(2023)
martes, 21 de noviembre de 2023
FINCHER
(2023)
jueves, 2 de noviembre de 2023
SEPTIEMBRE-OCTUBRE 23
¿Qué ocurre con la realidad?
domingo, 15 de octubre de 2023
Charlie Kaufman
DISPAREN AL PIANISTA
El oficio del escritor según Charlie Kaufman
Duplicarse es una barbaridad, una aberración; ya lo advirtió Borges en su teoría de los espejos. El mundo especular es peligroso para aquellos que no se conocen a sí mismos, pues dentro de nosotros se construye cada día un mundo lleno de vericuetos y trampas mortales donde puede esconderse nuestro más íntimo enemigo. La culpa siempre es propia, no de los demás. Las excusas no sirven. El escritor honesto se enfrenta a sí mismo en cada línea, en cada palabra que escoge. La escritura es un oficio catártico de nefastas consecuencias, un infierno fantástico en cuyo pasaje se van recogiendo prodigios, realidades. Hasta llegar al fin, el autor se convierte en una víctima de sí mismo, en una especie de masoquista neurótico que debe escindir su psique en mil trozos para que la tarta sepa lo suficientemente bien. En este hecho se basa toda la obra del polígrafo Charlie Kaufman (1958, N. Y.) por muchos conocido como un excéntrico guionista lleno de depresiones y angustias lacanianas, responsable de una de las películas más personales del siglo XXI: Adaptation (2002). Con la ayuda en la dirección de su efectista amigo Spike Jonze, Kaufman logra llevar adelante una reflexión sobre su oficio hasta un punto enfermizo, digno de un buen escritor.
La literatutra es así de puta: llena de dudas, de miedos, de complejos. Nicholas Cage, encarnando seguramente el papel de su vida, simboliza a la perfección las ideas del guionista enfrascado en el proceso diabólico de crear el mundo de nuevo, en un bucle creativo que se le acaba comiendo. Entre tanto, la película continúa, se hace grande, revolviéndose en su propio fango, repitiéndose, autorreferenciándose, haciéndose autónoma, alejándose de la naturaleza. Cuanto más profundo cava un escritor, más complejo se hace el camino, por eso, al hermano gemelo del protagonista, Donald, le es tan sencillo y gracioso dedicarse a escribir, pues se dedica a redactar guiones superficiales fruto de otras películas de éxito. Donald es la parte detestable del oficio de Kaufman, la metáfora del creador comercial, superficial y rentable que llena las pantallas de los centros comerciales y las pantallas de habitación. Sin embargo Donald cae bien al público pues es la parte optimista del alma del autor. Como en el William Wilson de Poe, hay dos caras de la moneda, dos caras que se necesitan pero que son contradictorias, incompatibles. Así, Kaufman nos presenta las dos vertientes, las dos posibilidades, los dos caminos que un escritor puede recorrer: el verdadero y el falso. Pero el yin y el yang no son espacios cerrados y a estas alturas de la película, se mezclan, se interrumpen y alternan sus sentimientos, sus fracasos, ayudándose y entregándose al otro por lástima o abatimiento, por pena o impotencia. Uno de los fenómenos que Adaptation trata es el del relato incompleto, la aceptación de que las historias se han fragmentado y de que la linealidad es cosa de otra tradición, de un pasado donde aún la literatura no se había empoderado y aún claudicaba en el lector obediente que idolatraba al escritor. Hoy todo es irresponsable, salvaje, irrespetuoso y al lector no le interesa ni siquiera leer; vivimos una paradoja existencial y artística de grado superlativo.
En dicha encrucijada, el escritor sufre una agonía mayor pues sabe que debe ser original en un mundo de copias, de repeticiones, en una cultura hiperpop que ha aceptado que nada tiene valor si es puro y que sólo sirve la mezcla efímera de elementos que se volverán a mezclar hasta llegar a la confusión de confusiones donde el tiempo se detiene y el aburrimiento es el rey de la mente. El siglo XXI sufre una crisis artística y emocional sin precedentes, un mundo que ha olvidado las ideas generales de las cosas para esclavizarse en lo particular, lo concreto, la excepción. La opinión es la partícula vencedora de este proceso histórico que ha llegado a un punto de demencia escéptica donde el alzehimer ya no es una enfermedad sino un objetivo cultural. Que todo pase, que sólo haya presente, que todo sea aparente. Los tatuajes, el lujo, la fama, el humor y la música adocenada dominan a un público esclavizado a sí mismo. Nicholas Cage también sufre esa prisión voluntaria que sólo puede solucionarse si la historia funciona. Por eso el artista tiene un atajo en su mente enferma y este atajo es la obra. Ante un mundo hostil, el escritor espía y encuentra llaves abandonadas en lugares insospechados, cuestiones comunes que los demás han dejado de lado, no han visto.
