jueves, 3 de julio de 2025

JULIO 25



 
EL SILENCIO DEL MAR  
(1949)

Jean-Pierre Melville 
 
 
Hay películas olvidadas en la memoria de la historia del cine que a veces resucitan por un instante, ideas perdidas, soluciones abandonadas y vías fértiles de autenticidad. Escarbar en la arqueología cinematográfica es bucear en una mina de tesoros cubiertos de polvo a los que hay que aplicar una atención especial para poder descubrirlos. La cada vez más frecuente manía del público de no visitar salas alternativas o filmotecas, va creando un hueco de ignorancia cinéfila en un imaginario, cada vez más sesgado y pobre de la mente actual. La generación milenial ya ni siquiera es capaz de acceder a estas maravillas del pasado, artefactos complejos y difíciles, mas únicos y necesarios. Para comprender cualquier arte, hay que poseer un conocimiento y una experiencia previas, indispensable para entender la cadena cultural que conforma el fenómeno fílmico. Finuras a parte, visionar El silencio del mar de Melville es un privilegio en sí mismo, pues además de tratarse de la ópera prima del director francés, es un ejemplo de austeridad y minimalismo -de economía de medios- de un nivel tan llamativo que uno se pregunta por qué el cine ha tenido que convertirse en algo tan opulento y elefántico. Para que el cine hable de cosas humanas, de cosas verdaderas, la imagen debe volverse pobre, silenciosa, hay que dejar paso a lo místico, a la magia de la luz, a la narración simple; huir del efectismo. Contar la vida, hincar el diente a los grandes problemas del presente y mirar con valor al público hasta estremecerle. Melville lo consigue con esta parca película llena de tensiones, terror y odio. El aburrimiento como ingrediente, se apoya en la repetición, el monólogo y la música sacra para conjurar un film que hoy se revela -en parte- caduco, pero sorprendente en ciertos instantes, en ciertos planteamientos. Melville inventa un film-libro, una novelita en movimiento (basada en el texto de 1942 del escritor conocido como Vercors) llena de invasiones, de psicología y nazismo. Una metáfota de la Resistance francesa que influiría en El ángel exterminador de Buñuel y por supuesto, en Casa tomada de Cortázar, escrito en 1946. Este film-libro va pasando sus hojas en forma de rostros, de miradas y presencias. Algo nos invade hasta controlarnos, pero imaginemos tener la suficiente paciencia como para no abrir la boca ante las tentaciones de un demonio que no cesa de hablarnos, de seducirnos. El mundo pudo ser muy diferente a partir de 1945 y hoy tal vez, sólo vivimos una dulce versión de lo que podría haber sido un incendio cruel de todos nuestros recuerdos, de todo el mundo conocido.
 

JULIO

 

 
TOREAR LO INVISIBLE

Tardes de soledad 
(2024)

Albert Serra 
 

El cine, o es documental o no es cine. Dicho de otra manera: toda película que pretenda ser cine, debe ser, en su esencia, documental. Ya basta de seguir escondiendo el bulto. Los mejores films de la historia han sido marginados en ese género que, ante la mirada popular, siempre ha sido menor, pobre. La idea de trabajar directamente con la pura realidad -hecho que ocurre en toda película sin excepción- lleva al artista a profundizar en seguramente, el terreno más emocionante del milagro de la vida, a saber, la propia existencia. Por eso, tal vez, la industria comercial desdeña deliberadamente esta vía, por el riesgo de enseñar demasiado, de mostrar la verdadera potencia de un  fenómeno infinito llamado realidad. La honestidad de las apariencias, cuando se muestran desnudas, se liberan de toda censuro o autocensura y conducen al ojo a lugares imprevistos, al pozo de lo humano.


Si nos fijamos en Sirat, de Oliver Laxe, película que ha generado cierta polémica por cuestiones extracinematográficas -y que es comparable con la obra de Serra, al ser un film del mismo año y también un cineasta con sesgo de autor-, veremos fácilmente que la cinta del cineasta gallego adolece por excesiva intención narrativa y por centrarse en cuestiones meramente dramáticas en vez de distraerse, como hace Serra, con lo verdaderamente esencial y artístico. Eso no quita que sean inolvidables en la película de Laxe, las secuencias nocturnas del viaje de las caravanas por el desierto -a toda pastilla hacia la nada- o ciertos pasajes telúricos, llenos de una belleza singular. En resumen: Laxe, si quiere crecer, debe despegarse de lo dramático y abrazar lo invisible, lo cuál, aunque patente en su discurso, no se refleja claramente en sus películas.


Volviendo a Tardes de soledad, lo único que se puede decir, de primeras, es que se nos queda la lengua blanca del asombro y nos convertimos en toro a punto de claudicar en cada escena. Quizás, y de forma sorprendente, estemos ante la mejor película del cineasta catalán. Quizás la más fina, la más eficaz. Por encima de todas las polémicas sobre la tauromaquia, Serra nos ofrece una mirada silenciosa y solitaria, casi de espía, traducida en una visión en teleobjetivo, más cercana que nunca, ya de sus films, ya del hecho mismo. La tauromaquia es lo de menos en este poema de movimientos y fuego de colores, donde el aprovechamiento de la juventud favorece a un zoroastrismo ancestral que encierra la mirada de la muerte. 


El tema es un universal: la supervivencia, el cuerpo. Vemos un negocio convertido en baile de cadáveres: órganos mareados, cuerpos revueltos, estética cañí, casposismo, lujo y rollo drag queen. Lo femenino encerrado en un juego de machos, la incomprensión de la finitud llevado a un juego macabro. Serra se da cuenta de estas dicotomías desde un principio en el montaje y juega con los contrastes alucinatorios: de la mitología pasa a la carne y de la carne nos conduje al collage, al cromatismo, a la pintura. Se puede decir que el film recorre el mundo de las artes casi por completo: empezando por la literatura -que otorga contenido a todo este mundo (Cossío)-, pasando por la danza y el teatro (gestos, posturas), llegando a la música clásica (Sibelius, charangas), sintetizando en la pintura (texturas, pigmentos), hasta aterrizar en el cine como gran pegamento universal.
 

