lunes, 9 de mayo de 2016




ZARDOZ
(1974)

John Boorman



Escribí Zardoz en 1972, en mi hogar, un valle perdido entre las colinas de ensueño de Wicklow. Resultó una pieza mucho más parecida a una novela que a un guión de cine. Poco a poco le di la forma apropiada para filmar, pero resultó muy radical para el criterio de los estudios. Finalmente obtuve algún respaldo y se rodó la película en nuestros estudios locales de Ardmore y en escenarios cercanos a mi casa, entre mayo y julio de 1973.En las semanas previas a la filmación, Bill Stair ―que trabajó conmigo en Point Blank y en Leo the Last— me visitó para ayudarme a racionalizar las ideas que amenazaban confundirme.

J.B., 1973



Philip K. Dick, Stanislav Lem o Arthur C. Clarke fueron escritores que demostraron que el género futurista podía llegar a tener un condumio más que interesante y de hecho lo demostraron, pues de algunas de sus obras fueron el origen de las tres películas de ciencia ficción más importantes: Blade Runner (1982), Solaris (1972) y 2001: Odisea en el espacio (1968). Ahora bien, entre estos tres hitos alegóricos del género existen una barbaridad de películas que simplemente intentaron viajar al futuro, para conquistar su imagen, con resultados lamentables. Desde que Dennis Hooper impuso el porro como herramienta común de la industria cinematográfica y abaratase los presupuestos al mínimo para ganar lo mismo invirtiendo una décima parte o sea, con un ridículo riesgo para los grandes productores, una cantidad de chalados consiguieron hacer una serie de films aburridos y sosos donde aparecían naves espaciales y telépatas cósmicos muy poco trabajados. La temática fílmica experimentó por primera vez en la industria norteamericana, aquello de la recreación de nuevos mundos, lo que le llevó en general a la creación de inmensos pufos. La exploración de nuevas realidades a través de las drogas, derivó a una intención de hacerlo también a través del cine, lo cual no dio buen resultado. La cuestión del futuro y el espacio exterior ha estado presente desde el ingenioso Meliés o lo que es lo mismo, desde el principio del negocio de la ilusión. Hasta los años 70', la cuestión de generar una imagen del futuro o si se quiere, de lo inalcanzable o lo incomprensible, siempre se había topado con problemas estéticos o técnicos y, en general, reducidos a producciones de serie B o experimentalismos poco conocidos y austeramente artesanales. Las obras de este género llamado de ciencia ficción, se centraban de forma obsesiva en las cuestiones meramente ornamentales del asunto, vaciando a los films de todo interés o entretenimiento; se dejaban seducir únicamente por el continente y no en el contenido. En los años 70', con la supuesta llegada a la Luna y demás artificios de luminotecnia barata, se llevaron a cabo un gran número de películas futuristas con la clara intención de conseguir la imagen real de lo desconocido. Películas como Barbarella (1968), Dark Star (1974), Silent Running (1972), Logan's run (1976), The Andromeda strain (1971) o Future World (1976) son herederas de las calamidades de Richard Fleischer o de las macarradas de personajes como Ed Wood. Sorprendentemente, en esa década del Paz y Amor, la serie B de ciencia ficción saltó a la gran pantalla de los grandes cines y los grandes actores, transformada en leguminosas producciones. Lamentablemente, en su mayor parte, estas películas sólo fueron panfletos esmirriados mal utilizados y llenos de tedio y poco talento; las ricas posibilidades del género fueron empobrecidas por su mal uso. A pesar de ello, rebuscando en este cajón desastre del fenómeno de la ciencia ficción de los 70', se encuentra la maravillosa Zardoz, una rara joya de lo que podríamos denominar comedia-filosófica.
Desligándose de las películas ecologistas, idealistas, futuristas, hippistas y demás engendros de los 70', Zardoz reluce como una de las genialidades del llamado Hollywood LSD. Escrita y dirigida por un lúcido Jonh Boorman, Zardoz representa una profética y acertada alegoría de nuestra realidad. Filmada con un estilo similar al mejor Kurosawa de Ran (1985) y con unos efectos especiales tan orgánicos como el mejor Kubrick, Boorman consigue una especie de película a lo Arrabal, mezclada con puntos a lo Blade RunnerZardoz trata sobre un futuro en el que la Tierra permanece asolada por unos guerreros salvajes (los Exterminadores) que destruyen todo vestigio humano y mortal. Son los adoradores del dios Zarzoz, una cabeza de piedra gigantesca que vuela por los aires y que les provee de armas a cambio de cereales. Los guerreros saben que en algún lugar de la Tierra existe una enorme burbuja a la que llaman el Vórtex, la cuál contiene los secretos de la vida inmortal. Zeta, uno de los guerreros acaba encontrándola y conociendo a las personas que allí habitan. Sin querer desvelar el argumento, sólo diré que allí se hablará de la inmortalidad y de la acumulación del conocimiento y de todos los problemas que puede acarrear la destrucción del espíritu vital de los hombres. La ciencia es una religión y la inteligencia artificial domina la vida de la burbuja. Zeta tendrá que enfrentarse a aquello e intentar destruir todo aquel error, para poder purificar y cambiar el destino de la raza humana.