La historia central de Adaptation intenta mostrar por un lado, el mundillo editorial e industrial donde las historias se compran y se venden como naranjas, un mundo repleto de sabandijas aduladoras y gente chic que funcionan como fariseos explotadores de artistas que se juegan el pellejo en cada línea para traer al público algo nuevo. Por otro lado, nos muestra el mecanismo de una historia, el entresijo técnico: aquí es donde la trama tiene un papel importante, me refiero a la trama dentro de la trama, o sea, el supuesto texto que Cage lee para realizar una versión cinematográfica, una adaptación fiel. No quiere escribir un argumento, quiere transmitir una idea sobre la importancia de las plantas, de las flores, quiere revalorizar el mundo para que la pantalla se llene de entusiasmo, de maravillas. En ese texto, una novela escrita por una periodista del New Yorker muy pija e interpretada por Meryl Streep, se cuenta el hecho de adentrarse en un mundo de obsesión, en concreto de un personaje -tal vez el más interesante del film, interpretado por Chris Cooper- compulsivo, salvaje y de una inteligencia voraz que intenta abarcar el mundo para no caer en el vacío, en el dolor; en su furgoneta va escuchando una audiocinta de El origen de las especies de Darwin. La mente y la curiosidad como un oficio de supervivencia se instalan en el film como una necesidad para dar sentido a la vida, al tiempo, a la existencia, a la superación de las adversidades. Dicen los sabios que la Eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, o sea, que la Eternidad es lo contrario, la anulación de la sensación temporal; una quietud. Una de las maneras de llegar a ese estado es la sabiduría, ese amor exacerbado por el conocimiento que une todos los campos para dar una imagen completa de la realidad. Kaufman quiere darnos esa imagen, la imagen de su propia experiencia.
La realidad trabaja con la complejidad y por eso el lenguaje, cuando se interroga a sí mismo, no tiene otra opción que demorarse en digresiones y divagaciones ininterrumpidas llenas de desvíos y rizomas que agrandan el problema. Vivimos en una época de desconcentración, de distracción continua, de olvido. Aquella leyenda del río Leteo ha vuelto a su cauce. La cultura de la memoria se combate desde los algoritmos ludopáticos mandando señuelos constantes a unas mentes frágiles y cansadas, excitadas por banalidades y contenidos basura de un infantilismo y crueldad dignos de las épocas de Heródoto. Lo bueno es que existen películas como Adaptation, artefacto de reflexión y disfrute de alta calidad que nos explica cosas tan necesarias como que debemos ser mutantes -como el mismo lenguaje- si queremos vencer en este tiempo de cambios forzados, de laberintos sobrehumanos, crisis creadas, de máquinas pensantes. El ser humano sigue aquí porque ha sabido cambiar, adaptarse, dejando atrás costumbres y normas nocivas o anacrónicas, porque se ha concentrado en ciertos campos para hacer mejor el mundo, vamos, la habitabilidad del ser. Adaptation hace más grande al cine y por ende, más grande al espectador. Quizás, esta película demuestra todo lo que Hollywood podría ser si fuera verdadero, si se tomase en serio su función real. El problema es que sigue siendo una fábrica de propaganda respaldada por el gobierno, un arma política que incide directamente en la cultura mundial, la última vía del viejo imperialismo.
sábado, 14 de octubre de 2023
Wes Anderson
Mucho tiempo después, el titiritero más famoso de Texas -ese ambicioso cineasta indie reconvertido en fastuoso animador y posteriormente, en diseccionador ficcional- ha encontrado un equilibrio en su desmesura minimalista con una serie de cortos (4 en total) que han ajustado cuentas estéticas con su éxito banal. Amado por todo espíritu moderno que se precie -por no usar aquello de lo cultureta- Anderson se fue convirtiendo en el cineasta de referencia de una serie de generaciones muy ligadas al pensamiento postmoderno, ansiosas de mundos fantásticos e infantiles, eso sí, de corte capitalista. Todo en Anderson es artesanía de lujo, ilusión millonaria. Cada plano de sus producciones cuesta lo mismo que demasiadas películas humildes. Se trata de un mundo caprichoso y artificial donde su mirada es omnipresente y sus movimientos mecánicos de cámara se han convertido en su estilo cerrado, una forma alusiva al cómic, a lo teatral, al museo de cera.