El humor vuelve a ser básico en la obra de Serra; sin él, la película cojearía, se haría pesada, quizás ilegible. El entorno de Andrés Roca, el torero peruano sobre el que se centra el film, no cesa de hablar, de articular palabras, expresiones exageradas y metafóricas que el propio Serra mima como joyas que va colocando en un traje fílmico que acaba brillando por su ingenio, por su luz propia. El montaje de audio es tan importante en Tardes de soledad, que de no haber existido, la película hubiera fracasado; el sonido en el cine siempre es, al menos, el 50%, ¿podría ser que el cine fuera un arte de oído, de tímpano, más que iris, de pupila?


La cuadrilla de Roca funciona como una conciencia colectiva que anima al inseguro torero que se plantea a cada segundo, si en realidad debería estar allí. Todo torero piensa lo mismo. Todo torero está construido a partir del miedo y el respeto a lo incontrolable, a la superioridad de la Naturaleza. Por eso, los miembros de la cuadrilla no cesan de disfrazar los hechos, infravalorando los pitidos del público, los toros difíciles se convierten en malos (van a cazar) y convierten el riesgo en algo defectuoso: para ellos la corrida siempre debe ser limpia con el triunfo intacto del torero. Pero el torero acaba por los suelos casi siempre y lleno de sangre, o sea, humillado por la propia realidad. El torero representa la idealización de una idea, el toro, la destrucción de esa construcción mental, o sea, la realidad en sí. A otro nivel: el torero es Hollywood y el toro, el cine en sí  mismo. 



La tauromaquia es una mezcla del espíritu heleno, vinculado a lo minoico, lleno de mitología y espiritualidad y de el negotium romano, vinculado a la opulencia, al oro. La contraposición de OTIUM (descanso) y NEGOTIUM (trabajo). Así, el extrañamiento producido al ver una corrida de toros, se basa en esa sensación de artificialidad mezclada con supuestos valores humanos que, en conjunto, crean una metáfora de la vida que deja clara la crueldad innata de la propia mecánica de la naturaleza. Forzar un teatro para simular una verdad antropológica. Un gran negocio se oculta tras un circo sangriento que unos apoyan por la poesía y otros por la pela. Lo bueno de Serra es que no se mete en estos entresijos y se queda mirando a los gestos del rostro de Andrés Roca, único ser, junto al toro, invadido por el terror y el error secreto, inconfesable.


La tauromaquia es paradójica porque es un mundo de paletos y eruditos, todos ellos perversos, todos ellos sedientos de un pálpito que la vida contemporánea no ofrece con facilidad. Hay que recordar que este formato del toreo nace en España en el siglo XVIII, de una manera bastante precaria, derivado de rituales arcanos de procedencias desconocidas. Los grabados de Goya dan fe de ello; un barbarismo popular lleno de claroscuros y locura desmedida que, en nuestros días, se ha convertido en costumbre privilegiada para ciertas elites, ansiosas de ver esclavos mordiendo el polvo.
Existe una cultura del morbo extremo, de la curiosidad sin ética, una multitud expectante ante una estética de Videos de Primera, convertida en algo justificado, en un barbarismo políticamente correcto, lo cual no lo invalida en medio de una sociedad insensible y virtual, altamente materialista, sedienta de realidad sin filtros. 


Pero no es la sociedad demandante la que lo hace posible, sino un círculo de interesados que se aprovecha de un favoritismo cultural (promovido con exaltación en el franquismo) y que consigue que se televise -como el futbol- un fenómeno que sólo debería interesar a ciertos iniciados o frikis del asunto. Pero a Serra -volvemos- no le interesa para nada nimguna de estas cuestiones subyacentes: se centra en Andrés Roca y en su encuentro con lo Real, ese choque entre Hume y Kant que genera la paradoja de la bestia, un proceso en el cual se ignora quién es el monstruo y quién la víctima. Esta película está más cerca de Cocteau que de Fiesta, de Hemingway. Se trata de una película que nos hace pensar hacia atrás y en concreto, en la filmografía de Serra, un cineasta controvertido cuya bandera es exclusivamente la del Arte. Su cine, a estas alturas, ya podemos definirlo como de la perversión: Cultural, Política, Sexual, Ficcional.


Marear a la Realidad para crear un Ilusión: la ilusión de la Muerte. Matar algo en el mundo es muy difícil y si no, vean la película del maestro Hitchcock, Torn Curtain (1966), donde Paul Newman tarda una larga secuencia entera en acabar con su enemigo. Los cuerpos tienden a vivir, no ha claudicar; nuestro instinto de supervivencia, es el más fuerte a pesar de nosotros mismos. Uno de los logros de Serra es mostrar cómo el torero no disfruta de su oficio y desea que todo acabe cuanto antes, como si su empleo fuese la tragedia, la ruina obligada. Para él es una pesadilla, un trauma, una ilusión aparentemente compensada con lujo y poder, ¿por qué nunca se ha hecho una película sobre toreros retirados?



