ideal y, por lo tanto en cierto modo abstracto y no naturalista, desde el momento en que colocamos en ese punto de vista una cámara y un magnetófono siempre resultará algo visto y oído por un sujeto de carne y hueso (es decir, con ojos y oídos).
Ahora bien, la realidad vista y oída en su acaecer siempre es el tiempo presente.
El tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine –es decir, como una toma subjetiva infinita–, es, por consiguiente, el presente. El cine, por lo tanto, «reproduce el presente». La «toma directa» de la televisión es una paradigmática reproducción del presente, de algo que sucede.
Entonces supongamos que tenemos no un único film sobre la muerte de Kennedy, sino una docena de films análogos en cuanto a planos-secuencia que reproducen subjetivamente el
presente de la muerte del presidente. En el mismo momento en que nosotros, también por razones puramente documentales (entramos en una sala de proyección de la policía que efectúa la investigación), vemos continuadamente todos estos planos-secuencia subjetivos, es decir, unidos entre sí, aunque no en forma material, ¿qué es lo que hacemos? Hacemos una especie de montaje, aunque extremadamente elemental ¿Y qué es lo que obtenemos con este montaje? Obtenemos una multiplicación de «presentes», como si una acción, en lugar de desarrollarse una sola vez ante nuestros ojos, se desarrollara más veces. Esta multiplicación de «presentes» suprime, inutiliza en realidad, el presente, cada uno de estos presentes, al postular la relatividad del otro; su inautenticidad, su imprecisión, su ambigüedad. Al observar, para una investigación de la policía –la menos interesada por cualquier hecho estético, e interesadísima, en cambio, por el valor documental de los films proyectados en cuanto testigos oculares de un hecho real a reconstruir con toda exactitud–, la primera pregunta que nos haremos es la siguiente: ¿cuál .de estos films representa con más exactitud la auténtica realidad de los hechos? Hay tantos pobres ojos y oídos (o cámaras y magnetófonos) ante los que ha tenido lugar un capítulo irreversible de la realidad, presentándose a cada pareja de órganos naturales o de estos instrumentos técnicos, de manera diferente (campo, contracampo, plano general, plano americano, primer plano y todos los ángulos posibles): pero cada una de estas formas en que la realidad se ha presentado es extremadamente pobre, aleatoria, casi digna de compasión, si se piensa que es una sola, y las otras son tantas, infinitamente tantas.
 
 
En cualquier caso está claro que la realidad, con todas sus facetas, se ha expresado: ha dicho algo al que estaba presente (estaba presente formando parte de ella: porque la realidad no
habla con nadie más que consigo misma), ha dicho algo en su lenguaje que es el lenguaje de la acción (integrado por los lenguajes humanos simbólicos y convencionales): un disparo de rifle, un cuerpo que cae, un coche que se para, una mujer que grita, muchas personas que chillan...
Todos estos signos no simbólicos dicen que algo ha sucedido: la muerte de un presidente, ahora y aquí, en el presente. y dicho presente es, repito, el tiempo de tantas tomas subjetivas
como planos-secuencia, rodados desde diferentes ángulos visuales en los que el destino ha colocado a sus testigos con sus incompletos órganos culturales o instrumentos técnicos.
El lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera incompleta, incierta y misteriosa. Kennedy, muriendo, se está expresando en su última acción: la de caer y morir en el asiento de un automóvil
presidencial negro, entre los débiles brazos de una pequeña burguesa norteamericana.
Pero ese último lenguaje de la acción con el que Kennedy se ha expresado ante varios espectadores queda en el presente –al ser percibido por los sentidos y filmado, que es lo mismo– detenido e inenarrado. Como todo momento del lenguaje de la acción, éste es una búsqueda. ¿Búsqueda de qué? De una sistematización en relación con sí misma y con el mundo objetivo; y, por lo tanto, una búsqueda de relaciones con los restantes lenguajes de la acción con los que los demás, junto con él, se expresan. En el caso que nos ocupa, los últimos sintagmas vivientes de Kennedy buscaron una relación con los sintagmas vivientes de aquellos que en ese momento se expresaban viviendo a su alrededor. Por ejemplo, ej, de su asesino, o asesinos, que disparaba o que disparaban.
Hasta que dichos sintagmas vivientes no se relacionen entre sí, tanto el lenguaje de la última acción de Kennedy, como el lenguaje de la acción de los asesinos, son lenguaje mutilados e
incompletos. ¿Qué deberá suceder, por lo tanto, para que lleguen a ser completos y comprensibles? Que las relaciones, que cada uno de ellos a tientas y balbuceantemente buscan, se establezcan. Pero no a través de una simple multiplicación de presentes –como sucedería si yuxtapusiésemos las diferentes tomas subjetivas– sino a través de su coordinación. En efecto, su coordinación no se limita, como la yuxtaposición, a destruir y a inutilizar el concepto de presente (como en la hipotética proyección de los distintos films, pasados uno después del otro en la salita del F. B. I.), sino a expresar el presente pasado.
Sólo los hechos sucedidos y acabados son coordinabIes entre sí, y por esto adquieren un sentido (como diré, tal vez mejor, más adelante).
 