Desde Fantástico Mr. Fox (2009) no se le recordaba algo tan acertado: el lector se alarmará ante tal afirmación, pero entendida detenidamente, va dejando de ser una boutade y se convierte en una reflexión poco errada. Los argumentos y planteamientos de contenido de sus películas son tan irrisorios que comparados con sus esplendorosas formas, sólo consiguen generar aburrimiento. La artificialidad y los movimientos mecánicos de sus imágenes sólo consiguen industrializar la experiencia estética de los ojos, la agonía nihilista de la mente. Wes Anderson es un estético con muchos recursos y mucho prestigio; un Warhol paisajista. Sus películas desde Moonrise Kingdom (2012) hasta Asteroid City (2023) son ejercicios estetizantes poco recomendables para el disfrute. Se trata, sin duda, de obras masturbatorias llenas de narcisismo y poder. Wes Anderson es en sí mismo una metáfora de una mente hipercapitalista disfrutando del flujo de la materia en espíritus hambrientos de Nada. Sus películas están vacías y sus chistes son demasiado tontos pero, por una extraña razón, el atractivo inicial de sus imágenes es tal que el público parece callar lo obvio. La estética hiperkitsch desarrollada en su filmografía indica una intención meramente aparente de su oficio, malgastando titánicos esfuerzos en la ilusión de un mundo que en realidad sólo sirve para ofrecer una mirada superficial de las cosas, del mundo. Su cine es un escaparate de juguetes, de hecho, la secuencia final de Asteroid City es bastante elocuente al respecto. Su cine es un quiero y no puedo, un intento de literatura en movimiento que deja frustrada a la emoción. Entonces, ¿qué ha ocurrido con su último experimento? La cosa ha cambiado o mejor dicho, ha vuelto a su lugar con La maravillosa historia de Henry Sugar, una especie de cuento borgiano escrito en los 70' por el escritor inglés Roalh Dahl. Se trata de una fábula fantástica dispuesta en tres niveles de narración, repartidas en tres voces: Ralph Fiennes, Bennedict Cumberbatch y Ben Kingsley. Se trata de una compleja historia que mezcla el dinero, el yoga y el ilusionismo, todo embadurnado de una innecesaria moralina buenista final. La cosa es que Anderson ha elegido el formato del cortometraje para adaptar esta narración breve, encerrándola en un aspecto cuadrado, sacrificando sus alargadas ambiciones de pantalla, regresando sin querer a un lugar del que nunca debió marchar. Ha querido concentrarse en un ring. De hecho, la esencia del film va un poco de eso: de la falta de concentración ante las cosas, de ver sin los ojos, de ir más allá con la mente, de trascender lo común. Al mezclar este fondo argumental con su estilo kitsch industrial, y al ser de menor duración, el público siente la experiencia de otra manera, disfruta, conecta. Hay estilos que admiten largos alientos y otros, en cambio, que piden recorridos cortos. Después de esto se confirma que el grandilocuente estilo de Anderson cobra sentido en lo pequeño, en lo concreto y no en la totalidad, ese gran pecado del texano que tal vez, se apartó demasiado de la esencia cinematográfica, obsesionado por lo virtual, por el decorado. Si el cine de Anderson desea sobrevivir con salud, debe comprender mejor los formatos y los tiempos, pues no todo experimento es repetible ad infinitum, pues no todo puede ser copia impecable. Nada debería serlo y si no, revisiten Copia certificada (2010) de Kiarostami. La maravillosa historia de Henry Sugar es por el momento su pieza más lograda, ya que sus efectos son por primera vez eficaces. Ya se sabe, el arte trata -más allá de lo pueril- de ser tan eficaz como la muerte; algo inevitable y catártico. Hasta ahora -salvando muy pocas excepciones- el cine de Wes Anderson ha sido mera pasarela de estrellas -un poco lo que le pasa al de Álex de la Iglesia-, puro control caprichoso, fatal onanismo respaldado por un público anestesiado por su lenguaje capitalista, materialista, cínico, vaciado. Ni una sola idea recorre su cine excepto la del juego inútil, la del juego artificioso que ni los niños disfrutan. Su cine, un teatrillo caprichoso y millonario, parece sanar momentáneamente al unirse a narraciones originales que intentan hacer cosquillas a la mente, otra de las sagradas funciones de un arte verdadero.
