EL RENO BLANCO
(1952)
Erik Blomberg
En
Finlandia, apenas hubo una cultura cinematográfica hasta mediados de siglo. Si
se revisan las filmografías del país, directores contados realizan -precariamente-
filmes de bajo presupuesto, al margen de una pastelización de la imagen que se impone a partir de 1933, año en
que llega el cine sonoro a Finlandia. Finlandia es un país que tuvo que luchar
por su identidad, sometida por la primacía sueca y por ello, su cine se
tambaleó entre una corriente marginal y otra alienada y convencional, por otro.
Su veta
rebelde nace desde un principio con Los
fabricantes clandestinos de licores (1907) de Louis Sparre y Teuvo Puro o La novia del leñador y El zapatero de la aldea, ambas de 1923,
filmadas por Erkki Karu. Todas estas películas conservan el espíritu original
del cine, creando imágenes puras y originales de una cultura hasta ese momento,
sumergida y secreta. Dicho periodo goza de una libertad temática y narrativa
que desemboca en el único mito que posee la cultura cinematográfica finlandesa:
el joven maldito Nyrky Tapiovaara.
De miras
intelectuales y poéticas, arrastrado por un enorme sentimiento romántico –del
que el cine nunca debe separarse- llegó a filmar desconocidas y maravillosas
películas como La muerte robada (1938).
Poco después, Tapiovaara muere a los 29 años
y tras él se sucede un silencio en el cine finlandés. Este cine
extraviado y rebelde que empezó a dibujar esa linea diagonal que se apartaba
valientemente de la convención hacia el gran
arte, se ve truncada por la desaparición de su mayor exponente artístico, y
así tras su ausencia, muy pronto surge un
cine alienado con el poder, influído por suecia y el cine industrial. Finlandia
adopta, como muchos otros países, una narrativa plana y horizontal, uniformada
por el mercado y los gobiernos; las películas se hacen estúpidas y ligeras, y
si son profundas, sólo lo son por un interés político. El cine deja de ser
peligroso para la conciencia vital y muestra una imagen edulcorada y soporiferamente
entretenida y sesgada de la realidad. Así, de los siguientes veinte años, sólo
pueden destacarse unas cuantas películas dignas: El soldado desconocido (1955) de Edvin Line, Un hombre de esta estrella (1958) de Jack Witikka y la corrosiva y
asombrosa ¡Joder, imágenes finlanddesas! (1971)
filmada por el valeroso Jörn Doner.
El público
finlandés deja de ir al cine, cansado de la repetición de temas, de asfixiantes
visiones y de una retórica seudopolítica que domina el discurso oficial de las
ficciones. Habrá que esperar hasta 1982, año en que aparece la novedosa
película Los indignos, obra realizada
por unos primerizos hermanos Kaurismaki, que a partir de este sencillo film,
dinamitarán el status quo del cine finlandés.
Dentro de el
pequeño recorrido biográfico sobre este cine
extraviado dentro de la vieja Europa, existen algunas películas dignas de
mención, que siguieron la vía del legendario Tapiovaara. Nyrky Tapiovaara
trabajaba junto a un director de fotografía llamado Erik Blomberg, el cual, de
forma marginal, consiguió materializar una serie de filmes donde se intentó
conservar la esencia del cine de
Tapiovaara. Entre todas sus películas, la más llamativa es Valkoinen Peura (El reno blanco, 1952), un film digno de haber sido
rodado a principios de siglo, pero que paradójicamente, está rodado a su mitad,
justo en el período más decadente del cine finlandés. El reno blanco es un palimsesto de géneros aunados en un cuento
folclórico de las nieves heladas de Laponia. Como todo mito, deshecha el tiempo
histórico y nos establece en medio de un paisaje en abstracción donde palpita
un mundo mágico y una visa construída a partir de las supersticciones del
universo. Inicialmente, El reno blanco
ofrece una apariencia equívoca, pues emplea una estética muy bergmaniana,
predominante en la época y muy influyente en la cultura finlandesa, pues no hay que olvidar
que Bergman ya había tenido su primera década de éxito con Crisis (1945), Llueve sobre nuestro amor (1946), Barco a la India (1947), Música en la oscuridad (1948), Hacia la felicidad (1950), Secretos
de mujeres (1952) y Juegos de verano (1951), que anticipa sin duda, la revolución erótica de la indiscutible Un verano con Mónica (1953). El caso es que
Blomberg, voluntariamente o no, nos muestra en sus planos un discurso estético
que evoluciona a saltos a través de la historia. El argumento se revoluciona
cuando la el film toma tintes místicos, pues lo sobrenatural acontece en medio
de la cotidianiedad lapona y lo que parecía ser una simple película
costumbrista (muy cercana a ese cuadro de Los
cazadores en la nieve de Brueghel el viejo), se transforma por arte de magia en el
curso de la leyenda maldita más famosa de Laponia. Brujas, vampiros,
mutaciones, asesinatos, erotismo y aventura se unen en las imágenes que
Blomberg sigue ensamblando de forma dispar, ofreciéndonos secuencias que
podrían haber sido filmadas perfectamente por maestros de la talla de Flaherty
o Murnau y que en el futuro se filmaran sin duda, por directores tan
importantes como Ivens (Una historia del viento, 1988) o Hiroshi Teshigahara (La mujer de arena, 1964). Blomberg intercala estas imágenes absolutas y frescas, con secuencias
más convencionales y blancas. Como le ocurre a las mejores películas de Henry Hattaway,
Blomberg sabe que la influencia de escenas netamente reales, mezcladas con el
argumento artificial y la estética industrial, dan esa sensación de confusión
que tanto necesita el cine, al vagar por diferentes niveles de realidad. El
cambio de un nivel a otro, produce en el espectador una revelación, una
atención especial en la conciencia, la cuál empieza a asumir lo real y lo
irreal, fundiéndose en una misma imagen.
La voluntad
de Blomberg al seguir el curso de la nieve a lo largo de llanura, al derramarse
por las dunas de los valles, al seguir las huellas y los dibujos nevados que
configuran ese mundo tan especial y onírico al final de la nada y mantener la
mirada serena ante el vilento trato de los personajes ante los renos, la
valentía y lirismo que introduce el hecho de filmar a animales y hacerlos
protagonistas... todo ello hace de la película de Blomberg una cinta especial,
distinta a otras producciones finlandesas. Blomberg, ralentiza los momentos de
lirismo, las partículas de nieve, las canciones del infinto... Además, no duda
en ofrecernos un prólogo y un epílogo excepcionales, por no decir excelentes,
que inauguran y despiden de manera gloriosa un puñado de imágenes que encierran
una virginidad y una inocencia pasmosa. Claro que por supuesto, El reno blanco no es tan poderoso e
hipnótico como Nanouk el esquimal
(1922), pero lo seguro es que por momentos, consigue esa mística de la realidad
que tiene que ver con esa íntima naturaleza del cine, que muy pocas veces se
experimenta, y que llegado el momento, no puede dejar de advertirse. Se
recomienda esperar sentados frente a la pantalla mientras acaba la cinta, pues
detrás de los creditos llega un momento de tal belleza y misterio que es digno
de ser vivido con los ojos cerrados, poniendo así el broche final a un sueño.