Los pitidos hablan del fracaso que la cuadrilla intenta paliar con comentarios ingeniosos: Nos hemos ganao una manzanilla, En este rudo hay mucho payaso, Nos vamos a tomar una cerveza más fría que sus muertos. El anecdotario es infinito y el humor se hace muy particular. Ells saben que hay que forzar la muerte, echar el capote encima del torero si este flaquea, aparentar fortaleza, triunfo. Cadenas, arena, espadas, vasos de plata, monteras, caramelos, golpes en la puerta y ascensores de oro. Los engaños múltiples del teatro taurino funcionan con eficacia en una celebración mutante, compuesta de misa fúnebre, inquisición, prisión, recreo infantil y feria de Sevilla. Serra nos hace viajar en el tiempo, hacia un franquismo metaforizado en un puñado de rostros obsesionados por algo inútil. Es la imagen terrible de una cultura decadente. Todo se hace dionisíaco; el torero es un títere de lo demás.



La solución de continuidad de la película produce una percepción absurda del propio absurdo, desembocando en un metabsurdo donde la sangre mancha y se limpia por pura magia. Serra, a partir de la mitad del metraje, elimina el tiempo cronológico, la correlación de los hechos y acelera la vida, de forma natural. Sólo se nos muestra la acción, el hecho aislado, encadenado en fragmentos reales unidos sin coherencia para hallar la esencia, la ausencia de drama, el distanciamiento del prejuicio. Serra consigue atravesar la Ilusión y mostrarnos el fenómeno, fuera de lo cultural. Todo un éxito artístico. El teatro, el rezo, la experiencia del suelo, la deliberada ausencia del público, la soledad del idiota, la ausencia de lo espectacular, el borrado de la estética televisiva; acercarse a lo invisible y llegar a verlo.


Andres Roca a veces nos mira, pero no sabe qué decir. Se la juega. Sabe que le están haciendo un documental, sabe que está siendo un personaje, pero hay algo que no encaja: él puede desaparecer. Él va de la mano de una verdad que todos solemos obviar: hoy puede ser mi último día en la Tierra. Por eso el temor al peligro, a ese entorno de la palabra, frívolo, a la servesita, a la mansanilla, pero sabe que debe jugársela para imponer un control ilusorio. Sus gestos brabucones dan como resultado una expresión compulsiva que supera el mismo instinto y que le hace sobrevivir en la frontera de lo imposible. Por eso Serra también triunfa a la hora de elegir a este torero de mirada humana y no a otro, que hubiera sido antipático y vacío. Andres Roca es el gran protagonista de este film milagroso.



Así, esta película de límites esconde una verdad enorme, donde un maniquí autómata es sacrificado en pos del aplauso y el negicio. El torero no está viviendo, actúa. Es un actor metido en un callejón sin salida. Un ser que persigue el final en todas sus dimensiones. Su chulería acobardada es su mejor disfraz; la ilusión de su uniforme, un convencimiento de lo inaceptable. Por eso todos lo tratan con delicadeza, como a una virgen. Por eso hay una admiración por la violencia, un gusto por la burla. La tauromaquia es un juego infantil convertido en negocio, copado de una necesidad constante de reconocimiento. Honor. Transcendencia. Todo regado con un sentimiento de superioridad hinchado por comentarios constantes. Una secta que convence a un tonto lleno de adrenalina e inocencia. Andrés Roca es verdadero porque muestra su inseguridad, su incertidumbre, su complejo. Por eso funciona la película.  


Andrés Roca tal vez se pregunta: ¿puede existir la muerte perfecta? Hitchcock también se lo preguntó durante toda su vida. Serra nos lo muestra sin tapujos. Un mundo de desfallecimiento imbuido, donde el asesinato es una fiesta aliñada con música clásica. Una fiesta ritual de caníbales donde al final suena una suite de Bach. El teatro de la Crueldad. Artaud. Mantequilla y mermelada. Sibelius. Barroco. Lo que mejor se nos da en este país. La tauromaquia como un canon estético español. En los créditos finales, Serra advierte que el film sólo un reflejo de la celebración popular, sin advertir que todo reflejo se duplica en un otro que mira. Una superstición, un espejo. El cine, cuando es de verdad, es un espejo de nosotros mismos.












 

martes, 20 de mayo de 2025

MAYO 25






Mensajes del futuro

Carry-on 
(2024)

Jaume Collet-Serra



Al ser lanzados en la historia, al tener que participar 
en el trabajo y las luchas que la constituyen, las personas
se ven forzadas a afrontar sus relaciones de una forma 
realista.
 
Guy Debord


¿Sirve una película para algo?, ¿tiene el cine alguna función actualmente o sólo forma parte de ese aparato entretenedor que se está comiendo todo, vaciando de significado y sentido cada rincón de lo humano? Consumir demasiada cultura contemporánea acaba teniendo consecuencias graves: tener un dieta fílmica basada en la cartelera y las series, leer exclusivamente bestsellers y escuchar sólo la última canción de moda, perjudica seriamente la salud; deberían obligar a colocar cartelitos con mensajes corrosivos antes de cada producto como en las cajetillas de tabaco. El tabaco es un droga, la cultura, un sistema lobotómico. Si el espectador-lector-oyente no crea su propio criterio, seleccionando del frutero las piezas que necesita, todo se convierte en un bufet libre indiscriminado de basura potencial.

El 90% de las películas de estreno son pura redundancia o simples contenedores virtuales de publicidad engañosa. La moralina barata, la violencia, la pornografía, la cultura de la mentira, la evasión gratuita, el humor zafio, el guión pobre y la falta de talento son ingredientes normalizados en la parrilla audiovisual proyectada en gran formato en los cines de todo el mundo. El mensaje fraudulento no debe parar de repetirse, la banalidad debe seguir en marcha para que el mundo del ingenio, del arte, de la virtuosidad, en definitiva, del humanismo cultural, se olvide o quede relegado a un rincón oscuro a modo de reliquia donde pocos se asoman y sólo por curiosidad. Hay que reducir a las personas a productos, a fenómenos de usar y tirar, ¿qué es si no la pornografía,  qué es si no una rentabilización del cuerpo, la conversión de la carne en cash, de la intimidad en vouyerismo de pago?