viernes, 6 de octubre de 2023
AGOSTO 23
Finales de verano
En 1986, Tom Hanks protagonizó un film fallido junto a Jackie Gleason, en esa época, una vieja gloria en su canto de cisne. Se trata de una de esas películas paternofiliales, de grietas generacionales, de lo nuevo y lo viejo luchando para nada. Hoy la película se hace tremendamente aburrida e incómoda. No tanto Father's Day (1997) de Robin Williams y Billy Crystal donde se nota que lo norteamericano comienza a superar la estética trump (casposa) del macho cabrío envuelto en viagra y dejamos atrás films vomitivos como Heartburn (1986) de Mike Nichols. Todo esto para decir que este verano ha hecho mucho calor y sobre todo en su tramo final, una temperatura que debe ser acompañada de otras gradaciones distintas para hacerse más llevadera, tal vez títulos como Bill & Ted's Excellent Adventure (1989) -donde un joven Keanu Reeves explora sus primeros viajes en el tiempo antes de convertirse en Neo-, Cradle Will Rock (1999) donde Tim Robbins hace un trabajo alucinante en la dirección y sobre todo Going in style (1979) -una de jubilados cabreados con el sistema de una finura humorística impecable- dirigida por Martin Brest. En todo caso y ya lejos de ese verano tropicalizado, lo peor que se puede hacer en agosto -cualquier agosto- es ver France (2021) de Bruno Dumont, un cineasta que desde 2014 parece haber perdido el rumbo -lo mejor es que abriese una caseta de helados- y lo mejor de lo estival, ver Private parts (1997) de Betty Thomas, un oasis en el desierto de su mediocre filmografía, recuperando esa flecha antisistema que Oliver Stone lanzó en 1988 con Talk Radio. Esta última es para vérsela por lo menos dos veces seguidas y deleitarse con los monólogos de Eric Bogosian, síntesis de todas las ideas stonianas, cristalizadas como nunca -y no en películas de quiero y no puedo como Salvador (1986)-. Así, fuera de cuestiones reivindicativas, las opciones que quedan son ver las dos primeras partes de Sólo en casa (1990 y 1992) de Chris Columbus, quien luego siguió acertando con títulos posteriores como Miss Doubtfire (1993) o la muy recomendable y poco mencionada Bicentennial Man (1999). Lo demás es basura reciclada. En caso de gustar de documentales, se recomienda echar un ojo a QT8. 21 years: Quentin Tarantino (2019) donde se desvelan algunas anécdotas sobre el gurú del cine pulp yanqui. Sobrevalorado pero interesante. Y si uno quiere estar a la última, para acabar sólo le quedan dos opciones: ir a ver la mierda que Greta Gerwig se ha inventado para comprarse la mansión, me refiero a la inmundicia de Barbie (2023) o ir a ver su némesis, Oppenheimer (2023) del fantástico Chris Nolan, uno de esos pocos directores que marcan una época en el mainstream. Sin transmitir un interés especial, la historia que recrea Nolan es rica y abundante en detalles y momentos. Tal vez demasiado condensada, tal vez demasiado diálogo, tal vez demasiada música gratuita (soup). En todo caso, cada cuál hace su película y Nolan no baja el nivel y revoluciona las pantallas con historias ambiciosas de seres ambiciosos que lo quieren todo. Nolan, el último megalómano con gusto, sigue siendo una garantía de calidad. Un hongo del verano. Por otro lado y para no perder sensibilidad, revisar Rope (1948) de Hitchcock o Chelsea girls (1966) de Warhol, nunca está de más, incluso L'univers de Jaques Demy (1995) de Agnes Vardá cobra su sentido en este mundo anecdótico y acalorado e insulso, por cierto, retratado en la última de Wes Anderson, Asteroid City. Una basura atómica. Caca.
