domingo, 26 de mayo de 2024

Jean Cocteau



La Bella y la Bestia
(1946)

Jean Cocteau
 
 
 
 
Tal vez nos encontremos ante la película de posguerra más importante del siglo XX, un film sui géneris lleno de trucajes, historias de amor, traición, locura y arquetipos metafísicos. Cocteau se basó en la versión abreviada de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, una escritora francesa que sintetizó las versiones anteriores del siglo XVI y XVIII, e incluso el argumento original que escribió Apuleyo en el siglo II: Cupido y Psique. Pero, ¿quién es el amor y quién la mente?, ¿quién el Monstruo y quién la Belleza?, ¿quién el Poder y quién el Erotismo? Toda la película está llena de signos, de sacrificios, de dobles lecturas, como lo están todos los cuentos infantiles. Cocteau, antes de comenzar, pide al espectador que despierte esa puerta de la infancia para disfrutar y aprender como un niño. Para jugar. En el juego, el niño crea un mundo que intenta materializar: Cocteau lee y filma. Escribe. Recita.
Con la lección aprendida sobre el uso de la profundidad en Welles (Ciudadano Kane, 1941), el ambiente dreyeriano (La carreta fantasma, 1932), la plasticidad de los grabados de Rembrandt, de la delicadeza de Vermeer o las nubosidades de Murillo, Cocteau arma un film extático en la línea de Rebecca (1940) de Hitchcock, en contraposición a Silvia y el fantasma (1946) de Autant-Lara, estableciendo así en el arte cinematográfico, la diferencia entre un cuento de infancia y un cuento infantil. El relato de Cocteau se presenta como una historia del humo, de las distintas formas mostradas por ese infinito infraleve tan sugerente, tan estremecedor. Como si lo más importante no fuese el cuento en sí, sino su materialidad. Así como Joris Ivens realizaría mucho después Una historia del viento (1988), Cocteau nos empuja dentro de una chistera donde el humo y la magia se funden hasta hacer humear las manos de la bestia. La ingenuidad anda suelta, pero también la crueldad. Cinco secretos mantienen en pie a esta fábula cinematográfica: un espejo, una llave, un guante, un caballo y una rosa. Dicho pentágono de elementos construye un laberinto de momentos fantásticos que devuelven al espectador la fe en el cine, en la emoción. A pesar de que las leyendas cuentan que Cocteau fue la verdadera bestia del rodaje, pues se trataba de un ser exquisitamente egoísta, depredador e interesado, su talento consiste en que sobre la pantalla no queda rastro alguno de dicha negatividad, aislando la elegancia hasta el punto de confesar por boca de Jean Marais: Mi noche no es como la tuya. Viajes espacio-temporales, carreras a cámara lenta de Josette Day perdida entre el humo de las velas, flotando entre cortinas, volando por las escaleras, un brazo que sirve vino, chimeneas vivientes exhalando bocanadas como locomotoras y la importancia de las puertas: no es el mismo quien entra que quien acaba saliendo. Todos los personajes sufren transformaciones como si la vida tratase de un segundo y todo, como un poema, se leyese en un soplo. He aquí el desafío de las películas de Cocteau: escribir poesía de otra manera, usando lo real para invertirlo. Las cosquillas de la mente se ponen en funcionamiento al advertir que algo extraño ocurre cuando la lógica se rompe, a pesar de las apariencias. El humo lo cubre todo.  Como pasaba con algunas películas de Hitchcock, La Bella y la Bestia de Cocteau es el origen de unos vasos comunicantes que van desde Tarkovsky (Sacrificio, 1986), a Lynch (Terciopelo Azul, 1986), a Pulp Fiction (1994), por no hablar de la tremenda influencia en la primera etapa godardiana: À bout de souffle (1960), Vivir su vida (1962) y El desprecio (1963), ¿o no es Belmondo un Hermes humeante, o no vuelan los personajes tarkovskianos cuando conocen el misterio, o no es Isabela Rossellini una bestia atrapada o no son Travolta y Samuel L. Jackson dos ladrones que contemplan un tesoro imposible por el que uno de ellos perderá la vida?
Así, esta maravillosa historia queda en suspenso al no poder aclararse si es un cuento fabuloso, político, metafísico o poético. Sólo podemos percibir que se trata de una historia de monstruos terribles cuya única salvación es el amor. Quizá fue una parábola sobre el siglo XX escrita dos mil años antes, quizás es un símbolo de lo humano y de su contradicción fuera de toda ética.
Un poema.
 
