Los hermanos Marx,
el virus de la risa
Los hermanos Marx siempre quieren coger el teléfono, siempre persiguen chicas, siempre fastidian a los poderosos. Si en realidad tienen un sentido, es el de ser unos auténticos saboteadores de la propia ficción, tal vez los primeros destructores -a lo grande- de eso llamado espectáculo. Se boicotean a sí mismos y a los demás, hilando el lenguaje de una manera que se hace incomprensible, cíclico, desmesurado. Las palabras ya no sirven para comunicar sino para provocar y sobornar a la razón. No hay escapatoria; de antemano, todo está perdido. La promesa es la siguiente: todo acabará siendo un desastre. Reinventan las canciones, escriben con plumas de faisán y roban obras de arte para hacer avanzar a la trama. Son unos anticuados pero a la vez, son postmodernos, frívolos, cínicos. Todos nacieron en el siglo XIX y juntos anunciaron el siglo del humor, de la barbarie, del absurdo, ¿qué fue si no el siglo XX?
Actuaban como dibujos animados pero eran de carne hueso, eran hermanos, pero nadie se lo creía del todo, parecían nuevos en el oficio pero cuando el gran público les conoció con The coconauts (1929), su primera película, ya eran unos expertos redomados encima del escenario. La identidad, el espacio y el tiempo fluctúan, se intercambian, aparecen y desaparecen y todo parece volver siempre al mismo punto cero, al silencio, a la nada. El macho se convierte en hembra y viceversa, todo se invierte para desmontar la convención y hacer que la tribu ría. El objetivo es la risa, la risa como religión, como medicina contra la realidad. Los hermanos Marx no quieren cambiar el mundo, sólo habitar en la ficción hasta que aguante el cuerpo, destejiéndola, desnudándola, haciéndola consciente de sí misma a partir de hachazos intransigentes al sentido común y a la decencia. Es como si en cada película se colaran en el film y se portaran mal para pasar el rato. No quieren enseñar nada, carecen de moral. Juegan a adivinar palabras, contraseñas, destrozan trabalenguas, reinventan canciones. La tautología, el equívoco y el malentendido son sus herramientas, sus puntos de inflexión.
Los hermanos Marx siempre están rodeados de elencos de actores de vodevil de niveles ínfimos, casi amateurs, que convierten su presencia en la extraterrestres en el mundo del artificio, de la mediocridad. Les encantan los relojes, los puros, los animales; Harpo y Chico tocan instrumentos de manera virtuosa, Groucho, habla sin parar, caminando como un pato. Se hacen pasar unos por otros: en Sopa de ganso, todos e convierten en Groucho, tiran cosas por las ventanas -radios, bloques de hielo-, practican el cine mudo, el cine experimental, el surrealismo, el dadá, el slapstick, el screwball comedy y todo lo que se te ocurra.
Todas las vanguardias se reúnen en torno a un chiste que no siempre es evidente, que no siempre es gracioso. Las películas de los hermanos Marx no son comedias ni narraciones, sino un formato de reciclaje donde todo sirve para algo, aunque nada sea útil.
La jarra de agua nunca se acaba: en Una noche en la ópera (1935) -uno de sus films más sobrevalorados- Harpo debe dar un discurso y para evitarlo no para de servirse vasos de agua que nunca agotan la jarra. El tiempo pasa, pero el gag gana. En esta misma película, llena de momentos musicales, sucede la famosa secuencia del camarote, mitificado por motivos misteriosos, se trata de una buena idea muy mal ejecutada. Existe una sensación de cansancio en la interpretación de los Marx en esta película en la que pueden resaltarse pequeños gestos cómicos, más que gags memorables. Hay un momento en el que desayunan juntos y Harpo empieza a mezclar tortitas con cualquier cosa: el puro de Harpo, la corbata de Chico... se lo come todo. El humor de los Marx es así: es un humor que fagocita cada segundo de representación para volver a deglutirse en copias inveteradas e imposibles. Mover las cosas de lugar, volver loco a cualquiera, dominar el arte del disfraz hasta extenuar el sentido o la estructura de la narración. Son capaces de convertir una ópera en una tarde de béisbol; la alta cultura en baja en un sólo parpadeo. Sin duda, su espíritu dadá es poderoso, como poderosa es la última secuencia de este film de 1935, donde la realidad se mezcla con la ficción en un escenario donde los decorados comienzan a cambiar sin control y donde durante un momento, lo representado y lo real comparten un mismo plano, una misma profundidad. El mensaje de los Marx es claro: todo es lo mismo, no hay fronteras. La risa se hace con todo y todo es posible en el cine cuando el cine está al servicio de la locura.