El cuerpo se convierte en moneda de cambio y las imágenes son sus portadoras. Cada fotograma -cada pixel- establece una relación de consumo con un público que se siente inocente al degustar las mayores barbaridades por un módico precio -que cada día aumenta-. ¿Qué son las grandes plataformas audiovisuales sino supermercados de imágenes transgénicas, tóxicas, manipuladoras y constructoras de falsas identidades, predicadoras de falsas ideas sobre el ego, el destino y el Yo? ¿No han creado un sistema especulativo de simulacros donde una autoayuda perversa se dispara a cañonazos hacia la mente de miles de millones de espectadores intentando hipnotizar a una masa que se cree invulnerable sentada en el sofá de su habitación?

Todo tiene un precio y la vida occidental lo está pagando con crecres: depresión, narcisismo, ultraviolencia, analfabetismo, ignorancia, materialismo desatado, confusión, avaricia, conspiranoia y lujuria enfermiza. Traumas crónicos en definitiva. El borreguismo ilustrado se refleja en las tragaderas del personal generalizado y acrítico, consumiendo cualquier tipo de sustancia audiovisual, sin importarle la calidad del solomillo fílmico o el vacío decrépito repleto de florituras vacuas, insubstanciales. Hoy, más que nunca, sería muy importante revisar las teorías de Noël Burch sobre los sistemas de representación institucionales (Hollywood) y replantearse si los objetivos de desinformación y adormecimiento siguen vigentes o incluso, han sido superados por estrategias aún más fatales que las de cine clásico.


Todo el mundo es consciente de haber sido escolarizado, de haber pasado por procesos de lecto-escritura, pero nadie parece darse cuenta de que nadie nos ha enseñado a leer imágenes. Noël Burch nos habla de la necesidad de desnaturalizar el hecho de relacionarnos con las imágenes; si fuésemos conscientes, nos daríamos cuenta de lo vulnerables que somos. Por otro lado, la idea de la evolución cinematográfica está popularmente vinculada al progreso tecnológico, concepto totalmente equívoco y materialista. Las máquinas no saben contar historias, no saben nada de lo humano.

Hoy las películas son más que nada juegos de niños destinados a un público infantilizado que no quiere demasiada complejidad y sólo demanda emoción rápida y aparatosa: por eso los directores de terror están teniendo tanto bombo en la actualidad y por eso los subgéneros están cobrando una importancia desconocida. Apartada del tablero toda película profunda o demasiado sensible, intelectual o demasiado seria, el campo de batalla está disponible para todo tipo de tontas monstruosidades, asesinos en serie, violaciones, guerras, mafiosos y hackers superdotados dispuestos a mostrar el cartón de la realidad a través de una tecnología fantástica que lo puede solucionar todo.

Hay una película bastante mala -dirigida por Kathryn Bigelow- llamada Strange days (1995) en la que su protagonista trafica con laser discs como si fueran cocaína. Este antecedente ciberpunk de Matrix y otras películas finiseculares, nos muestra torpemente cómo una sociedad imbuida en el caos y la precariedad necesita de experiencias virtuales para sentir placer, para reconciliarse con ella misma. Sólo la ficcionalización de emociones fuertes, de momentos improbables, puede generar una catarsis existencial en un mundo que ha reducido a cero su empatía, su imaginación.

El control de lo imaginario lo ejerce hoy Hollywood: son los sumos sacerdotes de las temáticas y la estética de la imagen. Han convertido lo comercial en la única alternativa del mundo audiovisual, generando un mundo digital -muy alejado del arte cinematográfico- frío, lúdico e insultantemente inverosimil. Una cosa es clara: dentro de 50 años, el 99% de las producciones serán olvidadas para siempre, pero no por su abundancia o inactualidad, sino por su naturaleza efímera, circunstancial, irrisoria. Por eso no pertenecen al mundo del arte -si es que alguien se lo estaba preguntando-. El supermaterialismo que inunda el mundo con su exclusiva función práctica de las cosas, hace que todo se conciba para usarse una sola vez lo más rápido posible. Han convencido al personal que hay que vivir todas las experiencias, estar en todos lados, conocer todas las opiniones, opinar de todo, pensar en nada y que la vida sea un tiovivo inútil, carente de todo sentido. Así, han convertido a las películas en un videojuego o en su mejor versión, en un panfleto para retrasados.

En su mejor versión, Hollywood permite estrenar títulos que son copias de grandes éxitos, ya sean remakes -The bikeriders (2023)- o formatos narrativos de éxito como puede ser Carry-on (2024) de Jaume Collet-Serra -trasunto de Última llamada (2002)- o Locked (2025) de David Yarovesky -versión automovilística de Buried (2010) que a su vez es heredera de La cabina (1972) de Antonio Mercero-. Pero la cuestión de la influencia no es el problema, sino la cercanía del referente, la ausencia de pasado. La historia del cine no comienza en el siglo XXI, sin embargo, la mentalidad del puro presente ha endiosado la actualidad y ha transformado en reliquia todo hecho anterior. Para la mentalidad milenial, todo pasado es sinónimo de caducidad; sólo lo nuevo es presente y válido. La gravedad del problema reside en la falta de conocimiento, en la interpretación del presente, de las películas, a partir de vagas opiniones y perspectivas de una actualidad cegada por EEUU, en un eclipse cultural de una magnitud que se estudiará con preocupación en el futuro.