CHARLIE KAUFMANN
Mira para otro lado
Being John Malkovich (1999)
Quién podría negar que el final de Being John Malkovich (1999) es sorprendentemente lírico, en suma, hermoso. En el cine contemporáneo escasean este tipo de momentos, apartados de la trama y la estética principal, autónomos y resistentes al tiempo; casi se podría decir que se trata de un film aparte, de un poema aislado. La secuencia muestra a Emily buceando en un piscina, la hija de Maxine, mujer del personaje de John Cusack. Su nombre es un eco del principio de la película donde se evoca a la poeta Emily Dickinson. La metáfora es contundente y compleja: en ese nuevo ser infantil no sólo se esconde la vida eterna, sino también el secreto de lo poético, la intimidad del artista y por otro lado, la conciencia de Cusack, condenado a observar de forma pasiva la traición del amor a lo largo de una vida. Esa otra vida es la del espectador, la mirada ejercida desde el otro lado de las cosas, al otro lado de la red de la ficción. Así, más allá de lo lacaniano o fantástico que contiene el film, la película también funciona como metáfora de la esencia del arte cinematográfico, señalando la condición esencial del público, su esclavitud, su condena ante la omnipotente pantalla sometida bajo el poder de las historias. Un cine es una cárcel de sueños, un sueño de cárceles. Allí dentro, todos miramos aquello que otro ya ha visto, aquello que otro ya ha vivido. El cine, como todo arte, es una experiencia transmitida, un flujo de sugestiones que intenta hacernos vibrar de manera distinta, activando conexiones inesperadas, neuronas dormidas. Todos los guiones de Charlie Kaufman tienen ese tipo de ingredientes: un batiburrillo confuso por momentos, untado de grisala firma de la casa que desemboca en un momento glorioso e inesperado; la mirada de Emily resume en su simplicidad décadas de cine, listas infinitas de títulos fracasados. El poder de lo original, de lo individual, gobierna cuando brilla de forma natural.
Otro final curioso y poético al mismo tiempo, se halla en una película comercial de los años 80' protagonizada por Schwarzenegger y Belusi: Red Heat. Al terminar el film, algo raro ocurre y un plano secuencia se queda suspendido en la pantalla mientras pasan los créditos. De pronto, una película semicómica de policías se convierte en un artefacto visual de un alto interés. Su director, el estrambótico Walter Hill, deja un diamante final ante la sala de un público que ya cree que ha visto lo que tenía que ver. Lo bueno estaba al final. El plano es una transición de la ficción a lo documental en una sola secuencia sin un solo artificio. Cuando Schwarzenegger se despide y sale del plano, este se queda ocupado por el paisaje moscovita con paseantes en la lejanía, ignorantes de estar siendo filmados. Su belleza gana con los minutos y el mantenimiento de ese plano merece toda la admiración.
Haneke trabaja ese elemento documental en su cinta Caché (2005), ese drama antiburgués en el que a lo largo del film se mezcla la estética afrancesada comercial y una mirada documental que se hace personaje en sí misma, amenaza directa. Así Haneke nos hace colocarnos en la mirada del otro, del marginal, del dolor; el espectador se convierte en un doble espectador y el cineasta en un autor creador de empatía. Pero más allá de lo moral que la película quiera imponer, hay en el film una reflexión sobre la visión, la percepción y el punto de vista que culmina, como en el caso de Red Heat, en los créditos finales, con un largo plano fijo en el que se plantea una última pregunta al público: ¿somos nosotros los asesinos o es la cámara la única culpable, testigo voluntarioso de la realidad?