 












 
 
 



 















 

WENDERS



Anselm - Das Rauschen der Zeit

(2023)

Wim Wenders
 

 
Un vestido de princesa, una escultura en medio del bosque. Nostalgia de la época romántica. El decoro. El gusto alemán. Goethe. Un recuerdo. Maniquíes en forma de presencias; símbolos del tiempo. El Ser y el Tiempo. El Tiempo y el Ser. Musgo, una mañana, esculturas colosales imitando edificios, invernaderos llenos de ilusiones perdidas. El artista convierte los deseos en objetos palpables. Convierte la moda en una idea, el escaparate en un búnker. La apariencia sólo es un medio para llegar a otro lado pero, ¿hacia dónde soñó dirigirse Anselm Kiefer durante su vida? 
En medio del vagabundeo de la vida, el artista se guía por las señales de ciertos libros, de las espirales de las escaleras, de las manchas de los cristales, de números, de nombres, de alambres, de girasoles, de susurros de la historia, ¿por qué el tiempo humano se repite?, ¿por qué siempre acaba dominando el mal? Él que fue un muchacho brillante que dibujaba, él que fue la reencarnación de un mito.


En el enorme taller del artista, los cuadros inmensos se mueven como vehículos ante el pintor ciclista que los merodea, retocándolos, acariciándolos, en una circunstancia utópica, en medio de un sueño construido. La bici es un medio de expresión. Todo está animado. Aquí todo tiene un nombre, todo es un almacén, todo es un museo. La memoria es ese museo, una memoria palpable. Un escenario. Vitrinas, paisajes, nieve; el pasado se teatraliza, se fotografía para que retorne. No sabemos qué ocurrió, pero el artista rescata sensaciones, momentos sublimes, ilusiones. Una puesta en escena, una ruina estética compuesta de hábitats incómodos, desplomados. Una pintura nacida de poemas, de filosofía, de versos de Paul Celan; el artista sueña despierto, tendido en una cama del estudio. Es más importante cerrar los ojos que darle a la brocha. Es de noche. Hay mesas con libros abiertos, fantasmas de Heidegger, setas venenosas sustituyendo a las palabras, una expansión de seres silenciosos invadiendo la realidad. Aquí los lienzos se queman para acelerar el tiempo, las cosechas se siegan para iluminar el futuro. Hay fuego en la pintura, sobre la madera irreal, junto a los girasoles helados. El artista recuerda estudios anteriores donde calcaba el mundo, donde pintaba cuadros que luego ataba al techo del coche y llevaba de un lado a otro. Cargar con la imaginación de uno mismo, cargar con la imaginación de una cultura entera, de un solo recuerdo. La memoria pesa. Kiefer sostiene una rama, atraviesa la nieve, lucha junto a Beuys por proteger el paisaje, el bosque, la biblioteca. Se fuma un puro entre un montón de libros pintados, volúmenes de plomo que guardan la piel de la Tierra. Todo tiene su doble, su transmutación. Decide vivir en una fábrica de ladrillos en el seno francés, aunque él es alemán; el artista no es de un lugar concreto. El artista es del Arte y exclusivamente del Arte. Él sólo es un medio. El humo sale del suelo y el artista intenta conquistar el mundo con metáforas; el mayor mito es la propia raza humana. Diapositivas, aviones, túneles, catacumbas, constelaciones; todo es pintura. La representación habita junto a la carne. El espejo ha sido atravesado. Butacas de cine como estacas, bicis con alas, con banderas, cargadas de madera, de paja, de leche, de libros. Una bici también es una biblioteca, un museo, una memoria. Todo es ligereza. Un paseo. Camas llenas de agua, submarinos, museos, museos y más museos. Una cámara de las maravillas. Kiefer es un artista que desarrolla la polisemia metafórica. Todo es lo mismo, pero es distinto en el fuego. Wenders realiza aquí una de sus mejores películas -tal vez desde Tokio-Ga, 1985-, mostrando a la persona como un medio, como un poderoso canal para que el mundo se contemple a sí mismo.
El ruido del tiempo.