A pesar de todo esto, aún hay obras en las que reside un cierto tipo de mensajes críticos, de guiños al espectador inteligente, que aluden a las enfermedades de la realidad, a las trampas propuestas al individuo y que cuestionan la integridad de lo humano y llevan al límite la idiosincrasia occidental. Una de esas películas es Carry-on (2024), pero también The friend (2024) o Mickey 17 (2025): cualquiera de ellas es dueña de momentos reflexivos que detienen al espectador en temáticas trascendentales como la muerte, la fidelidad o el amor. Aunque rápidamente disuelven los planteamientos, hay aún momentos insignificantes de audacia, loables y -aunque casi imperceptibles- sorprendentes.

Hace poco escribía un notable crítico español que tal vez películas como Ezra (2023) o Eletric State (2025) lleguen a ser en la posteridad el patrón de película comercial del siglo XXI, ficciones puras sin funciones panfletarias o políticas, engendradas con el viejo espíritu de contar historias, de hacer de la ficción un arte, como lo consiguieron en su día films como The Trouble with Harry (1955) de Hitchcock o Sunset Boulevard (1950) de Wilder. Se ha perdido una aresanía, una tensión que hacía del cine una llanura de ilusiones que estaban siempre por encima de los prejuicios o las presunciones. Si hoy podemos seguir hablando con pleno derecho de estas películas es por la única razón de que -aún siendo productos comerciales- supieron ser fieles al Humanismo, a la esencia que nos hace vulnerables, mortales, que nos enseña lo que somos en verdad y no lo que pretendemos ser, que aparta las apariencias y descorre el velo que hoy mantiene opaca a la luz. Las obras maestras de cualquier arte no son infinitas; la basura sí lo es. Acérquense a las grandes películas de la historia, vean maravillas como las animaciones de Betty Boop de los años 30' y 40', vean Cycling The Frame (1988), vean France Tour Détour Deux Enfants (1977), Groundhog Day (1993), Mickey One (1965), Mundo Grúa (1999), Queridísimos verdugos (1977), Anonymous (2011), Beetlejuice (1988), Sauve qui peut -La Vie- (1977), Motel Destino (2024), The Apprentice (2024), Welfare (1975), Tirez sur le pianiste (1960), Secret Ceremony (1968), Dial M For Murder (1954) o La Grande Guerra (1959); vean esto y comenzarán a sentir unas cosquillas en el estómago que les transportarán a un sentimiento distinto, a un lugar diferente de la realidad, donde la misma realidad se hace alimento, pensamiento, placer verdadero.

Los mensajes del futuro vienen del pasado.

 

 


El espectáculo es el capital en un grado tal 
de acumulación que se transforma en imagen. 
 
Guy Debord
 
 
 
 
 
 
 

miércoles, 14 de mayo de 2025

MAYO 25. DAVID LYNCH





 

 DAVID LYNCH

 Es una gran tristeza pensar que hemos visto una película en nuestro puto teléfono

Breve glosa al libro El hombre de otro lugar de Dennis Lim 

 

 
 
La negatividad es enemiga de la creatividad . La intuición es la clave de todo: en la pintura, el cine, los negocios... en todo. Creo que puedes tener cierta capacidad intelectual, pero si logras agudizar tu intuición, que, según dicen, es la unión de la emoción y el intelecto, entonces surge la certeza.
 
D. L.
 
 
Nació en Missoula, Montana, el 20 de enero de 1946. 
David Lynch fue un Eagle Scout que desde siempre odió a los psiquiatras y a la pedagogía. De niño fue repartidor de periódicos. Le encantaba recoger trozos de madera para construir cosas: manía que le persiguió hasta su muerte. Le encantaban los lugares pequeños para quedarse aislado 
Gracias al libro de Dennis Lim descubrimos que el joven David Keith Lynch tenía un amigo íntimo cuyo padre era el pintor Bushnell Keeler, quien le enseñó dos cosas providenciales de la vida: que se podía vivir del arte y que Robert Henri -un pintor de finales del XIX miembro de la escuela realista de Ashcan- tenía la clave de todo este oficio. La clave era un libro llamado El espíritu del arte, especie de biblia adorada por artistas como Edward Hooper o Florence Dreyfous, donde aparecían pasajes como el siguiente:  
 
Hay, sin embargo, sociedades de muy pocos, pequeñas camarillas que se forman por simpatía y que creen y sostienen la independencia de sus miembros, y que viven de la variedad de individualidades expresadas. Tal era esa camarilla de la que salieron Manet, Degas, Monet, Whistler y otros de especial distinción. Rossetti, Burne-Jones, los prerrafaelitas, formaban otra. Muchos son los pequeños congresos entre los estudiantes de París, formados por hombres de todos los países, que se unen por una simpatía similar.
La reproducción de las cosas no es más que la ociosa industria de alguien que no valora sus sensaciones, y que terminó con sus imaginaciones cuando dejó atrás la infancia y descubrió que el caballo que había cabalgado en aquellos días felices no era más que un palo de escoba roto.
El viejo Walt Whitman, hasta sus últimos días, fue como un niño en la dulzura y la plenitud de su fantasía. Unas pocas flores en el alféizar de su ventana bastaban para despertar en él las sensaciones más agradables y la filosofía más profética.
Walt Whitman era tal como he propuesto que debe ser el verdadero estudiante de arte. Su obra es una autobiografía, no de desventuras y percances, sino de su pensamiento más profundo, de su vida.
No se nos puede dar un tesoro mayor. Confesiones como las de Rousseau o las de Marie Bashkirtseff son endebles en comparación con esta vida expresada por Whitman, que es tan hermosa, en cuya lectura nos encontramos
.

Cuando Lynch leyó este libro, sólo tenía 15 años. Así, de adolescente pasó a ser un artista romántico.