Ahora supongamos una cosa: es decir, que entre los investigadores que han visto los diferentes, y por desgracia hipotéticos films. unidos unos a otros, había una genial mente
organizadora. Su genialidad no podría consistir más que en la coordinación. Intuyendo la verdad –a partir de un análisis de los diversos fragmentos naturalistas, que constituyen los diferentes films–, estaría en condiciones de reconstruirla. ¿Pero cómo? Seleccionando los momentos verdaderamente significativos de los diferentes planos-secuencia subjetivos y encontrando, como consecuencia, su auténtica sucesión. Se trataría, en pocas palabras, de un montaje.
Después de este trabajo de selección y coordinación los diferentes ángulos visuales se disolverían, y la subjetividad, existencial, cedería el sitio a la objetividad; ya no estarían las
conmovedoras parejas de ojos–oídos (o cámaras–magnetófonos) para captar y reproducir la fugaz y poco estable realidad, pero en su sitio habría un narrador. Este narrador transforma el presente en pasado. De donde se deriva que el cine (o mejor la técnica audiovisual) es sustancialmente un infinito plano–secuencia, tal y como es la realidad para nuestros ojos y nuestros oídos durante todo el tiempo en que estamos en condiciones de ver y oír (un plano–secuencia infinito que acaba al final de nuestra vida): y este plano–secuencia, además, no es más que la reproducción (como he dicho varias veces) del lenguaje de la acción; en otras palabras, es la reproducción del presente.
Pero desde el momento en que interviene el montaje. es decir, cuando se pasa del «cine» al film (que, por lo tanto, son dos cosas muy diferentes, del mismo modo que «langue» es diferente de «palabras») el presente se convierte en pasado (es decir, se han realizado las coordinaciones a través de las distintas lenguas vivientes): un pasado que, por razones inmanentes al medio cinematográfico, y no por elección estética, tiene siempre características de presente (es decir, es un presente histórico).
Aquí entonces debo decir lo que pienso de la muerte (y dejo libres a los lectores para preguntarse, escépticos, que tiene que ver esto con el cine). He dicho varias veces, y siempre mal, por desgracia, que la realidad tiene su lenguaje –mejor ?icho, un lenguaje–, que, para ser descrito, tiene necesidad de una «semiología general», que por ahora falta, incluso como noción (los semiólogos observan siempre objetos muy nítidos y definidos. es decir, los diferentes lenguajes, sígnicos o 'no existentes' todavía no han descubierto que la semiología es
la ciencia descriptiva de la realidad).
 

 Dicho lenguaje –he dicho, y siempre mal– coincide, por lo que al hombre se refiere, con la acción humana. Es decir el hombre se expresa principalmente con su acción –no entendida como una mera acción pragmática– porque con ella modifica la realidad e incide en el espíritu. Pero esta acción suya carece de unidad o sea de sentido, hasta que no se haya consumado.
Mientras Lenin vivía, el lenguaje de su acción todavía era en parte indescifrable, porque todavía era posible y, por lo tanto, modificable por eventuales acciones futuras. En definitiva, mientras tiene futuro, es decir una incógnita, un hombre está inexpresado. Puede haber un hombre honesto que, a los sesenta años cometa un delito: esta acción censurable modifica
todas sus acciones anteriores y, por consiguiente, se presenta distinto del que siempre fue hasta que no me muera nadie podrá garantizar que verdaderamente me conoce es decir, podrá dar un sentido a mi acción, que, por lo tanto, en cuanto momento lingüístico, es difícilmente descifrable.
Por lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresarnos, y al que, por lo tanto, atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes), y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente bien descriptible (precisamente en el ámbito de una Semiología General).
Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.
Por lo tanto, el montaje realiza sobre el material del film (que está constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos planos-secuencia como posibles tomas subjetivas infinitas) lo que la muerte realiza sobre la vida.
 

 
2
 
El film se podría definir como «palabras sin lengua»: en efecto, los distintos films para ser comprendidos no remiten al cine, sino a la realidad misma. Se entiende que con esto estoy
postulando mi habitual identificación del cine con la realidad y que la semiología del cine sólo debería ser un capítulo de la Semiología General de la realidad.
Veamos: en un film aparece el encuadre de un muchacho con el pelo rizado y negro, los ojos negros y sonrientes, una cara cubierta de acné, la garganta un poco hinchada, como de hipertiroide, y una expresión alegre y burlona que emana de toda su persona. Este encuadre de un film, ¿remite acaso a un pacto social hecho de símbolos, como sería el cine definido por
analogía con la «langue»? Sí, remite a este pacto social, pero este pacto social, no siendo simbólico no se distingue de la realidad, o sea del auténtico Ninnetto Davoli (1) en carne y hueso reproducido en aquel encuadre.
Tenemos va en nuestra cabeza una especie de «Código de la Realidad» (o sea esa Semiología General en potencia de la que estoy hablando). Y, a través de este inexpresado e inconsciente
código que nos hace comprender la realidad, también comprendemos los diferentes films. Mejor dicho, para decirlo todo, de la forma más sencilla y elemental, reconocemos la realidad en los films, que se expresa en ellos para nosotros como hace cotidianamente en la vida.
 