TED FENDT

 

Classical Period
(2018)


Ted Fendt 



El cine contemporáneo esconde verdaderas maravillas, escondrijos donde poder disfrutar de una libertad y una gracia inusuales en el panorama panóptico. Si hoy el cine comercial sigue desgastando los estereotipos de los gánsters, los pequeño-burgueses y los espías, y por otro lado, el cine indi abraza de forma desmedida las ideologías del nuevo siglo (feminismo, milenials, género...), existe otro cine, el del ensayo, el del pensamiento, el de la marginalidad fenomenológica, fundado por maestros supremos como Chris Marker o la dupla Straub-Huillet, que sigue gozando de una pureza y una originalidad brillantes, abriéndose a temas insobornables, únicos. En este caso se trata de una película sobre un grupo de jóvenes eruditos fascinados por Dante, Longfellow y Borges -entre otros-, quienes mantienen sesudas conversaciones sobre sus lecturas; detalles minúsculos encontrados en viejas páginas del Quattrocento que resuelven problemas de traducción o interpretación de obras enigmáticas que llevan entreteniendo a especialistas desde hace más de medio milenio. Encontrar este tipo de obras no sólo es fascinante, sino esperanzador, al recibir un mensaje singular y humano, más allá del sensacionalismo o la pornografía. Su austero formato disfraza a la pieza de un ambiente vintage en medio de un Philadelphia remota para el ojo ajeno, donde el tiempo parece mezclarse o confundirse, como si este grupo de jóvenes lectores viajasen no sólo con las lecturas a través del espacio y las ideas, sino a través del flujo de la existencia, realizando una arqueología del saber tan exquisita que da verdadera pena que la película sólo tenga la duración de apenas una hora. La arquitectura de sus imágenes es muy pictórica, sus silencios, muy sonoros. Se trata de un film como un libro, una experiencia real rodeada de los saberes humanísticos que construyeron la cultura europea y que ahora, una breve banda de ávidos lectores resucita en palabras para que siga viva esa belleza que siempre duerme en las páginas, aguardando pacientemente a que alguien se interesa por -tal vez-, las cosas más hermosas que ha creado el ser humano en toda su existencia.


 

sábado, 11 de mayo de 2024

ERICE



Cerrar los ojos
(2023)

Víctor Erice
 
 

En el número 181 de la revista Caimán, especializada en cine -y sin duda la más completa en versión impresa-, ocurre algo bastante grave. Se trata de la entrega de octubre del 2023, en el que se intentó hacer una especie de monográfico a Víctor Erice con motivo de su última película. Antes de decir nada más y para evitar efectismos, dejaré claro que el film es un auténtico wannabe.  
El estado de la cuestión parte de que Víctor Erice, desde 1973, se convirtió en una especie de semidios fílmico en medio del árido paisaje cultural español, encarnando la ausencia de talento en un país donde el cine, tras la Guerra Civil, estuvo en manos de puteros y taxistas. Una debacle. En medio de aquel popurrí aparece, de manos del polémico productor Elías Querejeta, este joven dedicado profesionalmente a la publicidad, el cuál desarrolla una serie de historias ancladas a un tipo de estética reaccionaria, pero con un tratamiento mistificante, propio de ese espíritu español, triste y mágico. La cuestión es que el mito se va creando, por una parte, por el singular carácter del cineasta y por otra, por el hecho que dilata unos diez años el estreno de sus obras. Así, en 1992, con la presentación de su largometraje El sol del membrillo, cierra -de alguna manera- su filmografía troncal, dejando tres films en un espacio de tres décadas. Una triada poderosa. Con todo ello, el mito se consolida y cicatriza a nivel cultural de la mejor manera posible. Escribió Mircea Eliade en uno de sus libros: El mito relata una historia sagrada, es decir, un acontecimiento primordial que tuvo lugar en el comienzo del Tiempo, ab initio. Mas relatar una historia sagrada equivale a revelar un misterio, pues los personajes del mito no son seres humanos: son dioses o Héroes civilizadores, y por esta razón, sus gestas constituyen misterios: el hombre no los podría conocer si no le hubieran sido revelados. El mito es, pues, la historia de lo acontecido in illo tempore, el relato de lo que los dioses o los seres divinos hicieron al principio del Tiempo. «Decir» un mito consiste en proclamar lo que acaeció ab origine. Una vez «dicho», es decir, «revelado», el mito pasa a ser verdad apodíctica: fundamenta la verdad absoluta
 