Descubrimos a su vez que le encantaba una película de Henry King llamada Cabalgata de pasiones (1952) donde, en medio de un aparente mundo perfecto, alguien se atraganta. Nace el humor lynchiano, la vida en el umbral de la muerte: lo siniestro como motivo. Éstas y otras anécdotas irán construyendo la mente del personaje conocido como David Lynch, un ser extraño que nace en 1946; un año antes publican el libro infantil con el que aprenderán a leer todos los niños yankis de yankilandia: Good Times on our street. A Lynch nunca le gustaron las palabras ni la educación, pero la estética y las peripecias de ese libro infantil -protocapitalista- se le quedaron grabadas a fuego: muchas de ellas se verán reflejadas en las animaciones que realizó en sus primeros cortos. 
Según Lim, durante toda su vida fue un obseso por ciertas cosas, hasta el punto que la campaña televisiva electoral de 1984 de Ronald Reagan, le dejó totalmente fascinado y de alguna manera, de ahí nació la estética absurda de Terciopelo Azul; descubrió que había algo de hipnótico en lo utópico, algo de demoníaco en las apariencias. 
 

David Lynch nació en Missoula, Montana, pero también vivió en otros muchos sitios de EEUU, primero, porque su padre trabajaba en las serrerías de madera del Norte del país y segundo, porque llegado un momento, decidió ser artista. Una de las muchas ciudades en las que vivió fue Filadelfia, una ciudad delictiva, sucia y ruinosa; un infierno a su medida, que tras varios avatares, le sirvió para dar vida al mundo de Cabeza Borradora (1977), su primer largo.
 
 
Lim nos cuenta además que Lynch se crió en los bosques de Montana acompañando a su padre en sus labores forestales, viendo caer la resina de los árboles y el devenir de las hormigas rojas. Para él, lo telúrico era lo real; lo industrial: un sueño, una pesadilla. Un sonido. Odiaba ir en metro, odiaba cocinar. Le gustaban los búhos, los caballos, los camiones llenos de troncos. Pasó gran parte de su adolescencia haciendo fogatas en el bosque e ideando bombas caseras; su primer artefacto artístico funcionaba con petardos. 
 
 
El sonido es música, algo invisible, mágico. Hay una tendencia mental en su obra que entra primero por los oídos, por la carne del tímpano. El sonido es lo más importante para Lynch, pues él concibe que lo más poderoso del cine es invisible; la imagen sólo es un puente para establecer un contacto cotidiano con el espectador, con el otro, un pasaje hacia lo oculto de nosotros mismos; buena prueba de ello es su estrecha colaboración musical con Angelo Badalamenti, pero también con músicos de la talla de Brian Eno, John Morris, Al Regni, Chris Isaak, Donovan, Roy Orbison, David Bowie, su pasión por Bobby Binton, Jack Torrey y Page Burkum y Julee Cruise y como no, el desarrollo paralelo de carrera como músico experimental con temas y álbumes tan sorprendentes como: In Heaven (Lady In the Radiator Song), Lux Vivens (Living Light), Dark Night Of The Soul, Crazy Clown Time, Cellophane Memories.
 


Lim nos cuenta que en su juventud, Lynch se hizo amigo de unos empleados de una morgue y que les convenció para que le llevara a ver cuerpos despedazados, restos de cadáveres perdidos de accidentes y tragedias cotidianas. Leyenda o no, Lynch aparece en la biografía de Lym como un ser esquizofrénico, fumador empedernido, bohemio, taciturno, amante de lo escabroso; un ser cuya percepción bascula entre el paraíso y el infierno. 
Hay algo malo en el mundo y no sabemos qué es.
Tal vez se trate simplemente de la propia Naturaleza, ese fenómeno todopoderoso que funciona de forma cruel para seguir funcionando -creación-destrucción-, donde la belleza se convierte en perversidad en un segundo, donde los gusanos se comen al cadáver, donde un bebé es un monstruo. Pura realidad.
 

Sea como fuere, a los 19 años, él y su mejor amigo Jack Fish, abandonaron sus estudios de artes y viajaron a Europa en busca de la mentoría del pintor Oskar Kokoschka; cuando llegaron a Salzburgo, el mítico pintor no estaba. Había desaparecido. Quedaron decepcionados y para consolarse viajaron a Grecia en busca de inspiración, de revelación, de aventuras, pero no encontraron nada. La realidad no era la mente. Su idealización de la vida terminó de un frenazo. Lo que iba a ser una estancia de tres años, acabó en un paseo de quince días en busca de un mundo ya desaparecido.
Así Lynch pasó de ser romántico a un auténtico expresionista abstracto de la realidad, un verdadero cineasta terror: Lynch encontró en Filadelfia la oscura bohemia que buscó desesperado en París, el pasaje de horror que no encontró en Grecia: así nació Cabeza borradora. La rodó durante 7 años en los almacenes del Instituto de Cine Americano, durante parte de los cuáles tuvo que vivir entre los decorados -por la falta de dinero- y donde se divorció, en 1974, de su mujer de entonces: su querida Peggy Lentz.


En su libro, Lim sugiere -sin querer- una idea brillante: Cabeza borradora es la versión de Lynch de Historias de Filadelfia (1940) de George Cukor. El mundo ideal ante el mundo infernal (real), conservando la atmósfera de humor que en ambas películas llega a ser terrible, una, por lo neurótico, otra, por lo tétrico.
Dos ideas de lo cómico que se sintetizan en una tercera, aún más novedosa.
Dualidad. Trinidad.
Lim nos descubre que en esa época, Lynch -para ganarse la vida- fue impresor de grabados, cartero nocturno, que vivió cerca de la antigua casa de Edgar Allan Poe y que -aunque él no lo recuerde- es bastante probable que visitase la colección de Marcel Duchamp en el Museo de Filadelfia, donde en 1969 se incluyó la obra Étant Donnés, la cuál anuncia la esencia voyeaur de  Terciopelo azul (1986).
 
