LA SILLA
(2006)
Julio D. Wallovits
¿qué nos dicen
las cosas? Todo está ahí para tocarlo y nadie lo prohíbe. Todo está ahí para
pasearlo, para comentarlo, para investigarlo. Todo nos habla de alguna manera
si se le hace caso, porque todo vive en soledad, en esa intimidad de cama para
protegerse del mundo. Todo se amontona en el rincón de la locura y de la estupidez
para quitarle el polvo, y por eso, de vez en cuando, nos vemos rodeados por
extraños objetos que nos acompañan en silencio, abultando la larga lista de
pertenencias que nos hace sentirnos libres, de una u otra forma; aunque secretamente,
sabemos que son una jaula. SOMOS UNA
JAULA. Las cosas son el tanatorio de nuestros deseos, los envases de promoción donde
metemos nuestras ganas de salir volando de este horrible mundo con cara de
orangután al que le salen dos toboganes del pecho porque tiene dos corazones;
nosotros sólo tenemos uno.
Julio Wallovits
nos regala su pesadilla particular, su oda a la nada y su escalinata de luz de
pollo frito con ribetes de existencia, para proponernos el viejo juego de
JUGAR. En su cabeza se repite el título de ese diso de Krahe tan cojonudo: Haz lo que quieras. Pues al igual que
Krahe, Wallovits está harto del cliché, de la apariencia de lo común, de lo
vulgar y por eso se arrima a la poética de Ionesco, de Topor, de Roy Anderson,
y estruja la realidad en un pequeño pañuelo industrial –su pequeño soplamocos-
lleno de calles que no llevan a ningún sitio, donde todo está atascado y vacío
a la vez, donde cada paso, merece una pirueta distinta para sobrevivir y
aplacar el suicidio de los días, un lugar donde parece que la muerte ha dejado
de existir, para convertirse en un motivo más: ¿puedo ser YO tan eficaz como la muerte?
Al contrario
que en su anterior película, la divertidísima Smoking Room,-donde Wallovits utiliza esencialmente el diálogo como
una máquina de sucesos- La silla se
opone diametralmente, para ser un artefacto de acciones, un aparato donde nada
se cuenta, pero donde todo se ve. Nadie dice lo que hace o lo que le ha pasado,
sino que lo hace y le ocurre dentro del tiempo del film, allí mismo, obligando
al ojo a perseguir las cosas una a una, a reconocer a los cuerpos aislados, a
entender las nuevas reglas de esa jaula llamada La silla.
La silla es
como el lenguaje de los delfines: nadie sabe qué significa, pero todo el mundo
cree que dice algo. Así, Wallovits desarrolla este ensayo abstracto de lo
banal, donde la cuestión principal no es entrar o salir, sino ver qué ocurre
allí, cómo se vive allí, qué hay allí; es un film dedicado a la curiosidad, la
misma, por ejemplo, de Alicia a través
del espejo, donde los objetos se rebelan por sí mismos, se deforman en la
mente y se transforman en protagonistas que hacen y deshacen las vidas y las
muertes de personajes, que finalmente no existen; pero todo existe si se expresa
y por eso, de alguna manera, La silla
es un sueño baudrillariano, lleno de
Sartre y de detectives salvajes que creen en la Ley como en una patata, como en
una piedra, como en algo material que reluce y respira (nada muere ni se
destruye, sólo se transforma). La silla
es un mundo donde todo está a la inversa y bocabajo, donde el bien y el mal son
estrategias para vender chismes, donde el amor se infla y se desinfla, donde se
pintan las paredes para no perderse, donde nada tiene precio y todo el mundo
tira la casa por la ventana, allí donde las cafeterías están abiertas y
cerradas y donde sin querer, se celebran NO CUMPLEAÑOS todos los días. Nadie ha
nacido aún en La silla, pero todos
siguen el guión hasta que salga volando. Wallovits se acerca a Carroll y al postmaterialismo
para inventar un avión de papel que se sumerge en el agua para ser un juego.
Un sueño.
Lo horrible se
transforma en agradable, pues esa es la magia de Wallovits, un autor donde el humore y el despiste están asegurados
como cura al sinsentido y al absurdo irreal del curso de la existencia, por
tanto se recomiendo tomar asiento y disfrutar de nuestra propia comedia, pues
finalmente, La silla no es más que
una estilización profana y bufona sobre nuestra estupidez y nuestra locura;
¿podremos ser algún día tan eficaces como ellas?