John Boorman utiliza este relato para contarnos cómo y de qué manera nos precipitamos a una existencia aburrida e impotente donde nada ocurre en realidad, a pesar de poseer todas las posibilidades o de creer en ellas. En el Vortex, lo real ha quedado desplazado de las personas y lo virtual ha conquistado la vida misma; ya nadie tiene una relación real con las cosas, con la materia y todo parece inútil y dominado por una fantasmagoría, mientras todos viven en un soporífero y cómodo mundo infinito donde todo parece estar hecho y ninguna sorpresa acontece. Con enorme maestría, Boorman nos introduce en esa burbuja, en los misterios del Tabernáculo, en los reveladores recuerdos de Zeta y en la maravillosa ilusión de Arthur Frayn, el personaje clave que hace y deshace la película, el gran titiritero de la trama y mago por excelencia que mantiene la ilusión de los bárbaros y los inmortales. Él también es el que conduce el humor del film o su propio absurdo y pone de relieve la contradictoria realidad a la que se dirigen los hombres que creen en la ciencia como la religión que les guiará hacia la salvación; él es un mago que conoce el truco y que espera a que aparezca el elegido que pinche la burbuja del aburriemiento y desencadene de nuevo, la verdadera vida, condicionada por el deseo y por la muerte.
Su gran originalidad y su pura excentricidad, combinada con el sentido del humor y la aventura, hacen de Zardoz una propuesta más que interesante que además conlleva una profunda reflexión sobre el poder de la ficción y a la vez, sobre el incierto futuro de una existencia insoportable. Es cierto que Boorman, en ciertos pasajes, instaura un ritmo algo lento y entrecortado debido a las numerosas explicaciones que se suceden en la historia, lo que la ensombrece por instantess, pero su brillantez global y sus momentos estelares la hacen mucho más que recomendable, poseedora de una energía y una potencia sin igual. Su goce visual está al nivel de su profundidad de pensamiento, que intenta extenderse sobre el film lo más posible, lo cuál puede llegar a hacerlo algo confuso, aunque cuando el director intenta decribirla con sus propias palabras, la idea se hace clara: Zed es uno de esos mercenarios, transformado en servidor del dios Zardoz. Pero se torna una amenaza para el orden establecido al ingresar al Vórtice y él es, en efecto, el contraataque de la Naturaleza a todo lo que el Vórtice sostiene. En nuestro mundo material parecemos olvidar que no viviremos para siempre; pero tal como mis habitantes del Vórtice descubren, la vida pierde su significado cuando la muerte no existe. Es algo que hay que afrontar, incluso recibir de buena gana; tal como mi filme trata de decir, es nuestra esperanza de renacimiento. ¡El problema de la Eternidad es que dura demasiado! Todos acabaríamos deseando una buena muerte… Lo que postulo en Zardoz es que la máquina se paró, pero en el momento en que se detuvo, otra tecnología no-mecánica fue posible, permitiendo a una élite, la Comunidad Vórtice, la supervivencia. El Vórtice es en realidad como una nave espacial: autosuficiente; autoregenerable, independiente de las imperfectas máquinas de las que actualmente dependemos; pero por supuesto es por definición, estéril. Zardoz es mi canto a la paradoja, una rodilla hincada ante la cruel majestad de la Naturaleza.
Muchos de los primeros que vieron la película, no la entendieron, así que Boorman decidió incluir a posteriori, una secuencia del misterioso personaje de de Arthur Frayn a modo de prólogo hipnótico, donde se resume el argumento de una manera más sencilla y prepara las mentes para disfrutar mejor el torbellino cinematográfico que se avecina; en todo caso, hay que decir que, necesario o caprichoso, realmente es uno de los mejores momentos de Zardoz.









TARKOVSKI COMENTA 
A BUÑUEL

Arte, Nacionalismo y Nazarín




La fuerza dominante de sus películas es siempre el inconformismo. Su protesta -furiosa, sin compromisos y acerba- se expresa sobre todo en la textura sensible del film, y es emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral ni formulada intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por una inspiración política, la cual desde mi punto de vista, es siempre espuria, si se expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus películas sería, sin embargo, más que sufriente para un buen número de realizadores de menor estatura. Pero por encima de todo, Buñuel es el portador de una conciencia poética. Sabe que la estructura estética no necesita de manifiestos, que el poder del arte no radica ahí, sino en la persuasión emocional, en esa fuerza vital de la que alguna vez ha hablado Gógol, a propósito de la creación artística. 