 
No sé por qué la gente espera que el arte tenga sentido. Aceptan que la vida no lo tiene, ¿no?
 

Como todo el mundo sabe, Lynch comenzó haciendo cortos. En realidad eran pinturas y esculturas filmadas que luego se exponían a la vez, proyectadas unas sobre otras, creando solapamientos ilusionistas: Seis hombres enfermos (1967), Absurdo encuentro con la nada (1967), El Alfabeto (1969) o La abuela (1970) son pasos esenciales que hacen avanzar por la escalera del extraño mundo de David Lynch. Así Lim, entre otras cosas, nos cuenta que lo primero que amó Lynch fue Filadelfia, las obras de Francis Bacon, de Oskar Kokoschka y Marcel Duchamp, un libro infantil de los 40' y una película idealista de los años 50' y la publicidad idealista de los 80'. Le encantaba fumar Marlboro, ver cadáveres, los ruidos industriales y hacer fogatas en el campo. Fue alumno de Maharishi Mahesh Yogi, el gran gurú indio de la meditación en California; el gurú de los ricos. Practicó la meditación trascendental desde los años 70' y viajó por el mundo dando conferencias para promover su práctica y conseguir la paz mundial.

¿Qué podría salir de un mejunje de este tipo?

¿Cuál es el verdadero misterio de Lynch? Que no hay misterio, sólo pasión y una fidelidad férrea a los propios principios: su insistencia en una extraña concepción del amor que le llevó a romper cuatro matrimonios (Emily Stofle, Mary Sweeney, Mary Fisk y Peggy Reavey), su peculiar gusto que le hizo incluir en su colección personal piezas tan excéntricas como el útero de Raffaella de Laurentis, aferrarse a su curioso destino artístico llegando a realizar una exposición de pintura de la mano del poderoso Leo Castelli en 1989 o a ganar la Palma de Oro de Cannes por la heterodoxa Corazón Salvaje, a inventar la Garmonbozia (extraña comida de la que se alimentan los oscuros habitantes de la Logia Negra en Twin Peaks) y a perpetuar su constante impostura ante todo lo normalizado, o sea, a ser un verdadero artista a pesar de su fama.



El único proyecto que se le quedó en el tintero fue Ronnie Rocket, una historia que quiso filmar tras Cabeza Borradora. El subtítulo de la película versaba El absurdo misterio de las extrañas fuerzas de la existencia, el cuál resume todo el leit motiv de la obra de Lynch. Se trataba de dos historias paralelas: la de un detective que intenta entrar en una nueva dimensión y la de un enano que tiene el don de la electricidad y puede usarla para cualquier cosa; este enano es Ronnie Rocket. Todo el que haya visto Twin Peaks -en todas sus extensiones- podría identificar múltiples elementos que Lynch fue haciendo realidad en sus ficciones, pertenecientes a este proyecto inacabado: los detectives, los enanos, las electricidad, la estética industrial, las postura gestuales extrañas. Parece ser que quería haberle dado la forma de una película de Jaques Tati.

Hay gente a la que le gustan las películas que se entienden y hay gente a la que le gustan las películas que dejan espacio para que el espectador sueñe. A mí me gustan las que permiten soñar. La comprensión intelectual no tiene más importancia que la posibilidad de sumergirse en cada escena separadamente. Me encanta enamorarme de una idea y ver cómo se transforma en cine, qué va haciendo con esa idea el proceso de filmación.

Esto no lo cuenta Lim en su escasa biografía, pero si alguien le interesa verdaderamente la obra de David Lynch, debe retroceder obligatoriamente hasta sus primeros trabajos -como The Grandmother, Out of Yoner I y II, Iss, Disc of Sorrow, Laura Palmer, Coyote, Mouse, Intervalometer Experiments o Pig-, donde se encuentran todos los gérmenes de su obra y vetas experimentales que fueron quedando a un lado, pero que no desmerecen en nada a cualquier obra posterior. En los llamados trabajos menores de Lynch (cortos, mediometrajes, pinturas, canciones, esculturas, decorados...) se encuentran las claves de sus trabajos narrativos (películas) y se ve reflejada la verdadera mente lynchiana, un mundo oscuro e irónico que quiso pintar el mundo de otro color porque quizás la realidad, a partir de un momento, fue simplemente decepcionante.


 

Una nueva relectura de Lynch está en camino: las nuevas generaciones deben volver a experimentar toda su obra y hacer relecturas que aún no han podido hacer debido a la contemporaneidad del autor y a su dispersa obra que poco a poco va siendo cada vez más accesible y por tanto, homogénea. Lynch no es un cineasta sino un artista plástico con el corazón de un extraterrestre. Por eso, el título del ensayo biográfico El hombre de otro lugar de Dennis Lim, es tal vez lo más relevante de un libro que pasa por encima toda la profundidad de un obra mucho más vasta y extraña y que incomprensiblemente cae en errores garrafales: afirma que se encuentran letras recortadas en las narices de las víctimas de Twin Peaks cuando es debajo de las uñas; cuando habla de Ingrid Bergman, confunde la película Under Capricorn (1949) por Notorius (1946); y por último, cuando hace referencia a la película de Jonathan Demme, Something Wild (1986), dice que su punto de partida es una reunión de antiguos alumnos, secuencia que en cambio se sitúa a la mitad de la película. Lamentable. 