Se imitan a sí mismos, se inyectan novocaína, se estafan, se alían y se hacen pasar por cualquiera con el objeto de sacar un pingüe beneficio. En realidad, los hermanos Marx son unos buscavidas obsesionados por el oro, exploradores humanos que sueñan con lingotes imposibles. La alta sociedad es su víctima preferida: gente adinerada, orgullosa de su estatus, bombardeada por mil sin sentidos y contradicciones que acaban arreglando las cosas, haciendo prevalecer lo bueno sobre lo malo. Lo malo es el capital, lo bueno son las personas. Mínimo de capital, máximo de persona.
La mascarada no termina nunca y el carnaval se implanta como idioma oficial de sus propias farsas, ¿por qué hacen lo que hacen? La picardía como oficio les lleva a suplantar la realidad por un chiste acumulativo, consistente en una broma infinita que en ocasiones carece de gracia. Su truco es la insistencia, la repetición, como si los tres formasen una fábrica de bromas donde ya no importan su función o su eficacia, sino su cantidad. A partir de Un día en las carreras (1937) se comienzan a priorizar las secuencias musicales -ajenas a los Marx- convirtiendo sus películas en un teatro de variedades clásico, cercano a Broadway. En vez de ser cada vez más cinematográficas, sus películas tienden a lo espectacular, a la condescendencia comercial y al lucimiento presupuestario que, a la larga, acabará con el propio formato.
Los hermanos Marx son magos: son capaces de convertir un examen médico en una sesión de barbería, una cama de matrimonio en un pajar donde come una caballo, un mono mecánico en una bata de medico. La mutación les sirve para no tener que afrontar la realidad, para atrasar lo inevitable, esquivando a la razón con desvíos delirantes. Ellos sólo ganan tiempo para que la película siga avanzando: de alguna manera saben que el film es limitado y pronto, todos aquellos líos en los que se meten terminarán con las palabras the end.
Se hacen tatuajes, luchan en guerras, pierden, ganan, desayunan, bailan, se desquician, pasan por debajo de caballos, saltan coches, cabalgan sobre la lluvia a través de un quirófano, provocan tormentas de sombreros, atascos en medio de un hipódromo; desvían el rumbo de la vida para fascinar al público, para hacer real lo que es imposible. En realidad, son dibujos animados de carne y hueso, un trío calavera rodeado de esqueletos danzantes y actores artificiosos, haciendo convivir lo orgánico con lo inorgánico de la manera más precisa.
Groucho siempre es el gran impostor, taciturno, embelesado en sus propias palabras, amarrado a su puro eterno. Tal vez de los tres es el más histriónico, con su bigote y sus cejas pintadas, claramente falsas, destruyendo la ilusión de las apariencias desde un principio. Groucho es una especie de chamán que puede detener el tiempo y permitirse hablar con el público, compartir sus pensamientos y perversiones más íntimas. Va solo, lidera su propio imperio de alucinaciones, su fortuna son los ingenios improvisados y siempre tiene la última palabra, como si estuviera obligado a redondear la vulgaridad con una pizca de inteligencia pasada por el rallador ebrio. De joven se encerraba en el baño de su familia para que le dejasen leer en paz; fue un voraz bibliófilo especializado en la ocurrencia punzante y oblicua. Tal vez es de los tres el más aplaudido o el más recordado -el más icónico-, pero sin duda, nunca fue el más gracioso.