 
Un personaje, en el cine, como en cualquier momento de la realidad, nos habla a través de los signos, o sintagmas vivientes, de su acción que, subdivididos en capítulos, podrían ser: 
 
1) el lenguaje de la presencia física; 
2) el lenguaje del comportamiento; 3) el lenguaje de la lengua
escrita–hablada; todos, precisamente, sintetizados en el lenguaje de la acción, que establece relaciones con nosotros y con el mundo objetivo. En una Semiología General de la realidad, cada uno de estos capítulos debería, naturalmente, dividirse en un número impreciso de apartados. Es un trabajo, éste, que desde hace tiempo tengo en la pluma; quisiera limitarme aquí únicamente a observar el segundo apartado, el titulado «Lenguaje del comportamiento»; indudablemente sería el más interesante y complejo. Mientras tanto, y en primer lugar, habría que dividirlo en dos subapartados, es decir, el «Lenguaje del comportamiento general» (que sintetizaría la manera de ser aprendida a través de la educación en una sociedad codificadora), y el «Lenguaje del comportamiento específico» (que serviría para expresarse en situaciones sociales particulares y en determinados momentos, diría de la jerga, de esta situación).
Cojamos, por ejemplo, al actor con el pelo rizado y el acné del que hablaba antes: el lenguaje de su comportamiento general me indica inmediatamente –a través de la serie de sus actos, de sus expresiones, de sus palabras– su ubicación histórica, étnica y social. Pero el lenguaje de su comportamiento específico, precisa hasta la más extrema concreción como ubicación (así como sucede con el dialecto y la jerga con respecto a la lengua). El lenguaje del comportamiento específico está, por lo tanto, sustancialmente constituido por una serie de ceremoniales, cuyo arquetipo pertenece decididamente al mundo natural o animal; e! pavo real que despliega su cola, el gallo que canta después del coito, las flores que muestran, en una determinada estación, sus colores. El lenguaje del mundo es, en resumen, sustancialmente un espectáculo. En el caso de una pelea, el muchacho del pelo rizado que hemos tomado como ejemplo, no trasgrediría uno solo de los actos exigidos por e! código popular: desde las primeras frases del diálogo dichas con la peculiar expresión, confusa casi, del que no se siente bien, a las primeras amenazas casi dignas de compasión, a los primeros gritos contra el pecho del adversario con ambas manos abiertas con las palmas hacia adelante, etc., etc.
De los diversos ceremoniales vivientes del lenguaje del comportamiento específico se llega, insensiblemente, a los diversos ceremoniales conscientes: de aquellos mágicos arcaicos a aquellos establecidos por las normas de la buena educación de la civilización burguesa contemporánea. Hasta llegar, después, siempre insensiblemente, a los diversos lenguajes humanos simbólicos, pero no sígnicos: los lenguajes en que el hombre, para expresarse, utiliza su propio cuerpo, su propia figura. Las representaciones religiosas, los mimos, las danzas. Los espectáculos teatrales pertenecen a estos tipos de lenguajes figurales y vivientes. 
También el cine.
 

En espera de trazar al menos algunos apuntes de esta «Semiología General» mía, quisiera limitarme aquí, todavía, a observar cómo dicha Semiología General sería, al mismo tiempo, la Semiología del Lenguaje de la Realidad, y la Semiología del Lenguaje del Cine. Teniendo presente un solo hecho más: la reproducción audiovisual. Sobre las maneras de dicha reproducción –que recrea en el cine las mismas características lingüísticas de la vida entendida como lenguaje– podría plantearse y elaborarse una gramática del cine. Y, en otras ocasiones, precisamente me he ocupado de esto. Aquí me interesa señalar –y es el punto central de estas palabras mías– cómo, semiológicamente, si no hay ninguna diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo del cine entendido como reproducción de la vida –en cuanto supone un infinito plano–secuencia–, es en cambio sustancial la diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo de los distintos films.
Cojamos un plano–secuencia en estado puro: es decir, la reproducción audiovisual, hecha desde un ángulo visual subjetivo, de un fragmento de la infinita sucesión de cosas y acciones que podrían potencialmente reproducirse. Dicho plano–secuencia en estado puro estaría constituido por una sucesión extraordinariamente aburrida de cosas y acciones insignificantes.
Lo que me aparece y me sucede en cinco minutos de mi vida resultaría, proyectado en una pantalla, algo absolutamente carente de interés: de una irrelevancia absoluta. Esto no se me manifiesta en la realidad porque mi cuerpo es viviente, y esos cinco minutos son cinco minutos de soliloquio vital de la realidad consigo misma.
El hipotético plano–secuencia puro pone en evidencia, por lo tanto, representándola, la insignificancia de la vida en cuanto vida. Pero a través de este hipotético plano–secuencia puro, también logro saber –con la misma precisión de las pruebas de laboratorio–que la proposición fundamental expresada por lo más insignificante es: «Yo soy», o «Hay», o simplemente «Ser». Pero ¿es natural ser? No, no me lo parece; al contrario, me parece que es portentoso, misterioso y, en cualquier caso, absolutamente innatural.
Ahora, el plano–secuencia, dadas las características que he descrito de él, se convierte, en los films de ficción, en el momento más «naturalista» de la narración cinematográfica. ¿Un hombre da una bofetada a una mujer, sube a su automóvil y se va por la autopista del mar?
 
