jueves, 16 de enero de 2025

 

 

 El fin de Dirk Bogarde

(1971)

 


Esta es la historia de un inglés, un italiano, un alemán y un austro-bohemio, unidos en la búsqueda de la belleza. Uno prestó su cuerpo, otro su palabra, un tercero la luz y un último el sonido. Si hay algo hermoso en toda la obra de Visconti son los primeros cinco minutos de esta película.

La fealdad amarillenta, que logra convertir en puro resplandor el rescoldo apagado que en su interior alienta y que lega a las cumbres más excelsas del reino de la belleza, es igual a la pálida impotencia, que del fondo ardiente del alma saca las fuerzas suficientes para obligar a un pueblo descreído a arrojarse a los pies de la cruz, a «sus» pies.







Casi todas las naturalezas artísticas tienen esa innata tendencia malévola que aprueba las injusticias engendradoras de belleza y que rinde homenaje y acatamiento a esas preferencias aristocráticas.





Durante toda la interminable comida, cansado y, sin embargo, presa de una gran agitación espiritual, Aschenbach caviló sobre cosas serias y hasta trascendentales, reflexionó sobre la misteriosa proporción en que lo normal tenía que conformarse con lo individual para engendrar la belleza humana; pasó después a pensar en problemas generales del arte y de la forma, y acabó comprendiendo que sus pensamientos y conclusiones se parecían a ciertas ficciones del sueño, felices aparentemente y que luego, a la luz de un ánimo sereno, resultan vacías e inútiles.






«La belleza nos hace vergonzosos», se dijo Aschenbach, poniéndose a pensar en el motivo de ello. Sin embargo, había notado que los dientes de Tadzio dejaban que desear; eran algo pálidos, sin ese esmalte brillante propio de la salud, y de una transparencia inquietante, como ocurre a veces por causa de la anemia.



Eran un hombre de edad y un joven; uno feo y el otro hermoso; la sabiduría en contraste con la amabilidad. Y, entre gracias y agudezas que animaban el coloquio, Sócrates adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud. Le hablaba del espanto que experimentaba el hombre sensible cuando sus ojos contemplaban un reflejo de la belleza eterna; de las concupiscencias del profano y el malvado, que no pueden pensar en la belleza al ver su imagen, y que no son capaces de sentir respeto por ella; hablaba del sagrado temor que acomete al alma noble cuando se le aparece un rostro semejante al de los dioses, es decir, un cuerpo perfecto. Le explicaba cómo todo su ser se estremece de aquella alma, se enajena y apenas se atreve a mirar; cómo se siente poseído de veneración ante aquel que ostenta el sello divino de la belleza; aquella alma le haría sacrificios, como a una deidad, si no temiese aparecer como insensata a los ojos de los hombres.




«Pues sólo la belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!, la única forma de lo espiritual que recibimos con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos pueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotros si se nos apareciese lo divino en otra de sus manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad se nos presentasen en formas, sensibles? ¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor como otra época ante Zeus? La belleza es, pues, el camino del hombre sensible al espíritu, sólo el camino, sólo el medio, Fedón...



Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor.






Era aquello de una indecible belleza, y Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla.




Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud.





¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo.



 

¡Imagen y espejo! Su mirada abarcó la noble figura que se erguía al borde del mar intensamente azul, y en un éxtasis de encanto creyó comprender, gracias a esa visión, la belleza misma, la forma hecha pensamiento de los dioses, la perfección única y pura que alienta en el espíritu, y de la que allí se ofrecía, en adoración, un reflejo y una imagen humana.








 
 
Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. 
 



Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú. 

 

 

DICIEMBRE

 

 

Formalismos estéticos

Diciembre

 

Hay una secuencia en Mundo Grúa (1999) de Pablo Trapero que conecta directamente a nivel formal con el film de Serra El cant dels ocells (2008). Casi una década de diferencia no perturba el diagrama estético que aúna ambas ficciones. Por un lado, la película argentina demuestra -en el filo del siglo pasado- cómo el género documental puede sublimarse a lo Ciudadano Kane (1941), sin rechazar la dimensión circunstancial o el sabor autóctono. Un estilo sembrado de fotogenia aplicado a una realidad sucia, vulgar. Un contraposición para servir de marco a la deriva de una serie de vidas que se mueven en la nada, en el vacío del timo capitalista. Por el otro lado, un film sobre el viaje de los Reyes Magos bíblicos, una contemplación de viaje, en proceso, basada únicamente en el elemento formal, dejando al azar el contenido, la anécdota. Así, una leyenda mitológica y una crónica social se unen por un nudo invisible que devora el placer de los ojos y obliga a perseguir a las figuras semimudas en sus trayectos obtusos, errantes. 

Pablo Trapero fue el fundamento base de un nuevo cine argentino que se preocupó más por el arte cinematográfico que por la palabra, de la luz por encima de las reivindicaciones. En el caso de Serra, este fue el segundo de sus versos libres, un formato que siguió repitiendo hasta 2016, con La muerte de Luis XIV, donde nace un nuevo tipo de idea que inicia un segundo ciclo de su obra. La preocupación y consecución estética fluctúa así por dos cauces muy distintos, muy paralelos, interesados en no usar la imagen como testigo sino como construcción, muy a lo Arthur Penn, sobre todo en el caso de Trapero.  