Chico es el mayor de los tres -aunque en realidad eran cinco-, el más arbitrario y aparentemente más soso. Chico Marx, de joven, se educó en las apuestas, en las estafas y los trapicheos. Según su madre Mimmi Marx, podía conseguir casi cualquier cosa. Siendo chavales, él y Harpo eran casi idénticos y de hecho, se turnaban tocando el piano en un hotel y se repartían las ganancias; nadie notaba el cambiazo. Chico trabajó mucho tiempo como músico de music-hall hasta que acabó incorporándose al grupo de vodevil de sus hermanos, donde utilizó un acento italiano para interpretar siempre personajes inmigrantes, sospechosos, pícaros. Parece un duende malvado, pero sus diálogos-secuencia con Groucho están entre lo mejor de los Marx; recordar su conversación sobre el cuadro robado -que acaba en una charla arquitectónica- o el gag del carrito de los helados en el hipódromo, es mencionar algunas de las aristas más lujosas de su comedia. Sin duda, aunque no lo parezca, Chico es de lo más gracioso de sus films.
Harpo, el más joven de los tres, es el genio del trío. Mudo, medio loco y dotado de una violencia arrasadora, es sin discusión la perla de la corona. De niño aprendió solo a tocar el harpa -de ahí su apodo-, el piano y todo tipo de instrumentos de viento; es el único que llegó a poseer un nivel profesional dentro del mundo de la música. Fue muy considerado en los grupos intelectuales y artísticos de su época, amante de los animales, la lucha política y la filosofía slapstick. Si nos adentramos en el cine mudo más salvaje (el primer Chaplin, Fatty, el primer Buster Keaton...), encontraríamos personajes parecidos a Harpo: seres ultrabrutales e infantiles que reaccionan impulsivamente ante la realidad. Harpo es todo instinto: persigue mujeres, golpea a los chulos, se come todo lo que se le ponga por delante, silba para comunicarse y no duda en drogar al personal simplemente por pura diversión. Es un payaso de circo sin límites, una mente reptiliana con el turbo puesto a máxima potencia. Lo extraño de Harpo es entender cómo un personaje tan excesivo acaba creando una empatía especial con el público, una especie de ternura violenta, una especie de ángel demoníaco que sólo quiere pasárselo bien.
Los Hermanos Marx no curan sino que hacen enfermar de caos a la lógica y al sentido común hasta convertirlo en un zoológico infinito lleno de resortes impredecibles. En realidad todo se trata de un entremés alargado, una sala única donde ocurre todo. El humor de los Marx es minimalista y tiende al barroquismo hasta el colapso, pero su clave es la partícula, la sentencia breve, el chiste retorcido que nadie pilla o que no hace gracia, al menos, de forma inmediata. Su veneno es una sustancia densa que se va expandiendo como la mantequilla caliente; nunca sabes por dónde se va a derramar o cómo te vas a acabar manchando. Su técnica se basa en la fagocitación de la materia, en la antropofagia ilusoria, en el chamanismo interminable: una magia donde el conjuro nunca termina. Por eso, gran parte de sus películas parten de circunstancias aburridas, de silencios incómodos, de lapsos de tiempo anodino apilados uno encima de otros, hasta que algo revienta, hasta que la pantalla no puede más y la única salida es la risa, la carcajada compulsiva. Los Hermanos Marx son tres neuronas residiendo en el cerebro del público por un tiempo indeterminado, como si la mente fuese un hotel donde nadie paga las facturas y todo el mundo se muere de hambre.
La salida es imposible: una puerta conduce a otra, una identidad a la siguiente. Todo se convierte en una persecución donde el cazador acaba siendo la presa. Todo se resuelve en un algoritmo de normas inusuales, más allá de la matemática. No hay sentimientos, sólo una fuerza magnética que arrastra a la realidad hasta el secuestro, quedando hipnotizada, reflejándose en un espejo que se dobla por momentos. La existencia se dobla, se duplica, se detiene. Las leyes de la Naturaleza quedan en suspenso para que la acción termine, para que la secuencia misma encuentre la solución aunque sea de la manera más ridícula posible o simplemente simulando la muerte.
Todo puede convertirse en un momento desagradable, en una vivencia agónica. Los Hermanos Marx caminan en ese filo punzante donde la tragedia se masca y hay demasiada gente involucrada. La presencia de los Marx es como una epidemia: todo lo que tocan acaba comprometido con su propio desastre. El problema va creciendo a medida que avanzan los gags y en la cúspide espera el final, el cuál no es más que una interrupción artificiosa de lo imparable.