 

Pues bien, yo coloco la cámara con un magnetófono en el mismo sitio donde podría estar un testigo de carne y hueso, míseramente naturalista. y tomo toda la escena seguida, como vista y oída por él, hasta la desaparición del coche hacia Ostia. Es cierto: tanto en el acontecimiento que sucede en la realidad frente a mis sentidos como en su reproducción, la proposición
fundamental y dominante es: «Todo esto es.» (Sin embargo, al igual que en la realidad no soy indiferente, tampoco, potencialmente, soy indiferente delante de la reproducción de la realidad. y puesto que en el film juzgo a través del Código de la Realidad, reproduzco en mí, poco más o menos, los mismos sentimientos que si viviese aquel hecho material.)
Puesto que el cine jamás podrá prescindir de dichos planos-secuencia por mínimos que sean, tratándose siempre de una reproducción de la realidad, es acusado de naturalismo. Pero el miedo al naturalismo es (al menos a propósito del cine) miedo al ser. O sea, en definitiva, miedo a la falta de naturalidad del ser: de la ambigüedad territorial de la realidad debida al hecho de que está basada en un equívoco: el pasado del tiempo. ¡El mejor naturalista! Hacer cine es escribir sobre un papel que arde. Para comprender qué es el naturalismo del cine, tomemos un caso extremo que se presenta, o es presentado, como un acontecimiento del cine de vanguardia: en las bodegas de New York del New Cinema, se proyectan planos-secuencia que duran largas horas (por ejemplo, un hombre durmiendo) (2). Esto, por lo tanto, es cine en estado puro (como he dicho más veces), y como tal, en cuanto representación de la realidad desde un único ángulo visual, es subjetivo en el sentido de locamente naturalista: sobre todo en cuanto de la realidad también tiene la duración natural.
Como siempre, culturalmente, el nuevo cine es una consecuencia extrema del neorrealismo: con su culto al documental y a lo verdadero. Pero mientras el naturalismo cultivaba con optimismo, sentido común y sencillez, su culto a la realidad con los inherentes planos–secuencia, el nuevo cine invierte las cosas: en su exasperado culto a la realidad y en sus interminables planos–secuencia, en lugar de tener como proposición fundamental «Lo que es insignificante, es», tiene como proposición fundamental «Lo que es, es insignificante». Pero dicha insignificancia se siente con tanta rabia y dolor que agrede al espectador y, con él, su idea del orden y su existencia! amor humano por lo que es. El breve, sensato, mesurado, natural, afable plano–secuencia del neorrealismo nos proporciona el placer de conocer lrealidad que cotidianamente vivimos v disfrutar a través de la confrontación estética con las convenciones académicas; el largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo plano–secuencia del nuevo cine, por el contrario, nos coloca en un estado de horror ante la realidad, a través de la confrontación estética con el naturalismo neorrealista, entendido como academia de vivir. 
 