A partir de 1992, por una serie de cuestiones ideológicas o de principios éticos, Erice se aparta de la escena oficial y arrastra su legendaria fama otros treinta años, oculto en la vía marginal de la creación o de la terquedad, filmando pequeñas piezas que irán conformando, casi sin querer, un corpus de extraños infraleves (Víctor Erice: Abbas Kiarostami: Correspondencias, 2007 o La morte rouge, 2006) donde irá pesando más su imposibilidad de regresar a la normalidad del largometraje, que su entusiasmo por lograrlo. Su erudición cinéfila -repartida en contadas entrevistas casi clandestinas-, junto a un apoyo unilateral de la crítica sesuda -que le vincula a verdaderos maestros como Kiarostami o Angelopoulos- hinchan el mito ericiano hasta un paroxismo ridículo e innecesario. En ese punto difuso donde la muerte artística de Erice estaba casi cantada -pues sus últimos destellos mostraban un desgaste y una latente desconexión de la brillantez, a pesar de que se intentaba disimular su incapacidad vinculándole a excepcionales figuras como Pedro Costa o Aki Kaurismaki-, a sus 83 años, dio la sorpresa con un largometraje que nadie se esperaba. 
El mito volvía.
 

Este es el punto en el que comienza la tragedia.
Todo podría haber sido maravilloso si la película hubiera estado a la altura -a una expectativa fraguada a lo largo de décadas-, pero lamentablemente la obra se revela como un error absoluto, una decepción, un film senil que es más una apariencia que un gesto. Un wannabe. En dicho estado de cosas, aquella masa crítica que ayudó a fraguar el mito, parece haberse dedicado a tomarse demasiado en serio una obra vacía llena de vaguedades. Además, en la revista Caimán dedicada al cineasta, se publica una extensa entrevista de doce páginas donde aparece un nuevo Erice lleno de justificaciones y borderías dignas de un carcamal encabronado, maleducado y ciertamente, poco interesante. El personaje, por fin, se revela. Abre sus puertas. Su vejez deja al desnudo todo su resentimiento. Sus palabras conforman contradicciones, pedanterías, nostalgias imprecisas y pesimismos varios. El fabulado poeta de la pantalla española se desdibuja citando a Borges, a Godard, a Oteiza, a Waszynski, destripando su última obra, diseccionándola y defendiéndola torpemente, incluso en sus puntos más débiles, más obvios. Un desastre. En vez de dejar que el film hable por sí mismo y se gane al público, Erice lo protege como un mentiroso delante de un juez, revelando un miedo atroz, destruyendo el misterio,la honestidad, la amabilidad. Víctor Erice, ya nunca será un mito, al menos el personaje y no sólo por esta entrevista, sino -y sobre todo-debido a Cerrar los ojos
 
 