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]


He de decir que como problema general, me preocupa mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos como obra de arte ya realizada, desde luego; pero las fuentes, los orígenes del arte, se hallan siempre en un plano nacional [...] Y al hablar ahora del problema de lo nacional en el arte en general y en la cinematografía en particular, me parece que se explica por qué considero a Kurosawa, a Buñuel y a Bergman, grandes artistas. Precisamente porque estos tres directores han logrado expresar en sus mejores filmes el carácter nacional, es decir, aquello que de particular y concreto caracteriza a una persona de una nacionalidad determinada, y que permite diferenciarlo de otros individuos de otras nacionalidades. Yo no creo que el arte sea cosmopolita. Y no lo creo, porque las mejores obras de arte cinematográfico en la actualidad están ligadas sin excepción a la expresión del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudomística, ni mucho menos. Al contrario, estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde su infancia[...] El desarrollo del arte español, por ejemplo, la línea que han seguido las tradiciones de España, ilustran muy bien la necesidad que tenemos en la actualidad de reelaborar las viejas tradiciones nacionales, de asimilarlas de una forma nueva, utilizando los problemas contemporáneos, actuales. Para mí, es indudable que el Greco, Cervantes y Goya son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin El Greco, sin Goya, sin Cervantes. Esto es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo, su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El protagonista de esta película es para mí un típico personaje de El Greco, incluso exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto oblicuos, el rostro alargado. Buñuel posee de Cervantes ese anhelo reflejado en Don Quijote, que en el filme Nazarín ha hallado una reflexión muy particular y determinada. Para mí, está completamente claro que Buñuel es asombrosamente tradicional y por lo tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los españoles y para todos los pueblos que poseen sangre hispana, es decir, que pertenezcan a esa tradición cultural. 

[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La Habana),

nº 22 (1964), pp. 31, 33-34] 


La obra de Buñuel está profundamente arraigada en esta cultura clásica de España. Es sencillamente impensable sin una referencia apasionada a Cervantes y a El Greco, a Lorca y a Picasso, a Salvador Dalí y Arrabal. La obra de éstos, llena de pasiones airadas y tiernas, de tensión y de protesta, surge de un profundísimo amor por su tierra lo mismo que del odio que les domina por entero: odio todo esquema enemigo de la vida y todo intento frío y descorazonado de vaciar los cerebros. Ciegos de odio y de sospecha, ellos expulsarán de su campo de visión todo lo que no contenga una referencia vital al hombre, todo lo que no acoja esa chispa divina y ese sufrimiento hecho costumbre que la tierra española, rocosa y caliente hasta la ignición, ha tenido que beber durante siglos. La tensa fuerza rebelde de los paisajes de El Greco, por ejemplo, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las alargadas proporciones internas de sus cuadros y los colores salvajemente fríos, tan poco característicos de su tiempo y familiar más bien a los admiradores del arte moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. Pero creo que sería una explicación demasiado simplista. 
Por su parte, el Don Quijote de Cervantes se convirtió en un símbolo de nobleza, de generosidad, de abnegación y fidelidad; y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero Cervantes mismo fue, si tal cosa fuera posible, aún más fiel a su héroe que éste a Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado sin licencia una segunda parte de las aventuras de Don Quijote, que era una afrenta para el puro y sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la novela, matando a su héroe al final de ella, para que nadie pudiera en adelante mancillar la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura. Goya se enfrentó sin ayuda ninguna al cruel y endeble poder real y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras que odiaba con todo su corazón, y que le arrastraron al terror pánico, animal -que menospreciaba como algo vicioso y que le condujo la batalla quijotesca contra el oscurantismo y la locura-. La fidelidad a su vocación artística, casi profética, ha hecho grandes a estos españoles. 

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]


Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca, muchos de sus detalles pueden parecernos hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo, algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula: «escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una película la percibimos como una secuencia de imágenes en una determinada unidad de tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se pone a trabajar. 
La que en mi opinión es la mejor película de Buñuel, Nazarín (México, 1958), destaca sobre todo por su sencillez. La estructura dramática de la película recuerda la de una parábola, y su protagonista principal, a don Quijote. Nazarín se desarrolla en México. El padre Nazarín, que cree en Dios desde la más profunda convicción religiosa, es una persona abnegada y buena que sabe lo dura que es la vida en su pequeña ciudad natal, y que se muestra paciente y amigo del pueblo hasta el extremo. No es un sacerdote del miedo, sino que su infinito buen corazón le hace ser un pastor de la conciencia. Su intervención en la vida de los más pobres, es un intento constante de ayudarles de todas las maneras posibles, pero a ojos de sus superiores eclesiásticos compromete con ello su dignidad sacerdotal. Alternativas muy simples de la vida, junto con la bondad de Nazarín, que va más allá de todo límite, conducen finalmente a que las autoridades -almas de escribas preocupadas solamente por hacer carrera-, le vean como una carga para la Iglesia y que le expulsen de la ciudad. El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza. En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola. 
El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"». 
Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado. El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta. Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con una mirada trágicamente transfigurada. 
El bien es pasivo, el mal activo, dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y progresivas. 
La escena final de Nazarín es realmente estremecedora pero -y esto es especialmente importante- no por su simbolismo, que despierta asociaciones con el Evangelio, sino a causa de su gran poder emocional. Es un ejemplo magnífico de la fuerza dominante de la imagen artística sobre la necesaria limitación de su capacidad de enunciar un contenido. Sólo cuando se ha visto Nazarín por segunda o por tercera vez, se llega a percibir el significado racional que encierra. 
Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional. En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol, pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado. 
Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural, un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de Buñuel. 
Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo, porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la que había sido lavada su herida. 

Una posibilidad sería hacer un gesto de asco y rechazar despectivamente cualquier conversación sobre esta escena. Pero, por otra parte, medios estilísticos de este tipo, cercanos al naturalismo (puesto que el naturalismo no es una característica del estilo de determinados artistas, sino más bien una corriente literaria), se encuentran de modo más o menos claro en muchas películas y obras literarias, que todos aplaudimos. Basta pensar en las escenas de hospital de los magníficos Relatos de Sebastopol de León Tolstói; en las escaleras de Odessa de Acorazado Potemkin de Eisenstein, con el coche de niño que baja, golpeando en cada escalón, y el mutilado que cojea, las gafas hechas añicos de la maestra y el ojo desprendido; lo mismo que en aquella escena de la genial película Tierra de Dovzhenko, en la que una mujer, desesperada por la soledad en que se encuentra, corre desnuda por su casa; o en la famosa danza de Chapaiev en paños menores antes de morir; en las torturas que sufren los luchadores de la resistencia en Roma, ciudad abierta; en la escena de Tierras nuevas bajo el arado, de Solojov, en la que Polovzev mata a Choprov y a su mujer, etc. 
El arte realista necesita una percepción intensificada de la realidad. Esto se aplica sobre todo a las obras en las que la tensión en el terreno de las ideas debe ser equilibrada por unos sucesos y una «sintaxis de los hechos» realista y detallada. No creo que tenga mucho sentido analizar medios estilísticos de diferentes obras con la sola finalidad de poner de manifiesto que Buñuel no tiene de ninguna manera el monopolio en lo que respecta a «crueldad»; aquí se trata de otra cosa. Es interesante reparar en que, con frecuencia, Buñuel emplea estos medios con arreglo a un principio enteramente original. La película Nazarín, con su estructura uniforme, está en efecto concebida de manera que la tensión va creciendo paulatinamente y no se resuelve más que inmediatamente antes del final. Hay muchas escenas dialogadas que se han grabado de modo extraordinariamente sencillo y, por así decir, como de pasada. También en lo que respecta a la escenificación no necesitan refinamiento ni acento alguno, ni destacar unos rasgos por encima de otros, etc. Este mínimo de medios expresivos por un lado, y la locuacidad por otro, podrían hacernos dudar incluso de la autenticidad del desarrollo de la acción, de una autenticidad a la que la película aspira por principio. 
Precisamente en esos momentos es cuando Buñuel emplaza súbitamente su «artillería de grueso calibre», como en la escena en la que la mujer sacia su sed, que ya hemos comentado. Una escena así nos deja una impresión estremecedora, y sobre, todo fuerza al espectador a prestar absoluta fe a cuanto sucede antes y después de lo que ha visto. Este tipo de shocks mantiene al espectador en tensión, de modo que comienza lentamente a esperarlos y se entrega a ese fluido nervioso que el autor crea y conserva en movimiento mediante emociones cargadas negativamente. Sin esa tensión, que se halla en directa dependencia de una serie de impresiones negativas y positivas, no se puede llegar a un movimiento emocional, como sucede también en la pintura, en la que los sentimientos despertados por la composición cromática se basan en las relaciones entre los colores contrarios y complementarios. 
El principio de la formación de contrastes no se debe borrar en modo alguno de la lista de los medios estilísticos con los que se puede expresar el movimiento. Elegir los medios de que se vale es un legítimo privilegio del artista, y las discusiones al respecto acaban siempre en juicios de gusto. 
Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de que los problemas que trata son de gran relevancia. 


[Texto original publicado en un libro colectivo aparecido en Moscú, en 1979, titulado Luis Bunuel (con ene)]