sábado, 29 de julio de 2023
JULIO 23
En 1955, Alfred Hitchcock comienza a producir una serie de género negro bautizada con su propio nombre. El cineasta de Leytonstone inventó un formato que hasta ese momento sólo respondía a contenidos comerciales poco curiosos. Para el novicio en materia, advertir que lo más sorprendente de este ingenio hitchcockniano destinado para el gran público de la televisión, es que ninguno (o casi ninguno) de los capítulos está dirigido por él sino por cineastas jóvenes y desconocidos como Robert Stevenson o Don Medford. En esta época, Hitchcock acaba de estrenar a la vez Crimen perfecto y La ventana indiscreta, casi nada. Además, en 1955 realiza Atrapar a un ladrón y la única e inimitable Pero... ¿quién mató a Harry? Dos por año. Muy loco. Con todo, al director londinense amante de las latas de paté, le da tiempo a dirigir memorables prólogos para cada uno de los capítulos, pequeños chistes para abrir y cerrar la sesión. Una delicia exquisita que, les aseguro, tiene valor en sí misma. De hecho, este tipo de intervenciones influirán más allá del cine, sobre todo en la cultura performance de los años 60' y en auténticos gurús de las piezas breves de arte bufonesco como lo fue Dalí, cuya obra performática es sorprendente, por no decir muy superior a su decadente pintura. Dejando aparte extravagancias, se podría asegurar con toda firmeza que el talento que Hitchcock reunió alrededor de esta serie es muy destacable, por no decir perfecto. Capítulos como Triggers in Leash, In to thin air, The long shot o El caso de Mr. Pelham (filmado por él mismo) podrían definirse como auténticas joyas de la historia del arte. Una pasada. En 1955 se filmaron trece capítulos de excepción, pero lo bueno es que en 1956 se rodaron nada más y nada menos que cuarenta, entre los que se encuentran diamantes singulares como Una bala para Baldwin, Shopping for death, And so die Riabouchinska o Back for Christmas. Con estos 53 capítulos se cerraría la primera temporada de otras seis que se rodarían hasta 1962. Sin duda, el cineasta inglés traslada a la televisión no sólo un tipo particular de género negro sino algo mucho más complejo, el ámbito de lo fantástico, cuestión siempre de palabras mayores y mínimos autores. Este periodo de 1954 al 1962 podría bautizarse como la época dorada de lo hitchconiano, un arco temporal que además de aglutinar las siete hermosas temporadas de Alfred Hitchcock presenta, enmarca films-cúspide como Vértigo, Con la muerte en los talones, Psicosis o Falso culpable, a parte de las ya mencionadas. Una burrada de primera. Así, para este mes de Julio que acaba, lo mejor sería ir apretando el botón de play y no parar hasta agotar los maravillosos capítulos que gracias a Hitchcock, hoy alegran la mente del nuevo público. En el panorama actual, la originalidad brilla por su ausencia y es triste, hoy, con tantos medios y una masa de espectadores dispuestos a tragarse las series que sean con tal de notar un poco, las cosquillas del cerebro. El caso es que con películas como Beau is afraid (2023) o Los intranquilos (2021) no nos llega. Son buenas propuestas pero que se van deshaciendo como la cera de las velas y uno se pregunta dónde habrá quedado todo el alegre talento de otras épocas y por qué debemos conformarnos con un cine depresivo y esquizofrénico, cuando la realidad sigue ahí, dispuesta a ser narrada de otra manera. Como decía Benjamin, la información se lo come todo porque es infinita y vacía; se sustituye a sí misma sin ofrecer una pizca de conocimiento. Debemos volver al acontecimiento, a disfrutar de la experiencia transmitida, a vivir en definitiva y dejar de pensar tanto en el money y en la casa de la playa. Ya decía Rimbaud que la riqueza es el peor de los castigos. Por eso, para este agosto que entra, a golpe de ventilador y refresquito con mucho hielo, para huir de películas-farsa como Barbie, aconsejo viajar al pasado y ver películas tan divertidas como Easy to wed (1946), un film de posguerra de Edward Buzzell que nadie se debería perder o las primeras películas situacionistas de Guy Debord, Aullidos a favor de Sade (1952) y Sobre el paso de unas pocas personas a través de una unidad de tiempo bastante corta (1959), manifiestos originalísimos de una conciencia que profetizó el futuro, que nos enseñó a vivir a los que algún día seríamos esclavos. Casi nadie se ha parado a ver estas extrañas películas, pero el que lo ha hecho y ha conectado, hoy es un ser distinto, al menos de los demás. En este cine está sintetizado un pensamiento que hoy es fundamental para enfrentarse al sistema productivo-político que asola el alma de lo humano. Hay que volver a lo humano o morir en un resort de lujo. A