 
¿Por qué hacer una película después de sesenta años de carrera y darle esta forma, cuando en realidad su filmografía era ya una leyenda heterodoxa y su oficio como cineasta, casi una quimera? Él responde que por necesidad, creativa, se entiende, pero cuando uno ve las imágenes, lo único que encuentra es un palimpsesto lleno de bloques forzados, con actuaciones forzadas y un naturalismo de una artificialidad más que evidente. Pecados capitales. Pero para el asombro del lector,  la crítica pasa alegremente por alto todo esto, no sabemos si en forma de un favor personal o nacido de una confusión mitómana. Tal vez la historia del Cine Español no puede permitirse ver la cara de Medusa por miedo a endurecerse. Negar a Víctor Erice sería como negar la existencia de un ser por el que muchos otros han sacrificado la vida, sería como aceptar una traición. 
Se hace lamentable leer páginas y páginas intentando hinchar la importancia de un film desastroso y pobre, mencionando a Lacan, a Oliveira, al conocimiento, a los fantasmas y a una sarta de bellas mentiras que no logran corresponder con la realidad. Sólo dos textos parecen haber sugerido cuestiones más razonables: uno es el del cineasta Jose Luis Guerin, quien destaca la amistad como motor de la obra y a la idea baziniana como piel de la misma, o sea, el elemento sentimental y el teórico. Más interesante es su apunte sobre el exceso de conciencia que posee Erice sobre sí mismo y sobre el cine en general, cuestión enfermiza que le conduce a un traumático cine del yo, a una autoficción fílmica poco  resultona y poco conveniente a estas alturas del partido, ¿porqué querer hacer un último puzzle de deseos no sublimados, un juego de espejos tan previsible, tan poco original, tan pretencioso? Otro de los matices que ofrece Guerin es la supuesta inmovilidad, parálisis, que esa conciencia maligna le concede. A él y a cualquiera. El film es un film de estatuas, de memorias selladas, de espíritus inválidos, inservibles, muertos. Se trata de una fosa común y no de un cementerio romántico. La diferencia es evidente. 
El otro texto a la contra es el de Ángel Quintana, quien lanza la idea del estilo prosaico como aceptación, como claudicación ante una imposible (o impotente) poesía, la ausencia de trascendencia, la  prisión del deseo, la falsa inocencia y la revelación forzada. Chapó.
Pero entonces, ¿por qué es tan difícil negar a Víctor Erice cuando hace algo sin valor? ¿por qué besar sus pasos cuando el lodo le llega al cuello? ¿por qué es tan difícil separar el aura del cineasta de sus obras? En la película no hay fantasmas, sólo un relato mal urdido, una gratuita alusión al pobre cuento de Borges La muerte y la brújula (1942) -también mitificado por cierta crítica literaria sin aparente motivo-, un par de protagonistas sin emoción, una trama deshecha por su fácil pretenciosidad o su falsa idea de la sencillez y una secuencia homenaje al cine clásico, que para muchos críticos parece ser la piedra angular de una obra casi perfecta, cuando sólo es una versión inverosímil de uno de los momentos más comerciales de Río Bravo (1959). 
Para acabar con los textos de la revista Caimán nº181 referentes a Erice, apuntar que es muy llamativa la loa que publica la cineasta Carla Simón al autor de El Sur, de la cuál sólo puede concluirse que únicamente los falsos mitos se reconocen. En este país, la crítica ha encontrado recientemente un aliado en la presencia de Simón para construir un nuevo mito del siglo XXI, de la siempre endeble historia del Cine Español y parece que Simón le devuelve el favor o toma el relevo simbólico. La Historia ocurre primero como tragedia, después como farsa, dijo Marx completando a Hegel, pero cuando sucede como farsa, puede ser más terrorífica que la tragedia original, recuerda Zizek.
El cine, además de pensarlo o soñarlo, hay que hacerlo. Se trata de un oficio extraño el del cineasta, pues lo que menos hace en su vida es filmar. Sin el contacto regular con este hecho, el tacto se pierde, la hechura, la densidad. Es cierto que durante sus grandes silencios, Erice ha escrito sobre cine, ha reflexionado, ha inventado. Pero su filmografía no es perfecta ni mucho menos y curiosamente, su principio y su final quedan anclados en tremendos errores: Los desafíos (1969) - Cerrar los ojos (2023). Lo peor que se puede decir de Cerrar los ojos es que está hecha por alguien que ya no sabe hacer cine y que quizá, ya sólo puede articularlo en palabras, mezclándolo con citas o nombres; referentes. Justificar ideas. Erice es un artista cerebral que se ha dejado atrapar por la triste senilidad que en realidad es el paso del tiempo. Él, que siempre lo trabajó de una manera magistral (Alumbramiento, 2002), ha tirado de la cadena y ha apagado la luz. Cerrar los ojos no sirve de nada cuando un artista nos deja a oscuras.














miércoles, 8 de mayo de 2024

Rohrwacher




La quimera
(2023)
 
Alice Rohrwacher


 
 
Ya se sabe, tener un don implica también un enorme castigo. Nacer con un poder conlleva una responsabilidad o un placer secreto. Nunca hay obligaciones para los poetas; si no fuesen placeres sus fines, nadie desvelaría el arte y éste se quedaría disimulado en la Naturaleza, en el aire. Como la luz. Así, este film presenta algo milagroso, un mundo alejado del futuro, asentado entre ruinas, escondido en algún lugar de la Toscana de los años 80', una historia sobre un grupo de profanadores de tumbas etruscas, guiados por un visionario que se mueve mediante pálpitos y energías invisibles. La joven cineasta Alice Rohrwacher devuelve al cine su dignidad, resucitando el ambiente de ciertas películas de Fellini (Amarcord, 1973; En la ciudad de las mujeres, 1983), mezclándolo con tintes humorísticos y estéticos derivados de Miguel Gomes o Yorgos Lanthimos, siendo siempre impredecible, naturalista, eficaz. Así -y teniendo en cuenta la pasajera aparición de Isabella Rosellini-, podría afirmarse la intención inequívoca de unir el pasado y el futuro para fundar un presente propio. El cine.