Por lo tanto, prácticamente, la cuestión de la diferencia entre vida real y vida reproducida, es decir entre realidad y cine, es una cuestión, como decía, de ritmo temporal. Pero es también una diferencia de tiempos que distingue un cine del otro. La duración de un encuadre, o el ritmo en la concatenación de los encuadres, cambia el valor del film: lo hace pertenecer a una escuela en lugar de otra, a una época en lugar de otra, a una ideología en lugar de otra.
Si, además, se tiene presente que en los films de ficción puede darse la ilusión del plano– secuencia también a través del montaje, entonces el valor del plano–secuencia se hace todavía más ideal: se convierte en la auténtica y verdadera elección de un mundo. Mientras, de hecho, el plano–secuencia verdadero reproduce tal cual una acción real, y tiene su duración, un plano–secuencia falso (que es el caso de la mayor parte del cine neorrealista, pero también de ese naturalismo ilustrativo de la convención comercial) imita la correspondiente acción real, reproduciendo varios rasgos, reduciéndolos después conjuntamente a un tiempo que los falsifica fingiendo la naturalidad.
Los montajes del nuevo cine tienen, en cambio, como principal característica la de mostrar, de forma manifiesta, las falsificaciones del tiempo real (o, en el caso de los eternos planos- secuencia de los que hablaba antes, su exasperación a través de la inversión del valor de lo insignificante).
¿Tienen razón los autores del nuevo cine? O sea, ¿en una obra el tiempo real es sin duda destruido, y dicha destrucción debe ser el elemento principal y más evidente del estilo? ¿Quitando por esto completamente al espectador la sensación del desarrollo de la acción en el tiempo, como ocurría en los antiguos y recientes cuentos?
A mi entender, los autores del nuevo cine no mueren suficientemente dentro de sus obras: se agitan, se contorsionan o, mejor, agonizan dentro de ellas, pero no mueren: por esto sus obras quedan como testimonios de un sufrimiento del absurdo fenómeno del tiempo, y, en este sentido, únicamente se pueden interpretar como un acto de vida. El miedo al naturalismo les contiene en definitiva dentro de los límites del documento, y la subjetividad llevada hasta el extremo de suministrar o planos-secuencia –para horrorizar al espectador sobre la irrelevancia de su realidad– o una obra de montaje que trastorna la sensación del desarrollo en el tiempo, siempre de esa realidad suya –termina por convertirse en la mera subjetividad de los documentos sicológicos– o incluso en la página literaria más vanguardista y aparentemente indescrifrable, se evoca una determinada realidad o tout court, la realidad: no se huye de la realidad porque habla consigo misma y nosotros estamos en su círculo. Desde una página vanguardista ilegible –como desde una secuencia cinematográfica que exaspera los tiempos hasta quitarnos cualquier ilusión de revivir la realidad a través de ella– siempre hay una realidad que salta fuera: y es la del autor que, a través del propio texto, expresa su miseria sicológica, su cálculo literario, su noble o innoble neurosis pequeño–burguesa.
 

Debo repetir que una vida, con todas sus acciones, sólo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece. Su proposición fundamental entonces ya no es, simplemente, «ser», y su naturalidad se convierte así en un falso blanco como un falso ideal. El que hace un plano– secuencia para mostrar el horror de la insignificancia de la vida, comete un error igual y contrario al del que hace un plano–secuencia para mostrar la poesía de la insignificancia. El proceso de la vida, en el momento de la muerte –o sea después de la operación de montaje– pierde toda la infinidad de tiempos en los que viviendo nos –regodeamos, deleitándonos en la perfecta correspondencia de nuestra vida física –que nos lleva a la consunción con el transcurso del tiempo: no hay un instante en que esa correspondencia no sea perfecta.
Después de la muerte ya no existe esa continuidad de la vida, pero existe su significado. O ser inmortales e inexpresivos o expresarse y morir. La diferencia entre el cine y la vida es, por lo tanto, insignificante; y la misma Semiología General que describe la vida puede describir, repito una vez más, también el cine. Por lo cual, mientras una acción que ocurre en la vida –por ejemplo, yo que estoy hablando –tiene como significado su sentido – que sólo podrá descifrarse verdaderamente después de la muerte–, una acción que sucede en el cine, tiene como significado el significado de la misma acción que sucede en la vida, y, por lo tanto, sólo indirectamente tiene su sentido (sentido también en este caso sólo descifrable verdaderamente después de la muerte). Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la muerte. Lo que quiere decir que en el film el tiempo es finito, aunque se trata de una ficción. Por lo tanto, es necesario aceptar la fábula por fuerza. El tiempo no es el de la vida
cuando se vive, sino el de la vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y
puede muy bien ser el de la historia de un film.
 
 
 
Notas
 
(1) Amigo de Passolini, que ha actuado en casi todas sus películas desde Uccellacci e uccellini
(N del T.).
 
(2) Se refiere al film Sleep, de Andy Warhol (N del T.).
 
 
De Problemas del Nuevo cine. (Varios autores) Alianza 
Editorial, Madrid, 1971. Traducción de
Augusto Martínez Torres.
 

 

martes, 1 de abril de 2025

ABRIL 25

 

 

LISTÍSSSSIMUSSSS 25

Lo mejor del 24

4ª Entrega 

 


¿Cómo puede afrontarse un tabú? Hablando. Mostrando. Pensando. ¿Por qué existe el miedo?, ¿por qué la muerte es algo impronunciable, impracticable? El cine contemporáneo, a través de su sentido de la perversidad y su oscuridad innata, nos muestra caminos nuevos para navegar: Polvo serán, de Carlos Marques-Marcet nos agarra de la mano para obligarnos a vivir una anomalía lejos del instinto de supervivencia, muy lejos del dolor. La vida es maravillosa como una canción de María Callas donde todo flota, como en esta película -en la línea de películas como Annette (2021) o Cantando bajo la lluvia (1952)- donde la evasión de lo ordinario abre un telón sin fondo donde los sueños suceden de forma original. No es este un experimento caprichoso, sino una manera de refundar el realismo a través del musical.