esto hemos llegado. Pero hay solución y todo está en nuestra mano, en elegir bien las ideas, en escuchar a la inteligencia. Por otro lado, aprovechando el verano, estaría bien revisar los años 80', un mundo de películas disímiles como 8 millones de maneras de morir (1986) o Intento de fuga (1982), ambas de Hal Ashby, una mala y otra buena. Sin lugar a dudas, Ashby es el genio del cine norteamericano de los años 70', que se disolvió en la década siguiente en la cultura de la música y la pasta, pero películas como Intento de fuga (Lookin' to Get Out) responden aún a un espíritu perdido y salvaje lleno de risas y desmadre absoluto, recomendable para una tarde calurosa e imposible. Allan Arkush es otro cineasta de los 80' a los que habría que seguir de cerca. Autor de un puñado de delirios fílmicos como Heartbeeps (1981) o Get Crazy (1983), trabajó en series de televisión (Luz de luna, Ally Mcbeal, Melrose Place o CSI), pero cuando cogía una cámara de cine era pura psicodelia. Bombazo. Por otro lado, Un grito en la oscuridad (1988) y Nada en común (1986) son ya películas de decadencia, la segunda más que la primera, que nos conducirán al agujero negro de los años 90', esa década misteriosa y alocada, inaugurada por films como Boiling point (1990) de Takeshi Kitano, una broma de casi dos horas, llena de extravagancias soñadas por un jugador de béisbol mientras reposa en un retrete, lo cuál simboliza, de alguna manera, la tendencia general del cine del porvenir: en este caso, un film muy bien rodado, muy elegante, pero de contenido nihilista e infantil, dos características que dominarán el espectáculo de los siguientes treinta años. El capitalismo salvaje convierte al público en un parvulario. El fascismo gobierna introduciendo el virus de lo infantil. Miren a su alrededor, ¿les suena? Pónganse las pilas. Películas seudoépicas como Far and away (1992) de Ron Howard, American Heart (1992) de Martin Bell, Johnny Memonic (1995), The wisdom of crocodiles o Sirens (1994) de John Duigan anuncian diferentes cosas: cine nacionalista norteamericano (mitológico), cine de Jeff Bridges (un género en sí mismo), el cine de lo virtual (videojuegos-Matrix), el cine de la violencia gratuita y por último, el cine feminista, que en el caso de Sirens, es bastante original. Una pequeña pedrada. Para terminar este Julio, también se recomienda de nuevo ver la película de Werner Herzog The fire within: a requiem for Katia and Maurice Krafft, un poema documental de una importancia impensable. Hay pocas películas en siglo XXI que merezcan un respeto mayor que este monumento que Herzog, al igual que lo hizo ya con Grizzly Man (otra de sus mejores películas), dedica a los autores desvanecidos de las imágenes mostradas, combinando este metraje de archivo de manera sin igual. Una historia sobre dos intrépidos vulcanólogos que acabaron siendo cineastas sin querer, testigos del milagro del mundo, de las entrañas de nuestra realidad. La obsesión, la valentía, la inconsciencia y la persecución de la belleza soterran el hecho científico. La ciencia sólo era una manera de financiar su locura, de financiar sus deseos estéticos. Katia y Maurice Krafft deberían ser considerados artistas de primera, pues en su vida asumieron el sacrificio de la aventura y el amor por lo desconocido. Una vez, el escultor Carl André dijo: el trabajo del artista es convertir los sueños en responsabilidades. Tenía mucha razón. Así Herzog, el gran cazador de historias de nuestra época, el eterno curioso, el amante de la hermosura del mundo -quien ya había trabajado sobre los volcanes en su Into the Inferno (2016)- se queda obnubilado con las imágenes captadas por los vulcanólogos y ofrece una lección maestra de cine, de silencio, de fuego, de vida. El fuego se lleva dentro y los artistas se reconocen entre ellos. Fascinante. Inmejorable. Un lujo de película. Pero cuidado, una última advertencia: existe otra película, estrenada también en 2022 y mucho más promocionada que la de Herzog al ser producida por National Geographic, que se llama Fire of love (2022) de Sara Dosa, una joven documentalista que se ha atrevido a hacer un montaje con otra parte de los archivos de los Krafft y a contar su historia de otra manera, generando un fenómeno especular. Los espejos siempre son peligrosos para una de las partes. Fuera de polémicas, lo bonito de esto es ver ambas y darse cuenta qué tipo de espectador eres. Aviso: una es muy buena y la otra es muy mala. Cine y cultura audiovisual no son lo mismo. Hay una brecha que cada vez se hace más grande. Todo reside en aprender a colocarse en el abismo como los Krafft y dejar todo lo demás de lado.
Como decía Hitchcock, la próxima vez volveremos con otra historia.