Arthur, el protagonista, es una especie de starlker tarkovskiano, silencioso, meditabundo, maldito, misterioso; un inglés en medio de italianos, entregado a sus más internas intuiciones, a sus sueños, al recuerdo de un amor perdido. Hay un hilo que persigue durante toda la película y que no acaba de encontrar; Arthur intenta tejer su extraña realidad regresando al pasado milenario, encontrando pequeños tesoros de hace miles de años, pero ¿cómo ver lo sepultado?, ¿cómo sentir a los muertos? Este personaje representa una especie de Belmondo taciturno, un Belmondo contemporáneo, cansado en medio de su propia juventud, desencantado con la vida, marginal y desapegado del mundo. Lo único que le pone en marcha es la búsqueda de las maravillas que duermen bajo nuestros pies, formas de mármol o arcilla que en realidad no fueron hechas para los ojos de los vivos. Ver lo prohibido, profanar lo sagrado, ahondar en la vida para crear un nuevo modo de vida. Recordar a Foucault: subjetivación. El cine de Rohrwacher se propone como una nueva vía para habitar el cine, para practicarlo. Para verlo. Para experimentarlo.  Devolver el asombro y la belleza de lo sencillo a un mundo indigesto de imágenes vacías y banales. Tal vez, como se empieza a admitir desde la mejor crítica profesional, este tipo de películas sintetizan mucho mejor la idea del cine actual que cualquier artículo, teoría o libro especializado. Llegado un momento, el cine hay que hacerlo o claudicar en la vagancia de la opinión. Rohrwacher lo hace de una manera impecable, con una soltura prodigiosa, dejando que los paisajes y los personajes se conecten solos, se construyan a su ritmo, fracasen, triunfen y sueñen a sus anchas. 
Ya en Lazzaro Feliz (2018), la cineasta nos trajo una historia similar, aunque aún anclada en cierta  artificialidad que en La chimera desaparece para ser sustituida por cierto absurdo contextual, un anticapitalismo estético y unas interconexiones relacionales de lo más particulares. Se trata de un film que entronca con otras dos obras contemporáneas inmejorables: Trenque Lauquen (2022) de Laura Citarella y Dentro del caparazón del capullo amarillo (2023) de Thien An Pham, así como las ya algo más alejadas Aquel querido mes de agosto (2008) de Gomes, El sur (1983) de Erice o la legendaria Stalker (1979) de Tarkovski.
El futuro del cine está en manos de cineastas como los ya mencionados: mentes liberadas de lo espectacular, dotadas de una sensibilidad distinta a la común que intentan transformar lo cotidiano en algo artístico. Todo un manifiesto hecho carne de pantalla, espíritu de imágenes salvadas del infierno de basuras eternas, llegadas desde la infección de las series infinitas y las carteleras infantiles y violentas que enferman al mundo.
 

 Así, al rememorar La quimera, sólo llegan trenes que viajan donde nacen historias y sonidos, dentro de los que viajan zahoríes llenos de pesadillas, cabezas etruscas de diosas dormidas. Todo es un museo que debe ponerse en marcha de la manera más bella para que los ojos renazcan y las almas resuciten.
 