 

Decía el crítico Carlos Losilla en aquel libro tan poco leído, La invención de la modernidad (2012) que las nuevas olas de los años 60' establecen nuevos deambulares en medio de un mundo en descomposición donde el análisis lleva a las catacumbas, hogar del horror. La ilusión se disgrega en narcisismo y la puesta en escena, convertida ésta en un reflejo ambiguo, en una trasferencia. El imaginario de Hollywood se deshace y en su lugar, el público proyecta una serie de deseos-ideas para -tal vez- imaginar cómo sería ahora que no existe un patrón oficial. Según Losilla, el cine moderno llena las imágenes de seres ultramundanos, de fantasmas que ya no saben existir, amar... por eso Godard se carga el cine noir, Antonioni se carga el melodrama y Bergman acaba con lo fantástico a través del psicoanálisis. Sin embargo, el más evasivo de todos ellos, acabará resultando la mayor influencia del presente: Alain Resnais, el mago enloquecido, el asesino del viejo terror, resucita el musical a través de la parálisis, deteniendo el sigo -al menos- durante cincuenta años.

La danza y la música son dos elementos fundamentales de la obra de Marques-Marcet, un drama aliviado por lo fantástico, reanimado por una infancia vital potenciada por su protagonista, encarnada en una magnífica e inédita Ángela Molina, inmersa en un universo lleno de Stanley Donen, pero también de Leos Carax y un poco de Pablo Larraín. En realidad, todo es lo mismo cuando se trata de salvar al cine. Las referencias y autoreferencias de lo contemporáneo son cada vez más llamativas en un panorama entrecruzado donde la originalidad parece pasar por un inevitable hipercruce de géneros; resurrección de fábricas de sueños, de puestas en escena olvidadas, d euna vitalidad moribunda que se riega desde el nicho.


El cine contemporáneo se vuelve nostálgico por necesidad. Macabro. El pasado retorna para demostrar que lo nuevo sólo se encuentra en la tradición, en la relectura de lo ya acontecido. La esencia del cine. En su ontología. La acumulación infesta de imágenes de la actualidad sólo sobrevivirá si los cineastas aceptan su herencia, su tradición más profunda, sólo si aprenden a reconstruir los imaginarios a pesar de un público caníbal que ni siquiera sabe reconocerlos, que ni siquiera sabe ya distinguir el grano de la paja.

Se hace necesario refundar el cine, hacerlo patente, revolver la memoria. Volver a Martín Patino, a Buñuel (documentalista), a Joaquim Jordà, a Carlos Velo. 


 

Mientras tanto, lo romántico aparece como sublime y el vacío se vuelve sombra en escenarios oníricos, en discursos sobre la muerte y la vida, sobre el paisaje, la existencia o lo telúrico, ¿quizá esté reapareciendo un cine existencialista, a pesar de la indiferencia y el cinismo circundante?


Cuando la verdad no aparece por sí misma, las cosas comienzan a hablar, el mundo se convierte en un artefacto para comunicar una realidad fatal y preciosa al mismo tiempo donde viejos dinosaurios como Leo McCarey o Richard Brooks se mezclan con Bergman o Resnais; así nace lo contemporáneo después de las ruinas finiseculares de Jose Luis Guerin, de la fantochada de American Psycho y el comienzo del cine digital. La posibilidad infinita como bandera, la duración como estética y desesperación de un público que sólo ansía entretenimiento breve e intenso, dará como resultado un efecto errático, donde un público supuestamente abierto a la experimentación regalará toda su atención a la ficción de un puñado de superhéroes, metáforas capitalistas de una mente utilitarista, pragmática, anglosajona.


Desde yankilandia, sólo David Lynch se instalará como uno de los pilares de este nuevo cine fragmentado e ilusorio, Lynch, un cineasta que de joven viajó a Europa para conocer a Oskar Kokoschka, aquel pintor austríaco cuyos personajes se desmoronaban como peluches de trapo, como torres heridas, como muñecos deprimidos, cansados del peso d euna existencia voraz, agotadora.




Así se suceden los personajes de Polvo serán: seres enfermos, deprimidos, encantados por el conjuro de la vida, apaleados por el gran verdugo: la Realidad. Esta última película de Marques-Marcet es sin duda una de las sorpresas del 2024, una de las señales de vida de un cierto cine europeo, siempre secreto, siempre imprescindible. 