 

 

¿Qué ocurriría si Michel Poicard no hubiera muerto en la película de Godard de 1959? ¿Podría ser Warren Betty un post-Belmondo, una vuelta de tuerca formalista, una resurrección a lo yanki? Hablamos de Mickey One, la extraordinaria película estrenada por Arthur Penn en 1965. Olvidada a la sombra de su sobrevalorada hermana Bonnie & Clyde (1967), Mickey One funciona como una reflexión sobre el espectáculo como pacto diabólico, en un intento de evitar la contaminación, el envenenamiento de los intereses, de la peste del poder. Así, a lo Guy Debord, la película muestra el espectáculo como un infierno indeseable, como una jaula de cristal irrompible. Un cautiverio. La fama y poder como símbolos del mal, de la perdición en detrimento del talento. Mickey One se tira toda la película huyendo como el personaje de A bout de soufflé; se trata de la historia de un maniaco. Huir, huir, huir como trama, filosofía y religión. El mundo es un laberinto sin salida: el escenario de una metáfora sin paraíso. 

 


Así, películas clásicas como El tercer hombre (1949), Ciudadano Kane (Xanadú), 8 y medio (1963) son los pilares de una película godardiana que sienta a su vez el precedente de films irregulares como Toro salvaje (1980) o Lenny (1973). Sin duda Mickey One es una de las mejores películas de la milagrosa década de los 60', una relectura norteamericana de la estética Nouvelle Vague que homenajea al cine mudo, al cine de montaje de Eisenstein, al arte de la fotogenia y a la obsesión por lo bello, fundamento esencial olvidado en el cine contemporáneo. Mickey One -a veces- parece una película de Lynch o Wenders; otras, una de Fellini o de Peter Watkins. Penn elige lo mejor y lo tamiza en sus cuadrogramas. A veces se remonta a cintas de Stroheim y en cambio, como concepto, sigue a Godard, como si el director francés, en una dimensión paralela, hubiera decidido quedarse toda su vida en Hollywood y hubiera desarrollado una estética formal de gran envergadura romántica, inyectando libaciones de brillantez a la industria.

Penn es así el Godard que nunca pudo ser en Hollywood.

El arranque de la filmografía de Arthur Penn es milagrosa: El milagro de Anna Sullivan (1962) o The Chase (1966). La filmación y puesta en escena de la primera son asombrosas, dejando al cine Dogma como un exabrupto, una cosa burguesa y denodada; la segunda es una película canónica, narrativamente contemporánea, dramáticamente excelsa. Se podrían analizar películas como El zurdo, Pequeño gran hombre o Dos chiflados en apuros (1989) como muestra del talento incontestable de un director único, poseedor del gusto por el detalle y la definición de lo irracional.

 

The chase (1966) contiene ecos remotos: ¿o no recuerda el Marlon Brando magullado al Brando de Kazan en On the waterfront (1954)?



 
¿No recuerdan las explosiones del desguace a las llamas de Apocalipsis Now?


 

¿No evocan ciertos fotogramas a imágenes fotográficas de William Klein o Garry Winogrand?



¿No se hace evidente la influencia de Marguerite Duras o Antonioni? India Song o La Noche.

 



¿No parece acariciar Ordet de Dreyer, el comienzo de El milagro de Anna Sullivan?


 

Sea como fuere, habrá que seguir buscando nuevas formas en el próximo año, nuevos retos estéticos que sigan alimentando los ojos del cuore. Mientras acaba el año, habrá que aguantar emisiones televisivas como Forrest Gump (1994) o Vanilla Sky (2001), films navideños que han sustituido a las fábulas -ya un poco gastadas- de Capra. También habrá que tragarse Donnie Darko (2001) o Money for Nothing (1993) para darse cuenta que la mente puede jugarnos muy malas pasadas y rematar con Kind of Kindness (2024), para poner el foco en el cuerpo como un templo violado, invadido de estéticas de la crueldad. 

Lanthimos es un Artaud del nuevo milenio.

Descubrir que el imaginario de Robert Zemeckis gobierna nuestra mente es inquietante.

Sentir que el cine de los 90' está resucitando es loco.

Observar que el sadismo se ha convertido en un elemento del mainstream es harto curioso.

Comprobar que los sueños se desvanecen como el año, es una experiencia estremecedora.

Por cierto, ¿en qué mundo creen que se despierta Tom Cruise al final de Vainilla Sky, en uno gobernado por Pablo Trapero o en cambio, en otro, más estilizado, a lo Arthur Penn?

Las dimensiones se entrecruzan y no sé por qué, pero en la pantalla, antes de las uvas, alguien imagina la emisión nacional de Permanent vacation de Jarmusch en bucle, como una utopía ochentera que sigue haciendo falta en un mundo gobernado por un puñado de frikis.

Corto y cambio.