 
 

martes, 26 de marzo de 2024

VILLENEUVE




DUNE II 
(2024)
 
Denis Villeneuve
 

Tal vez, la mejor película épica de todos los tiempos. Ahora, todas las pseudocopias de la saga que comenzó a publicar Frank Herbert desde 1965, se reducen a partículas de polvo, a infantiladas ridículas del tamaño de un átomo, comparadas con este monumento al cine narrativo. Dejen paso al nuevo imperio de Dune. Las ramploneras sagas de Star Wars, Alien o Blade Runner (incluso teniendo en cuenta que la última versión de la fallida distopía de Ridley Scott la firmó Villeneuve, padre de la nueva saga Dune), incluyendo Stargate, Star Trek, Matrix, Conan o El señor de los anillos -por poner ejemplos ilustres- enmudecen y se avergüenzan ante una epopeya enorme y delicada, lejos de las condescendencias y el infantilismo. El novelista Frank Herbert imaginó durante la Guerra Fría (al igual que lo hizo Alan Moore con Watchmen durante los 80') una especie de Ilíada más allá del año 10 mil e instauró un hito dentro de la ciencia ficción, tan enorme, que múltiples libadores avezados la exprimieron creando mundos similares, aventuras idénticas. Uno de los más ávidos fue el famoso George Lucas, quien solía evitar mencionar en sus entrevistas la novela de Herbert para justificar la creación de sus películas en libros de la edad antigua. Terrible. Vivimos inmersos en una copia extravagante que se repite a sí misma, evitando la originalidad, mas cuando emerge lo singular, lo auténtico, todo lo demás desaparece, se disipa. Siempre hay un modelo, un punto de inflexión donde todo gira. Villeneuve crea un nuevo paradigma de películas, un nuevo tipo de cine comercial, más digno, más serio. Así, experimentar Dune es beber de un líquido distinto de existencia, un líquido que nos induce al pensamiento mágico confrontado al mundo matérico, a la contradicción humana de lo tecnológico y lo espiritual, al mundo de lo orgánico y lo artificial, de la delicadeza a la bestialidad. En realidad, todo Dune es un teatro de arquetipos, de alegorías con patas que pasan a través de nuestros ojos en forma de destellos, de ideas, de sueños. La historia de las culturas filtradas en el embudo del tiempo. La Belleza y el Horror. La bella y la Bestia. Dune es un desierto del que apenas se habla pero que invade los ojos, un misterio que empuja sin fuerza, que arrastra sin querer. Todo son susurros, guerrillas, escondites, huellas sobre la arena. Algo tiembla bajo nuestros pies: lo sagrado. Occidente ha impuesto un mundo nihilista, apático, escéptico, analfabeto, pero las fuerzas naturales del conocimiento son más poderosas que el cinismo. Dune es un film lleno de saltos de fe, de supersticiones, de fuegos fatuos, de espíritus, de visiones. Se podría definir como una película religiosa, una película humanista. Decir esto en un mundo decididamente ateo y milenial parece una herejía, una vaguedad, pero hay cosas que deben ser dichas, filmadas. Villeneuve coloca sus cartas sobre la mesa, adapta el texto de Herbert y da vida a un mundo más allá del espectáculo, más allá del efectismo. Detrás de sus imágenes hay una idea, o mejor dicho, muchas ideas, muchos pensamientos reunidos por millones de proyecciones mentales a través de los siglos. La diferencia con otras épocas del pasado es que en la nuestra podemos ver construcciones invisibles de la mente, imaginarios, ponerlos en común, verlos en comunidad, experimentarlos de forma simultánea junto a otros. El cine es un juego colectivo para otros colectivos. El cine es un arte humanista, quizá el último, una ventana al mundo del interior donde reina la oscuridad. Dicha oscuridad es el hueco llenado por los artistas, convertido en formas, colores y tramas que envuelven a la emoción de desafíos y ambigüedades, de dudas,, sorpresas y milagros. Dune es un reino milagroso, un viaje hacia la cruda realidad. El hálito sekspiriano se mezcla con las estéticas que Jodorowski (quien no llegó a realizar el film esperado) y Lynch (quien filmó una extravagancia por encargo y sin ganas, a cambio de poder filmar su anhelada Blue Velvet) crearon con anterioridad en torno a Dune, hundido todo ello en sopas de mesianismo, guerras santas, libros sagrados, eugenesias, totalitarismos y arcaísmos culturales. Dune avanza para retroceder: no se puede caminar en línea recta. Todo es un baile de sombras, un duelo mano a mano en el que sólo uno puede sobrevivir. Las respuestas vienen de los sueños, el milagro brilla sobre la arena, porque, ¿qué es la especia en definitiva?, ¿no es más que un dios efímero que flota efímero en la soledad?, ¿no es la voluntad humana nada más que un error obsesivo que intenta sustituir dicho misterio?