Máscara sobre máscara, todo se va enrareciendo. Por ejemplo, en Joker: Folie à Deux de Todd Phillips se pasa -sin solución de continuidad- de la ficción a la contraficción, de la industria al arte, del melodrama al musical con una velocidad pasmosa, cortocircuitando la conciencia, la emoción, ¿qué estamos viendo en realidad? Tal vez el futuro de las imágenes industriales tenga que pasar -como pasó el mundo de la cocina- por una fase de falseamiento de los sentidos, de confusión de sensaciones, de engaño paradigmático, desconsolando al gran público, haciéndole entender el callejón sin salida en el que se encuentra un arte-negocio, agotado por su flaqueza autoimpuesta, por su distanciamiento de lo real, por su sobreexplotación de lo espectacular. La Historia se hace muy pequeña, la imaginación, raquítica y el espectáculo deviene en prisión invisible. Joker: Folie à Deux intenta liberar al público de ese estigma burgués; un tartazo en la cara para condescendientes y cínicos.

Lo ocurrido era previsible: enfado general de la opinión general, aplauso de cierta crítica sensible, perspicaz.

La cara del payaso sólo esconde la de un actor -Joaquím Phoenix- que lleva jugando con el público -al menos desde su intachable I'm not still here (2010) que la industria quiere seguir olvidando, pero que por su relevancia, queda. A pesar de su naturaleza fantasmal, una de las virtudes del cine es que queda, que permanece y es una memoria que puede volver a verse. A resucitar. 







Quizás sea Tarantino el primer cineasta postmoderno quien -con su Kill Bill Vol. 1 (2003)- establece el film-collage sin complejos, con estética dominante de videoclip y spot publicitario, donde la variedad espectacular se convierte en norma, aunque todo se convierta -finalmente- en un totum revolutum sin mucho sentido y mucha nada. Animación, realidad, humor, gore, samurais, kunfu... cóctel molotov. Sin embargo, crear un precedente no representa una señal de acierto, de hecho, Kill Bill es una de las piezas audiovisuales con menos interés del siglo XXI. Le queda muy poco para desaparecer. El cine de Tarantino se quedó en lo cool como única baza; es el Disney de lo burgués-emancipado.
Una farsa.
Un callejón sin salida. 
Fuegos de artificio.
 




Por eso películas como Civil War son tan importantes en estos tiempos en los que el terror deviene realismo o profecía de presente. Alex Garland, su autor, es un cineasta de terror que ahora cuenta distopías a lo Philip K. Dick, demostrando que la vieja ciencia-ficción de los alucinados de los 70' se convierte en un refugio en medio de la realidad enloquecida de EEUU y sus dirigentes megalómanos; los deseos del público se plasman en la pantalla al final de la cinta. Matar a un presidente diabólico es un deseo universal, casi un arquetipo libidinal que va acompañado de la esperanza inútil de que una cosa así arreglaría el status quo.
El mundo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial está construido para sea así.
Lo que ocurre ya estaba ideado.
Más que nunca es importante revisar películas como Zeitgeist I (2007) o Colapso (2009)



 
En un lugar de excepción se encuentra la interesante Kind of Kindness del siempre originalísimo y perverso Yorgos Lanthimos quien, tras su fracaso absoluto con Poor Things, nos trae una cadena de cortos encadenados, de relatos breves que versan sobre lo incomunicable, sobre lo pudoroso, sobre cruzar el umbral de la carne; de tratar al cuerpo humano como un motivo ficcional, como una moneda de cambio; el siglo del cuerpo. El intestino se une a lo lírico y todo lo demás es tener un estómago fuerte y ojos entrecerrados ante las imágenes del Hitchcock del siglo XXI, un cineasta clásico ejerciendo su oficio de monstruo terrible, de estratega narrativo, aprovechándose de una atmósfera vital -mundial- donde parece que las imágenes pornográficas -lo explícito- son recibidas con total naturalidad... en otros tiempos, películas de Jodorowsky, Carmelo Bene o Fernando Arrabal fueron tachadas de vomitivas, de mal gusto, ilegibles; hoy, Lanthimos trabaja con superestrellas infantilizadas y es premiado en todos los mejores festivales del mundo.
 
¿Será este un momento donde lo sádico es ya el nuevo wenstern?
 



 
La identidad, la guerra, la música... todo se mezcla en un vermut nocturno que nadie quiere beber pero del que todos beben porque no hay otra cosa. O parece que no hay otra cosa. Las máscaras de Lanthimos, los soldados de Garland, Bob Dylan convertido en Chalamet o el peor Nosferatu de la historia -de Robert Eggers, otro cineasta procedente del género de terror, pero muy alejado de Murnau- conforman una macedonia irreversible de ficciones dispares que ahondan en el psicoanálisis, el remake o la distopía.
Interior, copia y futuro.
Tres pilares de lo contemporáneo, ¿quién imaginó alguna vez que este circo se convertiría en un zoo?
 