La obra de Lynch irá mutando en el tiempo: debido a su gran ambigüedad y riqueza, las generaciones venideras acabarán llegando a conclusiones que hoy se hacen impensables: que El hombre elefante es la mejor película realizada por Lynch, que Blue Velvet es realmente un bluff o una mal relectura de aquel libro de Baudrillard titulado América, que Mulholland Dr. es una telenovela erótica de mal gusto, que Corazón salvaje es una versión enfermiza de El mago de Oz, que Carretera Perdida es un cuento inédito de E. A. Poe,  que Inland Empire es un sueño lacaniano bautizado con el nombre de la tesis forestal de su padre Donald Walton Lynch, que Twin Peaks es una oda a la electricidad sacada de Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, que Dune fue una película rodada por Lynch pero montada por un productor cobarde, que Una historia verdadera es una película de Disney y que Cabeza borradora es el laberinto del cine más tenebroso desde Beckett, película que influyó en todo el cine posterior, incluyendo a la saga de Star Wars (De hecho, George Lucas le propuso dirigir El retorno del Jedi, pero lo rechazó para hacer Dune, una superproducción de 40 millones de dólares que sólo consiguió recuperar 30, por la que se la tachó de fracaso y en la que además -como ya se ha dicho- sólo se le permitió rodar, no montar. Debido a lo cuál, Lynch nunca la aceptó dentro de su filmografía, a pesar de que vista hoy, su bizarrismo dadá gana con el tiempo y a pesar del bárbaro remake de Villeneuve, está considerada como una obra de culto).


Todas mis películas son acerca de mundos extraños, mundos a los que nunca podrías ir a menos que los construyas y los reproduzcas en una película. Eso es lo que verdad me importa de las películas a mí: ir a mundos cada vez más extraños.



David Lynch tuvo cuatro hijos -Jennifer Chambers Lynch (1968), Austin Jack Lynch (1982), Riley Lynch (1992), Lula Boginia Lynch (2012)- de cuatro mujeres distintas: Peggy Lentz (matr. 1967; div. 1974), Mary Fisk (matr. 1977; div. 1987), Mary Sweeney (matr. 2006; div. 2006) y Emily Stofle ( matr. 2009; div. 2023).

Mantuvo una relación con Isabella Rossellini (1986-1991) que acabó siendo imposible a pesar de su gran afinidad; cuando Lynch la conoció no sabía que era la hija del creador del Neorrealismo.

Fumaba 40 cigarrillos suizos al día, o sea, dos paquetes de Parisienne People, que a los 78 años le produjeron un enfisema pulmonar. Su mente era de otro mundo, pero no su cuerpo.


 
Hay que estar dispuesto a dejarse llevar por el mundo abstracto. Hay que querer perderse en él. Si no, se tendrá la sensación de frustración.
 

El misterio es lo que más amo, es el magnetismo de la vida, y me resulta maravilloso saber que de la mayoría de las cosas no conocemos absolutamente nada.

 

 

Es mejor no saber mucho sobre lo que significan las cosas o cómo pueden interpretarse, o tendrás demasiado miedo para dejar que las cosas sigan sucediendo.

 

 

No creo que la gente acepte el hecho de que la vida no tiene sentido. Creo que hace que la gente se sienta terriblemente incómoda. Parece que la religión y el mito se inventaron contra eso, tratando de darle sentido.

 


En definitiva, un artista que supo que era más importante cantar que cualquier otra actividad del mundo. Un poeta, un valiente en un campo de batalla rodeado de orejas llenas de hormigas.
Murió en Los Angeles, el 15 de enero de 2025.

 
Los treinta y tres años que llevo practicando al meditación trascendental han sido clave para mi trabajo en el cine y al pintura y en todos los aspectos de al vida. Han sido un modo de zambullirme más a fondo en busca del gran pez.

 
No me he saltado una meditación en treinta y tres años. Medito una vez por al mañana y otra por al tarde, durante unos veinte minutos en cada sesión. Luego me ocupo de los asuntos cotidianos. Y descubro más alegría al hacer las cosas. Más intuición. El placer de vivir crece. Y la negatividad remite.
 
 
Comencé como una persona normal, me crié en el noroeste. Mi padre era un investigador del Departamento de Agricultura que estudiaba los árboles. Así que yo pasaba mucho tiempo en el bosque. Y el bosque para un niño es mágico. Vivía en lo que suele considerarse un pueblo pequeño. Mi mundo se reducía al equivalente de una manzana urbana, tal vez dos. Todo ocurría en ese espacio. Todos los sueños, todos los amigos existían dentro de ese pequeño mundo. Pero a mí me parecía enorme y mágico. Tenía mucho tiempo para soñar y estar con los amigos. Me gustaba pintar y me gustaba dibujar. Y a menudo pensaba, equivocado, que cuando et haces adulto dejas de pintar y dibujar y te dedicas acosas más serias. En noveno curso mi familia se mudó a Alexandria, en Virginia. Una noche, en el jardín delantero de al casa de mi novia, conocí aun tipo llamado Toby Keeler.


Desde mediados de los años setenta hasta principios de al década de los ochenta acostumbraba a ir a diario al restaurante Bob's Big Boy. Me bebía un batido y me sentaba a pensar. Pensar en una cafetería es seguro. Puedes tomarte un café o un batido y alejarte hacia terrenos oscuros y luego regresar a la seguridad de al cafetería.
 

La idea es todo. Si te mantienes fiel a la idea, en realidad esta te dice todo lo que necesitas saber. Basta con que sigas trabajando para darle el aspecto que tenía la idea, la sensación que transmitía, el sonido que emitía, el modo en que era. Y es raro, porque cuando te desvías, lo sabes. Sabes cuándo estás haciendo algo que no es correcto porque lo notas. Te dice: No, no; esto no se como al idea dijo que era». Y cuando vas por buen camino, también lo notas. Es una intuición: te abres camino pensando y sintiendo. Empiezas en un lugar y, a medida que avanzas, vas afinando. Pero durante todo el proceso al que habla es al idea.