Somos hormigas surcando el rostro de un emperador malvado. Somos ratones diminutos que limosnean gotas de agua, escondiéndose en agujeros miserables. El mundo es demasiado poderoso como para poder  comprenderlo, pero queremos convertirlo todo en ciencia. Occidente decidió hace siglos que había que seguir la senda de lo racional. Animal racional. Pero resulta que todo era una entelequia. Hay que volver a la Edad Media y más atrás para entender el ovillo en el que estamos enredados. Toda nuestra agonía y desesperación, toda nuestra impotencia se traduce en máquinas, en objetos, en placeres irrisorios. Olvidamos la Belleza porque tenemos miedo de enfrentarnos a lo verdadero. Preferimos ahogarnos en la repetición, en la frivolidad y en la apariencia para esquivar la emoción, la pasión, la sensibilidad. Por mucho que se ignore, ahí fuera hay un cosmos entero lleno de riqueza y complicaciones, de complejidad y misterios que se hacen inalcanzables a lo humano. En su idiocia, el individuo cree que puede saciar su debilidad en el poder, en el engaño, en el control. No se puede controlar nada en la realidad y por eso muchos enferman. La única manera de avanzar es la lucha, el honor, la sinceridad, valores clásicos muy poco de moda en una sociedad maliciosa, perversa y egoísta. Así, ver esta película es un gesto de amabilidad al mundo y a nosotros mismos, un relato fascinante sobre nuestro interior y los símbolos que nos rodeas. Los peligros y pesadillas son los obstáculos de la libertad, de la felicidad.
Villeneuve nos devuelve al desierto para que sobrevivamos por nuestra cuenta, por la dicha de descubrir el espejo que muestra la imagen que no vemos, la imagen de la que estamos hechos.
Pasará mucho tiempo hasta que alguien pueda superar esta epopeya espiritual.
Quizá sólo un arte colectivo podía hablar de lo común, como anhelaba Heráclito, de una nueva razón que nos involucre a todos en una aventura de altos vuelos, de altas miras, de grandes pasiones.
 

Tras una primera entrega en 2021, Villeneuve continúa en un segundo asalto su intrusión en el dilatado texto de Herbert, una biblia interminable llena de historias y contrahistorias de donde el cineasta extrae flashes de una abstracción de palabras donde todo ocurre, donde todo calla. Comparada con la primera entrega, Dune II se impone (a pesar de ser teóricamente la misma cinta) como un paso de gigante respecto a su hermana primera, ya que utiliza un tono distinto, una atmósfera singular y una forma de relato lo suficientemente original como para considerarse autónoma. Villeneuve ha creado un monstruo, algo abominable. La primera parte queda así como una especie de preludio grandilocuente, como un susurro de una obra mayor que brilla en esta segunda entrega donde la estética helenística y la philipkadikiana se unen en un verso bíblico-coránico con trazos saharauis y alienígenas por un lado, políticos y poéticos por otro. Se podría asumir que Dune II es una especie de desagüe de miles de cintas, de miles de estéticas usurpadas durante el siglo XX y parte del siguiente y que aquí se reúnen de forma homogénea, límpida, única. Una síntesis, no un palimpsesto. Se acabó la posmodernidad, el milenarismo. Hay un adjetivo para esta película y es pureza. Villeneuve descubre el cine puro que no consiguió en Blade Runner 2049 (2016) o La llegada (2017), recuperando la locura narrativa de Enemy (2103), la eficacia narrativa de Prisioneros (2013) y la realidad cruda de Politécnico (2009). Su filmografía es extraña pero elocuente al mismo tiempo: una intuición tras otra que llega a buen puerto. No hay muchos cineastas capaces de llegar en menos de diez películas a este nivel. Un nivel superior. Se trata de una ficción distinta, de un aullido refinado hacia otro viento, otro soplo. Llegan nuevos tiempos de la mano de grandes artistas. Todo lo demás quedará relegado por inútil. Y esto es extensible a todo arte. Todo lo que no tenga pasión y sensibilidad desaparecerá por su propio pie. No hay hueco para más chorradas. El vaso está lleno. 
 
Comienza una época de talento y corazón. 
 
Si no lo sientes, no podrás sobrevivir.