 
La muerte se fotografía navegando hacia la perdición de las imágenes, mirando en un espejo el reflejo de la tristeza, una carne que no se reconoce, que no encuentra un sentido verdadero para sobrevivir. Las muñecas rusas se suceden, las cortinas, las canciones, las batallas, las sonrisas-mueca; la desesperación reina en el imaginario del cine. En la cinta de James Mangold, A complete Unknown se nos relata una versión de los años legendarios de Dylan sin demasiada floritura, recordando los mejores títulos de este realizador comercial: Copland (1007) y En la cuerda floja (2005). En el film es emocionante recordar que en los años 60', los más lúcidos vieron que los tiempos estaban cambiando. Hoy, tras muchas cosas y décadas, uno se pregunta si el cambio persiste o se ha frenado en seco, ¿qué pensará Dylan del presente?
 




 
En otra dimensión, aparece la austera L'amour ouf -traducida como Corazones rotos- que simboliza el presente del nuevo cine francés, encallado en la tendencia -tema urbano, musical, violencia, juventud- pero resolutivo; el film de Gilles Lellouche es como Anora: parece una cosa y luego es otra u otras distintas. Es cierto que hoy la influencia entre cineasts es un terrible problema, ya que todos conocen muy bien el mercado, la técnica y el desarrollo del cine en el presente; se percibe así una endogamia rarificada en muchas películas que por ello no pierden cierto valor narrativo, aunque casi siempre incidiendo en viejos lugares comunes o incluso nuevos. Lo que está claro es que en gran medida, la estética del videoclip se está volviendo un recurso de primera orden, tal vez un lenguaje más afín a unas nuevas generaciones llenas de inputs y estímulos que conectan mejor con lo musical que con lo dramático, ¿acabará siendo la normalidad un supuesto cine-danza?
 





Todo se sucede de la manera más errática, aunque siempre con destellos. Volviendo a Lanthimos, nunca hay que desdeñar lo asqueroso si en realidad no hay otro alimento a mano... En un mundo construído mediante la incertidumbre y la idea del éxito, no es extraño que los cineastas actuales se vuelvan oscuros y cínicos, incluso bizarros y neobarrocos. Recordemos a Albert Serra -y su evolución de lo más austero a lo más remilgado-, a Apichatpong Weerasethakul -y su deriva espiritualista-UFO- o Lisandro Alonso -y su tendencia a lo sobrenatural-. De hecho, uno de los grandes pilares del cine contemporáneo, Miguel Gomes, demuestra con su última película Grand Tour,  que hay algo vivo aún en mundo y que a pesar de su pesimismo y de que la mitad de sus películas son aburridísimas e innecesarias, sus brillantes momentos de lucidez convierten a sus películas-diario-álbum en perfectos artefactos de estética postmoderna llenos de milagritos esplendorosos. Sólo con ver la secuencia de la noria y la del hombre recogiendo huevos de oca, la película estaría más que justificada, a pesar de sus tremendos defectos llenos de artificiosidad y sosería ingrata.
Un inolvidable vals de motos en medio de Shanghai, barcos navegando por los ríos lodosos orientales, selvas, nieblas, jugadores empedernidos, cigarros infinitos, opio... todo lo necesario para una gran aventura impredecible y llena de misterios y de osos panda entregados al placer sobre las ramas.
 




Tal vez el cine, considerado como arte total, liberado de toda norma, se ha convertido a través de los nuevos cines del siglo XXI en una página en blanco llena de supersticiones y que al igual que toda práctica contemporánea, ha dejado de pensar en el público -insensible y holgazán- y se ha dedicado a disfrutar; los grandes cineastas de hoy se dedican a dejar que la película sea lo que quiera con tal de que alimente la pasión y provoque sensaciones perdidas en un público pasivo y despistado, sin criterio alguno -robado por la abundancia- y obsesionado por la narrativa tradicional -machacada una y otra vez por las viejas industrias. Más que nunca, el mundo de los autores vuelve a golpear en la mesa, en un mercado audiovisual sobresaturado y exiguo, perdido en un callejón sin salida pobre y sin luz. Lo nuevo como problemática, lo narrativo como lastre y la salvación -o la invención- del cine como meta, marcan un primer cuarto de siglo, donde por primera vez en la historia, ninguna película parece sobresalir sobre las demás, en un panorama crítico perdido en menudencias, en anacronismos, falta de rigor, elecciones politizadas, caprichosas y una morosidad intelectual que cubre de espesa negrura un futuro intacto pero muy borroso de la dirección que el cine tomará en un porvenir, quizás aún demasiado lejano como para poder oler su aroma.
 


 
(y después de cuatro largas entregas...)
 
MEJORES PELÍCULAS DEL 2024
 
 
1. El aprendiz de Ali Abbasi
2. Polvo serán de Carlos Marques-Marcet
3. Kind of Kidness de Yorgos Lanthimos
4. Segundo Premio de Isaki Lacuesta
5. Volveréis de Jonás Trueba
6. Dune II de Dennis Villeneuve
7. Grand Tour de Miguel Gomes
8. Nickel Boys de RaMell Ross
9. Hard Words de Mike Leigh
10. Anora de Sean Baker
 
 
 
Fin.